9

Quirke recogió a Isabel en la esquina de Parnell Street y recorrieron en el automóvil los muelles hasta doblar a la derecha para enfilar por el parque. El día, que había sido breve, ya empezaba a oscurecer del todo, y el cielo sobre el río estaba despejado, de una tonalidad violeta intensa; más abajo, el aire escarchado parecía teñido de un delicado color de rosa. Ella volvió a decir que detestaba esa época del año, esos espantosos días de invierno que parecían haber terminado antes de empezar como es debido. Él dijo que le gustaba el invierno, las heladas y las noches largas. Ella le preguntó si acaso le recordaba a su niñez, y tras esperar en vano a que le diera una respuesta se volvió a mirar por la ventanilla los muelles que iban quedando atrás. Él la observó de reojo; de perfil tenía una expresión sombría; supuso que estaba enojada. Pero no quería hablar con ella de su niñez, con ella no. El pasado contenía veneno dentro. Le preguntó si estaba bien, y un par de segundos después ella le dijo que sí, que el ensayo de la mañana se le había hecho largo y que estaba un poco cansada; además, le parecía estar incubando un resfriado.

—Qué coche tan bonito —dijo, aunque resultaba evidente que estaba pensando en otra cosa.

Él le preguntó si no querría parar en Ryan, en Parkgate Street, para tomar una copa, pero ella le dijo que no, que era demasiado pronto para eso, y que preferiría dar el paseo que iban a dar mientras aún hubiera luz diurna. Entró por la puerta del parque por Chesterfield Avenue.

—Aquí es donde aprendí a conducir —le dijo.

—¿Ah, sí? ¿Y eso cuándo fue?

—La semana pasada.

Ella lo miró de lleno.

—Dios mío… ¿Has aprendido a conducir… hace sólo una semana?

—No tiene ningún misterio, sólo es cosa de pisar los pedales y girar el volante —condujo hasta aparcar a la orilla de la carretera y detuvo el coche—. Lo cual me recuerda —dijo— que debo sacarme un permiso de conducir, dicho sea de paso.

Permaneció unos momentos alelado, mirando por el parabrisas.

—¿Qué tal va esa resaca? —le preguntó ella.

—Ah —dijo—, pues parece que ya mengua.

—¿Quieres decir que mengua la resaca o que te está menguando a ti?

—Está menguando la resaca y yo voy estando mejor. Es lo que tienen las resacas: igual da lo terribles que sean, porque al final se pasan.

—Supongo que a estas alturas estás que te mueres de ganas de tomarte una copa. ¿Querías que parásemos en Ryan?

—La verdad es que no.

—A Phoebe le preocupa lo tuyo con la bebida, no sé si lo sabes.

Seguía mirando el atardecer invernal.

—Sí —dijo—. A mí también.

—¿Y qué hemos de hacer para impedir que te pierdas por las tabernas y los pubs? —le puso una mano en el muslo sin posarla apenas—. Vamos a tener que pensar en una buena solución, ¿no crees?

Salieron y echaron a caminar en medio de la bruma liviana. Los ciervos pastaban en un rebaño entre los árboles, a la izquierda; un macho con una buena cornamenta los miraba, rumiando con un movimiento lateral de las mandíbulas. Las pieles de los animales eran del mismo color que la corteza de los árboles en medio de los cuales estaban.

—Me ha llamado la madre de April —dijo Quirke.

Isabel había enganchado su brazo en el suyo y se apretaba contra él para no tener frío.

—¿Qué dijo?

—Me ha pedido que vaya a verla.

—¿Ha tenido noticias de April?

—No lo sé. No lo creo. Le dije que iría a visitarla a las cinco.

—Pues ya casi son las cuatro.

—Lo sé. ¿Quieres venir conmigo?

—Ah, caramba —dijo con un temblor en la voz—, pues no sé qué decirte. La viuda Latimer es de las que dan un poco de miedo, ya lo sabrás.

Pasó de largo un ciclista, encorvado sobre el manillar bajo de la bicicleta de carreras, dejando a su paso cómicas bocanadas de aliento, como el humo de un tren. Una pareja ya entrada en años estaba sentada en un banco, los dos con sendas bufandas y con idénticos gorros de lana adornados con una borla. Su perro, un spaniel King Charles con ganas de bulla, correteaba por la hierba formando un complejo dibujo de líneas rectas y ángulos agudos, sin hacer caso de los ciervos.

—¿Tú la conoces? Quiero decir a la señora Latimer —preguntó Quirke.

—Sólo por la fama que tiene. Que es formidable.

—Sí. Es un poco una ogresa, es cierto. Aunque a mí me da lástima.

—¿Por April?

—Por eso y porque no puede ser nada fácil ser la viuda de Conor Latimer.

—¿A qué especialidad se dedicaba?

—Era cirujano cardiovascular, y era un héroe nacional. Combatió en la guerra de la Independencia.

Ella se rió.

—Razón de más para no mezclarse con ella —le apretó el brazo y le sonrió—. A fin de cuentas, yo soy medio inglesa.

—¿Y cómo iba a olvidarlo?

—¿Por qué? ¿Porque te has acostado conmigo tan fácilmente? —hizo una mueca—. Perdona, se me ha escapado, ha sido sin querer.

Siguieron paseando.

—¿April nunca te habló de su padre? —preguntó Quirke.

—Tendía a no hablar nunca de su familia. Un asunto delicado —se rió, aunque con no demasiada convicción—. Un poco como el asunto del que ahora no estamos hablando, digo yo.

Al cabo de una docena de pasos, Quirke carraspeó.

—Siento mucho lo de esta mañana —dijo—, haber entrado en el baño sin llamar.

—No me ha importado. Más bien todo lo contrario, si quieres que te diga la verdad. Me sentí como… Oh, no sé, como Helena, o Leda, o la que sea, como si descendiera sobre mí un dios convertido en toro. Tienes bastante pinta de toro, la verdad, cuando estás en un espacio cerrado.

—Sí —dijo—, y el mundo es mi cacharrería.

Ella le volvió a apretar el brazo, arrimándoselo a su costado, y a través de su abrigo él notó el calor y la delicada curva de las costillas. Volvieron a guardar silencio y él sintió que en ella algo iba ganando impulso. De pronto le habló con un hilillo de voz tensa.

—Quirke, ¿adónde vamos?

—¿Adónde vamos? Bueno, pues hemos pasado ya el monumento a Wellington y el zoo queda poco más allá.

—¿A ti te parece que esto tiene gracia?

—Creo que los dos somos personas adultas y que deberíamos comportarnos en consonancia —dijo. No quiso que sonara tan áspero como sonó.

Ella le soltó el brazo y caminó más aprisa, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo y la cabeza gacha. Él avivó el paso y la alcanzó y la tomó por el codo, obligándola a detenerse. Ella intentó apartar el brazo, pero él la sujetaba con demasiada fuerza.

—Ya te lo he dicho antes —dijo—, estas cosas no se me dan nada bien.

Ella lo miró a la cara; asomaban las lágrimas al borde inferior de sus párpados, temblorosas, resplandecientes, como gotas de mercurio.

—¿Qué clase de cosas?

—Estas cosas. Tú, yo, los cisnes a la luz de la luna…

—¿Los cisnes a la…?

—Lo que quiero decir es que no sé cómo comportarme, eso es todo. No he aprendido nunca, no he tenido quien me enseñara. La gente, las mujeres… —hizo un movimiento con el canto de la mano, como si cortase algo—. Para mí es imposible.

Estaba delante de él, muy cerca, mirándolo, y él tuvo que obligarse a no apartar los ojos.

—Escúchame bien —dijo ella con una voz renovada, rápida, incisiva—. Yo no te he pedido nada. Ni promesas, ni votos, ni compromisos. Creí que eso ya lo habías entendido, creí que lo habías aceptado. Ahora, mejor que no te entre el pánico todavía, cuando no hay nada que temer. Hazme ese favor, aunque sea por pura cortesía, ¿quieres?

—Lo sien…

—Y, por favor te lo pido, nada de disculpas. Ya te lo dije, pocas cosas son tan desalentadoras como un hombre que no hace más que farfullar cuánto lo siente.

Sin previo aviso, se puso de puntillas y le tomó la cara entre ambas manos y le plantó un beso con fuerza en la boca.

—Serás bobo —dijo, y se echó hacia atrás—. Serás jodido bobo… ¿O es que no te das cuenta de que podrías ser feliz?

Había anochecido cuando llegaron a Dun Laoghaire, y una luna de tres cuartos, blanca como un relámpago, se había encaramado encima de la bahía. No hacía tanto frío a la orilla del mar y la carretera estaba negra y brillante por la helada derretida a lo largo del día. Cuando detuvo el coche frente a Albion Terrace no bajaron de inmediato, sino que se quedaron sentados oyendo el tictac del motor enfriándose. Quirke encendió un cigarrillo y bajó la ventanilla un par de dedos para tirar la cerilla por el hueco.

—Creo que no debería haberte pedido que vinieras —dijo—. Podría llevarte al hotel y me esperas a que termine si quieres.

Isabel miraba la luna.

—Me alegro de que me lo hayas pedido —dijo sin volverse hacia él—. Deberías pedir las cosas más a menudo. A todo el mundo le gusta que se le pidan cosas. Les hace sentirse necesarios —alargó la mano a ciegas y le tomó la suya—. Ay, señ… —dijo con una risa temblorosa—. Me parece que se me va a caer otra lagrimilla.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—No lo sé. ¿No te parece espantoso que lloremos así, sin motivo? —en ese momento sí se volvió hacia Quirke, y él vio sus ojos, grandes y resplandecientes—. No me imagino que tú llores muy a menudo, Quirke. Tú no sueles llorar, ¿verdad? —preguntó. Él no dijo nada y ella le apretó la mano con más fuerza, dándole una sacudida compungida—. Eres un hombretón de los fuertes, nada de lloros, ¿eh?

Un rayo de luna le dio en la mano con la que sujetaba la suya. En la negrura se oía graznar y gañir aves invisibles.

—Yo estoy tan perdida como tú, no sé si te has dado cuenta —siguió—. ¿No podríamos ayudarnos el uno al otro al menos un poco para seguir por este arduo camino en el que nos encontramos?

Él la estrechó con torpeza entre sus brazos —el volante se interponía entre ambos— y la besó. Mantuvo los ojos abiertos y vio, más allá de la pálida concavidad de su sien, a una de las aves que de pronto apareció en pleno descenso, en medio de la noche, veloz y asombrosamente blanca.

Subieron por el sendero entre las extensiones de césped reluciente, la gravilla húmeda bajo sus pies. Ella había vuelto a cogerle la mano.

—Tú ya la has conocido, quiero decir a la madre de April, ¿no? —dijo ella—. No sé si lo sabes, pero nos da miedo a todos.

—¿Quiénes sois «todos»?

—Los amigos de April.

—Entiendo —dijo—. Los amigos de April. Esta tarde he conocido a uno de ellos. Un periodista.

—¿Jimmy Minor? —Isabel mostró su sorpresa—. ¿Y dónde lo has visto?

—Vino él a verme al hospital, preguntando por April.

—¿De veras? ¿Y qué dijo?

—Andaba en busca de alguna información, como suelen hacer los periodistas.

—Espero que no esté pensando en escribir algo sobre ella y publicarlo en el periódico… —dijo. Habían llegado a la puerta de entrada. Había una luz encendida en el porche—. ¿Qué le dijiste?

—Nada. ¿Qué es lo que hay que decir en todo esto?

Tocó el timbre y oyeron la música a lo lejos, en el interior. Isabel miraba por encima del hombro, hacia la negrura del jardín, pensando.

—Me pregunto qué se traerá entre manos —murmuró—. Puede ser muy revoltoso nuestro Jimmy.

Les abrió la puerta Marie, la doncella pelirroja. De Quirke se acordaba, y dijo que sí, que la señora lo estaba esperando. A Isabel la miró con aire de estupefacción; Quirke prefirió no presentarla.

Los condujo por el pasillo a un salón no muy grande, cuadrado, al fondo de la casa. Había un escritorio antiguo, con infinidad de cajones, y dos sillones y un pequeño sofá tapizado en terciopelo rojo y gastado. Unas fotografías en tonos sepia y no muy nítidas, con caballeros barbudos y damas con abundantes puntillas, se apiñaban en las paredes; el lugar de honor, encima del escritorio, correspondía a una copia enmarcada de la Proclama de 1916.

—Como seguramente habrá adivinado, era el despacho de mi esposo —dijo Celia Latimer, e indicó otra fotografía en marco de plata, un retrato del difunto Conor Latimer, de estudio, con una estampa de una afabilidad imposible, con la cabeza ladeada y un cigarrillo en la mano, delante de la cara; ostentaba la sonrisa de una estrella del cine, arqueada y cómplice—. Su guarida, lo llamaba él —dijo su viuda.

Llevaba el cabello recogido en la nuca y una falda de cuadros escoceses y una chaqueta de lana gris, con un suéter gris debajo y un collar de perlas; resultaba al mismo tiempo anticuada y suntuosa, más la Reina Madre que la propia Reina. Se había levantado para saludarlos. Quirke le presentó a Isabel Galloway y la señora Latimer esbozó una sonrisa glacial.

—Sí —dijo—, la vi en aquella obra francesa, en el Gate. Era usted… era la joven. Debo decir que me sorprendieron algunas de las intervenciones que tuvo que hacer usted.

—Ah, bueno —dijo Isabel—, ya sabe usted cómo son los franceses.

La sonrisa se tornó más gélida aún.

—No, me temo que no lo sé.

Isabel miró de reojo a Quirke.

—Isabel es amiga de April —dijo.

—¿Sí? Pues me parece que no la he oído hablar de usted. Claro que hay muchas cosas de las que April no dice nada.

Les indicó que tomaran asiento con un gesto, Quirke en uno de los sillones e Isabel en el sofá. Estaba encendido el fuego en la chimenea y el aire era caluroso, espeso. Cuando se estaban acomodando, entró la doncella con una bandeja y las cosas del té, que depositó en una esquina del escritorio. La señora Latimer sirvió el té y volvió a sentarse, apoyando una taza y un platillo en la rodilla.

—Iré directa al grano, doctor Quirke —dijo—. Me dice mi hijo que anda usted todavía haciendo preguntas en torno al paradero de April. Mi deseo es que renuncie. Quiero que nos deje en paz de una vez. Cuando esté lista, April volverá del sitio al que le haya dado por marcharse, de eso no me cabe duda. Entretanto, a nadie le hará ningún bien que siga usted acosándonos a mi hijo y a mí tal como lo ha hecho hasta ahora —miró de reojo a Isabel, que estaba sentada con la espalda muy recta en el sofá, con el plato y la taza en el regazo, antes de concentrarse de nuevo en Quirke—. Lamento ser tan rotunda, pero siempre he pensado que lo mejor es decir las cosas claras en vez de andarse por las ramas —añadió. Antes de que Quirke pudiera responderle, se volvió a Isabel—. Doy por sentado, señorita Galloway, que usted no ha tenido noticias de April, claro…

—No —dijo Isabel—, no he sabido nada de ella. Pero no estoy tan preocupada como parecen estar otras personas. No es la primera vez que April se larga.

—¿Se larga? —dijo la señora Latimer con un gesto de manifiesto desagrado—. No estoy muy segura de lo que quiera decir usted con eso.

Isabel tensó la sonrisa y aparecieron dos manchas rosadas en sus mejillas, de un color más intenso que los toques de maquillaje que se había puesto. Quirke dejó la taza y el plato en el suelo, junto a la silla; no era capaz de tomar té de China.

—Señora Latimer —dijo—, sé que lo que su hija haga o deje de hacer no es asunto mío. Tal como ya le he dicho, mi único interés en todo este… asunto se debe a que mi hija vino a verme, preocupada, y yo…

—Pero usted ha comunicado lo que sabe a los guardias —dijo la señora Latimer—. Usted habló con ese detective, no sé cómo se llama; usted lo llevó incluso al piso de April. Es evidente que no tenía ningún derecho a hacer tal cosa.

Quirke miró la fotografía de Conor Latimer que estaba sobre la mesa. La sonrisa que ostentaba parecía más que nada de mera suficiencia.

—Lamento que lo vea de este modo, señora Latimer. Lo que pasa… —hizo una pausa y miró de reojo a Isabel. Ella lo estaba mirando, con la taza de té olvidada en el regazo—. Lo que pasa es que es posible que algo le haya ocurrido a su hija.

—Algo —repitió Celia Latimer sin dar entonación. También ella miraba a un lado de Quirke, como si hubiese alguien allí de pie. Él se volvió a mirar; era la fotografía de su marido lo que la había atraído, cómo no.

—Sé muy bien —dijo— cuán importante es su familia para usted.

Con un esfuerzo visible, ella concentró en él la mirada.

—¿De veras lo sabe? —dijo en un tono extraño, casi jocoso, y por un instante él tuvo la sensación de que se iba a echar a reír. Ella se puso en pie y se acercó a la mesa, dejando el plato y la taza sobre la bandeja. Se volvió a Isabel—. ¿Quiere otra taza de té, señorita Galloway? —preguntó. De pronto parecía fatigada, y se le habían abatido los hombros, además de haber tensado la boca en una línea fina y maliciosa.

—No, gracias —dijo Isabel.

También ella se puso en pie y llevó la taza, con el té que no había tocado, para depositarla en la bandeja. Quirke observó a las dos mujeres que permanecían de pie, sin decirse nada la una a la otra, a pesar de lo cual le pareció que se comunicaban mutuamente de alguna manera que a él se le escapaba. Las mujeres. Para él, eran insondables.

La señora Latimer se dio la vuelta y se dirigió a la chimenea, donde tomó de la repisa otra fotografía, ésta con un marco dorado, que acercó a Quirke para que la viese. Era una niña sonriente, de ocho o nueve años, en un jardín, con una rodilla sobre el césped y el brazo en torno al cuello de un perro grande, sonriente a su manera, sentado junto a ella. La niña era pálida de tez y tenía una cara pequeña y puntiaguda en medio de un montón de rizos rubios y una franja de pecas sobre el puente de la nariz.

—La hice yo —dijo la señora Latimer, y dio la vuelta a la foto para mirarla—. Fue un día de verano, aquí en el jardín. Lo recuerdo como si fuera ayer. ¿Ve usted el cenador que hay allí al fondo? Y ése es el perro de April, Toby. Cómo quería a su Toby, y cómo la quería el animal, eran inseparables. La verdad es que era un chicazo, ¿sabe?, y nunca estaba más contenta que cuando salía por los caminos en busca de ranas, o lagartos, o castañas. ¡Y qué cosas se traía a casa! —pasó la fotografía a Quirke y volvió a su sillón a sentarse de nuevo, con las manos recogidas sobre el regazo. De repente parecía avejentada, agobiada por las preocupaciones, casi una anciana—. No nació en abril, claro —dijo sin dirigirse a ninguno de los dos en particular—. Su cumpleaños es el 2 de mayo, pero la esperaba para una semana antes, y ya había elegido ese nombre, April, aun cuando se retrasara un poco. Parecía que le fuese muy adecuado. Su padre había deseado una niña, y yo también, y los dos fuimos felices cuando nació —oteó las ascuas que ardían en la chimenea—. Era una niña muy tranquila, que se pasaba el rato ahí tumbada, haciéndose a la idea de todo lo que la rodeaba con sus ojos, tan grandes. Resultó lo que yo he creído siempre, y es que nacemos con nuestras personalidades ya hechas y en su sitio. Cuando pienso en ella y la veo en la cuna, es la misma April que la niña que mandé por vez primera al colegio de Santa María, la misma que llegó un día a casa y me dijo que quería ser médico, la misma que… la misma que me dijo cosas tan espantosas aquel día en que se marchó de casa y nunca más volvió. Ay, Dios mío —cerró los ojos y se pasó una mano despacio por la cara—. Ay, Dios mío —dijo otra vez, sólo que en un susurro—, ¿qué es lo que hemos hecho?

Quirke e Isabel se miraron uno al otro e Isabel hizo un gesto restrictivo y se acercó a la mujer que se encontraba derrumbada en el sillón, y le puso una mano en el hombro.

—Señora Latimer —dijo—, ¿puedo traerle alguna cosa?

La señora Latimer negó con un ademán.

—¿Usted sabe dónde está April, señora Latimer? —preguntó Quirke, e Isabel lo fulminó con la mirada, moviendo la cabeza de un lado a otro. Durante mucho tiempo la mujer no dijo nada, y luego se apartó la mano de la cara y la dejó caer en el regazo.

—Mi pobrecita niña —susurró—. Mi pobrecita niña, mi única hija —de nuevo miraba al fuego en la chimenea—. Estaban muy unidos, dense ustedes cuenta —dijo con más firmeza en la voz, en tono casi de conversación llana—. Tendría… tendría que haber hecho algo, lo sé, pero… ¿qué? Si él hubiera vivido… —se le escapó un suspiro que sonó más bien como un sollozo—. Si su padre hubiera vivido, todo habría sido diferente, sé que hubiera sido de otra manera. Lo sé.

Quirke e Isabel aguardaron, pero la mujer no dijo nada más. Permaneció sentada como si estuviera exhausta, la cabeza gacha, la nuca y el cuello expuestos, indefensos, con la luz de la lámpara de lleno encima de ella. Quirke se puso en pie y colocó la fotografía de la niña en la repisa.

—Creo que es hora de que nos vayamos, señora Latimer —dijo. Recogió la taza del suelo, junto al sillón, y la llevó a la mesa, donde permaneció un momento mirando una vez más la fotografía de Conor Latimer. ¿Qué mirada era esa que ostentaba? ¿De burla, de desdén, de crueldad? Era todo eso.

La doncella los acompañó hasta el recibidor y les dio sus abrigos. Cuando les indicó la puerta se la sostuvo abierta, de modo que la lámpara del recibidor les iluminase el camino. Ellos no dijeron nada. En el coche, el aire olía a humo de tabaco rancio y frío. Quirke encendió el motor.

—Bueno —dijo Isabel—, ¿y tú qué piensas?

—¿Qué pienso de qué?

—¿Tú crees que sabe dónde está April?

—Oh, por Dios —dijo—, ¿y qué importa que lo sepa o que no lo sepa?

Enfiló el coche por la carretera y lo puso en dirección a la ciudad. La luna había ascendido más, y parecía más pequeña, y tenía menos brillo que antes. Cuando se detuvo ante la casa de Portobello había una luz encendida en una de las habitaciones de arriba. Isabel le dio un beso veloz y se deslizó en el asiento y se apresuró en entrar por el portal, desde donde se dio la vuelta y le dedicó un brevísimo saludo antes de desaparecer.