12

Quirke le dijo a Phoebe que podía llevarla a Haddington Road o a Grafton Street, como quisiera: ¿no tenía que ir a trabajar? Ella le dijo que no quería ir a casa y que tampoco quería ir a la tienda. Le preguntó adónde tenía pensado ir él.

—Déjame que vaya contigo —le dijo—. Ahora no quiero quedarme sola.

Bajaron por Leeson Street y doblaron a la izquierda en el puente, y luego a la derecha por Fitzwilliam Street. Había más tráfico, coches y autobuses que transitaban con cautela por las calles aún cubiertas por el polvo de la helada. No hablaron. Quirke quería que ella le dijera si estaba al tanto de la relación entre Ojukwu y April, de la relación entre Ojukwu e Isabel, y las preguntas que no llegó a formular quedaron en suspenso entre los dos.

—Me siento como una imbécil —dijo Phoebe—. Una imbécil de tomo y lomo.

Él guió el automóvil hasta entrar en Fitzwilliam Square y se arrimó al bordillo hasta detenerse. Phoebe se volvió intrigada hacia él.

—¿Aquí? —le dijo—. ¿Por qué? —él no respondió. Siguió sentado con las manos aún sujetas al volante, mirando los árboles negros de los que caían las gotas tras las rejas de la plaza—. ¿Qué está pasando, Quirke? ¿Qué es lo que sabes? ¿April está muerta?

—Sí —dijo—, me temo que sí.

—¿Cómo? ¿Patrick la dejó desangrarse hasta morir?

—No. Pero otra persona sí lo hizo, o eso creo. La dejó morir, o tal vez…

Calló. Las ramas de los árboles negros estaban cubiertas por una capa de hielo.

—Espérame aquí —dijo, y abrió la portezuela del coche y salió.

Ella lo vio cruzar la calle y subir los peldaños de entrada a la casa y llamar al timbre. Se abrió la puerta y entró. La enfermera asomó la cabeza y miró al otro lado de la calle, hacia donde estaba Phoebe sentada en el coche, y luego siguió a Quirke al interior y cerró la puerta. Pasaron algunos minutos hasta que volvió a abrirse y salió Quirke poniéndose el sombrero. La enfermera lo fulminó con la mirada y cerró de un portazo.

Se sentó al volante del coche.

—¿Qué está pasando? —preguntó Phoebe.

—Vamos a esperar.

—¿Esperar? ¿A qué?

—A averiguar qué ha sido de April.

Se abrió entonces la puerta de la casa, al otro lado de la calle, y salió Oscar Latimer con la enfermera tras él, ayudándole aún a ponerse el abrigo. Miró en derredor, y vio el Alvis, y bajó las escaleras.

—Siéntate atrás —dijo Quirke a Phoebe, y salió del coche para abrirle la puerta trasera.

Latimer esperó a que pasara de largo una furgoneta y cruzó la calle. Se sentó en el asiento del pasajero, quitándose al mismo tiempo la gorra de tweed, y Quirke se sentó de nuevo al volante. Latimer se volvió hacia Phoebe.

—Por lo que se ve —dijo—, ésta va a ser una excursión de familia.

Quirke arrancó el motor.

—¿Adónde vamos?

—Limítese a conducir por ahí. Hacia el norte, por la costa —dijo Latimer. Parecía encontrarse de buen humor, y miraba con gusto al pasar de Fitzwilliam Street a Merrion Square y seguir por Pearse Street—. ¿Cómo está hoy, señorita Quirke? —preguntó—. ¿O es señorita Griffin? No me termina de entrar en la cabeza, disculpe mi error —Phoebe no dijo nada. Se había dado cuenta de que estaba asustada. Latimer miraba atrás, por encima del hombro, sonriendo—. Quirke e hija —dijo—. Ése es un rótulo que nunca se ve encima de una tienda, «Fulano de Tal e Hija». «E Hijo» sí se suele ver, pero «Hija», nunca. Qué raro.

Por unos momentos, a ella le resultó muy parecido a April, el rostro pálido, afilado, pecoso, la misma sonrisa.

—Dígame adónde vamos, Latimer —dijo Quirke.

Latimer no hizo caso. Se volvió para mirar por el parabrisas y se cruzó de brazos.

—Padres e hijas, Quirke, ¿eh? Padres e hijas, padres e hijos. Cuántas dificultades, cuántas complicaciones, cuánto dolor —miró de nuevo a su espalda—. ¿Qué opina usted, Phoebe? Seguramente tendrá algunas ideas bien formadas sobre esta cuestión.

Ella lo miró a los ojos con los que la observaba él tan feliz. Se dio cuenta de que estaba bastante loco. ¿Por qué no se había percatado antes?

—¿Usted sabe dónde está April? —le preguntó.

Él puso una mano en el respaldo del asiento y apoyó en el dorso el mentón, adoptando una mueca de desconsuelo, o como si quisiera dar la impresión de que estaba sopesando a fondo el asunto.

—Es difícil responder a eso —dijo—. Hay demasiadas variables, como dirían los matemáticos.

—Latimer, no puedo seguir conduciendo sin saber adónde vamos —dijo Quirke—. Dígame adónde vamos.

—A… Howth —dijo Latimer. Asintió—. Sí, vamos a Howth Head… ¡Cuidado! ¿No ha visto a ese hombre que iba en bicicleta, Quirke? —se giró por completo para mirar por la ventanilla—. Se ha quedado sacudiendo el puño en alto —rió—. Sí, a Howth —volvió a decir, y adoptó una postura más cómoda—, allí es a dónde vamos. Mi padre nos llevaba hasta allí, a April y a mí, en el tranvía. La verdad es que nos convendría haber tomado también hoy el tranvía, hacer una excursión en toda regla, digo yo. Es la última línea del tranvía que sigue en funcionamiento. Pero al final podría haber sido una molestia. Imagínese cómo nos habrían mirado los demás pasajeros cuando yo sacara —introdujo la mano en el interior del abrigo y sacó una pistola grande, negra, de cañón largo—… esto.

La sostuvo en vertical sujetándola por las cachas, volviéndola de un lado y de otro, como si pretendiera que la admirasen.

—Es una Webley —dijo—. Un revólver reglamentario. Es un poco un trabuco, hay que reconocerlo, pero es eficaz, de eso estoy seguro. La heredé de mi padre, que se la arrebató a un oficial británico ya moribundo el Lunes de Pascua de 1916, o eso es lo que siempre dijo. Me dejaba jugar con ella cuando era un chaval, y me hablaba de los de negro y cuero, las tropas de ocupación, que se había cepillado con esto. Luego tuvo que poner fin a todo y la volvió contra sí —hizo una pausa y miró a Quirke y volvió la cabeza y miró de soslayo a Phoebe, sonriendo otra vez casi con malicia—. Pues sí —dijo a la ligera—, ésa es otra hebra de la leyenda de los Latimer que mi madre y mi tío han conseguido mantener en secreto durante todos estos años. Dijeron que había sido un ataque al corazón, y no sé cómo se las ingeniaron para que el forense diese fe de su versión de lo ocurrido. Tampoco fue una mentira de gran calado si uno se para a pensarlo y recuerda que se pegó un tiro en el pecho. Sí, cualquier otro se habría apretado la pistola en la sien, e incluso en la boca, pero mi padre no era así. Era demasiado vanidoso, no quiso estropear su buena presencia —rió—. Es un hombre con suerte, Quirke, por ser hijo adoptivo. Estoy seguro de que se tiene una lástima terrible por no tener un padre, por no haberlo conocido, pero es usted un hombre con suerte, se lo aseguro.

Se encontraban en North Strand, y antes de llegar al puente Quirke tuvo que detenerse en un semáforo. Latimer dejó el arma en el regazo, con un dedo presto en el gatillo y el cañón apuntado en dirección aproximada al hígado de Quirke.

—Por Dios, Latimer —dijo éste en voz baja.

Phoebe tenía humedecidas las palmas de las manos. Intentaba no mirar al hombrecillo de la pistola, intentaba no verlo, sintiéndose como una niña pequeña que se escondiera cerrando los ojos y pensando que era invisible.

—No me cabe duda —dijo Latimer— de que los dos están tramando febrilmente alguna manera de salir de ésta, a lo mejor en un semáforo como este mismo, o a lo mejor si ven a un guardia por la carretera y para el coche y se pone a gritar «¡Oficial, oficial, tiene una pistola!». Espero, de verdad que espero que no se les ocurra intentar nada por el estilo. Ah, ya está verde. ¡Adelante, pise a fondo!

Quirke vio los ojos de Phoebe por el espejo retrovisor. Los dos apartaron la vista en el acto, como si les diera vergüenza mirarse.

Atravesaron Clontarf y tomaron entonces la carretera de la costa. La marea estaba baja y algunas aves picoteaban por los arenales y los fangales bajo un cielo bajo, de color malva, que amenazaba nieve; un cormorán se había encaramado a una roca, extendiendo las alas para secarse. En Bull Island, los rastrojos en los bancos de arena estaban de un verde muy vivo. Todo es perfectamente normal, pensó Phoebe, el mundo sigue su curso de siempre, mientras yo estoy aquí.

—No podía usted dejar todo esto en paz, Quirke, ¿verdad que no? —dijo Latimer—. Tenía que entrometerse usted, tenía que venir con ese detective y con todo lo demás. Y ahora aquí está usted, usted y esa inconveniente hija suya, atrapados en este coche tan caro con un loco que lleva una pistola. Hay que ver qué cosas pasan, ¿eh?

—¿Qué fue lo que ocurrió, Latimer? —dijo Quirke—. Díganoslo. Fue usted a quien llamó Ojukwu porque ella se lo pidió, ¿no fue así? ¿Fue así aquella noche en que ella se desangraba y sabía que se estaba muriendo? ¿Qué fue lo que hizo usted? ¿Fue a verla? ¿Intentó ayudarla?

Latimer, con la pistola posada de manera negligente en el regazo, se había vuelto de lado en el asiento para mirar más allá de Quirke, por la ventanilla, el paisaje marítimo que dejaban atrás. No parecía que estuviera escuchando.

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó—. ¿Cómo ha sabido que fui yo?

—Lo vieron a usted en el piso —dijo Quirke—. La vieja, la que vive en el piso de arriba.

—Ah.

—Se acordó de su bigote.

—Pero no es insólito que un hermano vaya a visitar a su hermana de vez en cuando, ¿verdad que no?

—Tal vez la vieja no supiera que era usted su hermano.

Latimer asintió. Parecía sosegado, reflexivo.

—Sí —dijo, y retomó la pregunta que le había hecho Quirke con anterioridad—, el señor Ojukwu me llamó por teléfono para comunicarme que mi hermana se había practicado un aborto y que estaba sufriendo una grave hemorragia. Desconozco en qué podía estar pensando ella. A fin de cuentas era médico, tendría que haber sido más sensata. ¿Y por qué no me llamó a mí en primer lugar? Desde luego, no es que nos guardásemos secretos el uno al otro. Aunque he de suponer que debió de sentir cierta reticencia, metida en esa casa de vergüenza en medio de un charco de su propia sangre, con un negro que era su amante por toda compañía.

—¿Qué hizo usted? —le preguntó Quirke.

Latimer, con una mano en la pistola, introdujo la otra por dentro de la chaqueta y adoptó un gesto napoleónico, fingiendo que le costaba trabajo recordar con precisión los detalles.

—Lo primero, le dije a Sambo que desapareciera de mi vista si de veras sabía lo que le iba en el empeño. No hizo falta decírselo dos veces, créame. Se esfumó como una sombra en la noche, ni más ni menos. Tendría que haberme llevado a la Gran Bertha —sopesó el arma— y haberle pegado un tiro a ese tipo, como hubiera hecho mi padre, pero se me escapó la oportunidad. Lo cierto es que fue un gran trastorno para mí el intento de remendar a mi desafortunada hermana. Estaba en muy mal estado, como sin duda imaginará usted. Había hecho una chapuza sorprendentemente penosa, si se tienen en cuenta sus conocimientos y su experiencia. Pero ya se sabe que hay gente que enreda con especialidades de las que no tiene ni la menor idea.

—¿Cuándo murió? —preguntó Quirke sin quitar los ojos de la carretera.

Hubo una pausa. Latimer, sin dejar de mirar al mar, frunció el ceño y torció la boca por una de las comisuras, fingiendo aún que se devanaba los sesos para recordar lo ocurrido.

—Hicimos un gran esfuerzo los dos. April era una chica maravillosa. Maravillosamente fuerte. Al final, sin embargo, no tuvo la fuerza suficiente. Creo que tal vez no quería salvarse. Eso lo puedo entender —cambió de postura en el asiento haciendo una mueca, como si algo le hubiera causado de pronto un dolor leve—. ¿No le dije una vez, Quirke, que usted no sabe nada de lo que es una familia? Sí, se lo dije, le dije «Anda usted falto de experiencia en estas cosas». La proximidad que existe entre los miembros de una familia. April y yo estábamos muy unidos, no sé si lo sabe. Ah, muy unidos. Cuando éramos pequeños decíamos que de mayores nos íbamos a casar. Sí, nos casaríamos, los dos estábamos convencidos, y escaparíamos de mi padre —suspiró casi como en un ensueño y recostó la cabeza en el respaldo—. Padres e hijos, Quirke —dijo de nuevo—, padres e hijas. Nos quiso muchísimo mi padre, primero a mí, luego a April. Cómo jugaba con nosotros debajo de las sábanas. Era tan apuesto, tan… arrebatador, como dicen los ingleses. Se puso más contento que nunca cuando nació April; había deseado mucho que fuera niña, y por fin la tenía. De mí empezaba a cansarse, dese cuenta. Yo me había percatado. Quise avisar a April cuando me pareció que tenía la edad adecuada para enterarse y entender las cosas. Le dije: «Está harto de mí, y tú además eres chica, así que ahora irá por ti». Pero ella era demasiado pequeña, demasiado inocente. Tendría seis o siete años, creo yo, cuando mi padre concentró en ella todos sus afectos y atenciones —hizo una pausa. Cuando volvió a hablar había cambiado su voz, se había vuelto más distante—. Yo la oía de noche, llorando, esperando a que él llegase con sigilo y se deslizase en la cama con ella. Qué pequeña era, qué tierna —Latimer se sobresaltó—. ¡Pero… hombre de Dios, Quirke! ¡Por todos los…! —exclamó—. ¡Ese semáforo estaba rojo! Va a terminar por matarnos a todos si sigue conduciendo así. ¿Dónde ha aprendido usted a conducir?

Phoebe cerró los ojos. Se acordó de April sentada en el banco de Stephen’s Green aquel día, fumando, recordando, y se acordó de su manera de reír cuando bajaron las gaviotas aleteando y graznando.

—Intenté contarle a nuestra querida madre lo que estaba pasando. Como era de esperar, ella no quiso saber nada. Yo no la culpo por eso, era algo que sencillamente estaba lejos de su capacidad de comprensión —asintió—. Sí, era imposible que lo entendiera. Así las cosas, como no encontré ayuda en ella, tuve que pasar yo a la acción. ¿Qué edad tendría? Debía de tener… no sé, ¿quince? ¿Por qué esperé tanto tiempo? Supongo que por el miedo, y por esa terrible, terrible vergüenza, esa deshonra. En estos casos es habitual que los niños se echen la culpa a sí mismos, no sé si lo sabe, y entienden que han de guardar silencio. Pero April, mi pobrecita April… Yo no podía permitir que aquello siguiera así. Me armé de valor y fui a ver al tío Bill —se volvió hacia Phoebe—, es decir, a William Latimer, el ministro. Fui a verle y le dije lo que estaba ocurriendo. Al principio no quiso creerlo, claro está. ¿Quién iba a creer tal cosa? Pero al final no le quedó más remedio. Luego fui a ver a mi padre y le conté lo que había hecho y le dije que el tío Bill iba a ir a ver a los guardias, aunque debo decir que nunca llegué a estar seguro de que fuera, sobre todo pensando en el escándalo que se iba a armar. El pequeño Willie, como lo llamaba mi padre, ya había ascendido un buen tramo de la cucaña y no tenía ninguna intención de resbalar tras subir tan alto y caer hasta la base. Fue lo de menos. Pero habérselo contado a alguien, a quien fuera, de una manera extraña me liberó. ¿Eso lo puede entender, Quirke? Y por eso le hice frente, me enfrenté a mi padre. Estábamos en el jardín, en el cenador. Yo estaba llorando, no podía contener las lágrimas, era todo muy raro, las lágrimas manaban de mis ojos sin cesar aunque yo no me sentía ni mucho menos triste, sino más bien enojado, más bien enojado y… ultrajado. Mi padre no dijo nada, ni una sola palabra. Se limitó a seguir donde estaba, mirando a lo lejos. Recuerdo que le veía latir una vena en la sien. No, no es que latiese. Palpitaba, como si fuese algo que se le hubiera metido bajo la piel, una mariposa, o una lombriz. Fue en el cenador donde mi madre lo encontró más tarde, ya de noche. Hacía un tiempo espléndido, me acuerdo bien; era en pleno verano, y por la tarde lo envolvía todo una bruma como el oro, y las mosquitas eran como burbujas en el champán, subiendo y bajando —empuñó la pistola y la miró—. Me pregunto por qué no oímos el disparo —dijo—. Cualquiera diría que tendríamos que haber oído un pistolón de este calibre al dispararse.

Iban por la larga curva de acceso a Sutton. De vez en cuando aparecía aleteando un solo copo de nieve en medio del aire, que se derretía nada más tocar el parabrisas. Phoebe se había acurrucado en el rincón del asiento con los brazos cruzados, abrazándose con fuerza.

—Todo esto es terrible, Latimer —dijo Quirke—. Es una historia terrible de oír.

—Sí, lo es —Latimer estuvo de acuerdo de un modo despreocupado, como si no fuera con él—. Es terrible, ésa es la palabra. Nos quedamos desolados, cómo no, April y yo. A pesar de todo, los dos amábamos a nuestro padre. ¿Le resulta extraño? Mi madre no contaba para nada, claro está. Ni siquiera la teníamos en cuenta, era casi como si no estuviera allí —soltó un suspiro que terminó por ser un silbido—. Pero todo era una maravilla, era sensacional lo que habíamos ido desarrollando April y yo entre nosotros. Mi padre nos había adiestrado para tener esa relación, dese cuenta, y los dos le estábamos agradecidos por eso. Es verdad que el mundo habría mirado con malos ojos nuestra… nuestra unión, caso de que llegara a saberse, pero eso de alguna manera la hacía tanto más preciada para nosotros, tanto más… dulce —calló—. ¿Usted ha amado alguna vez, Quirke? Quiero decir, ¿ha amado de verdad? Sé lo que siente por su… —se cubrió la boca con una mano y bajó la voz hasta hablar con un susurro teatral, como si pretendiese que Phoebe no llegara a enterarse— por su querida hija, que está ahí —tosió y retomó su tono de voz habitual—. Yo le estoy hablando del amor, de un amor que lo es todo, de un amor que todo lo demás lo aparta a un lado, de un amor que consume, de un amor, en una sola palabra, que obsesiona. Esto no tiene nada que ver con lo que se lee en las novelas, o en los poemas. Y la pobre April, la verdad es que me parece que no estaba a la altura. Quiso escapar, pero es evidente que no pudo. No es que yo no la fuese a dejar marchar. Yo pagaba el alquiler de su piso, ¿lo sabía usted? Pues sí, yo pagaba toda clase de cosas, pero ella no pudo liberarse. Algunos lazos son demasiado fuertes… —miró de reojo a Phoebe—. ¿No se lo parece, querida?

En Sutton Cross indicó a Quirke que torciera a la derecha, e iniciaron el largo ascenso del cerro. Había vacas pastando en los campos escarchados, y gente que caminaba por la orilla de la carretera, con sombreros y abrigos recios, como refugiados que se dieran a la fuga en una guerra de invierno. Los copos de nieve iban multiplicándose; algunos volaban en horizontal, mientras que otros parecía que cayesen hacia arriba.

—Así que el niño era suyo —dijo Quirke.

En el asiento de atrás, Phoebe emitió un sonido breve, cortante, y se llevó la mano a la boca.

Latimer se volvió a ella otra vez.

—¿Le sorprende, señorita Griffin? —preguntó—. Bueno, supongo que es sorprendente. Pero ya lo ve usted. Dios permite que pasen ciertas cosas, parece incluso deseoso de que pasen, ¿y quiénes somos nosotros, simples mortales, para negar un deseo divino?

—¿Sabía usted que estaba embarazada? —preguntó Quirke. Se había inclinado hacia delante, escrutando a través de la nieve a pesar de los limpiaparabrisas.

—No —dijo Latimer—, no lo sabía, aunque tampoco podría decir que me sorprendiera, teniendo en cuenta mi especialidad. Supongo que podría haber hecho algo para impedir que así fuera, pero por alguna razón no consigue uno pensar con claridad cuando se halla atrapado por la agonía de semejante pasión. ¿Me va a preguntar si me siento culpable? La culpa no es la palabra adecuada. No hay palabra que lo describa. Eso era lo que pasaba entre April y yo, que no había palabras adecuadas, palabras suficientes. ¡Ah, ya hemos llegado!

Habían llegado a la cima del cerro, y Quirke condujo al aparcamiento. El polvo del terreno estaba blanqueado aquí y allá por la escarcha, y ante ellos, por dos de los lados, se extendía el mar en lontananza, picado de viruela, gris como el cañón de una pistola.

—Puede parar ahí —dijo Latimer—. Así está bien. No, mejor deje el coche de cara a aquel lado, la vista es sensacional.

Quirke detuvo el coche y no apagó el motor. Phoebe de pronto tuvo una urgente necesidad de orinar. No dijo nada, y siguió acurrucada en la esquina del asiento, con las manos unidas en el regazo y los codos apretados contra los costados. Cerró los ojos; creyó que podría dar un grito, pero supo que no debía hacerlo.

Quirke se volvió a Latimer.

—¿Y ahora qué?

Fue como si Latimer no lo hubiese oído; estaba contemplando la ladera, asintiendo para sí.

—Aquí es adonde la traje aquella noche —dijo—. Detuve el coche exactamente aquí, y la saqué del asiento de atrás, la envolví en una manta. Qué poco pesaba. Era tan liviana que fue como si toda la sangre que había perdido fuera la mitad de su peso. Ya sé que se va a reír de mí, Quirke, pero ese instante estuvo lleno de un fuerte sentimiento religioso, sacramental, aunque fuera de una manera pagana… Supongo que estuve pensando en la reina Maeve y en el atronar de las piedras y en todo eso[3]. Una tontería, supongo, pero es que difícilmente podía estar yo en mis cabales, ¿verdad?, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido durante las horas anteriores, todo lo ocurrido en realidad durante todos esos años en los que April y yo sólo nos tuvimos el uno al otro. ¿Y cuándo ha sido suficiente con eso?

Cuando terminó de hablar oyeron el viento fuera, un gemido tenue, disperso.

—Usted volvió después —dijo Quirke— y limpió la sangre, hizo la cama.

—Sí. También eso fue una ceremonia religiosa. Sentí muy cerca de mí la presencia de April. Ella estaba conmigo. Sigue estando conmigo.

—Era usted quien vigilaba la ventana de mi piso, ¿verdad? —dijo Phoebe.

Latimer la miró frunciendo el ceño.

—¿La ventana de su piso, querida? Vamos a ver: ¿por qué haría yo tal cosa? De todos modos, ya basta de preguntas, ya basta de charla —levantó la pistola y apuntó con ella primero a Quirke y luego a Phoebe, moviendo el cañón como si fuera un juguete—. Salgan, por favor —dijo—. Los dos.

—Latimer —empezó a decir Quirke—, no puede usted…

—Cállese, Quirke —dijo Latimer con cansancio—. A mí usted no tiene nada que decirme. Nada.

Bajaron del coche los tres. Latimer sostuvo la pistola junto a la pernera para disimularla, aunque no había un alma por allí, salvo, mucho más abajo, en la ladera, un hombre con un grueso tabardo y un gorro de lana que caminaba con un perro blanco pegado a los talones. Quirke tomó a Phoebe por el codo y la colocó detrás de él, de modo que la escudase con su corpachón.

—¿Va a decirnos qué hizo con el cuerpo? —le dijo—. Al menos díganos eso.

Latimer sacudió el arma otra vez como si no tuviera fuerza en la muñeca.

—Pónganse ahí, junto a esos arbustos —dijo—. Adelante.

Quirke no se movió.

—No la trajo aquí en ningún momento, ¿no es así? —le dijo—. No es aquí donde la dejó. Está mintiendo, lo sé.

Latimer, sin dejar de apuntar con el arma más o menos hacia ellos, había abierto la puerta del conductor y ya montaba en el automóvil. Se detuvo y sonrió con cara de conejo, moviendo su ridículo bigotillo.

—Salta a la vista que no puedo engañarlo, Quirke —dijo meneando la cabeza en un gesto de apenada admiración—. No, tiene usted razón, no la traje aquí. La verdad es que no pienso decirle dónde está. Que desaparezca llevada por el aire, como el polvo, como… el incienso.

—¡No! —exclamó Phoebe, y salió de detrás de la espalda protectora de Quirke, liberándose de un tirón de la mano con que la sujetaba por el codo—. No puede hacerle eso —dijo—. Sería el último insulto. Que tenga su tumba, o al menos un sitio donde descansar, un sitio al que podamos ir y… recordarla.

Por primera vez se endureció la mirada de Latimer, y comprimió la boca en una línea fina, sin sangre.

—¿Cómo se atreve? —dijo en voz queda. Estaba ya sentado al volante, con la puerta aún abierta, un pie en tierra—. ¿Piensa que voy a dejar que esté en ninguna parte en la que usted y sus presuntos amigos puedan ir a fingir el duelo por ella? No. Era mía y seguirá siendo mía. Ustedes son los que pretendieron arrebatármela, usted y ese hotentote, y el reportero granuja, y la otra fulana. Pero no pudieron quitármela, no pueden, no podrán. Ahora ya es mía para siempre —introdujo el pie en el coche y cerró de un portazo, y bajó la ventanilla. Estaba otra vez sonriente—. La verdad, Quirke, es un coche estupendo —dijo—. Espero que no le tenga demasiado aprecio.

Guiñó un ojo y se volvió de frente al parabrisas, y el motor atronó en el instante en que pisó el acelerador a fondo; el coche salió de un salto por encima del polvo helado, pasando por un hueco que había en el murete. Se acercaron el padre y la hija hasta allí y se detuvieron. Y vieron el Alvis bajar dando tumbos por la empinada carretera, a media ladera. Oyeron entonces la reverberación de un disparo y el coche se desvió como un borracho a la derecha, y las ruedas del lado del conductor se hundieron en el brezo y el automóvil se puso de costado y pareció suspendido un instante antes de caer sobre el techo y dar varias vueltas de campana lateralmente, bajando por la cuesta larga, desigual, hasta que ya no lo vieron. Había acantilados abajo, y los dos aguardaron como si a tanta distancia fuera a llegarles el ruido terrible del coche al caer al mar, pero no se oyó nada. Sólo el graznido de las gaviotas y el perro blanco del hombre entre los helechos, ladrando.

Se les hizo arduo bajar por la ladera, y Quirke y el inspector Hackett habían recorrido sólo la mitad cuando renunciaron al empeño. Los brezales estaban resbaladizos por la nieve a medio derretir, y había peñascos ocultos que les hacían tropezar, piedras sueltas en las que resbalaban.

—Ah, dejemos que los jóvenes se hagan cargo —dijo Hackett, y se detuvo, levantándose el sombrero para rascarse la cabeza. Muy por debajo de donde estaban, los tres jóvenes guardias con equipamiento de montañeros salvaron el último tramo, el más empinado, antes de que los acantilados se precipitaran al mar a plomo. Quirke tenía empapado el dobladillo de los pantalones y los zapatos completamente calados. Hackett se sentó de pronto entre los brezos, con el sombrero en el cogote, y plantó los codos en ambas rodillas. Tenía copos de nieve en las cejas.

—Dios mío, doctor Quirke —dijo—, esto no puede ser más raro de lo que es.

Había dos coches de la Garda y un todoterreno aparcado más arriba, tras el murete del aparcamiento. Quirke se había llevado a Phoebe por la carretera, bajando por el otro lado, hasta que encontró un café. Estaba cerrado por ser aún temprano, pero había aporreado la puerta con el puño y al final salió a abrirles una mujer que los dejó entrar. Quirke le dijo que se había producido un accidente, que un coche había caído por el acantilado, y que tenía que llamar por teléfono para avisar a la Garda. Su hija se encontraba en estado de shock, según dijo, y tenía que tomarse algo caliente para reponerse un poco. La mujer los miró de hito en hito antes de pedir a Phoebe que la siguiera a la cocina, en donde le iba a preparar un té y le daría algo de comer, dijo. Phoebe, con la mirada apagada, hizo lo que le dijo. En la puerta de la cocina se quedó quieta y se volvió a mirar a Quirke, quien se obligó a sonreír y asintió, y le dijo que todo saldría bien. Entonces volvió a pie por la carretera y subió a esperar a Hackett y a sus hombres.

Estuvo sentado en el murete, fumando, con el abrigo abotonado hasta el cuello y el ala del sombrero bajada sobre los ojos, para protegerse de la nieve que caía al azar. No sabía muy bien qué era lo que debía decirle a Hackett sobre todo lo que Latimer le había contado. Pensó en Celia Latimer sentada ante la chimenea en el estudio de su difunto esposo, con las manos recogidas en el regazo, llorando por su hija perdida. Oyó entonces las sirenas a lo lejos.

Hackett, desde el sitio en que se había sentado entre los brezos, lo miraba con los ojos entornados, perezosos, astutos.

—No se pone usted las cosas muy fáciles que digamos, ¿eh, doctor Quirke? —le dijo. Encontró un penacho de hierba recia entre los brezos y arrancó una brizna que se colocó en la boca. La nieve se derretía sobre las hombreras de su gabán traído de Estados Unidos.

—De todo esto, no hay nada que haya sido cosa mía —dijo Quirke.

Hackett sonrió.

—Así que sólo ha sido una especie de testigo inocente, ¿es eso?

Se puso en pie resoplando. La nieve, indecisa y escasa, daba al aire de la mañana una humedad pesada, fría. Al subir encontraron un camino de piedras entre los brezales. Arriba del todo, donde estaban aparcados los coches de la Garda, el detective hizo un alto y se plantó con los brazos en jarras, oteando el panorama, el cerro, el mar, las islas en la distancia.

—¿No le parece un sitio espléndido —dijo—, con nieve o sin ella?

Se volvieron hacia los coches de la patrulla. Un guardia bajó de uno de ellos. Llevaba un capote y una gorra picuda y reluciente. Era el sargento huesudo de Pearse Street. Miró a Quirke con cara de pocos amigos.

—Espero que hubiera puesto en regla el seguro de su coche —dijo.

El inspector miró a Quirke y esbozó una sonrisa. Juntos se dieron la vuelta y contemplaron el mar cada vez más gris bajo la nieve, al pie del cerro.