Sonaba el teléfono en el piso: Quirke lo oyó mientras subía las escaleras. Los timbrazos le produjeron el mismo temor inconcreto de siempre. No apretó el paso; quienquiera que fuese podía esperar, o llamar más tarde. Subió con andar cansino; estaba agotado. El teléfono aún sonaba cuando entró en el cuarto de estar. Se quitó el abrigo y lo colgó, y también colgó el sombrero. Pensó ir a su dormitorio y meterse a gatas debajo de las mantas. Aquel armatoste seguía sonando, los timbrazos cada vez más estridentes, con lo que no le quedó más remedio que cogerlo. Era Phoebe.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—¿Estás bien?
Le dijo que le había llamado mucho antes, en plena noche en realidad, y que se había quedado preocupada cuando él no contestó a su llamada. ¿Había vuelto a casa desde el Russell sin complicaciones? Le dijo que sí. No le dijo que había vuelto a salir, no le dijo nada de la fiesta en el Jury; no le dijo nada sobre Isabel Galloway.
—¿De verdad que estás bien? —le preguntó. Él se frotó los ojos con la otra mano. Entonces, ella le contó lo del vigilante que se había plantado en la calle mirando a su ventana.
Podría haber ido a pie a Haddington Road —estaba a sólo diez minutos, bastaba con cruzar el canal—, pero prefirió ir en coche, aunque el automóvil le pareció más malhumorado y obstinado que de costumbre. Phoebe llevaba puesta la bata de seda que había pertenecido a Sarah. Dijo que muy probablemente eran imaginaciones suyas, refiriéndose a la presencia en sombra, junto a la luz de la farola.
—¿Y esto cuándo fue? —le preguntó.
—Ya te lo dije, en plena noche. Debían de ser… pues no sé, las tres o las cuatro de la madrugada.
—¿Y por qué estabas despierta a esas horas?
Ella se acercó a la chimenea y tomó de la repisa un paquete de tabaco y un encendedor.
—No podía dormir —dijo. Expelió rápidamente una bocanada de humo mirando al techo—. Muchas noches no puedo dormir.
Él se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de una silla.
—Veo que has vuelto a fumar —le dijo.
Ella sostuvo el cigarrillo lejos de sí y lo miró como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento de que lo tenía en la mano.
—La verdad es que no he vuelto —dijo—. Sólo me fumo uno de vez en cuando. Es bueno para los nervios, según dicen.
Él se acercó, tomó el paquete que tenía en la mano y lo observó.
—Nubes de Paso —dijo—. La misma marca que fumabas antes.
Ella volvió a expeler el humo e hizo una mueca.
—Llevan tanto tiempo por ahí guardados que no saben a nada. El tabaco está rancio.
Él tomó uno y lo prendió con el encendedor de ella. La estufa de gas siseaba tras la rejilla; se sentaron uno a cada lado.
—Bueno —dijo Quirke—, cuéntame.
—¿Contarte el qué?
Estaba alisando el faldón de seda de la bata sobre la rodilla. No, no era una bata. ¿Cómo se llamaba? ¿Un quimono? Sarah tenía por costumbre ponérselo después de cenar, aunque hubiera invitados en la casa. La recordó retrepada en el sillón frente a la chimenea en la casa de Rathgar, mientras proseguía la conversación y Mal servía las copas. Todo había parecido mucho más simple en aquel entonces.
Pensó en Isabel Galloway con su peignoir.
Phoebe estaba pálida y parecía que tuviera las sienes algo hundidas, como si algo se las hubiese oprimido.
—Estás asustada —dijo Quirke—. Dime con exactitud qué es lo que viste.
Ella tomó un cenicero de encima de la estufa e hizo rodar el cigarrillo por el canto, afilándolo como si fuera un lápiz.
—¿Quieres tomar algo? —le preguntó—. ¿Té? ¿Café? —él no respondió, sino que se limitó a permanecer sentado, mirándola. Ella se encogió de hombros como si estuviera molesta—. Sólo me pareció ver a alguien ahí fuera, apostado junto a la farola.
—¿Y quién crees que podía ser?
—No lo sé. Ya te he dicho que ni siquiera estoy segura de que hubiese alguien. Pueden ser imaginaciones mías.
—Pero no es la primera vez que sucede, ¿verdad?
Ella apretó los labios y se miró el regazo. Pasados unos instantes, sacudió rápidamente la cabeza.
—No —dijo, aunque en voz tan baja que él apenas la oyó—. Me ha parecido ver a alguien antes, en ese mismo sitio.
—¿Cuándo?
—No me acuerdo. La otra noche.
—¿No llamaste a los guardias?
—No. ¿Qué les iba a contar? Ya sabes cómo son… Nunca se creen nada.
Él se paró a pensar unos instantes.
—Iré a hablar con Hackett —dijo al cabo.
—Oh, no, Quirke, por favor, no lo hagas. No quiero que venga a husmear por aquí.
—Podría poner a alguien de vigilancia en la calle, un policía de paisano, que esté pendiente durante dos o tres noches si hace falta. Si hay alguien, le podrán echar el lazo.
Ella rió.
—Sí, desde luego, igual que hicieron con…
Apartó la mirada. A aquel otro individuo que rondaba su ventana por las noches no le echó nadie el lazo hasta que ya fue demasiado tarde. Él alcanzó el cenicero y ella se lo acercó para que apagase el cigarrillo a medio fumar.
—Tienes razón —dijo él—, están rancios.
Phoebe se puso en pie y fue a la cocina, en donde él la oyó llenar de agua la pava.
—Voy a hacerme un tazón de Bovril —le dijo—. ¿Te apetece un poco?
Bovril. Ese sabor marrón, el sabor mismo de la Escuela Industrial de Carricklea.
—No —le respondió subiendo la voz—. Supongo que no tendrás nada de beber, ¿verdad?
Ella fingió no haberle oído. Cuando regresó llevando el tazón en la mano, él se había levantado de la silla y se hallaba de pie frente a la ventana, mirando al exterior. El aire en la calle estaba grisáceo por el vaho que se desprendía del hielo, y había escarcha incrustada en los parabrisas de los coches aparcados al otro lado de la calle. El olor a polvo de la cortina de cretona era un olor con efluvios al pasado más remoto.
—¿Te has terminado de acomodar aquí? —le preguntó.
—Supongo —dijo—. No es tan agradable como era Harcourt Street, pero me las apaño.
Estaba pensando que Quirke, en cualquier habitación en la que se encontrase, siempre terminaba por dirigirse a la ventana, en busca de una salida. Ella volvió a sentarse junto a la estufa, juntando bien las rodillas y encorvando los hombros, con la taza humeante entre las manos. Tenía frío.
—Podrías venirte a vivir conmigo, eso ya lo sabes —dijo Quirke.
Se dio la vuelta, de espaldas a la ventana. Ella lo miraba con los ojos muy abiertos.
—¿En Mount Street?
—No creo que allí hubiera sitio suficiente. Pero podría comprar una casa.
Lo seguía mirando con los ojos como platos. ¿Había hablado Rose con él? ¿Estaba ya todo decidido? ¿Se estaba refiriendo a eso, a que podía comprar una casa para que vivieran juntos los tres?
—No lo sé —dijo ella—. Es decir, en realidad no sé qué decir. Sería estupendo, por descontado, pero…
—¿Pero qué?
Ella se puso en pie con el tazón en las manos; de pronto fue como si todo sucediera a cámara lenta.
—No puedes preguntarme una cosa así y dar por hecho que te voy a contestar a la primera —dijo—, como si no se tratara de nada más que de… que de… No sé.
Él volvió a mirar por la ventana.
—Bueno —dijo—, era tan sólo una idea.
—¿Una idea? —exclamó ella—. ¿Tan sólo una idea? —dejó el tazón de golpe sobre la repisa—. No sé por qué me tomo esta porquería —dijo—. Es un asco.
Quirke cruzó la estancia y recogió el abrigo y el sombrero.
—Tengo que marcharme —dijo.
—Sí, claro. Gracias por venir.
Asintió, alisando las abolladuras por ambos lados del sombrero.
—Vendré a verte siempre que haga falta, eso ya lo sabes —le dijo.
—Sí, lo sé. Pero te pido una cosa por favor, Quirke —alzó una mano al hablar—. Te pido por favor que no hables con Hackett. De verdad, no quiero que hables con él.
—Muy bien, lo que tú digas. Pero la próxima vez que veas a alguien ahí fuera, me llamas de inmediato, ¿de acuerdo?
Ella no le contestó. Lo había llamado de inmediato y no lo había encontrado. En ese momento deseaba que se fuese, aunque en el fondo tal vez no lo desease. Tendría que decírselo. Él se encaminó a la puerta.
—Quirke —le dijo—, espera. Te he mentido.
Él se detuvo y se dio la vuelta.
—¿Sí? ¿En qué?
Ella tragó saliva. Sintió más frío con la bata de seda.
—Cuando me preguntaste por April, cuando me dijiste si conocía a alguien… a un negro —empezó a decir. Él aguardó a que siguiera—. Hay un amigo, un amigo de todos nosotros… que es nigeriano. Es estudiante en el Colegio de Cirugía.
—¿Cómo se llama?
—Patrick Ojukwu.
—Entiendo.
—Supongo que podría ser la persona a la que dice la vieja que vio con April en la casa. Es posible, desde luego —ella lo estaba mirando al hablar—. No parece que te sorprenda.
—¿No lo parece? —Quirke siguió donde estaba, mirándola, acariciando el sombrero—. Ese individuo… ¿cómo has dicho que se llama?
—Patrick. Patrick Ojukwu.
—¿Y qué era para April?
—Ya te lo he dicho, era un amigo, eso es todo —respondió. Se volvió de nuevo hacia la puerta—. Vas… vas a ir a hablar con Hackett, ¿verdad? —le dijo—. Vas a decirle lo de Patrick.
Él se detuvo otra vez, se dio la vuelta de nuevo y la miró.
—Si hay alguien que está vigilando la casa, vamos a tener que averiguar quién es.
—Yo estoy segura de que no hay nadie. Estoy segura de que son imaginaciones mías —se dirigió a la repisa y tomó otro cigarrillo del paquete y lo encendió—. No vayas a ver a Hackett —dijo mirando a la chimenea—. Por favor te lo pido.
—Fuiste tú quien vino a verme con lo de April Latimer —le dijo él—. No esperarás que ahora me olvide de todo eso.
De camino al hospital pasó por la comisaría de policía de Pearse Street y pidió a la entrada permiso para ver a Hackett, pero éste no se encontraba en el edificio. El joven guardia del pelo de zanahoria —¿cómo se llamaba?— le dijo que el inspector no estaría de vuelta hasta la tarde. El dolor de cabeza que tenía Quirke era como un tambor que le resonara lento entre las sienes. Delante de la comisaría, un guardia se encontraba plantado delante del Alvis, garabateando en una libreta con un lápiz enano. Era robusto y ya no muy joven, y tenía el rostro huesudo y la piel llena de pecas. Señaló con un dedo el parabrisas.
—No se aprecia que tenga el distintivo de haber pagado los impuestos ni el seguro —le dijo.
Quirke le explicó que el coche era nuevo, que los impuestos y el seguro estaban en regla, que los papeles aún no le habían llegado, pero que los esperaba para cualquier día, todo lo cual no era cierto: tenía los impresos, pero no los había cumplimentado.
—Soy médico —dijo.
—¿De veras? —replicó el guardia, mirándolo de hito en hito—. Pues qué bien. Yo soy sargento de la Garda y le estoy diciendo que el distintivo de los impuestos y el del seguro tienen que estar bien visibles en el parabrisas.
Se guardó la libreta en el bolsillo de la guerrera y se alejó a buen paso.
Cuando Quirke llegó al hospital se encontró con que tenía un recado esperándole en Admisión. Celia Latimer lo había llamado por teléfono. Deseaba hablar con él y le pedía que se acercase a su casa de Dun Laoghaire. Arrugó la nota y se la guardó en el bolsillo del abrigo. Se sentía fatal; estaba dolorido por todas partes, con la piel irritada, con un ardor agrio en el estómago. Y sin embargo, era extraño, ya que nunca parecía estar más seguro de sí mismo que cuando andaba con una resaca como ésa. La resaca hacía que aflorase una faceta suya poco habitual, la faceta de Carricklea, colérica, vindicativa, que en el fondo no le agradaba, aunque sí tenía una encubierta admiración por esa vertiente de su carácter. Quería ante todo saber quién era el que se había dedicado a espiar a su hija. Andaba con ganas de romperle la crisma a quien fuese.
Sonó el teléfono en el despacho. Era alguien cuya voz no reconoció.
—Soy amigo de su hija, amigo de Phoebe —la comunicación era defectuosa y Quirke tuvo que pedirle que repitiera dos veces lo que había dicho—. Estoy aquí mismo, a la vuelta de la esquina, me puedo acercar en un minuto.
Era un tipo minúsculo, un complicado modelo a escala de una persona de mayor envergadura. Tenía el cabello pelirrojo y una cara muy pálida, pecosa, de rasgos afilados, delgada, como una de las hadas de Arthur Rackham.
—Jimmy Minor —le dijo, y entró con la mano extendida. El impermeable de plástico que llevaba emitía crujidos y chirridos y despedía un tenue olor a caucho.
—Sí —dijo Quirke—, Phoebe me ha hablado de usted.
—¿De veras? —exclamó. Parecía sorprendido e incluso algo receloso.
Quirke rebuscó por la mesa y encontró un paquete de Senior Service, pero Minor ya había sacado uno de Woodbines. Tenía las primeras articulaciones del índice y el anular del color del roble ahumado.
—En fin —dijo Quirke—, ¿y qué puedo hacer por usted, señor Minor?
Vaya nombrecito.
—Soy periodista —dijo Minor—. Del Evening Mail —a Quirke no habría sido preciso decírselo, pues el tabaco barato y el impermeable de plástico eran tan reveladores como si llevase un carnet de prensa sujeto en la cinta del sombrero—. Conocía… quiero decir que conozco a April Latimer.
—¿Sí? —dijo. Tuvo un leve temblor de manos. A Quirke le recordaba a alguien, aunque por el momento no supo quién podía ser.
—Sé que está al tanto de que ha desaparecido.
—Bueno, por lo visto nadie ha tenido noticias de ella desde hace dos o tres semanas. De eso sí estoy al tanto. Pero debe de estar enferma, ¿no? Al menos, mandó una nota o un certificado al hospital, aquí, para comunicar que estaba enferma.
El hombrecillo dio un brinco.
—¿Y usted lo ha visto?
—¿El certificado? No. Pero sé que lo envió.
—¿Y estaba firmado? ¿De su puño y letra?
—Le acabo de decir que no lo he visto —respondió. No le hacía ninguna gracia ese individuo con pinta y con talla de muñeco; había un exceso de vehemencia en su persona; era demasiado avasallador, y era además malicioso, ladino. Cayó en la cuenta de quién era la persona a la que le recordaba: Oscar Latimer, cómo no—. Dígame, Jimmy. ¿Es así como se llama? Dígame, Jimmy, qué es lo que piensa usted que está pasando con April.
En vez de responder, Minor se puso en pie y con paso de gallo de corral se pavoneó con el cigarrillo en la boca hasta la ventana de la sala de disección. Más allá de la lámina de cristal, la luz era un resplandor, siniestro, glacial, y un ujier vestido con una bata verde, sucia, pasaba con desgana una fregona por las baldosas grises del suelo. Minor se había quedado mirando la mesa de disección, en donde había un cadáver cubierto con una sábana de plástico. Miró a Quirke por encima del hombro.
—¿Los tienen aquí mismo, así, los cuerpos?
—¿Y dónde le parece que deberíamos ponerlos? Éste es el departamento de Patología.
—Pensé que… Bueno, no sé. Pensé que estarían en una cámara frigorífica o algo así.
—Hay una sala refrigerada. Pero ése —indicó con un gesto el cadáver— está esperando a que se le practique la autopsia.
Minor volvió a la mesa y se sentó.
—Doctor Quirke —dijo—, sé que ha hablado usted con la familia, con el tío y la madre de April, y también con su hermano. A mí no me van a recibir, eso no hace falta ni que lo diga, y yo…
—¿No le van a recibir? ¿Con motivo de qué quiere usted que lo reciban?
Minor lo miró de repente, sobresaltado.
—Bueno, pues para hablar de April.
—¿Es que tiene pensado escribir algo, publicar algo en el periódico sobre la desaparición de April?
La mirada del joven se tornó evasiva.
—No lo sé. Sólo… sólo pretendo recopilar la información que me sea posible, saber qué es lo que se sabe.
—Y cuando haya recopilado esa información, ¿piensa escribir un artículo?
Minor parecía deseoso de escabullirse.
—Mire, doctor Quirke, como ya le he dicho, yo soy amigo de April, y…
—No, me ha dicho que era amigo de Phoebe. Dijo que conocía, o que conoce a April —hizo una pausa—. Lo que me estaba preguntando, Jimmy… —puso un énfasis amenazador al pronunciar su nombre—, me estaba preguntando qué interés tiene usted exactamente en este asunto. ¿Es usted amigo o es usted periodista?
—¿Y por qué no iba a ser ambas cosas?
Quirke se recostó en su sillón. De golpe se acordó de que había una botella de whisky en uno de los cajones del escritorio.
—No creo que las cosas funcionen de esa manera. Creo que mejor será que decida qué es lo que quiere ser, qué es lo que es. Hay informaciones y hay informaciones, Jimmy, y algunas tal vez requieran una interpretación amistosa.
Jimmy Minor sonrió, y por un instante Quirke se quedó atónito por lo dulce que era su sonrisa, lo repentina, lo franca y sin reservas que le resultó.
—También los sabuesos que siguen el rastro de la noticia tienen amigos, doctor Quirke.
A la vez que la sonrisa había aparecido un acento de película —sagüesos, dijo—, y también él se retrepó en su asiento y prendió otro Woodbine, dejando caer la cerilla en el cenicero con un gesto entre maniático y melindroso. Había tomado la decisión, y Quirke se dio cuenta, de probar suerte con su encanto personal.
—Dígame qué es lo que quiere de mí, señor Minor —dijo Quirke—. Pasa el tiempo y hay un cadáver ahí mismo, que desde luego no se pondrá más fresco con el paso de las horas.
—Es sencillo —dijo Minor con aire petulante, con su sonrisa de conquistador—. Tengo la esperanza de que me ayude usted a averiguar qué le ha pasado a April. April me gusta. Mejor dicho, la admiro. Es una mujer que no se pliega ante nada ni ante nadie. Tal vez tenga un gusto por lo menos discutible en materia de hombres, pero eso no quiere decir que… —calló de pronto.
—¿No quiere decir qué?
Minor se examinó los dedos sucios de nicotina y el cigarrillo que sostenía.
—Phoebe cree que algo le ha pasado. A April. ¿Usted qué opina?
—No lo sé. ¿Usted piensa eso mismo?
—Alguna razón tendrá que haber para que haya desaparecido de esa forma.
—Tal vez se haya ido de viaje. Tal vez necesitaba unas vacaciones.
—Eso es algo que no se cree ni usted, como tampoco lo creo yo, ni tampoco lo cree Phoebe. April nos habría dicho que se iba.
—Entonces es que piensa que ha tenido que pasarle algo.
—Lo que yo piense no tiene importancia. Usted ha hablado con la familia. ¿Qué es lo que piensan ellos?
—Piensan que es una bala perdida, una mujer de mala fama, y no desean tener la menor relación con ella. Eso es lo que dicen. No veo que haya razón para no creerles.
De pronto le vino a las mientes, y le produjo un ligero sobresalto, que no sabía qué apariencia física tenía April Latimer, que ni siquiera la había visto en una fotografía. En todo momento había sido una desconocida, una persona de la cual hablaban los demás, de la que se preocupaban los demás, a la que tal vez también odiaban los demás. De súbito, hablando con ese hombrecillo tan peculiar y tan poco apetecible, fue como si la espectral aparición que había seguido en medio de la niebla acabara de salir a plena luz del día, aunque todavía estuviera a tal distancia que tan sólo acertara a discernir su silueta, y no sus facciones. ¿Por cuánto tiempo más y hasta qué extremo tendría que seguir adelante hasta ver a April Latimer con claridad?
—Dígame —dijo—, ¿conoce a ese otro amigo de April, al nigeriano, a Patrick Ojukwu?
Al joven se le alteró la expresión de la cara, tornándosele sombría y arisca.
—Pues claro —dijo con sequedad—. Todos lo conocemos.
—¿Qué puede decirme de él?
—Lo llamamos el Príncipe. Su padre es una especie de jefe de su tribu. Por lo que se ve, allá tienen su versión de la aristocracia —se rió por lo bajo—. Son los peces gordos de la selva.
—¿Eran más que amigos, April y él?
—¿Quiere decir que si estaban liados? Vaya, pues no me extrañaría —torció la boca en un gesto de desagrado—. Como ya le digo, April tenía un gusto extraño en materia de hombres. Le gustaba añadir un toque de especias, no sé si me entiende.
Estaba celoso, Quirke se dio perfecta cuenta.
—¿Era promiscua?
Jimmy Minor volvió a reír de manera desagradable.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Por la parte que me toca no me ha beneficiado su promiscuidad, si es que está pensando en eso.
Quirke lo miró de soslayo.
—¿Dónde vive el nigeriano en cuestión? —preguntó.
—Tiene un piso en Castle Street. Phoebe, estoy seguro, sabrá decirle dónde —y volvió a sonreír, esta vez enseñando la punta de un colmillo.
Quirke se puso en pie.
—Lo lamento —dijo—, pero me queda por delante una tarde con mucho ajetreo.
Minor, sorprendido, apagó velozmente el cigarrillo y se puso en pie despacio.
—Gracias por atenderme, no le robo más su tiempo —dijo con sarcasmo sonriente. Quirke lo condujo hacia la puerta. En la ventana de la sala de disección, Minor se detuvo y volvió a mirar el cadáver envuelto sobre la losa de mármol—. Nunca he visto una autopsia —dijo un tanto molesto, como si fuera un lujo que se le acabara de negar por puro capricho.
—Venga un día de éstos —dijo Quirke—. Siempre nos agrada hacerles sitio a los caballeros de la prensa.
Cuando se hubo marchado Minor, Quirke volvió a sentarse y miró el teléfono durante un rato, haciendo un redoble constante con los dedos en el canto de la mesa. Vio a Sinclair entrar en la sala de disección —los dos se hicieron el gesto de costumbre, un saludo vagamente despectivo a un lado y otro del cristal— y al final tomó el teléfono y marcó el número de Celia Latimer. Contestó la doncella y le dijo que la señora Latimer no se podía poner en ese momento.
—Dígale que es de parte del doctor Quirke —dijo—. Está esperando mi llamada.
Se le ocurrió de pronto preguntarse si tal vez Sinclair no habría llegado a conocer a April Latimer. Los médicos jóvenes a los que había preguntado por el hospital le habían dicho que April iba a su aire, que no parecía que fuese muy amiga de socializar con el resto del personal. Tenía la impresión de que April no había caído en gracia, de que causaba resentimiento cuando menos, tal vez por su actitud distante y quizás engreída. Podría haber hecho causa común con el cínico, lacónico y hastiado Sinclair, si es que sus caminos habían llegado a cruzarse.
—Gracias por llamar, doctor Quirke —sonó en su oído la voz fría y cortante de Celia Latimer—. Tal como le dije, me gustaría que hablásemos un momento. ¿Cree que le sería posible venir a mi domicilio?
—Sí —dijo—. Puedo acercarme. He de ir a ver a una persona esta tarde.
—¿Le parece bien a las cinco en punto?
Hablaba con la voz tensa, trémula, como si tuviera dificultades en ocultar algo que a toda costa deseara desvelar. Quirke no tenía ganas de ir hasta la casa, pero sabía que terminaría por hacerlo.
—Sí —dijo—, a las cinco en punto me viene bien. Allí estaré.
Depositó el teléfono despacio en su sitio, pensando, y entonces se levantó y acudió a la sala anexa. Sinclair había retirado la sábana de plástico que cubría el cadáver —un joven demacrado, con las mejillas macilentas y una barba de dos días— y lo contemplaba con su pétrea actitud de siempre.
—Los guardias se lo encontraron a primera hora de la mañana en un callejón, detrás de Parnell Street —dijo—. A todas luces parece una hipotermia —olisqueó y asintió—. El hijo de alguien.
Quirke se apoyó en el fregadero de acero inoxidable y encendió un cigarrillo.
—April Latimer —dijo—. Una médico residente del hospital. ¿La conoce usted?
Sinclair seguía observando el cadáver, mirándolo de hito en hito.
—La he visto por ahí, sí —dijo—. Pero no últimamente, ahora que lo pienso.
—Es natural, está enferma, por lo visto —golpeó el cigarrillo encima del fregadero y oyó el mínimo chisporroteo de la ceniza al contacto con la superficie húmeda del desagüe—. ¿Cómo es?
Sinclair se volvió y se apoyó encorvado contra la mesa de disección, separando los faldones de la bata blanca para introducir las manos en los bolsillos de los pantalones.
—No tengo ni idea. No creo que haya hablado con ella más de una o dos veces.
—¿Y qué se dice de ella?
—¿Qué se dice?
—Hombre, ya me entiende. ¿Qué cuentan de ella los demás residentes, sobre todo los hombres?
Sinclair se estudió las punteras de los zapatos antes de encogerse de hombros.
—Pues no se dice gran cosa, según tengo entendido. ¿Es que se supone… se supone que tiene fama de algo?
—Eso es justo lo que yo esperaba que usted me dijera. Es sobrina de Bill Latimer.
—¿En serio? Vaya, pues no lo sabía.
Quirke vio relucir en sus ojos el deseo que tenía de preguntar por qué le interesaba April a la vez que la sombra de la duda, por si fuera o no oportuno preguntarlo.
—Parece ser —dijo Quirke— que no es que esté enferma, sino que se la echa en falta. Está desaparecida.
—Vaya… —Sinclair se enorgullecía de no dar muestras nunca de estar sorprendido—. ¿Desaparecida, cómo? ¿Como si estuviese presuntamente muerta?
—No, nadie ha presupuesto tal cosa. Lo único que pasa es que no se tienen noticias de ella desde hace unas semanas —dijo. Esperó un poco antes de hacer otra pregunta—. Patrick Ojukwu… ¿Lo conoce usted?
Sinclair frunció el ceño, formándosele un nudo triangular sobre el oscuro promontorio que tenía por nariz.
—Patrick… ¿qué?
—Es africano. Estudia en el Colegio de Cirugía.
—Ah —el joven adoptó un aire de sardónica diversión—. ¿Y es la razón de que esté ella desaparecida?
Quirke trataba de oprimir la colilla para que pasara por la reja del desagüe.
—Pues no, al menos por lo que alcanzo a saber —dijo—. ¿Por qué piensa tal cosa?
—Los negros de Cirugía, ésos sí que tienen fama.
—No pueden ser muchos.
—Seguramente es mejor así.
—Parece que es amigo suyo, de April Latimer.
—¿Qué clase de amigo?
—Amigo amigo, según tengo entendido. Mi hija los conoce a los dos.
Sinclair seguía mirándose las punteras de los zapatos. En los años que llevaban trabajando juntos, nunca se habían permitido ninguno de los dos que surgiera nada similar al afecto, y eso tampoco iba a ocurrir en ese momento. Quirke era sabedor de que su ayudante no confiaba en él, y él por su parte lo miraba con recelo. Sinclair aspiraba a quedarse con su puesto, y tarde o temprano lo conseguiría.
Las lámparas fluorescentes del techo derramaban un crudo resplandor sobre el cadáver, en la mesa, cuya piel grisácea y reseca parecía burbujear, como si la luz arrancase las moléculas mismas de que estaba hecha.
—Y su hija —dijo Sinclair—, ¿qué piensa ella? ¿Qué cree que habrá sido de su amiga?
—Está preocupada por ella. Y eso ya es más, a lo que se ve, de lo que corresponde a su familia.
—¿Se refiere al ministro?
—Y a su madre. Y a su hermano también, Oscar Latimer.
—¿El Santo Padre? —Sinclair rió con frialdad—. Ya estará encargando misas por su retorno sana y salva.
—¿Es así como lo llaman, el Santo Padre? —Quirke había vuelto a pensar en esa botella de whisky que tenía en un cajón de la mesa. Otra vez la resaca le machacaba la cabeza. Pensó en Isabel Galloway—. ¿Usted lo conoce? —preguntó.
—¿A Su Santidad? —dijo Sinclair. Sacó un paquete de Gold Flake y se introdujo un cigarro entre los labios, pero no lo encendió—. Fui a una o dos de sus lecciones magistrales —dijo.
—¿Y? ¿Qué diría de él, qué le pareció?
El joven se paró a pensar. Se quitó de la boca el cigarrillo sin encender.
—Un obseso —dijo.