5

El propio Quirke estuvo a punto de hacer una llamada de teléfono, aunque distara mucho de estar seguro sobre si debía hacerla. Se encontraba en su despacho y había estado pensando en April Latimer. No había llegado a conocer en persona a la joven, nunca la había visto, y por lo que a él se refería podría como mucho habérsela cruzado en uno de los pasillos del hospital, si bien no dejaba de pensar en ella. Era como si hubiera entrevisto su silueta en la niebla y avanzase a trompicones en pos de ella, que se mantenía a una distancia enloquecedoramente uniforme, ante él, y en ocasiones desaparecía del todo en medio de las henchidas hilachas de la niebla, engañosamente grises. El recuerdo de aquella charla en el despacho de Bill Latimer, con Latimer y la madre y el hermano de April, lo traía a mal traer; había sido algo irreal, como una representación teatral entre aficionados, montada en escena para su exclusivo beneficio. Allí alguien sabía algo más de lo que se llegó a decir.

Oscar Latimer contestó el teléfono en persona, en cuanto sonó el primer timbrazo.

Habían acordado verse en el canal, por Huband Bridge. Quirke llegó temprano y echó a andar por el camino de sirga y se sentó en el viejo banco de hierro, bien arropado con el abrigo. Había dejado de llover y el aire estaba húmedo y brumoso, con una inmensa quietud por todas partes, y cuando cayó una gota de una de las ramas del plátano al pasar y se posó con un golpe sordo en el ala de su sombrero dio un respingo. Los espectros rondaban aquel lugar, el espectro de Sarah, la pobre Sarah, perdida para siempre, e incluso su propio espectro, tal como era entonces, cuando ella aún vivía y les daba por charlar en días como aquél, a la orilla del canal. Las gallinas de agua nadaban entre los cañaverales, como entonces, y el mismo sauce rozaba con las puntas de los dedos el tramo en que apenas tenía profundidad el canal, y un autobús de dos pisos que podría haber sido el prototipo de todos los autobuses verdes pasó de largo por Baggot Street, avanzando a trancas y barrancas al salvar la joroba del puente, con la gracia desganada de un ser de gran tamaño, trotando por el bosque.

Tendría que haberse casado con Sarah cuando aún tenía la oportunidad, no debería haber permitido que, decepcionada por su comportamiento, se concentrase ella en Mal, que nunca estuvo a su altura. Vanos pensamientos, vanos pesares.

Encendió un cigarrillo. El humo que expulsó quedó retenido más de lo normal en la humedad del aire, vago e incierto, sin que un hálito de brisa lo dispersara. Sostuvo la cerilla ante los ojos y vio la llama quemar a ritmo regular la astilla. ¿Iba a dejar que se le abrasaran los dedos? Ansiaba que en su vida tuviera presencia una sensación fuerte, irresistible, de dolor, de angustia o de alegría. Haría falta algo más que una cerilla prendida para producirle eso que ansiaba.

Oscar Latimer llegó por la dirección por la que Quirke no lo esperaba, procedente de Lower Mount Street. Oyó sus pasos rápidos, ligeros, y se dio la vuelta, y se levantó del banco y arrojó el cigarrillo a medio fumar y cuadró los hombros. ¿Por qué iba a ponerle nervioso ese hombrecillo atildado, reprimido? Tal vez fuera precisamente por lo que había reprimido también en él, toda esa indignación, esa ira, la sensación que daba de ser un hombre afrentado, insultado, necesitado de una liberación que jamás hallaba. Llevaba un abrigo de tres cuartos, de espiguilla, y una gorra de tweed. No sacó las manos de los bolsillos y se plantó delante de Quirke y lo miró con una expresión de desagrado y de agrio escepticismo.

—¿Y bien? —dijo—. Aquí me tiene. ¿Qué es lo que pretende decirme?

—Caminemos un poco, ¿le parece? —dijo Quirke.

Latimer se encogió de hombros cuando emprendieron el camino. Quirke estaba pensando en que debían de dar una imagen en marcado contraste los dos juntos, él tan alto y robusto, Latimer tan bajo. Un pato de plumaje pardo asomó por la hierba de la orilla y se les adelantó un buen trecho por el camino de sirga antes de zambullirse en el canal.

—No había estado aquí desde que era niño —dijo Oscar Latimer—. Tenía una tía carnal que vivía en Baggot Street, nos traía aquí a pescar pececillos. ¿Cómo los llamábamos? Se usaba un nombre irlandés, ¿no es cierto?

—¿Pinkeens? —dijo Quirke—. O bardógs, también se les llamaba así.

—¿Bardógs? Pues no me suena, no me acuerdo. Los guardábamos en tarros de cristal. Eran unos bichos horribles, poco más que dos ojos grandes con una cola enana, pero nos entusiasmaba pescarlos. Mi tía hacía con un cordel unas asas para los tarros de cristal. Era muy habilidosa con las manos, nunca llegué a entender cómo las hacía. Ceñía el cordel por el cuello del tarro y luego hacía un nudo especial y dejaba que el cordel diera dos o tres vueltas y lo volvía a ceñir por la base para formar el asa —meneó la cabeza como si sintiera una repentina incredulidad—. Parece que fue hace muchísimo. Hace una eternidad.

El individuo no podía tener más de treinta y cinco años, según calculó Quirke.

—Sí —dijo—, el pasado no pierde el tiempo en convertirse en pasado, es verdad.

Latimer no le estaba escuchando.

—Éramos felices April y yo con nuestras redes de pescar. La vida de repente era… era sencilla, al menos durante unas cuantas horas.

Un operario con botas de goma relucientes, hasta la cintura, estaba metido hasta los muslos en el canal, cortando cañas con un machete. Se detuvieron un instante a mirarlo. El machete tenía una hoja larga, fina, curva. El hombre los miró con cautela.

—Vaya asco de día. Hace un día ya viejo —dijo. Quirke se preguntó si sería un empleado del ayuntamiento o si estaba recogiendo las cañas para él, para hacer algo con ellas. ¿Qué? ¿Cestos? ¿Esteras? Por su forma de cortar los tallos tiesos, secos, parecía que no le costara el menor esfuerzo. Quirke tuvo una punzada de envidia. ¿Qué se experimentaría al llevar una vida tan sencilla?

Siguieron caminando.

—¿Y hoy dónde está su hija? —dijo Latimer—. Deduzco que es de April de lo que pretende hablar conmigo, ¿no es así?

—Y yo deduzco que usted me va a decir otra vez que todo eso no es asunto mío.

Latimer soltó una risa breve, desdeñosa.

—¿Es que hace falta?

Llegaron al puente de Baggot Street y subieron los escalones de acceso a la calle. Al otro lado, el poeta Kavanagh, con gabardina y gorra, estaba sentado en el escaparate de la librería Parsons, entre los libros expuestos, con los codos apoyados en las rodillas y los agujeros de los zapatos a la vista, concentrado en la lectura. Los transeúntes no se fijaban siquiera en él, acostumbrados de sobra a la estampa.

—¿Ha almorzado ya? —dijo Latimer—. Tal vez podríamos tomar un bocado en algún sitio —miró con vacilación hacia el Crookit Bawbee.

—Poco más allá está Searsons —dijo Quirke.

El sitio estaba lleno de bebedores que aprovechaban la hora del almuerzo, pero encontraron dos taburetes libres en la barra del fondo. Quirke pidió un sándwich de queso temiéndose lo peor, y Latimer pidió una ensalada con jamón y media pinta de Guinness. Quirke dijo que tomaría un vaso de agua. El barman, que lo conocía, lo miró con expresión socarrona.

El sándwich resultó ser lo que Quirke se esperaba; lo abrió y lo untó bien de mostaza Colman directamente sobre la lámina brillante de queso anaranjado, industrial.

—Está usted informado sobre la sangre que había en el suelo, junto a la cama de April —dijo—, ¿no es así?

Cuando iba al colegio, a St. Aidan, había un chiquillo, no podía acordarse de su nombre, al que con frecuencia le daba una paliza; era un ser extraño, menudo, fantasioso, que tenía el pelo pegado al cráneo y lleno de caspa y unos incisivos saltones. Quirke no tenía nada en particular en contra del chiquillo. Lo único que le picaba era que nada, ni siquiera unos cuantos puñetazos repetidos con frecuencia, nada parecía capaz de alterar la compostura del muy gilipollas, el dominio de sí mismo que tenía en todo momento. Casi le gustaba que le dieran una paliza; de una forma enfurecedora, parecía que le divirtiese. Latimer era así, tenía ese mismo desapego de todo, la misma sonrisa taimada, el aire misterioso de ser intocable. Durante un tiempo siguió comiendo con aplomo, como si ni siquiera hubiese oído lo que acababa de decirle Quirke. Entonces tomó la palabra.

—No me parece apropiado hablar de esa clase de cuestiones con usted, Quirke. Es un asunto de familia, y usted ni siquiera es policía.

—Eso es verdad —dijo Quirke—, no lo soy. Sólo que la policía también está al corriente de que la desaparición de su hermana es un asunto de familia. Y si quiere que le diga la verdad, señor Latimer, yo no creo que lo sea.

Latimer había esbozado una fina sonrisa, como si estuviera solo. Se llevó el tenedor a la boca lleno de jamón rosa claro, húmedo, y masticó pensativamente durante un minuto entero, antes de tomar un delicado sorbo de cerveza.

—Insiste usted en decir que ha desaparecido. ¿Y eso cómo lo sabe?

Quirke había dado un mordisco al sándwich, que en ese momento dejó en el plato, apartándolo, para dar un largo trago de agua; le supo vagamente a alquitrán.

—A su hermana no la ha visto nadie en tres semanas —dijo—. Yo diría que «desaparecida» es la palabra exacta que lo describe.

—¿Nadie? ¿Quién es nadie?

—¿Cómo dice?

—¿Quién dice usted que no la ha visto en tres semanas? —lo dijo como si hablase con un niño, o con una de sus pacientes, espaciando adrede las palabras para dar a todas ellas el mismo énfasis.

—¿Usted la ha visto? —le preguntó Quirke—. ¿Usted ha tenido noticias de ella?

Latimer se llevó un dedo al bigote ralo, escaso, y volvió a esbozar una fina sonrisa. Comía y bebía con aire de satisfacción. Las manos, que por el dorso estaban moteadas de pecas, las tenía pequeñas, pálidas, diestras. Se limpió los labios con una servilleta de papel y se volvió en el taburete, apoyando un codo en la barra y mirando a Quirke durante un largo instante, como si quisiera medir sus fuerzas.

—He andado haciendo averiguaciones sobre usted —dijo—. Sobre su procedencia.

—¿Y qué ha sacado en claro?

—Que aparentemente no proviene usted de ninguna parte. Un orfanato aquí en la ciudad, luego una escuela industrial en el oeste, de donde lo sacó por el pescuezo, y creo que es la palabra indicada, el juez Garret Griffin, que lo crió en su domicilio como si fuera usted su propio hijo. Usted y Malachy Griffin son como hermanos. Una historia con mucho colorido, debo reconocerlo —rió por lo bajo—. Como una de esas que se leen en las noveluchas de medio pelo.

Quirke hizo rotar el vaso de agua por la base, dándole vueltas y más vueltas, como si pretendiera atornillarlo en la madera de la barra.

—Eso lo resume todo —dijo—. Espero que no le moleste, por puro interés, que le pregunte quiénes le han informado de todo eso.

—Ah, pues varias personas. Ya sabe usted cómo es esta ciudad, todo el mundo lo sabe todo de todo el mundo.

Malachy, estaba pensando Quirke, ¿habría accedido Malachy a hablar con ese hombrecillo vehemente? ¿Y si lo hubiera hecho? De todo lo que había dicho Latimer, nada era secreto. Miró a lo largo de la barra. La luz del interior era marronácea, como la penumbra, mientras que fuera era más bien gris. Tuvo la sensación de hallarse en una cueva, en lo más profundo, agazapado, vigilante.

—Todo esto se lo digo —dijo Latimer— para recalcar que es improbable que sepa usted lo que se dice nada de cómo son las familias. ¿Cómo iba usted a entender todo eso? Hay lazos que usted no puede percibir, lazos de sangre.

—¿Lazos de sangre? Yo creía que habíamos dado puerta a todo eso cuando dejamos de vivir en cuevas.

—Ah, pero ahí mismo lo tiene, ¿no se da cuenta? Precisamente lo que dice usted demuestra su ignorancia, su falta de experiencia en estas cosas. La familia es la unidad de la sociedad, y así ha sido desde el principio de los tiempos, desde que andábamos a cuatro patas. Estoy seguro de que eso al menos tiene que saberlo. La sangre es la sangre. Ata… —cerró una de sus pequeñas manos y apretó el puño ante el rostro de Quirke—. Ata y sostiene. Apresa.

Quirke hizo una señal al barman y pidió un whisky, un Bushmills etiqueta negra, diciendo las palabras de manera deficiente, como si en realidad no las hubiese pronunciado. El barman le dedicó otra mirada, una mirada más comprensiva que la primera, más cómplice y sabedora.

Latimer recogía las migas de su plato a gran velocidad, con la yema del dedo humedecida, y se las llevaba a la boca. Tenía la cabeza pequeña, demasiado pequeña, incluso, para el cuerpecillo atildado que tenía. Un herrerillo, pensó Quirke, a eso es a lo que se parece, a un herrerillo veloz, brillante, hambriento, vigilante.

—Dígame la verdad —dijo Quirke reposadamente—. Dígame dónde está April.

A Latimer se le abrieron los ojos como platos, y adoptó un aire de inmensa, mansa inocencia.

—¿Se puede saber por qué cree usted que yo lo sé?

El barman le llevó el whisky y Quirke se bebió la mitad de un trago. La sensación que se le extendió por el pecho le hizo pensar en un árbol pequeño, pero con infinidad de ramas, que lentamente ardiera con llamaradas intensas.

—Su hermana desaparece, se esfuma sin dejar ni rastro —dijo, y cambió de postura en el taburete—. Hay sangre en el suelo, junto a la cama, y es evidente que alguien la ha querido limpiar. Se trata de un tipo de sangre muy especial. Y la única reacción de su familia consiste en acallar todo el asunto y sepultarlo como sea…

—¡Calle, calle! —dijo Latimer con una risa desagradable—. A este paso, por lo que dice usted va a parecer que fuésemos los Borgia.

Quirke no dijo nada a eso.

—Creo que usted sabe dónde está —dijo con aspereza, aunque en voz baja—. Creo que todos ustedes lo saben: usted, su madre y su tío.

—Ellos no.

—¿Cómo? —Quirke se volvió a mirarlo de frente—. ¿Qué quiere decir? ¿Cómo que ellos no? ¿Significa eso que usted sí lo sabe? Dígamelo.

Latimer se terminó con toda calma la cerveza y se secó la espuma que se le había quedado en su ridículo bigotillo con un dedo, más parecido a un gato en ese momento que a un pájaro.

—Lo que quiero decir —dijo— es que ninguno de nosotros lo sabe —volvió a reír por lo bajo, sacudiendo la cabeza como si fuese algo infantil—. Está usted francamente equivocado en todo esto, Quirke. Es justo lo que le acabo de decir, que usted no entiende a las familias, y muy en especial no entiende ni por asomo cómo es una familia como la nuestra.

Quirke también se había terminado la copa, y Latimer hizo una señal al camarero para que le pusiera otra.

—Dígame qué es lo que sabe usted exactamente de los Latimer, doctor Quirke.

Quirke vio al barman alargar la mano para alcanzar la botella de Bushmills.

—Yo lo único que sé —dijo— es lo que sabe todo el mundo.

Estaba pensando en que algo de especial tiene la forma en que se congrega la luz dentro de una botella de whisky, el modo en que resplandece, el tono leonado, la densidad, algo que no se da en ninguna otra parte; algo poco menos que sacramental.

—Pertenecer a una familia como la mía —dijo Latimer, y golpeó la barra con la yema del índice para dar más énfasis a sus palabras— es como ser miembro de una sociedad secreta. No, no es eso; me refiero más bien a una tribu secreta, una tribu que haya aceptado todo lo que le exigen los mercenarios y los misioneros que hayan invadido su territorio, y que sigilosamente siga cultivando los ritos de antaño, las costumbres, el culto de sus propios dioses, en especial sus dioses. En el mundo exterior somos iguales que cualquiera, hablamos igual que cualquiera, podríamos incluso ser cualquiera; dicho de otro modo, mezclamos bien con el resto del mundo. Pero entre nosotros… somos una raza completamente al margen. Supongo que esto es algo que se debe a que estamos obsesionados por nosotros, quiero decir que estamos obsesionados los unos por los otros —hizo una pausa. Llegó el whisky de Quirke. Había resuelto que no lo iba a tocar hasta que pasara un minuto con todos sus segundos. Miró el segundero de su reloj, una aguja roja como la sangre, que trazaba la vuelta entera, firme, y le pareció que con precisión y comodidad—. Mi padre —siguió Latimer— era un hombre con mucho orgullo. Todo el mundo sabía que era capaz de armar más camorra que nadie, pero eso no era más que una fachada. Pura apariencia. Dentro de casa no se parecía en nada a la imagen que se tenía de él en el mundo.

Había transcurrido el minuto entero. En el pecho de Quirke se prendió en una llamarada multiplicada otro árbol de pequeño tamaño.

—Y entonces ¿cómo era? —preguntó Quirke, y dio un segundo sorbo de whisky conteniéndolo en la boca, saboreándolo a la vez que se escaldaba.

—Era un monstruo —dijo Latimer sin dar ningún énfasis a sus palabras—. Oh, pero no en el sentido más convencional. No, era un monstruo del orgullo, de la determinación y de la temeridad. ¿Entiende lo que le quiero decir? No, está claro que no lo entiende, y es natural. Cuánto lo quise, cuánto lo quisimos todos. Supongo que más bien debería haberlo odiado con toda mi alma. Era un hombre enorme y tenía un corazón enorme, y era apuesto, atrevido, valeroso… Era justo todo lo que yo no soy.

Hizo una pausa, observando los restos cremosos de la espuma en el fondo del vaso. En el vaso de Quirke apenas quedaba ya nada de whisky, y ya estaba cronometrando otro minuto sin perder de vista el reloj.

—Usted ha tenido éxito en la vida —dijo—. Vea la reputación que se ha ganado, y además… ¿qué edad tiene usted?

—Médico puede ser cualquiera —dijo Latimer con desprecio—, pero para ser héroe hay que serlo de nacimiento —se volvió hacia Quirke una vez más—. Supongo que mi tío le habrá dicho que combatió codo con codo con mi padre en la Central de Correos, en 1916. Mi padre combatió, desde luego, pero el tío Bill no hizo nada más que llevar unos cuantos recados de un lado a otro, y durante aquella semana no estuvo ni siquiera en los alrededores de la Central de Correos. No por eso dejó de salir elegido gracias al voto patriótico. Mi padre lo despreciaba. «El pequeño Willie», lo llamaba, «el que viene a cubrir una baja».

Había transcurrido el minuto y Quirke miraba con gesto pensativo el vaso que se había vuelto a vaciar.

—¿Cómo se llevaba con April?

Latimer se echó a reír.

—Ya veo que no piensa dejar usted en paz el asunto de la pobre April, ¿verdad? —se encogió de hombros—. Ella lo quería igual que yo, desde luego. Su muerte fue un desastre inmenso para los dos. Las cosas son como se las estoy contando, Quirke, y usted no entendería esa clase de proximidad en una relación. Y entonces mi madre erigió un monumento en memoria de su amado, difunto esposo. Más bien era una especie de tótem, sólo que tallado en el tronco de un árbol todavía vivo y plantado con solidez en medio del cuarto de estar. No dejaba de crecer en ningún momento, invadiendo con las ramas la entrada, las escaleras y los dormitorios, y a la sombra de ese árbol nos aferramos los unos a los otros. Nunca se desprendían las hojas de las ramas.

Había empezado a hablar como si tuviera la voz tomada, y Quirke se preguntó con incomodidad si no estaría a punto de echarse a llorar.

—Sí —dijo Quirke—, supongo que tiene que ser duro vivir a la sombra de un hombre como fue su padre.

Latimer permaneció en silencio un momento prolongado. De repente se puso pálido y se volvió hacia él con una mirada honda, de furioso desprecio.

—No quiero su compasión, Quirke —dijo—. No se atreva.

No dijo nada. Sólo hizo una seña para pedir otra copa.