Por la mañana, poco antes de las ocho, volvió a sonar el teléfono. Quirke se estaba afeitando y entró en el dormitorio con la cara aún llena de espuma. Creyó que sería Hackett, que llamaría para decir que se había acordado de algo que vio, de algo sobre la figura en la calle. Se había ofrecido a llevarlo en coche a su casa la noche anterior, pero entonces se acordó de que el Alvis estaba en el garaje de Perry Otway, cerrado con llave, y no le hizo gracia la idea de sacarlo él de un sitio tan estrecho. Dijo que le llamaría un taxi y le pidió su dirección, sin embargo Hackett le dio las gracias y le dijo que iría a pie, que el ejercicio le sentaría bien. Quirke se sintió decepcionado, pues había albergado la esperanza de averiguar por fin dónde vivía Hackett. Bajaron juntos al portal, Quirke todavía con el batín de andar por casa, y el detective se marchó paseando en la noche, dejando a su paso una hilacha espectral de humo de tabaco. De vuelta en su piso, Quirke no pudo conciliar el sueño, y se sentó en un sillón frente a la estufa de gas, que vio chisporrotear durante mucho tiempo. Al final, el calorcillo le indujo un sueño ligero, y soñó una vez más con alarmas, con cosas que se quemaban, con gente que pasaba corriendo. Cuando volvió a despertar aún no había amanecido y tenía las extremidades anquilosadas por pasar tanto tiempo encorvado en el sillón, además de un gusto desagradable en la boca. Y entonces sonó otra vez el teléfono, y se dijo que ojalá no tuviera que contestar.
—Hola —dijo Isabel Galloway, cuya voz sonó tensa, en guardia—. Soy yo.
—Sí —dijo con sequedad—. He reconocido tu voz, aunque no te lo creas.
—¿Cómo? Ah, sí. Bien —hizo una pausa—. ¿Qué tal estás?
—Estoy bien. Sólo he pasado la noche sin dormir.
—¿Y eso? ¿Por qué?
—Ya te lo contaré en otro momento.
—Escucha, Quirke… —volvió a callar nada más decirlo, y él tuvo la impresión de que había respirado hondo—. Aquí hay alguien que quiere hablar contigo.
—¿Dónde estás?
—En mi casa, naturalmente.
—¿Quién es esa persona?… ¿Con quién estás?
—Es… una persona.
La espuma que se le estaba secando en la piel le produjo una sensación desagradable, un picor difuso.
—¿Ella está allí?
—¿Quién?
—April… ¿Está contigo?
—Haz el favor de venir, Quirke. ¿Quieres? Cuanto antes.
Colgó, y él se quedó un momento mirando el teléfono; había una mancha de espuma de afeitar en el auricular.
No estaba seguro de que Perry Otway estuviera en el garaje a hora tan temprana, con lo que mató el rato, diez minutos al menos, yendo al Q&L a comprar tabaco. La mañana era heladora, el aire parecía envuelto en hojas de muselina transparentes, y sus pasos resonaban como si la acera estuviera hecha de hierro. En Baggot Street, la vieja buhonera con el echarpe de cuadros escoceses había salido ya a la calle a asaltar a los transeúntes. Quirke le dio una moneda de seis peniques y la anciana gimoteó las gracias, dándole las bendiciones de Dios y de Su Santa Madre y de todos los santos. El Q&L acababa de abrir; el tendero estaba retirando las persianas. Esa mañana parecía casi presa de una fiebre de buen humor. Le brillaban los ojos con una luz peculiar, y las mejillas y el mentón los llevaba tan afeitados que le relucían como si los hubiese pulido, como si se hubiera pasado a conciencia la cuchilla al menos dos veces. La chaqueta de cuadros resultaba más chillona que de costumbre, y llevaba una corbata de Liberty con un estampado de loros. Su madre, le confió, había muerto durante la noche. Resplandecía por el orgullo que sentía ante el triunfo de la anciana.
—Tenía noventa y tres años —dijo en un tono de maliciosa satisfacción.
También Perry Otway acababa de abrir el negocio al público. Estaba al fondo del taller, donde había colgado el abrigo de piel de cordero y se estaba poniendo el mono sucio de grasa.
—Hace un tiempecito como para que se le hielen los huevos a un mono de latón, ¿que no? —dijo a la vez que se soplaba en las palmas de las manos. Fueron juntos hasta el callejón donde estaba el garaje, dentro del cual esperaba el Alvis en la oscuridad como un gran gato negro en una jaula. A Quirke no le costaba trabajo meter el coche en el garaje, pero necesitaba la ayuda de Perry para maniobrar al sacarlo, ya que aún no dominaba el arte de la marcha atrás en un espacio reducido, y le daba miedo hacerle un arañazo a la chapa o una abolladura en las aletas, por lo cual, temía vagamente, tendría que pagar una severa multa. Perry trataba el automóvil con una delicadeza y una ternura solícitas. Lo sacó sin problema alguno a la calle y lo detuvo, y dejó el motor en marcha.
—No hay nada como esa máquina, no, señor —dijo, y salió del asiento del conductor—. Y no hay nada como el olor de un buen tubo de escape en una fría mañana de invierno, se lo digo yo.
Quirke estaba encendiendo un cigarro. No tenía ninguna prisa por llegar a la casa del canal, en donde sabía que sólo podían estar esperándole complicaciones, si bien desconocía cuáles pudieran ser. La sola idea de que April Latimer pudiera estar allí, en casa de Isabel, le infundía una peculiar sensación de pánico. ¿Qué podría decirle, de qué iban a conversar? En las últimas semanas, April había terminado por ser para él una figura de tintes casi míticos, y en ese momento empezaba a ser presa de lo que sólo podía tachar de un monumental, agobiante ataque de timidez.
Dio la vuelta al edificio del Pimentero y dobló a la derecha por el canal. Cuando pasaba por delante de la casa de Herbert Place redujo la marcha y escrutó las ventanas del piso de April. En una de ellas se había soltado una de las varillas de las cortinas, y el visillo colgaba descuadrado. Siguió adelante, aún en tercera.
Delante de la casita de Isabel flotaban de nuevo unos témpanos de hielo en el canal, y las gallinas de agua alborotaban y salpicaban entre los juncos. El frío de la mañana era cortante. Ya levantaba la mano para llamar cuando se abrió la puerta. Isabel se había vestido. Llevaba una falda oscura y una chaqueta azul oscuro. Se había sujetado la melena del color del bronce a la nuca, con una cinta oscura. No sonreía. Se limitó a plantarse a un lado y a indicarle que entrase.
Él pensó en la cortina de la ventana, colgada en un ángulo enloquecido de la varilla rota.
En la casa olía a cerrado, el olor matinal de la ropa de cama y de un baño jabonoso y del té con leche y del pan tostado directamente en la llama del hornillo. Se detuvo e Isabel se adelantó, conduciéndole por el corto pasillo, el cuarto de estar y la cocina. Qué esbelta era, qué esbelta y qué intensa.
La primera persona a la que vio fue Phoebe, que se encontraba de pie junto al fogón, sin quitarse el abrigo. Se dio cuenta de que ella contenía la respiración y parecía incapaz de soltar el aire. Cuando entró, tampoco ella sonrió, tampoco lo saludó. Había un joven sentado a la mesa. Era negro, y tenía una cabeza grande, de piel lisa, y una nariz aplanada y unos ojos que parecían girar en las cuencas como los de un caballo nervioso, dejando ver el blanco. Llevaba una chaqueta holgada, sin camisa, y unos pantalones de pana; parecía que tuviera frío y estuviera agotado, sentado con los hombros encorvados y las manos unidas entre las rodillas.
—Éste es Patrick Ojukwu —dijo Isabel.
El joven lo miró con cautela. No se puso en pie, no se estrecharon la mano. Quirke dejó el sombrero encima de la mesa, en la que había tazas y platos usados y una tetera bajo una funda de lana. Miró a Isabel y miró a Phoebe y vuelta a empezar.
—¿Y bien? —dijo. Estaba acordándose de la luz encendida en la ventana de arriba, cuando llevó a Isabel a su casa la noche anterior, y de las prisas que se dio ella al salir del coche y despedirse de él con un gesto de tensión antes de entrar.
—¿Te apetece tomar algo? —le preguntó en ese momento—. El té seguramente estará frío, pero podría…
—No, no quiero nada —ocultó sus ojos a la mirada de ella. No logró precisar qué sentimiento era el que tenía, estaba todo embarullado en su interior. ¿Ira? Sí, desde luego; ira, pero también algo más, un calambre acalorado que le pareció que fueran celos. Se volvió hacia Ojukwu. ¿Había pasado allí la noche? En un rincón de su mente se movió una imagen, piel negra sobre piel blanca—. ¿Dónde está April? —preguntó.
El joven miró rápidamente a Phoebe y luego a Isabel.
—No lo sabe —dijo ésta.
Quirke soltó un suspiro seco y retiró de la mesa una de las sillas para sentarse. Hasta ese momento, Phoebe no había dicho nada.
—¿Tú por qué estás aquí? —le preguntó.
—Todos somos amigos —dijo Phoebe—. Ya te lo dije.
—Entonces, ¿dónde está el otro, el periodista?
Ella no dijo nada. Miró a otro lado.
—Estamos cansados, Quirke —dijo Isabel—. Nos hemos pasado en vela la mitad de la noche, charlando.
Quirke empezaba a tener calor, pero por algún motivo no quiso quitarse el abrigo. Isabel había ido a situarse de pie junto a Phoebe, como si así manifestase su solidaridad. Quirke se volvió hacia Ojukwu.
—Muy bien —dijo—. Cuéntame.
El negro, con las manos aún apretadas entre las rodillas, empezó a mecerse en la silla de delante atrás, mirando al suelo delante de él, con sus ojos enormes y muy abiertos. Se aclaró la garganta.
—April me llamó por teléfono aquel día —dijo—. Yo estaba en la facultad, me tuvieron que llamar a recepción. Me dijo que estaba en un apuro y que necesitaba mi ayuda. Fui a su piso. No salió a abrirme, pero entré con la llave. Se encontraba en el dormitorio.
Calló. Quirke, al otro lado de la mesa, lo miraba. Tenía unas huellas curiosas en la piel, sobre los pómulos, como si fueran pequeñas incisiones hechas en forma de finas puntas de flecha y mucho tiempo atrás, marcas tribales, supuso, hechas al nacer, con un cuchillo. El pelo, que llevaba sumamente corto, era una masa de rizos apretados, como un montón de muelles metálicos, o como virutas de metal.
—¿April y tú erais…? ¿Tú eras su amante?
Ojukwu sacudió la cabeza, con los ojos aún clavados en el suelo.
—No —dijo, y Quirke percibió el tenue, breve sobresalto que se llevó Phoebe con un respingo—. No —volvió a decir Ojukwu—, la verdad es que no.
—¿Qué estaba haciendo en el dormitorio cuando llegaste?
El silencio en la estancia pareció contraerse. Las dos mujeres estaban pendientes de Ojukwu, a la espera de lo que sucediera a continuación; lo habían oído antes y en ese momento tendrían que volver a oírlo.
—Se hallaba en muy mal estado —dijo—. Al principio pensé que estaba inconsciente. Había sangre.
—¿Qué tipo de sangre? —preguntó Quirke. Como si no lo supiera ya.
Ojukwu se volvió lentamente a mirarlo.
—Se había hecho… se había hecho algo, ella sola. Yo no sabía, no me había enterado de que estuviera… —se estremeció, aunque más bien se dio una sacudida, como lo habría hecho con alguien con quien estuviera enojado—. No sabía que estaba esperando un hijo.
Isabel se movió sin previo aviso. Recogió una taza de la mesa y se la llevó al fregadero y la aclaró rápidamente y la llenó con agua y bebió, echando la cabeza hacia atrás, con el cuello agitado por el pulso.
—Había abortado, ¿es eso? —dijo Quirke. Estaba furioso, furioso sin saber exactamente por qué, con ese individuo, sí, pero también con otras cosas imprecisas, demasiado indistintas para que las identificase—. Dime, anda. Había abortado, ¿no?
Ojukwu asintió con los hombros más encorvados.
—Sí —dijo.
—No fuiste tú. Lo hizo ella.
—Ya se lo he dicho, así fue.
No se te ocurra gruñirme así ni de broma, quiso decir Quirke.
—Y se estaba desangrando.
—Sí. Estaba muy mal, había perdido mucha sangre. No supe qué hacer. Yo… yo no pude ayudarla —frunció de pronto el ceño, al recordar algo—. Se echó a reír. Qué raro, se echó a reír. La había ayudado a ponerse en pie y estaba sentada al borde de la cama, la sangre seguía manando de dentro de ella, y tenía la cara tan blanca, ¡tan blanca!, y a pesar de todo se echó a reír. «Oh, Patrick», me dijo, «¡tú eras mi segunda mejor opción!» —alzó los ojos mirando a Quirke de nuevo, con el ceño fruncido por puro desconcierto—. ¿Qué gracia había podido tener eso que dijo? «Mi segunda mejor opción». No supe muy bien qué quiso decir —sacudió la cabeza—. Era una persona muy extraña, yo nunca llegué a entenderla. Y entonces me dio miedo que se pudiera morir, no se me ocurrió nada que pudiera hacer para impedirlo.
Hubo una pausa y fue como si la estancia se relajase con un crujido casi audible, como si una rueda tensada con un muelle se acabara de aflojar un punto. Quirke se apoyó en el respaldo y encendió un cigarrillo, e Isabel, tras haberse tomado otra taza de agua, llenó el colador de la cafetera y la puso al fuego. Phoebe se adelantó hacia la mesa y señaló el paquete de Senior Service que Quirke había dejado encima, preguntándole si podía coger uno. Cuando tomó el cigarrillo y él le dio lumbre, volvió caminando a la ventana y se quedó mirando a la calle, de espaldas a todos, fumando. Sólo Ojukwu permaneció como había estado hasta entonces, encorvado, tenso, como si se cuidase un dolor interno.
—Si April y tú no erais amantes —preguntó Quirke—, ¿qué erais?
—Éramos amigos.
Quirke suspiró.
—Pues debíais de ser amigos muy íntimos.
Isabel volvió y dejó una taza de café con su plato delante de Quirke.
—Está mintiendo —dijo bruscamente—. Sí eran amantes. Ella me lo quitó a mí —aseguró. No miró a Ojukwu, sino que volvió al fogón y se quedó, como Phoebe, de espaldas. Quirke se percató de la furia que sentía en la manera en que cuadró los hombros.
—Cuéntame tú lo demás —le dijo a Ojukwu—. ¿Qué pasó?
—Cuando se dio cuenta de que yo no podía ayudarla, de que yo no tenía los conocimientos necesarios, me pidió que llamase a alguien, a otra persona.
—¿A quién? —el joven negó con la cabeza, encorvándose más y meciéndose de nuevo despacio, esta vez de un lado a otro—. ¿Quién era? —insistió Quirke en un tono de voz más alto, más áspero—. ¿A quién quiso que llamaras?
—No puedo decirlo. Me hizo jurar que no lo diría.
Quirke tuvo la súbita y poderosa necesidad de abofetearlo, e incluso se vio ponerse en pie y pasar al otro lado de la mesa y levantar al máximo el puño y descargarlo en la cara de ese individuo, en el cuello que parecía invitar al golpe con su inclinación.
—Abortó, y el hijo que esperaba era tuyo —dijo—. Estaba en plena hemorragia. Seguramente se estaba muriendo. ¿Y dices que te hizo jurar… qué?
Ojukwu volvía a negar con la cabeza, aún acurrucado, recogido en sí mismo, como si el dolor de tripas que tuviera fuese empeorando sin cesar. Phoebe se volvió de la ventana y, arrojando al fregadero el cigarrillo que no había terminado de fumar, se acercó a poner una mano en el hombro del joven. Miró a Quirke con toda la frialdad que pudo.
—¿Es que no puedes dejarlo en paz? —dijo.
Y en ese momento, de golpe, Quirke lo entendió. Qué sencillo, qué obvio. ¿Por qué había tardado tanto?
—No era Ronnie —dijo como si él mismo aún estuviera pasmado, hablando para sí—. No era un nombre. Era un bigote[2].
Casi le pareció gracioso; poco faltó para que se echara a reír.
Obseso: recordó a Sinclair en el momento en que lo dijo, de pie delante del cadáver, aquel día.
Ojukwu se puso en pie. No era tan alto como había supuesto Quirke, pero tenía el pecho ancho y los brazos musculosos. Los dos hombres se quedaron cara a cara, mirándose a los ojos. Ojukwu dio entonces un pasito casi de ballet, hacia atrás, y se pasó la lengua por los labios.
—El niño no era mío —dijo.
Se hizo el silencio.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Quirke.
Ojukwu apartó los ojos.
—No podía ser mío. Ya se lo he dicho, no éramos… no éramos amantes —con un rápido movimiento, un giro del cuerpo, volvió a sentarse en la silla y dejó los puños cerrados encima de la mesa, como si quisiera medir algo comprendido entre ambos—. Yo la amaba, sí, y creo que ella también me amaba, sólo que April… no era capaz de amar, no de esa manera. «Lo lamento, Patrick», me dijo, «pero no puedo».
—¿Qué quiso decir con eso? —preguntó Phoebe.
También Isabel se había dado la vuelta y estaba mirando a Ojukwu. Tenía los ojos secos, pero los párpados los tenía inflamados.
—No sé qué quiso decir —dijo Ojukwu—. Se tumbaba conmigo en la cama, y me dejaba que la abrazase, pero nada más. Eso era todo. Le pregunté si es que había otro, y ella sólo se echaba a reír. Siempre se echaba a reír —miró a Phoebe, que estaba de pie a su lado—. Sólo que en realidad no era risa, ¿sabes? Era más bien como… no sé. Era otra cosa, pero risa no era.
Isabel dio un paso al frente y apartó a Phoebe a un lado para plantarse delante de Ojukwu y mirarlo con los ojos encendidos.
—¿Es eso verdad? —le exigió—. Dímelo. ¿Es verdad que tú y ella nunca…?
Él no levantó la mirada. Siguió con los ojos clavados en los puños, sobre la mesa, y asintió.
—Es verdad.
Se hizo otra vez el silencio, y nadie se movió. Isabel levantó entonces la mano como si fuera a golpear al joven, pero no lo hizo, y la dejó caer y se dio la vuelta de nuevo.
Quirke se levantó y tomó el sombrero.
—He de irme —dijo. Phoebe lo miró fijamente.
—¿Adónde vas? —preguntó. Él ya se había encaminado hacia la puerta—. ¡Espera!
Phoebe se apresuró para dar la vuelta a la mesa, chocando contra la silla que había ocupado Quirke y prácticamente derribándola, y le puso la mano encima del brazo.
—Espera —volvió a decir—. Voy contigo.
Él se le adelantó por el pasillo, hacia la puerta principal. Dos chicos pequeños se habían parado a inspeccionar el Alvis.
—Eso sí que es un cochazo, señor —dijo uno—. ¿Le salió caro?
Phoebe subió por la puerta del pasajero y cerró con fuerza, sentándose con los ojos clavados en el parabrisas. Quirke había arrancado el motor cuando Isabel salió rápidamente de la casa. Él abrió la ventanilla y ella se agachó a mirarlo, apoyando ambas manos en la puerta.
—¿Te volveré a ver? —preguntó—. Necesito saberlo.
Dio un paso atrás y Quirke salió del coche y volvieron juntos al portal. Él le puso una mano en el brazo.
—Anda, entra —le dijo—. Hace frío.
Ella le apartó la mano.
—Contéstame —le dijo sin mirarlo—. ¿Te volveré a ver?
—No lo sé —dijo—. Puede ser. Sí, creo que sí. Anda, ahora entra en casa.
Ella no dijo nada, tan sólo asintió. En su fuero interno, se la imaginó de pie en el cuarto de baño, desnuda, el agua deslizándosele por el estómago y los muslos. Ella entró y cerró la puerta.