6

El crepúsculo se había cerrado temprano y era de noche cuando volvió al hospital. Descendió con paso cuidadoso la gran escalera de mármol que no conducía a otra parte que a las regiones inferiores y más lúgubres del edificio. El departamento de Patología estaba desierto; Sinclair debía de haber tomado la decisión de marcharse a casa temprano. Entró en su despacho y se sentó sin quitarse el abrigo ante la mesa y encendió un cigarrillo, aunque halló cierta dificultad para alinear la punta del cigarrillo con la llama del fósforo. Oía el sonido pesado de su propia respiración. Frunció el ceño. No recordaba qué era lo que en principio debía pararse a pensar. Tal vez lo mejor fuera, pensó, echarse a descansar un rato. Se quitó el abrigo —¿estaba lloviendo antes, había caminado bajo la lluvia?— y se acurrucó en el viejo sofá de cuero verde, con botones en los pliegues, y se precipitó en ese mismo instante en un sueño alborotado, en el que soñó que algo que no acertaba a ver, que sólo percibía, lo engatusaba para avanzar por largos y sinuosos pasillos, algo semejante a una presencia que ronroneaba como un gato y que se iba escabullendo a cada paso que daba él, siempre a la vuelta de la esquina, y luego a la vuelta de la siguiente esquina. Despertó con un grito ahogado y no supo en dónde se encontraba. Había babeado en sueños, y la saliva se le había secado y la notaba pegajosa en la mejilla contra el cuero del sofá. Se incorporó y se sentó apretándose el talón de ambas manos contra los ojos. Tenía la boca como si se hubiese despellejado dos o tres capas de la membrana que la protegía por dentro. También le ardían las tripas. Qué insulto: se le ocurrió la palabra con una reverberación, qué grosero insulto a la constitución del cuerpo. Era un juicio que él mismo había pronunciado ante no pocos cadáveres.

Se dio un par de tirones a la manga, forzando los ojos para ver bien el reloj, que parecía negarse a estar quieto y se movía de lado a lado, de una manera que le empezaba a marear. De repente se había acordado de su cita para cenar con Phoebe. Agachó la cabeza y se la sujetó palpitante entre ambas manos antes de soltar un gemido.

Fueron al Russell. El local estaba en sombra, en silencio, como siempre. Un día, después de almorzar con él allí mismo, Rose Crawford se negó a volver nunca más, y dijo que el comedor le recordaba a un tanatorio. El camarero que lo acompañó a su mesa era feo, pero de un modo que resultaba fascinante, y tenía un mentón cuadrado y azulado por la barba y los ojos muy hundidos bajo una frente que sobresalía como una cornisa. Quirke se acordó de que tenía un nombre improbable, se llamaba Rodney. Comprobó con alivio que Phoebe aún no había llegado; había olvidado a qué hora exacta se habían citado, y había dado por hecho que él iba a llegar tarde. Mientras Rodney le retiraba la silla de la mesa para que se sentara entrevió su propio reflejo en el espejo de marco sobredorado que había en la pared, detrás de la mesa. Con el pelo alborotado y los ojos despavoridos, era la viva estampa del presidiario que se ha fugado de una cárcel en una película de Hollywood.

—Bien, señor —dijo el camarero, aunque pronunciándolo seor.

Quirke tomó asiento de espaldas al espejo. Había llegado a pie desde el hospital con el abrigo aún mojado y el sombrero con el ala algo caída. El whisky que había tomado en compañía de Oscar Latimer lo había dejado hueco por dentro, con una sensación cenicienta, y las vaharadas del alcohol persistían arremolinadas formando una niebla acalorada en su cabeza. El sueño que había echado en el sofá tampoco le había servido de ayuda, y estaba grogui. ¿Tomaría una copa de vino con Phoebe? ¿Se atrevería?

Al llegar, Phoebe lucía un vestido de seda azul oscuro y un echarpe de seda azul. Mientras atravesaba el comedor, avanzando entre las mesas tras los pasos de Rodney, se parecía tanto a su madre que a Quirke se le paró un momento el corazón. Se había recogido el pelo en la nuca de una manera complicada, idéntica a la que acostumbraba Delia, y llevaba un bolso pequeño, negro, apretado contra el pecho, detalle en el que también era un calco exacto de Delia.

—Lo siento —dijo sentándose a toda prisa—, ¿llevas mucho tiempo esperando?

—No, no, acabo de llegar. Estás estupenda.

Dejó el bolso de terciopelo junto al plato.

—¿En serio? —dijo.

Quirke por lo general no era muy dado a los cumplidos.

—¿Es nuevo el vestido?

—Ay, Quirke —hizo una mueca con la que amagó una sonrisa—. Si ya me lo has visto docenas de veces…

—Bueno, pues es que esta vez te sienta diferente. Se te ve diferente, mejor dicho.

Era cierto. Tenía el rostro resplandeciente, de marfil, con un levísimo tinte de rosa, y le brillaban los ojos. ¿Había conocido a alguien? ¿Estaba enamorada? Él ansiaba que ella fuese feliz; su felicidad sería para él una gran liberación.

—Ese camarero —dijo ella en un susurro, y señaló a Rodney, que se encontraba junto a la puerta de entrada, impávido como una estatua, con un paño sobre el antebrazo, perdido en alguna ensoñación—. Es el vivo retrato de Dick Tracy, el de los tebeos.

Quirke se echó a reír.

—Tienes toda la razón, desde luego que lo es.

Cenaron lenguado frito en mantequilla.

—¿Nunca te ha llamado la atención —dijo Phoebe— que tú y yo siempre pidamos lo mismo?

—Es sencillo. Yo espero a ver qué es lo que tomas tú y luego pido lo mismo.

—¿En serio?

—Sí.

Ella lo miró y algo le sucedió en ese momento a su sonrisa, una especie de encogimiento arrugado en ambos extremos, y los ojos se le pusieron más líquidos. Él bajó rápidamente la mirada para fijarla en el mantel.

Llegó el vino. Quirke había pedido una botella de Chablis. Fue buena cosa que cenasen pescado, puesto que el vino blanco a duras penas era una bebida de verdad, por lo cual no incurriría en demasiados riesgos. El camarero, un joven de cabello repeinado y acné juvenil, sirvió un chorrito para que Quirke lo probase, y mientras esperaba no impidió que sus ojos claros se desviasen apreciativamente sobre Phoebe, toda ella un resplandor marfileño con el vestido azul noche. Ella le sonrió. Estaba contenta; había estado absurdamente contenta durante toda la tarde, desde el momento en que estuvo con Rose Crawford delante de la sucursal de American Express. En algún sitio había leído que hay insectos que viajan de un continente a otro suspendidos individualmente en minúsculas burbujas de hielo que transporta el viento a una altura inmensa; de ese mismo modo se había encontrado ella, como si navegara en lo más alto, envuelta por una crisálida de hielo, y como si en ese momento empezara a fundirse el hielo y ya muy pronto fuese a llegar felizmente a la tierra. Quirke y Rose; el señor y la señora Quirke; los Quirke. Se los imaginó a los tres de pie en la amura de un barco blanco que hendiese las olas en un mar de aguas tan azules como el verano, el viento marítimo en la cara, de camino a un mundo nuevo.

¿Qué edad tendría Rose?, se preguntó. Era mayor que Quirke, eso seguro, pero era lo de menos. Todo era lo de menos.

—Háblame de Delia —dijo.

Quirke la miró por encima del borde de la copa de vino, con sorpresa y alarma.

—¿Delia? —dijo, y se lamió los labios—. ¿Qué… qué es lo que quieres que te diga?

—Cualquier cosa. Cómo era. Qué hacíais juntos. Es muy poco lo que sé de ella. Tú nunca me has contado nada, la verdad —lo dijo sonriendo—. ¿Era muy hermosa?

Presa del pánico, él acarició la servilleta. El pescado, humeante en el plato, le pareció casi una amenaza. De pronto se le agravó el dolor de cabeza.

—Sí —dijo titubeando—, era… era muy hermosa. Se parecía a ti —Phoebe se sonrojó y agachó la cabeza—. Elegante, cómo no —siguió diciendo Quirke a la desesperada—. Podría haber sido modelo, lo decía todo el mundo.

—Sí, pero ¿cómo era? Quiero decir qué clase de persona era.

¿Y cómo era? ¿Cómo iba a responder a esa pregunta?

—Era amable, era bondadosa —dijo, y bajó la mirada para concentrarla otra vez en la servilleta, en cierto modo acusándola de ser tan blanca, de tener una pureza tan mundana—. A mí me cuidó siempre —dijo. No era amable, no era bondadosa, estaba pensando; no me cuidó siempre. Y sin embargo, la había amado—. Éramos jóvenes —dijo—… O yo al menos lo era.

—¿Y tú me odiaste? —preguntó ella—. ¿Me odiaste cuando ella murió?

—Oh, no —dijo. Se obligó a sonreír; sentía las mejillas como si las tuviese de cristal—. ¿Por qué iba a odiarte?

—Porque yo nací y Delia murió, y porque me dejaste en manos de Sarah.

No había dejado de sonreír. Él la miraba desamparado, empuñando con fuerza el cuchillo y el tenedor, sin saber qué decir. Ella alargó la mano sobre la mesa y le tocó la suya.

—Yo no te culpo de nada —le dijo—. Que yo sepa, nunca te he culpado de nada, aunque he creído que tal vez debería. Estaba enfadada contigo. Ahora ya no lo estoy.

Guardaron silencio durante un minuto. Quirke volvió a llenar las copas; vio que tenía la mano un poco temblorosa. Comieron. El pescado estaba frío.

—Vi al inspector Hackett —dijo Quirke. Miró la botella vacía, varada en el cubo de hielo a medio derretir. ¿Iba a pedir otra? No, no lo haría. De ninguna manera. Se volvió e hizo una señal al camarero con acné—. También he hablado con el hermano de…

—¿Por qué?

—¿Cómo?

—¿Por qué has querido hablar otra vez con él?

—Pues no lo sé.

—Eres igualito que yo. No eres capaz de olvidar todo esto.

Llegó el camarero con la segunda botella, pero sin darle tiempo a iniciar el ritual de la cata Quirke le indicó con impaciencia que sirviera ambas copas. Phoebe tapó la suya con una mano y volvió a sonreír al camarero. Cuando hubo servido la de Quirke y se marchó, le hizo una pregunta.

—Tú piensas lo mismo que yo, ¿verdad? ¿Piensas que April está muerta? —Quirke no respondió, y tampoco quiso mirarla—. ¿Qué fue lo que dijo Oscar Latimer?

Quirke se bebió el vino.

—Me habló un buen rato de la familia. Y de la obsesión.

Ella lo miró rápidamente.

—April también me habló un día de lo que se siente al estar obsesionada.

—¿Y qué fue lo que te quiso decir?

—Pues no lo sé. No la entendí demasiado bien. April a veces era… a veces era un poco extraña. He terminado por pensar que no la conocía en absoluto. ¿Por qué hay gente que se complica tanto la vida, Quirke?

Él se había ventilado la copa y ya se la había vuelto a llenar, sin importarle que las gotas de agua helada cayeran desde la botella al mantel y formasen manchas grises del tamaño de un florín. Se estaba embriagando y ella se estaba dando cuenta. Pensó que debería decir algo. Él plantó los codos en la mesa y acarició la copa entre las palmas de ambas manos, haciéndola rodar.

—Hackett fue a ver a la mujer que vive en el piso de arriba de April —dijo—. Una tal señorita St. John No Sé Cuántos. ¿La has llegado a conocer?

Ella negó con un gesto.

—La he visto una o dos veces, apostada al acecho en las escaleras. April algunas veces le llevaba algo de comer, un cuenco de sopa, galletas, esas cosas. ¿Qué fue lo que le dijo al inspector Hackett?

—No pudo sacar mucho en claro.

—No me extraña.

—Pero ten cuidado, porque parece que ha estado pendiente de todo. Ha visto entrar y salir a más de uno.

—¿A qué clase de personas? —Rodney, con el mentón azulado, se acercó a preguntarles si deseaban ver la carta de postres. Dijeron que no con la cabeza y el camarero se retiró. Según se alejaba, Phoebe reparó en que tenía brillos en la culera de los pantalones; siempre le inspiraban lástima los camareros, tenían un aire de acusada decepción, de melancolía. Volvió a mirar a Quirke. Su mirada, cada vez más borrosa e imprecisa, estaba clavada en el vino que brillaba al fondo de su copa—. ¿A qué clase de personas dices que ha visto? —volvió a preguntar.

—Ah, pues a personas que iban a verla. Visitantes, supongo que caballeros, qué sé yo.

—¿Por ejemplo? —Phoebe notó un cosquilleo en la base de la columna vertebral. En realidad no tenía ningún deseo de conocer la respuesta.

—Parece ser que uno de ellos, uno de estos caballeros que iban a visitarla, era negro. O eso es lo que afirma la señorita Como Se Llame. ¿Tú sabes si April conoce a algún negro?

Phoebe sujetaba con fuerza el tallo de su copa vacía, apretándolo cada vez más. El cosquilleo que tenía en la base le recorrió la columna entera, y durante un segundo, de una manera absurda, tuvo una imagen de una de esas máquinas con las que se demuestra la fuerza que una tiene en las ferias de medio pelo, el martillazo en el cojín y el peso que sale disparado por un surco y hace sonar la campana. Oh, no, estaba pensando; oh, no, por favor.

Sacudió la cabeza y un mechón de cabello se le soltó del peinado, cayéndole sobre la mejilla. Se lo retiró rápidamente.

—No lo creo —dijo, e intentó que el temblor no se le notara en la voz.

Quirke se había vuelto a mirar al camarero para pedirle una copa de coñac.

Phoebe puso la mano sobre el bolso de terciopelo que había dejado junto al plato y palpó la suavidad de la tela. Estaba pensando en el dorso de las manos de Patrick, en la ondulación y el brillo que tenían.

Oh, no, por favor.

Tuvo que ayudar a Quirke a tomar un taxi. Se había despejado la noche y caía la helada, lo notó en el aire: una bruma casi seca, gris, granulosa. Él había dicho que iría a pie a su casa, que estaba allí al lado, que podían ir juntos y él la acompañaría a Haddington Road y luego volvería cruzando el canal hasta su casa.

—No vas a ir andando a ninguna parte. Ya ha helado, mira —le dijo ella. Se lo imaginó en un puente, y luego imaginó cómo se precipitaría en picado su figura robusta, y el salpicotazo. El portero del hotel tocó el silbato y apareció un taxi al ralentí, aunque Quirke seguía resistiéndose, y al final tuvo que empujarlo prácticamente para que entrase. Se agarró a la puerta tratando de salir, y al final bajó la ventanilla para continuar protestando—. Márchate a casa, Quirke —dijo, y alargó la mano para darle unas palmadas en la suya—. Márchate a casa y duerme.

Dio la dirección al conductor y el taxi se alejó del bordillo, y vio a Quirke en el asiento de atrás, derrumbándose sobre el respaldo, con el abrigo puesto, como un maniquí enorme y sin articulaciones, y ya no pudo verle más. Dio al portero un chelín y éste le dio las gracias y se embolsó la moneda y se llevó los dedos a la visera de la gorra, y volvió al interior amarillento del vestíbulo frotándose las manos. El helado silencio de la noche se asentó a su alrededor.

Echó a caminar. Podría haberse ido en el taxi y haber dejado a Quirke en Mount Street y haber seguido ella hasta su casa, hasta Haddington Road, pero no se le había ocurrido. No tenía la sensación de que fuese a volver a casa. Pensó en su habitación, en el frío desangelado del piso, en el vacío que la estaba esperando.

En York Street dobló a la izquierda. Estaba muy oscuro el desfiladero estrecho y empinado que formaba la calle, y el ruido de sus propios pasos por la acera se le antojó antinaturalmente sonoro. Ninguna de las casas de vecinos estaba iluminada, no había nadie por la calle. Desde un alféizar, un gato la vio pasar con los ojos entornados y atentos. Delante de ella, baja en la oscuridad aterciopelada del cielo, estaba suspendida una estrella, una espada de plata centelleante, de luz helada. En Golden Lane, un mendigo que se había refugiado en un portal le graznó algo incomprensible y ella apretó el paso. Supuso que debería estar asustada, sola en la ciudad desierta, en la hora previa a la medianoche, pero no lo estaba.

En la esquina de Werburgh Street, frente a la catedral, los bebedores clandestinos, de última hora, salían por la puerta lateral de un pub. Se quedaron haraganeando en la acera, confusos, hablando en murmullos. Uno de ellos se adelantó hasta una puerta contra la cual orinó, mientras otro se puso a cantar con voz ronca y residual.

Soñé que moraba en salones de mármol

Phoebe esperó entre tinieblas, aguardando a que se dispersaran. Volvió a pensar en Quirke, en el modo en que cabeceaba sin poder evitarlo dentro del taxi, vuelto hacia atrás para mirarla con ojos despavoridos. Siempre que se emborrachaba parecía asustado. Seguramente no tardaría nada en volver a ponerse a beber a lo bestia, ella sabía interpretar los síntomas. Pero Rose pondría fin a todo eso.

Avivó el ritmo y pasó de largo por donde estaban los borrachos, convenciéndose de no mirarlos siquiera. Ninguno de ellos se fijó en ella. Enfiló por Castle Street.

¡Que me amabas, que me amabas pese a todo!

Había una luz en la ventana del piso de arriba, una luz que imprimía en el cristal el dibujo de los visillos de encaje. La campana de la catedral empezó a repicar con una potencia inquietante, haciendo que el aire se estremeciera a su alrededor. Se detuvo a mirar hacia la ventana iluminada. Se le estaban quedando entumecidos los dedos de los pies y las manos por el frío. El aliento, al expelerlo, le formaba una vaharada en el aire helado. ¿Qué le iba a decir, cómo iba a formular las preguntas que se le apelotonaban en la cabeza? ¿Cómo iba a hacerle saber, de entrada, que estaba allí? Si llamase a la puerta despertaría a la casera. Terminó de repicar la campana y las últimas campanadas sonaron diluidas en el aire. ¡Adelante!, le apremiaba una voz en su interior, ¡ahora! Por el contrario, rebuscó en el bolso y encontró una moneda de medio penique, y apuntando con todo cuidado la lanzó contra la ventana. Falló la primera vez, y la segunda —¡qué ruido tan sonoro hicieron las monedas al caer a la acera tras rebotar en el edificio!—, y se le acabaron las monedas de medio y tuvo que lanzar un penique. Esta vez dio en el blanco. Se oyó la aguda reverberación de la moneda de cobre contra el cristal, tanto que pensó que tenía que haberse oído en todas las viviendas de los alrededores. Esperó. Tal vez no estuviera en casa, tal vez había salido y se le había olvidado apagar la luz. Una pareja pasó de largo, cogidos del brazo. El individuo la miró con aire de curiosidad, protegido por la visera de la gorra, mientras que la chica se limitó a darle las buenas noches. Volvió a mirar a la ventana. Se había corrido la cortina y allí estaba Patrick, asomado a la calle. Se desplazó deprisa para entrar en el círculo de luz que proyectaba la farola, de manera que le resultara visible con más claridad. No acertó a ver cuál era su expresión. ¿La reconocería? ¿Llegaría incluso a verla? Dejó que la cortina volviera a su sitio, y pasado un minuto se abrió un poco la puerta de la calle y una mano le hizo un gesto para que entrase.

No había encendido la luz del vestíbulo. Cuando ella llegó a la puerta, la tomó por la muñeca y le puso el dedo índice sobre los labios con gesto apremiante.

—¡Chsst! —le chistó—. ¡Que se va a despertar! —la atrajo hacia el vestíbulo a oscuras, y ella percibió el mismo olor a humedad que recordaba de la vez anterior. Subieron despacio las escaleras. Él la guiaba sin soltarle la muñeca. Abrió la puerta del piso y le indicó que pasara y cerró la puerta tras ellos, sin hacer ruido—. ¡Uf! —dijo, y suspiró de forma exagerada, como si fuera inmenso el alivio que sentía, y le sonrió—. En fin, señorita Phoebe Griffin. ¡Qué cosas! ¿Y a qué debo este placer?

Por el camino desde el hotel, y luego durante el rato que pasó a la espera, a oscuras, tratando de llamarle la atención, no se había parado a considerar qué era lo que debería decirle llegado el caso, qué razón le daría por haberse presentado bajo su ventana en plena noche.

—Es… es que quería hablar contigo —dijo.

A él se le arrugó la frente, aunque no dejó de sonreír.

—¿En serio? Pues debe de ser algo muy urgente.

—No, no es urgente. Yo sólo… —calló y permaneció donde estaba, desvalida, mirándolo.

—En fin, pues ya que estás aquí, ¿quieres tomarte una infusión conmigo?

La ayudó a quitarse el abrigo y volvió a dejarlo sobre la cama, la cama que ella una vez más procuró no mirar. Cuando entraron en el piso él había apagado la lámpara del techo, pero ella lo recordaba todo con detalle de la última vez que fue a verlo, el sillón cubierto por la manta roja, la máquina de escribir verde sobre la mesa de jugar a las cartas, la fotografía de la pareja sonriente con trajes de indígenas, las pilas de libros amontonados. Posó la mirada en el taburete de ordeñar y sonrió.

Él le sirvió una infusión.

—Camomila —dijo—. Espero que te guste.

La infusión era floja, clara, y tenía la fragancia del heno aún caliente.

—Muy buena —dijo—. Es perfecta.

La condujo hacia el sillón, llevándose el taburete para él.

—Tienes frío —dijo.

—Sí, está helando en la calle.

—¿Quieres echarte la manta por encima de las rodillas?

—No, no, gracias. La infusión me hará entrar en calor.

Asintió. Ella volvió a mirar la estancia. Había un calefactor de parafina, un armatoste de color verde, junto a la ventana; el aire parecía gomoso debido al humo que despedía. No debía permitir que el silencio se extendiera, se dijo, pues en tal caso perdería todo su aplomo, dejaría la taza en la mesa y se levantaría de un brinco y saldría de allí corriendo para escabullirse en la noche.

—¿Estabas trabajando? —preguntó.

Él hizo un gesto para señalar la mesa y los libros apilados.

—Estudiando un poco, sí.

—Y te he interrumpido.

—No, ni mucho menos. Estaba a punto de terminar y marcharme… Estaba a punto de terminar.

Iba vestido con unos viejos pantalones de pana y una chaqueta de lana tejida a mano. No llevaba camisa, con lo que se le veía el cuello entero y parte del pecho liso, resplandeciente. También estaba descalzo.

—¿Y tú no tienes frío? ¡Si ni siquiera llevas calcetines! —dijo.

—Me gusta pasar un poco de frío —sonrió, enseñándole el brillo de los dientes—. Para mí el frío es un lujo, date cuenta.

—¿Hace mucho calor en tu tierra, en Nigeria?

—Sí, mucho calor y mucha humedad.

La estaba mirando y asentía levemente, como si los asentimientos se los marcase un ritmo lento y constante que oyera en su interior. El odioso silencio volvió a extenderse de nuevo entre los dos, y fue como si el aire se estuviera expandiendo.

—¿Está bien la infusión? —preguntó—. Me parece que no te está gustando nada. Pero te puedo hacer un café si quieres.

Bésame… por favor, bésame. Las palabras habían saltado a su mente con una fuerza tan repentina que por un instante no estuvo segura de no haberlas dicho en voz alta. Se miró las manos, que tenía unidas entre las rodillas. Es tan guapo, pensó, tan guapo…

—He cenado con mi padre —le dijo, y se incorporó en el sillón a la vez que cuadraba los hombros—. En el Russell. ¿Conoces el hotel Russell?

—Sí, he estado alguna vez —rió en voz baja—. Para mí es un poco caro.

—Me temo que se achispó… que se emborrachó un poco. Tiene un problema con la bebida.

—Sí, ya me dijiste que había estado ingresado en San Juan.

—¿De veras? Pues se me había olvidado. Lo metí en un taxi y lo mandé a su casa. Espero que esté bien —él le retiró la taza y el platillo y los dejó en el suelo—. Me siento culpable. No debería haberle dejado beber tanto. Yo…

Él le tomó las manos entre las suyas, y cuando pronunció su nombre fue como si de una manera insólita ella nunca lo hubiese oído hasta ese momento, o como si nunca le hubiese llamado la atención ese extraño sonido, tan suave. Iba a decir algo a ese respecto, sin saber el qué, pero él la ayudó a ponerse en pie y le soltó las manos y la tomó en cambio por los hombros y la besó. Pasados unos momentos, ella apartó la cara; se imaginó que oía los latidos de su corazón, de tan fuertes como los sentía en el pecho.

—¿Patrick es tu verdadero nombre? —dijo sin mirarlo aún—. ¿No tienes un nombre… tribal?

Él estaba sonriendo, y movió la cabeza de manera que él le viera los ojos.

—Me educaron los Padres del Espíritu Santo —dijo—. Mi madre me puso por nombre Patrick en honor a los misioneros.

—Ah. Entiendo.

Hablaban en susurros. Él apoyó las manos sobre los omoplatos de ella. La seda del vestido crujió un poco bajo sus dedos. Le retiró el cabello hacia la oreja.

—¿Y ésa es la razón de que vinieras aquí? —murmuró él.

—Pues no lo sé —respondió. Era cierto—. La verdad es que quería hablar contigo de…

Él le rozó los labios con los dedos.

—Sssh —volvió a decir, muy quedo—. Sssh.

La única luz encendida en la estancia era la de la pequeña lámpara de lectura que estaba sobre la mesa, y en ese momento él extendió la mano por detrás de ella y la apagó. Al principio todo quedó envuelto en la negrura, y luego una luminosidad azulada, helada, fue extendiéndose despacio desde la ventana. El abrigo se deslizó de la cama al suelo y ninguno de los dos se tomó la molestia de recogerlo. A ella se le enganchó una uña en las medias. Al agacharse para retirarla, él envolvió su mejilla con una de sus manos grandes, cuadradas, y volvió a decir su nombre. Ella se puso en pie y Patrick la abrazó de nuevo. Phoebe palpó la textura ondulada de su chaqueta y se preguntó quién se la habría tricotado; cuando él cruzó los brazos y se la sujetó por los lados y se la quitó con un veloz movimiento por encima de la cabeza, a ella le llegó un olor sudoroso, penetrante, a cebolla. Notó la frialdad de las sábanas en la espalda y se estremeció y él se apretó más contra ella, dándole calor. Su piel tenía una textura curiosa, punteada, como un suave papel de lija; era el tacto preciso que ella sabía que tendría. Los muelles del somier hicieron un tenue tintineo, como los primeros sonidos de una orquesta que, a lo lejos, estuviera afinando antes del concierto. Ella apoyó la cara en el hueco de su hombro y ahogó una risa.

—¡Ay, Señor! —susurró—. ¡La señora Gilligan nos va a oír!

Despertó con un grito. Algo relacionado con… ¿con qué? Con un animal, con alguna clase de animal, ¿había sido eso? Mantuvo los ojos cerrados con fuerza, aferrándose al sueño que se le escapaba ya como el agua entre los dedos. Un animal, sí, y… ¿qué más? No: ya no lo pudo rescatar. Se volvió de un lado. La lámpara estaba encendida de nuevo y Patrick estaba sentado ante la mesa de cartas, inclinado sobre un libro, su espalda una ancha y fuerte curvatura. Ella puso la palma de la mano bajo la mejilla, sobre la almohada, y lo miró sonriendo para sí. El calefactor de parafina seguía encendido —notó el sabor del humo, una película grasienta en los labios—, y el calor de la estancia la hizo pensar en una guarida subterránea, un lugar seguro, en calma.

—Estaba soñando con un león —dijo. Sí, un león: eso había sido.

Patrick la miró por encima del hombro.

—¿Qué clase de león?

—¿Qué clases de león puede haber?

Se levantó de la mesa y se acercó a la cama para sentarse en el borde. Había vuelto a ponerse la chaqueta y los pantalones de pana; era, pensó ella, como si un objeto maravillosamente tallado, un pedazo de ébano, un bronce resplandeciente, hecho por uno de los maestros de Benín, estuviera de pronto cubierto por un saco viejo para protegerlo. Sacó la mano de debajo de la mejilla y se la dio para que él la sostuviera entre sus palmas, de un rosa como el del ladrillo.

—Nunca he visto un león —dijo.

—¿No hay leones en Nigeria?

—Es posible que algunos queden en la maleza. Pero eso no es la jungla, claro —sonrió—. Vivimos en ciudades, en pueblos, igual que vosotros.

Se incorporó.

—Debo de tener el pelo más revuelto que un pajar, ¿no?

—Lo tienes muy bonito —dijo él.

Ella bajó rápidamente los ojos.

—¿Estabas estudiando? —le preguntó.

—Sí, pero sólo para pasar el rato. Como tú estabas durmiendo…

—Lo siento, la verdad es que no quería dormirme. ¿Qué hora es? Ya debe de ser tarde.

—Sí, es tarde.

Con esto sintieron una repentina y mutua timidez. Ella retiró la mano que él tenía entre las suyas, y se sobresaltó al notar el calor de las lágrimas que se le agolpaban en los ojos.

—¿Qué te pasa? —preguntó él alarmado.

—No, nada. Nada —se rió de sí misma frotándose un poco los ojos—. Supongo que es que soy feliz.

Él sostuvo su cabeza entre sus manos y la atrajo hacia sí y la besó con solemnidad en la frente.

—Mi irlandesita —dijo en un susurro—. Mi chica irlandesa y salvaje.

—Ven —le dijo ella—, tumbémonos aunque sólo sea un rato.

Él se tendió junto a ella por encima de las mantas.

—¿Te acuerdas —dijo ella— de cuando vine a verte aquel día y te pregunté… te pregunté por April y por ti?

Él había cerrado los ojos y estaba tendido muy quieto, con las manos recogidas sobre el pecho. No dijo nada.

—No era asunto de mi incumbencia, por descontado, pero es que tuve que preguntártelo. Jimmy había dicho algo sobre eso, y luego pregunté a Bela. Parecía que los dos creían…

Él aguardaba, aún con los ojos cerrados.

—¿Sí? ¿Qué es lo que parecía que creían los dos?

Ella tuvo una urgente necesidad de tocarle los párpados, de notar con las yemas de los dedos esa textura delicada, de seda.

—Bueno, la verdad es que no es nada —dijo. Lo oía respirar por las aletas nasales anchas, talladas. Su piel la fascinaba, no era capaz de dejar de mirarla. Sí, era de ébano, estaba pensando, sólo que no tan lisa, no tan pulida, sino de una aspereza maravillosa, suave—. Lo que pasa es que alguien fue el otro día a la casa de April y habló con la vieja que vive en el último piso. Está medio chalada, desde luego, es tristísimo.

Titubeó. No estaba preocupada, en realidad no lo estaba, o no al menos como lo estuvo cuando Quirke le dijo lo que había dicho la señorita Leetch. Habían pasado muchas cosas en su vida en la última hora, luego… ¿cómo iba a estar preocupada?

—Dijo que había visto a alguien con April, en la casa —lo miró más de cerca. Su respiración era regular y profunda. ¿Se habría dormido?—. Dijo que esa persona que estuvo con April en su casa era negra.

Él abrió los ojos despacio y miró al techo, a las sombras.

—¿Y quién era? —preguntó.

—La vieja no lo sabía, me parece. Tan sólo dijo que era…

—Quiero decir que quién fue a preguntarle.

—Ah. Un policía. Un detective.

Durante un buen rato permaneció muy quieto y no dijo ni palabra. De súbito se incorporó y plantó los pies en el suelo por un lado, quedando sentado un momento en la cama, con las manos en la cara. Ella tuvo una sensación de goteo entre los omoplatos, como si se le deslizase por dentro de la columna vertebral una gota de líquido helado que pasara por la médula.

—Ahora debes marcharte —dijo—. Por favor, vístete.

—Pero…

—Te lo estoy pidiendo por favor.

Se puso los zapatos y se echó un abrigo por encima y fue andando con ella hasta la catedral, en donde las farolas daban mucha más luz. En las aceras centelleaba la helada. Apenas circulaba el tráfico, y tuvieron que esperar bastante hasta que vieron acercarse un taxi con la luz encendida. Durante todo ese tiempo él no le dijo nada, permaneciendo encorvado con el abrigo, el rostro ancho y algo más gris que de costumbre por culpa del frío. Ella intentó pensar en algo que decir, una pregunta que hacer, pero no se le ocurrió nada. Estaba enojado, se daba perfecta cuenta. Se sentía furiosa consigo misma por haberle dicho lo que dijo la vieja. ¿Cómo pudo ser tan tonta de decírselo así a la cara, como si estuviese hablando del tiempo que hacía? ¿Qué importancia tenía que hubiera estado en casa de April, si era él la persona de color a quien había visto la vieja, aunque, bien pensado, qué otro podría haber sido? ¿Qué más daba todo aquello en ese instante? Todos habían pasado por la casa, Jimmy, Isabel, ella misma, todos habían estado en un momento u otro. ¿Por qué no iba a estar Patrick en la casa en alguna ocasión? Lo más probable era que April le hubiese dicho lo de la llave bajo la losa, ¿por qué no iba a decírselo?

Montó en el taxi. Patrick mantuvo la puerta abierta un segundo más de lo necesario.

—Lo lamento —dijo él con una voz distante. Cerró la puerta. Ella todavía lo miraba a los ojos a través de la ventanilla cuando el taxi arrancó y emprendió el ascenso de la cuesta de la catedral.

Hacía frío en su piso. Encendió la luz del cuarto de estar y la estufa de gas, y fue luego a la cocina a poner una cacerola de leche a calentar, y abrió la caja de hojalata en que guardaba las galletas. No había encendido la luz de la cocina, ya que el resplandor difuso que llegaba desde la farola de la calle le bastaba para manejarse. Tampoco se había quitado el abrigo. Aguardó escuchando el siseo sordo y los ocasionales resoplidos del chorro de gas. Procuró no pensar en Patrick, en todo lo que había ocurrido esa noche. ¡Boba!, se dijo. ¡Eres una boba de remate!

Cuando se calentó la leche, la sirvió en un vaso y fue a la mesa a por la caja de las galletas, y en ese momento echó un vistazo por la ventana, hacia la calle. Allí se había movido algo. Era otra vez esa sombra, justo donde terminaba de iluminar la farola. ¿Cómo era posible que no le sorprendiera? Dio un paso atrás, y luego se apartó de la ventana todo lo que pudo, aunque sin perder de vista la acera. El cristal del vaso estaba demasiado caliente, pero aun así lo sostuvo en la mano. Allí había alguien, esta vez no le cupo la menor duda, alguien a quien no veía del todo, aunque lo percibía bien, una figura inmóvil, de pie, fuera del círculo de luz que proyectaba la farola, alguien que miraba a su ventana. Sus dedos, por su propia cuenta, terminaron por relajarse, y se le escurrió el vaso y se hizo añicos a sus pies; notó la salpicadura de la leche caliente en los tobillos. Antes de entrar en el cuarto de estar alargó la mano al otro lado de la puerta y apagó la luz, y sólo entonces se acercó a la ventana. Intentó convencerse de que el vigilante secreto no podía ser real, de que eran imaginaciones suyas, tal como seguramente lo había imaginado la otra noche. Sin embargo, sabía que no era cierto, que el vigilante era real. Intentó pensar a derechas, razonar, decidir qué era lo que debía hacer, pero notó que el pensamiento se le había vuelto pastoso.

Se apresuró a bajar las escaleras con los zapatos en la mano para no hacer ningún ruido. La bombilla de la entrada, de cuarenta vatios, más que luz parecía derramar una especie de penumbra enfurruñada. Le temblaban las manos, a duras penas logró introducir los peniques en la ranura. Marcó el teléfono de Quirke y permaneció en pie con el auricular pegado a la mejilla, respirando en el hueco del micrófono, mirando fijamente la puerta de la calle. ¿Era resistente la cerradura? ¿Aguantaría si alguien la empujase con verdadera fuerza? El tono de llamada siguió sonando, ring, ring, a un ritmo apagado, bien medido, que le hizo pensar en alguien que anduviera por un trecho de pasillo de un lado a otro, de un lado a otro, a pasos cortos, veloces. No podía quitar los ojos de la puerta. Estaba cerrada sólo con una cerradura Yale. Iba a tener que pedir al casero que pusiera un buen cerrojo. Consideró toda la cuestión con una especie de calma enloquecida. La cerradura Yale, el cerrojo, el pestillo… ¿y las bisagras? ¿Aguantarían las bisagras si la persona que empujase la puerta tuviera la fuerza suficiente? Al final, el tono de llamada dejó de oírse y fue sustituido por unos rápidos pitidos. O Quirke estaba tan profundamente dormido que no había oído sonar el teléfono, o tal vez fuese que no estaba en casa. Sólo que, entonces, ¿adónde habría ido? ¿Había convencido al taxista para que lo llevase a cualquier tugurio clandestino en el que pudiera seguir bebiendo? Dejó el pesado aparato negro —tenía la hechura y la gelidez de un arma— y se dirigió al pie de la escalera. En vez de subir a su piso, sin embargo, se sentó en el último peldaño y se rodeó las rodillas con ambos brazos, apretándolas contra el pecho. Miró la puerta sin pestañear.

Tenía que pensar. Era importante en ese momento pensar con claridad, con calma. Sólo era cuestión de tiempo, estaba ya seguro, para que fuesen a interrogarlo. No supo qué era lo que iba a decir, qué podía decir. Fuera como fuese, se las había ingeniado para convencerse de que ese momento no iba a llegar nunca. Hubo periodos, largos periodos, en los que era como si lo que ocurrió formara parte de un sueño, de uno de esos sueños que resultan tan reales que se alojan en el pensamiento durante muchos meses, durante años incluso, una mancha oscura de terror, de culpa imprecisa, imposible de aplacar. Había un lugar exactamente así en Odoni Street, detrás de la escuela primaria del Santo Rosario, en Port Harcourt, cuando era pequeño. Por allí pasaba un sendero, por la orilla de un barranco, y en un determinado lugar, donde una mata de malas hierbas, apretadas, enormes, se inclinaban sobre el agua enfangada, de color púrpura, el corazón se le ponía en un puño siempre que se acercaba. Algo tenía que haber ocurrido en ese paraje, algo tenía que haber visto, algo que había olvidado, aunque el aura de lo sucedido permanecía en su memoria a pesar de todos los años transcurridos. Esto, ahora, era naturalmente mucho peor; era algo que nunca podría olvidar, aunque lo había arrinconado tan al máximo en su ánimo que a veces lograba convencerse de que no era ni mucho menos algo ocurrido en realidad.

Cuando el taxi de Phoebe se alejó, él se quedó en la cuesta de la catedral, a la luz de la farola, durante un buen rato, haciendo amago de ir a un lado, al otro, sin saber qué hacer. El frío era muy intenso, y el relente de la helada que estaba respirando le rajaba la garganta como si fuera una llama fría. ¿Debía esconderse? ¿Debía escapar? ¿Y adónde podría huir en tal caso? No le sería precisamente fácil esfumarse entre las multitudes, no en esta ciudad. ¿Tal vez en Londres? Pero en Londres no conocía a nadie, y además no tenía dinero, no el suficiente para mantenerse en una ciudad como aquélla. Además, ¿no estarían vigilando los barcos correo, el aeropuerto?

Era muy poco lo que sabía de este país, de las gentes que vivían en él. Era gente extraña. Se tomaban algunas cosas tremendamente en serio, mientras que otras, a primera vista serias, las ignoraban, o se reían de ellas. Eran muchas las cosas que allí se podían hacer por nada, sólo pidiéndolas, y no como en su país, donde era preciso comprar hasta el menor de los servicios en metálico, esa bonita forma de hablar de un soborno. Allí no se aceptaba su dinero, pero tampoco le tomaba nadie en serio. Eso era lo que más lo desconcertaba, el modo en que se mofaban y se burlaban de todo, de todos, incluidos ellos mismos. Y sin embargo las risas podían cesar sin aviso previo cuando uno menos se lo esperase. De pronto se encontraba uno completamente solo y rodeado por unos cuantos de ellos, todos mirándole a uno con ojos inexpresivos, en silencio, acusándolo, por más que no supiera uno de qué se le podía estar acusando.

Cruzó la calle y entró en la casa, deteniéndose con la llave en la mano y mirando a un lado y al otro por encima del hombro, como si fuera un auténtico delincuente. Eran las tres de la madrugada y no había un alma a la vista. Sacó la llave de la cerradura sin hacer ruido, y sin hacer ruido cerró la puerta y cruzó con sigilo el vestíbulo, completamente a oscuras. Sobre todo, no debía despertar a la señora Gilligan, quien sin duda llamaría a los guardias si oyese algo allá abajo a esas horas de la madrugada. Subió con cautela las escaleras.

En la habitación percibió un deje de la fragancia de Phoebe, aunque era difícil apreciar ningún olor por encima del pegajoso hedor a parafina de la estufa. Ésa era otra de las cosas de ese país: ¿cómo era posible que nadie hubiese intentado siquiera arreglárselas con el clima? En invierno se contentaban con permanecer acurrucados sobre unos tenues fuegos de carbón maloliente, o de carbón vegetal hediondo, mientras que nada más llegar el primer indicio del verano ya empezaban a quejarse del calor.

Mecánicamente se puso a hacer la cama, y entonces se dio cuenta de que tendría que cambiar las sábanas, pues sabía que, de día, la señora Gilligan a menudo subía a su piso a husmear aprovechando que él estaba fuera. De pronto le asaltó el recuerdo de Phoebe, que menos de media hora antes había estado allí, en sus brazos. ¿Volvería a suceder lo mismo otra vez? ¿Volvería a verla? Se sentó en la cama y se quedó mirando al suelo, tratando de pensar aunque más bien tratara de no pensar.

Pero no sirvió de nada: no podía permitirse el lujo de perder los nervios y de ponerse a lamentarse por su suerte. Cansado, se tumbó en la cama y extendió las extremidades. Sí, estaba cansado, muy cansado. Se le fue poco a poco la cabeza. Se le ocurrió una idea, un lugar adonde ir, alguien que podría ayudarle, pero al instante el cansancio fue superior a sus fuerzas y no aguantó más, no siguió lo que el pensamiento urgentemente trataba de decirle.