10

El inspector Hackett a menudo pensaba que nunca había sido más feliz que cuando era un joven guardia de servicio. No era una sensación que se permitiera expresar ante nadie, ni siquiera con la señora Hackett. A fin de cuentas, ahora ganaba un salario infinitamente mejor, tenía un despacho propio, gozaba del respeto de sus subordinados en el cuerpo policial, e incluso del de sus superiores. No había ni punto de comparación entre sus condiciones actuales y las que había tenido en aquellos primeros tiempos, cuando llegó a Dublín del Centro de Adiestramiento de la Garda en Templemore y le fueron entregadas su insignia y su porra, y lo mandaron a patrullar por las calles. Sin embargo, cuando más tarde lo ascendieron de rango, descubrió que le resultaba no tanto una mejora, sino más bien una disolución de su papel y de su deber. El hombre de ronda por las calles, había terminado por creer, era en verdad lo que había de ser un policía, un guardián de la paz. Esto era así a todas horas del día, aunque lo era en especial de noche, cuando los ciudadanos respetuosos de la ley duermen en su cama y puede desatarse toda clase de peligros y amenazas en la ciudad. Aquello no era Chicago, desde luego, ni era el viejo Shanghái: la mayoría de los delitos que allí se cometían eran de poca monta, y los malhechores que delinquían eran en general una chusma desharrapada y enclenque. A pesar de todo, el pobre pies planos que recorría las aceras a lo largo de las muchas horas de la noche era la única garantía de que los ciudadanos pudieran dormir a salvo y en paz. Sin el policía de calle menudearían el caos, los robos, la rapiña, el derramamiento de sangre por las calles. Hasta un guardia que fuera novato en el oficio, por el mero hecho de estar allí, actuaba en disuasión de los malhechores, de los grandes y de los insignificantes por igual. Era un deber solemne, el deber del cuidado que le era encomendado a un policía. En eso era en lo que creía, y en secreto se enorgullecía de su creencia.

Después de la cena se había puesto el gabán y el sombrero y la bufanda de lana, y había dicho a su señora que tenía una cosa que hacer, y que no lo esperase despierta. Ella lo miró extrañada, pero no hizo ningún comentario; estaba acostumbrada ya a sus rarezas, aunque echarse a caminar por ahí, de noche, era una novedad. Lo detuvo un momento en el vestíbulo y le preguntó si iba a estar en la calle con una noche tan fría, y cuando él le dijo que sí, que tal vez, que era probable, ella le dijo que se sentara en la silla, junto al estante de los sombreros, y que esperase, y fue a la cocina y volvió a los pocos minutos con un termo lleno de té bien caliente y un puñado de galletas en una bolsa de papel de estraza. Ella se quedó en el umbral y lo vio marchar por el corto camino hasta la cancela y doblar a la derecha hacia el río.

Se había jurado que tomaría un taxi si realmente hacía tanto frío como parecía, pero la noche le pareció excelente, fresca, como las noches que recordaba de cuando era chico, el aire despejado y el cielo claro y cuajado de estrellas, y la luna agrisando las casas y proyectando sombras de contornos bien precisos en los jardines de entrada. Ya habían pasado los últimos autobuses y había poco tráfico, sólo algún coche aislado de vez en cuando, alumbrando con los faros la densidad de los rombos esparcidos en la carretera helada; cuando llegó al canal, vio una flotilla de furgonetas de reparto de periódicos que emprendían viaje a otros condados con las primeras ediciones. Tarareaba al caminar. El termo del té, en el bolsillo derecho del abrigo, le golpeaba contra la rodilla, pero no le importaba. Había sido una buena idea la de su mujer. Cruzó por un puente jorobado y dobló a la izquierda. Pensó en tomar el camino de sirga, pero a pesar de la luz de la luna estaba todo demasiado oscuro por allí —sería imperdonable resbalar y caer al agua de culo—, con lo que prefirió seguir por el camino de cemento, algo más arriba, bajo los árboles, cuyas ramas desnudas emitían un ruido constante y tenue, como un reloj, aunque no soplaba nada de viento que las meciese. Se detuvo y aguzó el oído, mirando hacia arriba, al oscuro enrejado de las ramas. ¿Sería el frío, la helada que las cubría, lo que las hacía moverse y golpetear unas contra otras? El ruido era más bien el de alguien que hiciera labores de punto estando medio adormecido. Siguió su camino.

No tenía en mente un plan de acción específico. Cuando el doctor Quirke lo llamó por teléfono para decirle que su hija había visto a alguien apostado delante de sus ventanas, pensó que debería indicar al sargento de guardia que pusiera a un hombre sobre aviso, tal vez al joven al que le habían destinado por ayudante, el pelirrojo Tomelty, al que irritaba el trabajo de oficina y se moría de ganas de salir a la calle para empezar a apresar a los malhechores. Un turno de cuatro horas, en una noche de invierno, vigilando los mismos cincuenta metros de una acera, seguramente enfriaría sus ardores de maravilla. Pero al final no indicó que fuera Tomelty, y no estaba seguro del porqué. Lo tomarían por loco, sin duda, si alguien se enterase de que él mismo había asumido la misión, sólo que eso no le importaba; de igual modo, en comisaría casi todos consideraban que estaba ya bastante mal de la cabeza. Lo cierto era que estaba paladeando una dulce, intensa nostalgia de tiempos pasados, cuando era joven como el joven Tomelty, y probablemente igual de irritante en sus ansias.

Quirke también le había hablado del negro, de Ojukway, o como se llamara, del cual le había hablado a su vez su hija. Así pues, al fin y al cabo la vieja del piso de arriba estaba en lo cierto. Había indicado a uno de los conductores de la patrulla que lo llevase a dar una vuelta por Castle Street, pero allí no estaba el individuo, y la dueña de la casa, una extraña mujer que no se quitó el cigarro de la comisura de los labios, con una melena rubia y rizada que habría resultado excesivamente juvenil en alguien que tuviera la mitad de edad que ella, le dijo que no lo había visto desde el día anterior, aunque alguien había dormido en su cama, desde luego que sí, dijo con una mueca y una mirada con la que quiso darle a entender algo. Le pareció que había oído ruidos de noche, ruidos de esos que usted sabe, ¿verdad?, aunque no podía estar segura, y eso que por lo normal era un joven sosegado y poco dado a llevar a nadie al piso, aunque con ésas nunca se sabe, son capaces de cualquier cosa, hay que ver. Él le pidió permiso para ver la habitación, pero allí no encontró nada de interés al menos con un vistazo más bien superficial. Preguntó a Ricitos de Oro si sabía adónde podría haberse marchado, pero no supo decirle nada. Al igual que April Latimer, el negro se había largado sin llevarse ningún artículo de primera necesidad, con lo que era probable que, al contrario que April, regresara pronto. Eso esperaba Hackett: tenía verdaderas ganas de cambiar impresiones con el señor Ojakewu.

Antes del puente de Baggot Street avistó una silueta apenas perceptible, acurrucada en un banco junto a la esclusa, y se detuvo a echar un vistazo. Era un mendigo envuelto en una crisálida de harapos y trapos, durmiendo apaciblemente, y decidió no importunarle. ¿Cómo sobrevivían esos pobres individuos, a la intemperie durante toda la noche, hiciera el tiempo que hiciera? La temperatura debía de rondar los dos grados por debajo de cero. ¿Debería tal vez haberlo despertado y haberle dado unos chelines para que buscase un sitio donde guarecerse, una cama donde pasar la noche? Seguramente lo hubiera insultado por haberse tomado la molestia, además de que el dinero que le diera se lo habría gastado en beber algo en el primer pub que abriese por la mañana. Suspiró pensando en que la vida es una ardua estación de paso para algunos, y en que poco es lo que se puede hacer por los infortunados de este mundo.

Los árboles jóvenes de Haddington Road no emitían sonido alguno, al contrario que sus avejentados primos a la orilla del canal. Fue contando las casas del otro lado de la calle hasta llegar a la de la señorita Quirke; no, se acordó de que no se apellidaba Quirke, sino Griffin. Ése sí que era un asunto extraño y doloroso, que el doctor Quirke, según se descubrió, hubiese dado en adopción a su hija a su cuñada y a su marido, el hombre que para él era como un hermano. ¿Qué le pasaba a la gente para llegar a hacer cosas como ésa? Supuso que tal vez no fuera tan policía como pensaba si aún era capaz de sorprenderse por la rebeldía imprevisible del ser humano.

No se veía ninguna luz encendida en la casa, salvo un tenue resplandor en el dintel, sobre la puerta de entrada, que seguramente era la luz del vestíbulo. Se quedó en el camino de enfrente, bajo uno de los árboles jóvenes, en un lugar en sombra, a medio trecho entre dos farolas, mirando las ventanas negras y relucientes de lo que sabía que era el piso de Phoebe. Sus pensamientos se concentraron de nuevo en Quirke, ese hombre difícil, turbulento. Era muy poco lo que tenían los dos en común, a pesar de lo cual él apreciaba la proximidad entre ambos, casi un vínculo que los unía. Por extraño que fuera, la persona a la que más le recordaba Quirke era su hermana, que había fallecido. Pobre Winnie. Al igual que Quirke, ella nunca supo cómo escapar del pasado. Había sido una niña enfermiza, y a medida que fue haciéndose mayor algo le sucedió en lo más profundo de su ser, empezó a ser objeto de pesadillas y de toda clase de terrores diurnos, y no hubo manera de ayudarla. Vivía de espaldas a todos y a todo lo que fuera el presente; era como una persona que trastabillara por un terreno pedregoso y que siempre volviera la vista atrás, aterrada sólo de pensar en dejar de ver el lugar desde el cual había partido, por triste y doloroso que pudiera ser. Y, entonces, un buen día tropezó y cayó de bruces. La encontraron en la cama con el rosario en una mano y el frasco de pastillas vacío en la otra. «Ahora por fin está donde siempre quiso estar», dijo su padre. Así era Quirke, remontándose con anhelo a un pasado en el que había sido tan infeliz.

Oyó un ruido. O no fue un ruido, no del todo, sino más bien un sentimiento, una sensación. Lo que lo alertó antes que nada fue que su propio oído llevase a cabo un ajuste por sí solo. Fue como si hubiera cambiado de longitud de onda y hubiera pasado a oír una frecuencia más alta, mejor afinada. Había alguien allí cerca, en la calle, no le cupo duda. Miró a la izquierda sin mover apenas la cabeza. Era tanta su atención que le pareció oír el ruido mismo de la helada al caer, un tenue zumbido, fino como una aguja, en torno a él, en la oscuridad del aire. No logró ver a nadie. Estaba la hilera de los árboles, espaciados a intervalos regulares, y a cada tres había una farola que proyectaba un círculo de luminosidad caliza. ¿Qué debería hacer? ¿Moverse, salir a la luz, provocar un desafío? Despacio, muy despacio, dio un paso atrás, hizo una pausa, dio otro paso y al final sintió la fría dureza de una verja de jardín en la espalda. Aún estaba mirando a la izquierda. Vio entonces la sombra en forma de persona, a unos treinta metros de distancia, junto al tronco de un árbol, fuera por muy poco del círculo de luz de la farola. Comenzó a desplazarse en esa dirección, y se puso las manos a la espalda, tentando los hierros de la verja para guiarse y para no perder pie. A medida que avanzaba hacia la luz de la primera farola, se encogió y llegó a agazaparse poniéndose de lado, pero a pesar de todo estaba a la vista y el vigilante no dejaría de verlo tan pronto se volviera hacia él. Siguió adelante a paso de cangrejo, despacio, firme, y cuando no le separaban más de diez o quince metros de su presa, llegó sin darse cuenta a una cancela que estaba abierta, con lo que la mano se le quedó en el aire y se volvió sin querer de lado y el termo que llevaba en el bolsillo golpeó el poste de la cancela y emitió un ruido sordo, metálico. Masculló una maldición. La sombra se dio la vuelta, se agazapó y salió corriendo entre las sombras, desapareciendo en un instante. Volvió a maldecir, apoyado en la cancela. Tomelty, pensó, el joven Tomelty le habría dado caza, cosa que él no podía ni soñar, con las piernas ya lastradas por la edad y el maldito termo golpeándole las rodillas.

Aguzó el oído y oyó un coche que arrancaba, y salió corriendo a la calle y vio al coche acelerar en dirección a Ringsend. Allí permaneció unos momentos, echando humo por las orejas, suspirando. ¿Qué había visto? Nada. Una figura agazapada, fugitiva. ¿Había llegado a oír los pasos que dio a la carrera? No podría jurarlo. De no haber sido por el motor del coche, podría haber pensado que todo habían sido imaginaciones suyas. Y… ¿podía estar seguro de que el coche que arrancó no fuera de otra persona, de alguien que hubiera salido de una casa que estuviera más adelante, un ciudadano respetuoso de las leyes, que acaso trabajara en un turno de noche? Empezaba a hacerse viejo, demasiado viejo en realidad para esa clase de actividades. ¿Qué era lo que tenía en el otro bolsillo? La bolsa de galletas. Sin sacarla del bolsillo, la abrió y tomó una y la miró. No era de sus preferidas. Se dio la vuelta masticando malhumorado el tentempié y echó a caminar.

Quirke estaba soñando que había un incendio. Se hallaba en una habitación minúscula dentro de lo que era una casa grande. Era de noche y una ventana miraba a una calle ancha, desierta, en la que las farolas formaban un apagado relumbre en el asfalto. No veía ni rastro de las llamas, a pesar de lo cual sabía que en alguna parte, y muy cerca, había un incendio. Venía de camino un camión de bomberos o tal vez ya había llegado, ya estaba bajo la ventana a la que se había asomado, aunque no alcanzaba a verlo tampoco, y eso que la campana repicaba con fuerza, con tanta insistencia que era como si estuviera en la misma habitación que él. Se asustó, o al menos sintió que debería estar asustado, porque corría un grave peligro, pues a pesar de todo no había la menor señal del incendio. Vio entonces un perro que pasaba cojeando por la calle y vio que alguien corría tras él. Las dos figuras, perro y dueño, no parecía que huyeran, que habría sido lo normal, sino que muy al contrario parecía que jugasen a un juego, una persecución ficticia quizás. Se acercaron a donde estaba él y vio que la perseguidora era una niña, acaso una mujer joven. Llevaba algo en una mano, algo que vio aletear de un modo enloquecido a la vez que ella corría; era un papel, o un pergamino, con los bordes mordidos, y una de las esquinas se estaba quemando, vio la llama combada por efecto del aire que le daba de lleno al ir la chica corriendo, y entendió que la chica, la niña, la mujer joven, lo que quería era apagarlo, y aunque no lo lograba se iba riendo, como si no existiera ningún peligro.

Era el teléfono. A duras penas salió del sueño, apoyándose de costado y agitando un brazo sin atinar, en busca del aparato para detener el espantoso ruido. Encontró el interruptor de la lámpara de la mesilla. Siempre le había parecido que un teléfono al sonar debería incluso dar brincos, pero el suyo estaba en el cajón, junto a la cama, inmóvil, rechoncho como un sapo, aunque armaba un escándalo de cuidado. Descolgó el auricular.

—Ya lo sé, ya lo sé —oyó decir a Hackett—, ya lo sé, es tarde, está usted dormido. Pero he pensado que le gustaría que lo llamase.

Quirke se había sentado al borde de la cama, frotándose los ojos.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Qué sucede?

—Estoy en una cabina en Baggot Street. He ido hasta Haddington Road…

—¿Cómo? ¿Por qué ha ido allá? ¿Qué ha pasado?

—Nada, no es nada. Sólo he ido a echar un vistazo, por lo que me dijo usted de su hija, que creía haber visto a alguien en la calle.

Quirke no terminaba de entenderlo.

—¿Ha ido usted a Haddington Road… esta noche?

—Así es. Hace una noche espléndida, he salido a dar un paseo.

Quirke miró por la ventana del dormitorio, en cuyo marco se acumulaba la escarcha.

—¿Se da usted cuenta —dijo— de la hora que es?

—Es tarde, es tarde, sí. De todos modos, fui a echar un vistazo. Su hija no estaba viendo visiones. Allí había alguien, allí mismo, al otro lado de la calle, frente a la casa. O al menos creo que había alguien.

—¿Había alguien?

—Así es.

—¿Y qué estaba haciendo?

—Pues nada, mirar.

—¿Y qué pasó?

Hubo una pausa. Quirke pensó que oía al detective haciendo un zumbido para el cuello de su camisa, o tal vez fuera un zumbido en la línea.

—No pasó nada —dijo Hackett, y soltó una risita compungida—. Me temo que ya no soy el sabueso de antes. Quise acercarme para echar un vistazo, pero quienquiera que fuese me oyó y se largó.

—¿No llegó a ver nada?

—No.

—Pero algo habrá sacado en claro, digo yo.

—Si era alguien, era una persona muy liviana, muy ligera al correr. Llevaba abrigo, una especie de gorra, me parece. Tenía un coche aparcado en la calle, más adelante. Montó y se fue.

—Liviano, dice usted. ¿Y qué quiere decir con eso?

Se oyeron pitidos en la línea y oyó a Hackett buscando monedas, y luego las monedas al caer por la ranura y su voz de nuevo.

—Hola, hola, ¿está usted ahí?

—Aquí estoy.

—Malditos teléfonos —dijo el detective—. ¿Qué me estaba preguntando?

—Ha dicho que era una persona liviana, pero me pregunto de qué manera lo podía ser.

—Bueno, pues no sé de qué otra forma podría decirlo. Un tipo pequeño. Un peso gallo. Rápido de pies.

En la espalda de Quirke se iba formando un lento espasmo de través; fue como si una mano helada le rozase la piel.

—¿Podría haber sido… podría haber sido una mujer?

Esta vez, la pausa se alargó más que antes. Hackett volvía a emitir el zumbido, era sin duda él quien tarareaba de un modo extraño, un sonido suave, nasal.

—¿Una mujer? —dijo—. Pues no se me había ocurrido, pero sí, claro, podría ser, desde luego. Una mujer joven. Eso siempre y cuando, como digo, hubiera alguien. La imaginación nos suele gastar alguna que otra jugarreta a estas horas de la noche.

Quirke había vuelto a mirar por la ventana. Ya no se veía la luna, y al otro lado del cristal todo era negrura.

—Venga por aquí —dijo—. No toque el timbre, o el cabrón de la planta baja se quejará. Estaré esperándole, mirando por la ventana, y le abriré cuando llegue.

—De acuerdo. Una cosa más, doctor Quirke…

—¿Sí?

—Sea quien fuere, no era negro. Eso se lo puedo asegurar.

Se sentaron en la cocina a tomar té y a fumar. Quirke indicó al detective que volviera a contarle todo lo que había ocurrido, por poco que fuera, y cuando terminó guardaron los dos silencio. La estufa de gas estaba al máximo, a pesar de lo cual hacía frío, y Quirke se ciñó mejor la bata de andar por casa. Hackett no se había quitado la bufanda de lana ni el sombrero. Llevaba otra vez ese gabán brillante, con las charreteras y los botones de trenca. Suspiró y dijo que era frustrante, pero cuanto más intentaba recordar lo que había visto de la figura que se dio a la fuga, menor certeza tenía de nada. Podría haber sido una mujer, dijo, pero le parecía que la manera de correr no había sido nada femenina.

—Las mujeres tienden a correr con las puntas de los pies hacia fuera —dijo—. ¿No se había fijado nunca en eso? No tienen el tipo de coordinación que tienen los hombres —sacudió la cabeza mirando la taza de té, que estaba ya más que tibio—. Ojo, porque con las jóvenes que hoy se suelen ver por ahí pues nunca se sabe. La mitad de ellas son difíciles de distinguir de los tíos.

Quirke se levantó y llevó la taza al fregadero para aclararla bajo el grifo y colocarla boca abajo en el escurridor. Se dio la vuelta y se apoyó contra el canto de la encimera, metiendo las manos en los bolsillos del batín.

—¿Y si fuese ella? —dijo.

—¿Cómo?

—¿No se le ha pasado por la cabeza? Podría haber sido ella, podría haber sido April Latimer. ¿Y si hubiera sido ella?

Con un solo dedo, Hackett se empujó el sombrero hasta el cogote, y con el mismo dedo se rascó pensativamente el nacimiento del pelo.

—¿Por qué iba a estar de pie en la calle, en una noche tan heladora como ésta, mirando a la ventana del piso en que vive su hija?

—Lo sé —dijo Quirke—. Ya sé que no tiene mucho sentido. Y sin embargo…

—¿Y sin embargo qué? —preguntó. El detective esperaba una respuesta.

—No lo sé.

—Ya lo ha dicho usted —dijo Hackett—. No tiene sentido.