7

Eran las ocho de la mañana y aún no había amanecido del todo cuando despertó Quirke, envuelto en una bruma espesa y calenturienta, en los vapores del alcohol y su propio olor corporal. Al principio ni siquiera supo en dónde estaba. El dormitorio y la cama en que se encontraba no eran los suyos, a pesar de lo cual no eran del todo desconocidos. Permaneció unos momentos sin mover un músculo, temeroso incluso de mover la cabeza, que le resultaba al mismo tiempo pesada como el plomo y tan frágil como una bola de cristal. Intentó recordar los acontecimientos de la noche anterior. La cena con Phoebe, el vino, el demasiado vino consumido, ¿y luego…? Había estado en un taxi; recordó el momento de marcharse del Russell. Después de eso había un lapso en blanco, y lo siguiente que atinó a recordar sin demasiada precisión era que estuvo en otro hotel. ¿Había sido el Central? No, había sido el Jury, en Dame Street; lo recordó por las vidrieras de las ventanas del bar. Luego estuvo en una de las habitaciones, en la que se celebraba una fiesta. Gente que no dejaba de darle copas, pero ¿quiénes eran? Vio las caras coloradas y relucientes que se le pegaban casi a la suya, cuatro o cinco rostros que parecían compartir un mismo cuello, y oyó risas atronadoras, y la voz de una mujer que le decía algo una y mil veces. Luego estuvo en la calle, estuvo en otro taxi… O no, no fue un taxi, pues esta vez conducía él, conducía por la orilla del canal, con la ventanilla abierta, el aire en la cara tan frío y tan cortante como la hoja de un cuchillo.

Se levantó de la cama deslizándose de lado bajo la sábana y se irguió con toda la cautela que pudo. Estaba en camisa y calzoncillos, y con los calcetines puestos. Se dirigió a la ventana y retiró la cortina a un lado. Un grisáceo amanecer iluminaba el canal. Allí abajo hacía frío, y discernió una capa blancuzca de hielo escarchado en la carretera, así como algunos témpanos que flotaban en la superficie inmóvil del agua. El Alvis estaba aparcado de manera extraña, en ángulo, cerca de la acera. Oyó un repentino ruido que sacudió el aire y se agazapó instintivamente, y dos cisnes como espectros vehementes y arrogantes pasaron volando bajo, en línea recta, batiendo las grandes alas. Ya había visto antes a esas dos aves.

Se abrió la puerta del dormitorio detrás de donde estaba.

—Ah. La Bella Durmiente por fin se ha despertado.

Esa mañana, Isabel Galloway no llevaba su quimono de seda, sino una bata de andar por casa, rosa, de lana, que le quedaba demasiado grande. Estaba fumando un cigarro. Se recostó contra la jamba de la puerta y apoyó un brazo en el hueco que formaba el otro, contemplándolo con una sonrisa levemente sardónica.

—¿Qué tal te encuentras, en caso de que haya que preguntarlo?

—Supongo que todo lo mal que merezco encontrarme. ¿Dónde están mis pantalones?

—En la silla, detrás de ti —dijo ella señalándolos. Él se los puso y se sentó al borde de la cama. Estaba mareado. Isabel se acercó a ponerle una mano en la cabeza, introduciendo los dedos entre su cabello—. Pobrecito.

Quirke la miró con ojos de sufridor.

—Lo siento, pero es que no recuerdo gran cosa —dijo—. ¿Estaba muy borracho?

—No estoy muy segura de qué entiendes tú por estar muy borracho.

—¿Hice un papelón muy lamentable?

—Intentaste llevarme a la cama, si te refieres a eso. Pero entonces te desmoronaste muy poco a poco, como un árbol que cae al talarlo, así que no mancillaste mi honor.

—Lo siento.

Ella exhaló un suspiro exagerado y le agarró un mechón de pelo para darle un tirón.

—Espero que no te vaya a dar ahora por pedir disculpas todo el rato, ¿eh? No hay nada tan irritante para una chica como un hombre que por las mañanas dice «lo siento, lo siento». Anda, baja. Está hecho el café.

Cuando ella se fue, Quirke entró en el minúsculo cuarto de baño, al otro extremo del pasillo, y se miró en el espejo. Por un momento tuvo la sensación de que estaba a punto de echarse a vomitar, pero se le pasó la náusea. Se lavó la cara con agua helada, jadeando.

En la cocina, Isabel estaba de pie ante el fogón, esperando a que hirviese el agua en la cafetera. Vio que él le miraba la bata.

—El quimono de seda me lo puse para causarte un buen efecto. Pero para cuando te marchaste, el culo se me había quedado helado, más azul que el de un babuino —dijo. Él también le miró los calcetines, gruesos y grises—. Me los hace mi madre a mano —dijo. Volvió al fogón—. Sí, tengo una madre, una viejecita que peina canas y me teje a mano los calcetines. No puede ser más terriblemente banal esta pequeña vida que llevo.

Él se sentó a la mesa sujetándose con una mano al respaldo de la silla y acomodándose muy despacio. Estuvo a punto de pedir disculpas, pero se mordió la lengua a tiempo.

Ella llevó el café a la mesa y sirvió las dos tazas.

—Las tostadas se han quedado frías —le dijo—. ¿Quieres que prepare más?

—No, gracias, con el café voy que ardo. No creo que pudiera comer nada ahora.

Estaba delante de él con la cafetera en la mano, mirándolo con aire de irónica compasión.

—¿Y dónde estuviste de copas, si se puede saber?

—En distintos sitios, por lo que alcanzo a recordar. Estuve cenando con Phoebe.

—Pero ella seguro que no permitió que te agarrases semejante borrachera…

—No, seguí bebiendo después de cenar con ella. Estuve en Jury, me parece. Había una fiesta, me invitaron. No me preguntes quiénes eran los demás invitados.

—Como quieras, no lo haré —se sentó frente a él y dejó el café en un posavasos de corcho. Cruzó los brazos, introduciendo las manos en las mangas de la bata para abrigárselas, y los apoyó sobre el canto de la mesa, observándolo—. Estás que das verdadera pena, Quirke.

—Sí —respondió. La luz grisácea iba cobrando fuerza en la ventana, tras el fregadero. Tenía frío y calor al mismo tiempo; y en las tripas, una sensación ondulante, como si una ola de algo lento, sucio y cálido le fluyera por los intestinos—. No debería haber venido a tu casa —dijo—. No deberías haberme dejado entrar.

—Es que insististe mucho. Y no quise dar motivos de escándalo a los vecinos. Eran las tres de la madrugada. Y no sé si lo sabes, Quirke, pero puedes armar una escandalera de cuidado.

—Ay, Dios.

—Déjame que te prepare una tostada.

—No. El café me está sentando bien. Estaré bien, no te preocupes. No es más que una resaca, estoy acostumbrado.

Ella se recostó en la silla, con los brazos cruzados y las manos ocultas.

—Así que estuviste con Phoebe —dijo—. ¿Y qué tal está?

—Está muy bien. La verdad es que está de maravilla. ¿Tiene un novio nuevo o algo así?

—No lo sé. ¿Por qué piensas que podría ser eso?

—Me pareció… me pareció feliz.

—Ah —Isabel asintió con aire de sabiduría—. Eso sería un indicio, sí. ¿Por qué no se lo preguntaste?

—¿El qué? ¿Si tiene novio?

—¿Te parece que sería algo tan raro? Al fin y al cabo es tu hija.

Frunció el ceño y flexionó los hombros, bajando uno y levantando el otro.

—Es que no… Nosotros no hablamos de esas cosas.

—Claro —dijo ella de plano—, ya me suponía que no —volvió a llenarle la taza—. Voy a darme un baño y luego me visto. Tengo un ensayo esta mañana. Me espera el país de las hadas de Maeterlinck —se puso en pie y se ciñó la bata. Al pasar, se detuvo a plantarle un beso veloz en la coronilla—. ¿Y tú, qué?

—¿Cómo que yo qué?

—¿No tienes que ir a trabajar y esas cosas?

—Sí, supongo que sí.

—Pues no te vayas antes de que baje.

Cuando se marchó, Quirke se quedó un buen rato sentado a la mesa, contemplando la luz pálida que pugnaba por establecerse del todo en la ventana. Estaba pensando en Phoebe. La noche anterior, en la cena, le había mentido. Cuando él le contó lo que le había dicho la vieja al inspector Hackett, lo que comentó sobre April y el hombre negro, ella le había mentido. No lo supo en el acto, pero ahora sí lo sabía. A Phoebe no se le daban bien las mentiras, siempre había sido así.

Se puso en pie y empujó la silla para dejarla en su sitio, emitiendo un chirrido contra las baldosas del suelo. La sensación ondulante que tenía en las tripas de pronto había reventado. Salió a toda velocidad por la puerta de atrás y apareció dando tumbos en el jardín, donde se inclinó sobre el desagüe a la vez que el café que había desayunado le subía a borbotones por el gaznate y se le derramaba en una cascada caliente, salpicándole los pantalones. Esperó entre jadeos y volvió a vomitar, pero esta vez no salió nada; ya había vomitado el lenguado durante la fiesta en el hotel, se acordó en ese momento. Se irguió y descansó contra el gotelé de la pared. El aire frío era como una mano que se le apoyase y le diera consuelo en la frente. Alzó la cabeza al cielo y contempló una planicie tan abotargadamente blanca como la arcilla para fabricar pipas. El frío le traspasó la camisa y le atenazó la garganta. Entró a aclararse la boca con agua del grifo del fregadero, que le supo a metal. Subió entonces la escalera estrecha y llamó a la puerta del cuarto de baño antes de entrar.

Isabel estaba en la bañera leyendo una revista. Era una bañera desgastada por el uso, amarillenta por la vejez, con manchas alargadas y castañas en el esmalte, bajo los grifos. Finas hilachas de vapor se movían en el aire, mecidas por la corriente que entraba con la puerta abierta.

—Adelante, no te cortes —le dijo mirándolo desde el agua—. Te diría que te vinieras conmigo, pero me temo que encharcarías la casa entera.

Se había puesto un gorro de plástico para protegerse el pelo, con lo que su rostro resultaba más esbelto, estrechándose en la punta delicadamente hendida de su mentón. Su desnudez cabrilleaba bajo el agua verdosa. Humeaba un cigarrillo en un cenicero que tenía a la altura de la cabeza, y en ese momento lo alcanzó con la mano seca y dio una calada antes de dejarlo de nuevo en su sitio. Dejó caer la revista por el borde de la bañera y se estrelló contra el suelo, abriéndose las hojas en un abanico multicolor.

—Antes leía buenos libros —siguió—, pero terminaban tan empapados que tuve que dejar de hacerlo. ¿Tú qué haces en la bañera, Quirke? Supongo que no haces nada. Supongo que, como todos los hombres, te sumerges, te das un remojón y sales enseguida. Las mujeres somos auténticas sibaritas cuando se trata de bañarse, ¿no te lo parece? Es uno de los pocos lujos que nos concedemos de verdad, digan lo que digan. Me imagino perfectamente en el antiguo Egipto, metida hasta el cuello en leche de burra, mientras unas doncellas sedosas me abanican con palmeras —calló e hizo una mueca, moviendo la boca hacia arriba por una de las comisuras—. ¿Qué te pasa, Quirke? —preguntó—. Dímelo.

—Acabo de vomitar —dijo—. No pasa nada, todo en orden, llegué al jardín a tiempo. Y sólo ha sido el café —ella esperó, mirándolo. Él se sentó al borde de la bañera—. Quería decirte… quería preguntarte… —volvió a flexionar los hombros con un gesto de desamparo—. No sé.

—Pues pregunta —dijo ella.

—Tú podrías… Siento que podrías… salvarme. Salvarme de mí mismo, quiero decir —apartó la mirada de ella. En un espejo pequeño y redondo, en la estantería, encima del lavabo, se vio en parte, un ojo y una oreja. Se fijó en las manchas que tenía en las rodilleras del pantalón; debía de haberse caído en algún sitio a lo largo de la noche—. Uno de los médicos de San Juan me dijo que bebo para huir de mí mismo. No es que fuera exactamente una noticia, pero… —se volvió entonces a mirarla—. ¿Qué vamos a hacer tú y yo?

Ella se paró a pensar un momento.

—Pues más o menos lo que hace todo el mundo —repuso—. ¿Qué crees que vamos a hacer?

—Lo que hace todo el mundo… Hacernos infelices el uno al otro.

Ella localizó el cigarro que estaba fumando y esta vez no lo dejó en el cenicero, sino que siguió fumándoselo, con un ojo entrecerrado, mirándolo. Él no supo calibrar qué estaba pensando ella.

—Ay, Quirke —dijo.

Él asintió, como si estuviera de acuerdo con alguna proposición que ella le hubiera hecho. Le quitó el cigarrillo mojado de los dedos y le dio una calada y se lo devolvió.

—¿Sabes esa sensación que se tiene en sueños —dijo expulsando el humo—, esa sensación de que algo está pasando y de que no puedes hacer nada para impedirlo, salvo quedarte mirando cómo pasa lo que está pasando? Pues así es como me siento yo a todas horas.

—Sí —dijo ella—. Lo sé.

Isabel se incorporó, y el agua a su alrededor se meció con fuerza, y apagó el cigarrillo en el cenicero.

—Anda, dame esa toalla —le dijo. Se puso en pie. Pálida y reluciente, con el agua del baño corriendo entre sus pechos y a lo largo de sus piernas, por un instante pareció muy joven, casi una niña, delgada y vulnerable. Le dio la toalla y ella se envolvió con un escalofrío—. Dios mío, cómo aborrezco el puto invierno —dijo. Lo llevó de la mano al dormitorio. Cuando se acostaron juntos, él la estrechó en sus brazos y aún estaba mojada. Ella le acercó la boca al oído—. Dame calor, Quirke —le dijo con una risa baja—. Dame calor, anda, sé bueno, encanto.