4

El cogollito no se había vuelto a reunir en el hotel Dolphin desde aquella noche de la que ya tanto tiempo parecía haber pasado, aquella noche en que Phoebe al volver a su casa llamó por teléfono a Oscar Latimer. Desde entonces los había visto a todos ellos, aunque por separado: a Patrick en su piso, a Isabel en el Shakespeare y a Jimmy Minor en O’Neill, cuando le contó que el director de su periódico le había dicho que no se le ocurriese indagar nada en la historia de la desaparición de April. Aquella noche también le habló de otra cosa, algo de lo que se acababa de acordar, como si existiera una relación, algo que de ninguna manera era capaz de desentrañar, entre lo que dijo Jimmy y la figura fantasma que vio bajo la farola.

Habían salido de O’Neill y estaban en la misma esquina mientras Jimmy se terminaba un cigarrillo. Caía la lluvia, una lluvia tan fina que apenas se percibía, pero que bien podía calar hasta la piel en menos de un minuto. Estaba deseosa de marcharse —los últimos autobuses ya estaban saliendo, y no le agradaba la perspectiva de tener que ir a pie hasta su casa en una noche como aquélla—, pero Jimmy se había tomado tres pintas de cerveza tostada y estaba más locuaz que de costumbre, como si no quisiera permitir que se fuese. Se puso a hablar de Patrick Ojukwu, como hacía casi siempre que había bebido.

—Está claro —dijo riendo— que si te lo encuentras por el camino en una noche oscura como ésta, no lo podrás ver a no ser que esté sonriendo —Phoebe no entendió a qué se refería. Jimmy adoptó una mueca de payaso—. La piel negra, los dientes blancos. ¿Lo entiendes o no lo entiendes?

—Ojalá no hablaras de él de esa manera, a sus espaldas —dijo Phoebe—. Se supone que eres amigo suyo. ¿Por qué te desagrada? ¿Es porque es negro?

Jimmy puso mala cara y dio una última calada, con fuerza; tenía el cigarrillo protegido en el cuenco de la mano, a ella le pareció que como un pilluelo de la calle.

—No soy el único —murmuró, y miró hacia las luces de Dame Street.

—¿No eres el único que qué? —preguntó ella—. ¿No eres el único que lo odia por el color de su piel?

—No tiene nada que ver con el color —le espetó. Ella lanzó un suspiro.

—Oye, Jimmy, no sé de qué estás hablando, y se hace tarde. Tengo que coger el autobús.

Él le dedicó una de sus miradas de compasión.

—Tú nunca te das cuenta de nada, ¿verdad que no? —dijo—. Tú vas risueña y despreocupada por la vida, como si todo fuera una maravilla y en todas partes se estuviera cómodo y no hubiera complicaciones.

A ella le dieron ganas de darle un pisotón.

—Explícame bien qué quieres decir, Jimmy, o deja que me vaya. El último autobús va a pasar por los portones de Trinity, allá mismo, en menos de diez minutos. ¡Y no te enciendas otro cigarrillo, por Dios!

Se guardó el cigarrillo que no había encendido en el bolsillo de la chaqueta, y se ciñó mejor los dos lados del impermeable de plástico. Incluso a oscuras veía ella qué azulados tenía los labios por el frío. No se cuida nada, pensó; podría cogerse una pleuresía, e incluso una tuberculosis. De repente le pareció pequeño, frágil, desdichado. Lo tomó del brazo y se lo llevó consigo a refugiarse en la entrada del pub.

—Sabías que Bela y él estaban liados… —dijo él—. Eso al menos lo sabías, ¿no es cierto?

Ella no dijo nada; no le iba a dar la satisfacción de demostrar qué patético era lo muy poco que sabía. Él tenía razón: a ella no le importaba nada enterarse de los asuntos de los demás, conocer las profundidades de los corazones ajenos. En eso, al menos, sí era hija de su padre.

—¿Y qué más da que estuvieran liados? —dijo—. ¿Eso qué tiene que ver?

—¿Y sabías que April se lo levantó a Bela?

Phoebe bajó la mirada evitando los ojos fieros con que él la observaba, ligeramente borracho.

—No —dijo, y se rindió—. Eso no lo sabía.

—Ya me parecía a mí que no —dijo en un tono de agria satisfacción—. Hay muchísimas cosas sobre April de las que no sabes nada. Muchísimas.

Desde dentro del pub le llegaba el alboroto de los estudiantes borrachos, que habían empezado a cantar al tiempo que los camareros les gritaban que callasen de una vez, que al pub le caería una sanción si allí dentro se cantaba, y que a todos los iban a detener por armar jaleo. Todas las noches eran iguales, los tipos borrachos como cubas y las chicas deseosas de marcharse a casa, y luego el pub empezaba a vaciarse y había peleas por las calles, y más tarde era la hora de los sobeteos en las callejuelas y en los coches. Estaba harta de esa ciudad, harta y asqueada. A lo mejor Rose Crawford le ofrecía llevársela otra vez a Estados Unidos. Ningún lugar le había parecido nunca tan lejano como Estados Unidos en esos momentos.

—¿Y qué pasa con Isabel? —le preguntó—. ¿Se llevó un disgusto muy grande?

—¿A ti qué te parece? ¡Isabel y el Príncipe, vaya combinación! Ya se veía ella como Desdémona, sólo que sin el estrangulamiento del final. Y entonces va April y hace una señal con el dedo y Su Majestad se larga con ella, meneando las plumas de la cola. Yo diría que muy lejos no puede andar una cosa de la otra, si odia más a Su Negritud o a la crudelísima April…

Phoebe no quiso escuchar ni una palabra más, y salió de la entrada del pub para echar a caminar deprisa hacia el semáforo, corriendo por Dame Street hasta la parada del autobús. El autobús estaba a punto de arrancar, y tuvo que dar un salto y sujetarse a la barra para no caerse hacia atrás. El revisor le soltó unas cuantas frescas. Sólo cuando ya estuvo dentro y se sentó se percató de que le corrían las lágrimas por la cara, y se dio cuenta de que había estado llorando desde que se alejó a toda prisa de Jimmy, y no podía parar.

Volvía a llover con fuerza, y soplaba un viento de cuidado, que ululaba por las calles y sacudía los árboles sin hojas a la orilla del canal. A pesar del mal tiempo, había decidido ir a pie a trabajar. Le resultaba más fácil pensar cuando iba caminando. Quiso abrir el paraguas, pero el viento a punto estuvo de arrancárselo de las manos, y le habría dado la vuelta si no lo hubiese plegado ella en el acto. De todos modos, la lluvia no le importaba. Para ella, incluso las mañanas desapacibles como ésa eran ya un presagio de la primavera. Estaba pensando de nuevo en Estados Unidos, en la lluvia en Boston Common y en los árboles de Commonwealth Avenue agitados por el viento; era una manera de procurar abstenerse de pensar en April, en Isabel, en Patrick Ojukwu.

Por la sonrisa que le dedicó la señora Cuffe-Wilkes, toda compuesta de dientes postizos y de dulzura acaramelada, se dio cuenta de que había llegado tarde y de que estaba furiosa con ella. No sólo había llegado tarde, sino que además llegaba empapada y desaliñada, con los zapatos embarrados por haber ido por los caminos de sirga.

—La verdad es que tendrías que poner más cuidado, querida —dijo la señora Cuffe-Wilkes con su voz más acerada—. Te podría dar un pasmo que te mueres si vas a pie con la que está cayendo.

—Es que el autobús venía con retraso y pensé que llegaría antes andando.

—¿Y ha sido así?

—No, señora Cuffe-Wilkes. Lo lamento.

La mujer había dejado de fingir que sonreía y se le empezaba a hinchar la cara, las mejillas y la frente de una intensa tonalidad rosa y relucientes, como le sucedía de una manera espantosa siempre que estaba a punto de perder los estribos. La ira de la señora Cuffe-Wilkes se alimentaba de sí misma, y no era difícil que fuera en aumento a lo largo de toda la mañana. Phoebe se refugió en la trastienda y se quitó el abrigo empapado y lo colgó en una silla y lo puso delante de la estufa de gas; de inmediato empezó a despedir un intenso olor a oveja. También tenía caladas las plantas de los pies, con lo que se quitó las medias y las puso a secar con la esperanza de que su jefa no se diese cuenta. Por lo menos, gracias a la capucha del abrigo, no se le había mojado el pelo. La señora Cuffe-Wilkes no habría tolerado que apareciera con el pelo mojado en la tienda.

La mañana pasó despacio. Entraron pocas clientas debido al mal tiempo. Desde la calle sería imposible ver el interior de la tienda, pues por la ventana caía la lluvia a chorros, y por dentro se empezaba a acumular el vaho. La señora Cuffe-Wilkes, todavía iracunda y malhumorada, apenas salió del cuartucho que ella llamaba el despacho, desde donde llegaban a intervalos largos, temblorosos, falsos suspiros, y tenues murmullos de contrariedad. Phoebe procuró no fijarse en las manecillas que avanzaban a paso de tortuga por la esfera del reloj. También procuró no pensar en sus amistades, en sus supuestos amigos, en todas las cosas que iba descubriendo, en todo lo que no había sabido acerca de ellos. ¿Dijo Jimmy la verdad al contarle que April le había quitado a Patrick Ojukwu cuando estaba con Isabel, y que Isabel los aborrecía a los dos por eso? De ser así, Isabel le había mentido cuando estuvo con ella en el Shakespeare aquella noche y se rió de ella por pensar que April y Patrick eran amantes. Y Patrick también le habría mentido en tal caso, cuando fue a verlo a la hora del almuerzo a su piso y le preguntó directamente por April y negó que estuviera enamorado de ella, o al menos que lo hubiera estado. ¿O es que tal vez no lo negó? Trató de recordar cómo había contestado cuando le preguntó si la quería. Esas mentiras, esos fingimientos, esos encubrimientos… Odiaba profundamente todo eso. Y para ella todo había comenzado cuando Jimmy le dijo como si tal cosa que la llave de la casa de April la dejaba ella debajo de la losa, una llave de la que April nunca le había dicho nada. ¿Qué era lo que debía creer, qué era lo que debía tomar por verdad en todo lo que le decía cualquiera? ¿No le había mentido todo el mundo, desde los primeros momentos de su vida?

El «ping» apenas audible de la campanilla de latón que había encima de la puerta la arrancó de todos esos amargos pensamientos. Rose Crawford acababa de llegar a la tienda.

La señora Cuffe-Wilkes se mostró en el acto sorprendida, encandilada y recelosa. No había hecho caso de la campanilla, pensando que sería una clienta normal y corriente, pero cuando oyó el lánguido acento norteamericano, tan sugerente que hacía pensar en la credulidad transatlántica y en un bolso de marca Bergdorf Goodman lleno de dólares a reventar, salió presurosa de su guarida, como si fuese un cuco demasiado grande y pintado en exceso en el instante en que asoma en medio del reloj. Las visitas de los norteamericanos adinerados sólo se esperaban en verano, y allí, en lo más profundo del invierno, acababa de aparecer una señora que sin duda era norteamericana y que obviamente era rica de verdad. Rose llevaba una gabardina Burberry en cuyos hombros apenas se veían más que unas cuantas gotas de lluvia —no sólo la había llevado el taxista hasta la puerta, sino que la había escoltado armado con su propio paraguas—, bajo la cual el ojo experto de la señora Cuffe-Wilkes descubrió un inconfundible vestido de Chanel, de lana rosa clara.

—Querida —decía Rose a Phoebe en ese momento, librándola tras un abrazo liviano, diestro—, mira cómo vas, de negro como de costumbre. Pareces una viudita de la Mafia.

Phoebe le presentó a la dueña de la tienda y vaciló: ¿cómo se suponía que debería explicar su relación con Rose? Pero Rose inmediatamente acudió en su auxilio, adoptando su sonrisa más resplandeciente y extendiendo una mano en la que era apreciable una manicura perfecta y sin duda cara.

—Rose Crawford —dijo—. Encantada, desde luego.

La señora Cuffe-Wilkes no supo muy bien cómo proceder. Aunque a Phoebe le permitía de vez en cuando hacer un descuento si el cliente era un familiar o un amigo suyo, había dicho con toda claridad a su dependienta que las visitas de amigos o familiares a la tienda no eran en modo alguno aconsejables, a no ser que estuvieran las visitas preparadas para pagar el precio al por menor completo. A fin de cuentas, era necesario mantener los elementales criterios de la profesión. Rose Crawford, fuera quien fuese, no era ni por asomo una prima que pasara por estrecheces económicas y que tratara de llevarse a bajo precio un artículo, ni tampoco era una vieja compañera de la escuela que por estar en la víspera de su boda buscara un detallito con el que completar el vestido de novia; Rose era dinero contante y sonante, seguramente era dinero antiguo, de familia, y eso era todo lo que la señora Cuffe-Wilkes necesitaba saber acerca de ella.

—Iba de camino a Brown Thomas cuando me acordé de dónde trabaja Phoebe —dijo Rose—. Necesito algo para ponerme con este tiempo del demonio que se gastan en Irlanda —una sonrisa con retranca y los ojos vueltos hacia arriba—, pero que tampoco me haga parecer la hermana mayor de la típica inmigrante irlandesa.

Pues claro, cómo no, dijo ansiosa la señora Cuffe-Wilkes, y comenzó a sacar sombreros de todos los rincones de la tienda, esparciéndolos por el mostrador como si fueran hojas de la flor de loto excesivamente crecidas. Phoebe advirtió, por el modo en que tensaba las aletas nasales, que a Rose todos ellos le parecían feos por igual; no obstante, tomó dos modelos al azar y fue a probárselos ante el espejo de cuerpo entero.

—¿Cuál es el menos espantoso? —preguntó a Phoebe hablando de ladillo.

Phoebe, de pie tras ella, sonrió.

—No hace falta que compres nada, ya lo sabes —murmuró.

La señora Cuffe-Wilkes, que era un poco dura de oído, las miraba sin perder detalle.

Al final, Rose se decidió por una toca de fieltro negro y aire severo, rematada con un alfiler rojo rubí. Phoebe se dio cuenta de que le quedaba muy elegante. Rose preguntó si podría pagar con un cheque de viaje, y la señora Cuffe-Wilkes desapareció rauda en su despacho para llamar por teléfono al banco y preguntar cómo debía proceder.

—En fin —dijo Rose a Phoebe, dejando el sombrero con descuido a un lado—, ¿y qué tal estás, querida?

—Estoy muy bien.

—Has cambiado. Te encuentro mayor.

Phoebe rió.

—Espero que no mucho.

—Estoy preocupada por ti.

—¿De veras? ¿Preocupada? ¿Por qué?

Volvió la señora Cuffe-Wilkes resoplando con desasosiego.

—Cuánto lo lamento, el joven empleado del banco por lo visto opina que no va a ser…

—No importa —dijo Rose—. Iré a buscar dinero en metálico y volveré más tarde —sonrió otra vez enseñando bien los dientes—. A lo mejor la señorita Griffin me podría enseñar el camino a la oficina de American Express…

—Ah, queda justo al final de la…

—No, quería decir que a lo mejor puede acompañarme, ¿verdad? Me pierdo con una facilidad terrible por estas callejuelas de mala muerte.

La señora Cuffe-Wilkes quiso manifestar sus protestas, pero casi en el acto dio un paso atrás y fue como si se desinflase.

—Ah, bueno, sí, claro, cómo no.

Apenas llovía cuando Rose y Phoebe echaron a andar por Grafton Street.

—Quería hacerte una consulta sobre un asunto —dijo Rose, y entrelazó el brazo con el de Phoebe—. Es un asunto… —se le escapó una risa breve, avergonzada—. Un asunto un tanto delicado, supongo que se podría decir así.

Phoebe aguardó, contuvo la respiración movida por la curiosidad. ¿Por qué razón era posible que Rose Crawford se comportase de una manera tan envarada? Llegaron a la oficina de American Express.

—Aquí es —dijo Phoebe—. Cuéntame de qué se trata antes de entrar.

Rose miró alrededor, como si temiera que alguien pudiera oírla estando en plena calle, y se mordió el labio. Por un instante pareció que tuviera la mitad de la edad que tenía.

—No —dijo—, vayamos primero a sacar dinero. Siempre me siento más segura, no sé por qué será, cuando llevo un buen fajo de los verdes en el bolsillo de atrás del vaquero.

Fue como si la operación de cobrar el cheque fuera a eternizarse. Phoebe estuvo esperando cerca de la puerta, mirando los carteles que anunciaban viajes y los folletos. Por fin concluyó la gestión y volvió Rose cerrando su bolso.

—Muy bien —dijo—, ya está. Vayamos a hacer feliz a tu jefa.

Pero Phoebe no cedió.

—No pienso dar ni un paso hasta que no me digas qué es eso sobre lo que querías hacerme «una consulta».

Rose se irguió cuan alta era y la miró con una sonrisa de consternación.

—¡Ay, Señor! —exclamó—. ¿Por qué habré empezado con todo esto? —tomó a Phoebe otra vez del brazo y la condujo con determinación a la calle, y una vez fuera se detuvieron de nuevo. Rose respiró hondo—. Lo que quería preguntarte, querida mía, es cómo te sentaría si yo… bueno, si yo volviese a casarme con alguien de la familia.

—¿Casarte, tú?

Rose asintió, y apretó los labios con fuerza. Phoebe miró arriba. Entre los tejados, la estrecha franja del cielo, en la que corrían ágiles las nubes de gris y plata, pareció por un momento un magnífico río invertido.

—Desde luego —siguió diciendo Rose con premura—, es posible que él no me dé el sí. A decir verdad, me… bueno, creo que me sorprendería mucho que me lo diera.

—¿Quieres decir que él no te lo ha pedido? ¿Él no te ha dicho nada y tú vas a pedirle que se case contigo?

—La verdad es que se lo he insinuado. Pero ya sabes cómo son los irlandeses cuando se trata de insinuaciones. Y tu padre, en fin, tu padre es la quintaesencia del irlandés, ¿no te parece?

—Pero… pero… pero…

Rose puso el dedo índice sobre los labios de la joven.

—Chst. Ni una palabra más, al menos por ahora. Bastante vergüenza he pasado en lo que va de día. Creo que necesito ese sombrero para ocultar bien mi sonrojo.

Y emprendieron el regreso por la calle hacia la Maison des Chapeaux y hacia la expectante propietaria del negocio. Por encima de sus cabezas, Phoebe vio que por el río seguían fluyendo las nubes en una avalancha de júbilo.

Después de que Rose pagase el precio del sombrero y se marchase, todavía con aire de nerviosismo, Phoebe preguntó a la señora Cuffe-Wilkes si le daba permiso para hacer una llamada telefónica. Fue una petición osada, puesto que el teléfono era un objeto reverencial y que inspiraba incluso cierto temor a su dueña, que lo tenía en una hornacina muy ceremonial y suntuosa, sobre la mesa del despacho, de un modo que a Phoebe siempre le recordaba a un gato mimado con intachable pedigrí. Pero el sombrero que había comprado Rose era tan costoso que la señora Cuffe-Wilkes ni siquiera se tomó la molestia de bajarlo del estante más alto de la tienda hasta que Rose lo descubrió allí arriba y le pidió que se lo enseñara, y tras vender un artículo tan caro, ¿cómo iba a negar a la chica una llamada telefónica? Ardía en deseos de saber quién era Rose exactamente, pero Phoebe no le dio ninguna explicación sobre ella, y el momento de insistir en que le dijera algo parecía haber pasado. Armándose por tanto de toda la elegancia de la que fue capaz, la señora Cuffe-Wilkes dijo que cómo no, que allí estaba el teléfono, que por favor se sintiera como en su propia casa.

Fue a su padre a quien llamó Phoebe, invitándole a que la invitase a cenar. Al igual que su jefa poco antes, ¿qué otra cosa iba a decir él, salvo que sí?