3

Quirke nunca pudo explicarse del todo el afecto que tenía por el inspector Hackett. A fin de cuentas, no eran muchas las personas por las que tuviera afecto. A pesar de las múltiples y muy evidentes diferencias que existían entre los dos, algo parecían tener en común. Tal vez lo que apreciaba en la persona del policía era su escepticismo entretenido y su facilidad de trato ante el mundo en general. En su día, Quirke había dado en pensar que Hackett, como él, debía de haber pasado sus primeros años en una institución, pero la personalidad del detective tenía una maleabilidad, una amabilidad esencial que no habría llegado a sobrevivir así en un lugar como Carricklea. Los Quirke y los Harkness de este mundo formaban una fraternidad cerrada y arisca, cuyo secreto apretón de manos delataba no la confianza, no la camaradería, sino el recelo, el miedo, la frialdad, la tristeza rememorada, el rencor inagotable. La camaradería y la confianza se encontraban entre las cosas buenas que se amontonaban tras el frío cristal del gran escaparate contra el cual apretaban la nariz a medias con anhelo, a medias con colérico desdén. Lo suyo era ocultar los daños a toda costa. Eso era lo que esperaban el uno del otro, lo que se pedían el uno al otro los perjudicados; ésa era la prueba del honor. ¿Qué era lo que le había dicho Rose Crawford una vez, tiempo atrás? «El corazón frío y el alma caliente: así somos tú y yo, Quirke». A pesar de lo cual era innegable que sentía aprecio por Hackett. ¿Cómo podía ser posible?

No obstante, cuando sonó el teléfono y lo descolgó y oyó las vocales abiertas del detective, típicas de las Midlands, se le encogió el corazón. April Latimer, otra vez. Quirke estaba en su despacho en el hospital, con la bata blanca, recostado en el respaldo del sillón, los pies encima de la mesa. A través del gran ventanal emplomado que lo separaba de la sala de disección veía a su ayudante, Sinclair, trabajar en un cadáver, ajetreado con la sierra y el escalpelo.

—¿Hay alguna novedad, inspector? —preguntó con cautela.

—Bueno, pues ahora mismo —dijo Hackett, y Quirke se lo imaginó en su cuchitril, en la última planta del cuartelillo de Pearse Street, con la cabeza ladeada, mirando de reojo al techo, manchado por el mucho tabaco fumado en el despacho—, ahora mismo sí que es una novedad, aunque no estoy muy seguro de que sea algo.

Sinclair, Quirke se fijó por primera vez, tenía una forma un tanto peculiar de abordar un cadáver, colocándose de lado, con la cabeza inclinada y la lengua asomada por la comisura de los labios, como un cazador que acechara a su presa.

—He vuelto a la casa de Herbert Place —dijo Hackett—. Hay una persona que vive en la última planta, una mujer francamente extraña. Una tal señorita Helen St. John Leetch, nada más y nada menos —rió por lo bajo—. No me diga que no es un nombre grandioso…

—¿Y qué es lo que le ha dicho?

—Pues yo me atrevería a aventurar que está un tanto tocada del ala la desdichada mujer, aunque también anda atenta a su manera a todo lo que se mueve, y no se le escapa ni una.

—¿Y qué es lo que ha visto andando tan atenta?

Se oyó una especie de estornudo en la línea telefónica, en el que tras unos momentos de desconcierto Quirke reconoció una risa.

—Es usted un individuo muy impaciente, doctor Quirke —dijo por fin el policía—, ¿lo sabía usted? Le voy a decir una cosa: ¿qué le parece si monta en el cochazo ese que tiene y se viene usted para acá y salimos a tomar un bocado? ¿Qué me dice?

—Pues no puedo —mintió Quirke—. Ya estoy comprometido para almorzar con alguien.

—Ah, caramba. ¿Un compromiso para almorzar, dice usted? —preguntó. Le gustó cómo sonaba la expresión, por lo visto, y hubo otro intervalo de estornudos—. Bueno, pues al menos podrá concederme diez minutos antes de hacer el descanso para ir a almorzar, digo yo. ¿Le parece que sería posible?

Quirke a regañadientes dijo que sí, que se acercaría por el despacho del inspector, pero que en ese momento se le hacía tarde, que sería mejor verse después de almorzar.

Colgó el teléfono y pasó un buen rato recostado con las manos en el cogote, mirando trabajar a Sinclair, aunque sin verlo. Isabel Galloway seguía ocupando todos sus pensamientos. Su imagen, la fresca, alargada, pálida longitud de la mujer, lo tenía obnubilado. No era como las mujeres a las que estaba acostumbrado. Pasada aquella noche en su casa de Portobello, en la que los dos cisnes se deslizaban sobre el agua a la luz de la luna, había empezado a aflojarse en él algo que llevaba toda la vida preso, algo que había soltado amarras con un chirrido, con un roce, como un glaciar que avanza, como un iceberg que se rompe.

Cuando la llamó por teléfono y le dijo quién era, ella dejó pasar un largo silencio antes de responder.

—Caramba, si eres tú —dijo al final—. Y yo que ya pensaba que mi ligue de una sola noche ya había renunciado a toda continuación…

—Me estaba preguntando —dijo él con precaución— si era posible que nos viésemos.

—¿En qué estabas pensando?

—Pues pensé que a lo mejor podíamos almorzar.

—Sí, almorzar seguro que te gusta, ¿verdad que sí?

Alejó el aparato del oído y lo miró frunciendo el ceño antes de acercárselo otra vez.

—¿Qué se supone que quieres decir con eso?

—Un pájaro de gran tamaño, un pájaro pintarrajeado, aunque en realidad eran dos pájaros de cuenta, me han dicho que te vieron en Jammets en compañía de una femme mystérieuse, una dama d’un certain âge, aunque en líneas generales digamos que atractiva, y, según suposición de mis dos herrerillos, forrada de pasta hasta decir basta.

Aunque estaba en el sótano del edificio, sabía que estaba lloviendo; más que oírlo lo percibía, una especie de zumbido distante, impreciso, mojado.

—Se llama Rose Crawford —dijo—. Estuvo casada con mi suegro.

—Ah. Complejo. En ese caso vendría a ser, veamos… vendría a ser tu suegrastra, digo yo —rió en voz baja.

—Ahora vive aquí —dijo él—. En Wicklow, para ser precisos. Se ha enamorado de lo romántico que es el lugar, el viento en los brezos, la lluvia en los peñascos y todas esas cosas —con la mano libre sacó un cigarrillo del paquete que tenía sobre la mesa y buscó en el bolsillo de la bata blanca el encendedor—. Ando a la caza de que con suerte me deje algo en su testamento.

—Por lo que dicen mis amigos, los de la pluma, mucho le queda para estar en las últimas. Mejor dicho, mi querido Mícheál, que debo decir que sorprendentemente tiene un ojo infalible para estas cosas, comentó muy en especial la estupenda silueta de la dama en cuestión y sus tobillos, muy bien torneados —se volvió a reír—. Y tú no eres de los que se proponen engañar a un compañero actor cuando se trata de las relaciones que tienes con esa pariente política, ¿verdad que no?

—Pues es probable que sí —dijo.

—No hace falta que seas tan sincero, ¿sabes? La sinceridad, en mi opinión, es una cualidad demasiado sobrevalorada.

—En fin, ¿y entonces, qué dices? Del almuerzo, quiero decir.

—Sí, de acuerdo. Pero mejor que no sea en Jammets, digo yo. Demasiadas asociaciones va teniendo ya.

Dijo que se reuniría con él en el hotel Gresham.

—Es que estoy ensayando, cielo, y así me queda sólo a un paso —y el sombrío, falso aire de grandeza del local a Quirke no le ayudó a sentirse cómodo del todo. Se esperaba la llegada de una estrella del cine, directa desde el aeropuerto, y el establecimiento era un enjambre de periodistas y de fotógrafos armados con sus flashes y de docenas de lo que debían de ser admiradores, arremolinados en la acera, a la entrada, a pesar del viento y las rachas de lluvia.

Isabel lo estaba esperando en el bar.

—Es Bing —dijo, e indicó a la muchedumbre de la entrada—. Un cantante siempre los vuelve locos.

Estaba maquillada como si fuera a salir a escena —«Es que es un ensayo general, Dios nos valga»— y llevaba una gabardina que no se había abotonado. No había tenido tiempo de cambiarse de traje, según dijo, y puso cara de contrariedad.

—Estamos preparando un Maeterlinck, El pájaro azul. Mucho me temo que soy un hada.

Estaba tomándose un Campari con soda. Él dijo que bebería agua con gas, y encendió un cigarrillo. Debió de quedarse embobado mirándola, pues ella se había sonrojado levemente, y bajó de pronto las largas pestañas.

—Me cohíbes —murmuró a la vez que le sonreía—. Imagínate, una actriz de pronto cohibida como una colegiala. ¿A que nunca habías oído nada semejante?

Le habría gustado acostarse con ella en ese momento, sin más tardanza, mientras estaba exactamente así, sin llegar a estar quebradiza, sin lucir su inteligencia, sino así de tímida, confusa, sin defensas casi.

—¿Sabes cuál es el nombre completo de Maeterlinck? —le preguntó a la vez que miraba su copa y fingía estar ocupada en removerla con un bastoncillo de cóctel de plástico—. Maurice Polydore Marie Bernard, conde de Maeterlinck —lo miró con los ojos protegidos por las largas pestañas que no separaba del todo—. ¿Qué te parece?

Él le quitó el bastoncillo del cóctel y lo depositó sobre la barra.

—No he dejado de pensar en ti —le dijo—. No sé qué ni sé cómo… —se encogió de hombros—. Perdona, estas cosas no se me dan nada bien.

Ella se le acercó y lo besó, un beso fugaz, en la mejilla.

—Como si a alguien —susurró— se le llegaran a dar bien…

—¿Por qué no te abres la gabardina —le dijo— y me dejas que te vea con el vestido de hada?

El vestíbulo se animó notablemente: por fin había llegado Bing.

Sentado en el despacho de Hackett, Quirke podría haberse encontrado en el puente de mando de un arrastrero que surcara el mar a duras penas en medio de una tormenta. La raquítica ventana situada tras la mesa del detective estaba en el mejor de los casos sucia, pero con un día de viento y de lluvia a rachas la propia luz diurna parecía verse obligada a plantar batalla para traspasar los cristales que chorreaban por un lado y estaban empañados por el otro. Ardía un fuego de carbón en la salamandra, y el aire del cuchitril estaba caluroso, cargado. De vez en cuando, una racha de viento del exterior revocaba y descargaba una bocanada de humo que rodaba por la alfombra deshilachada, para mezclarse con el ambiente ya cargado por el humo del tabaco. Hackett estaba en mangas de camisa, con el nudo de la corbata aflojado y el botón del cuello desabrochado. La mitad superior de la frente, que por lo común le ocultaba el sombrero, la tenía sonrosada, como un bebé, y ofrecía un aspecto blando, y el cabello, engominado hasta el punto de parecer que se lo hubiera untado con betún, lo llevaba peinado con vehemencia hacia atrás; empezaba a peinar canas, Quirke lo vio en ese momento, ya no sólo en las sienes.

—Esa chica suya —dijo el policía— parece que atrae las complicaciones como un imán las limaduras de hierro.

Por un instante, con un principio de vértigo, Quirke creyó que estaba refiriéndose a Isabel Galloway, y se preguntó cómo era posible que supiera algo de ella; acto seguido cayó en el error cometido.

—Ah, Phoebe —dijo—. Querrá decir que son más bien las complicaciones las que la buscan. Y la suelen encontrar. Pero no es exactamente lo mismo.

Hackett asintió con su mejor sonrisa de sapo.

—Sea de un modo u otro, no se queda mano sobre mano. Y a mí también me tiene ocupado, digo yo. Supongo que no habrá noticias de la amiga, claro.

—No que yo sepa. Y empiezo a pensar que no las habrá.

Esta vez Hackett suspiró y repasó velozmente los papeles que le encharcaban la mesa, señal de frustración, como bien sabía Quirke.

—Es un follón de cuidado, y por lo visto viene de antiguo —dijo el policía.

—Sí, eso es lo que dice su tío.

—Ése seguro que sabe qué es un follón nada más verlo, desde luego.

Quirke vio las gotas de lluvia que se apiñaban temblorosas en los cristales, sacudidas por las rachas sucesivas del viento.

—La mujer que vive en el piso de encima de April… ¿qué fue lo que le dijo?

—La señorita Helen St. John Leetch —dijo Hackett, saboreando cada sílaba—. Nunca he sabido cuál es la manera apropiada de pronunciar ese apellido, «St. John». Qué raro.

—¿Conocía a April?

—Digamos que no la perdía la pista. Ya sabe usted, las personas solitarias siempre son los mejores testigos oculares.

—¿Y qué fue lo que vio mientras no la perdía de vista?

—Pues no parece que viera gran cosa. Por cierto… —se inclinó sobre la mesa con un punto de ansiedad—. Creo que voy para arriba en este mundo. Mire esto —dijo. Era un timbre eléctrico insertado en un casquillo de baquelita, fijado a una esquina de la mesa—. Vea —oprimió el timbre y se recostó en el respaldo a esperar, con un dedo en alto. Pasados unos momentos se abrió la puerta y entró un joven guardia. Era alto y desgarbado y tenía una mata de pelo de zanahoria y un mentón lleno de pústulas—. Le presento al garda Tomelty —anunció Hackett en un tono de orgullo evidente, como si hubiera sido él en persona quien hubiera conjurado la existencia del joven—. Terence —dijo al guardia—, ¿tendrías la amabilidad de traernos un poco de té y unas pastas?

—Hecho, señor —dijo el garda Tomelty, y se retiró.

El detective miró a Quirke con ojos resplandecientes.

—No me diga que no es impresionante, ¿eh? ¿Qué le parece?

Se había terminado el cigarrillo y anduvo manoseando los papeles de la mesa hasta localizar un paquete de Players y encender otro. En el exterior, una racha de viento más potente que las anteriores hizo retemblar el edificio entero.

—La mujer del piso —insistió Quirke. A la hora de almorzar, con Isabel, había tomado una copa de Burdeos que se le había subido derecha a la cabeza, y todavía en esos momentos acusaba el grato calorcillo que le había provocado. ¿Era buena o era mala señal que una sola copa tuviera tanto efecto?

—Ah, ya, la mujer del piso —dijo Hackett—. La señorita Leetch… La señorita St. John Leetch. Pero espere un segundo —calló e hizo bocina con la mano tras la oreja—. ¿Son esos pasos que se oyen los pasos melindrosos de la ley?

La puerta se abrió de nuevo y el garda Tomelty entró con una pequeña bandeja de madera en la que llevaba una tetera, una jarra de leche y dos tazas grandes, a franjas azules.

—Buen chico —dijo Hackett, y empujó a un lado los papeles amontonados en la mesa—. Déjala aquí mismo, muchas gracias.

El joven dejó la bandeja en la mesa y salió haciendo ruido con los grandes zapatos negros, cerrando la puerta.

Hackett sirvió el té en las tazas y pasó una a Quirke.

—¿Leche? ¿Azúcar?

—Lo tomo solo.

—Claro, claro —murmuró el detective con una sonrisilla de suficiencia.

En su taza se echó una generosa gota de leche y añadió cuatro cucharadas colmadas de azúcar, antes de introducir la cucharilla y ponerse a revolver.

—La señorita Helen St. John Leetch —dijo de nuevo con voz queda, con aire meditabundo. Miró sin prestar atención la cucharilla con que daba vueltas y vueltas, lentamente—. La vio con un negro —dijo.

—¿Con un qué?

—Con un negro. Un hombre de color, vamos. Negro.

—¿A quién? ¿A April?

—Así es. O eso dice la señorita Leetch —volvió a introducir la cucharilla húmeda en el azucarero y se situó de costado en la silla, con un pie encima de la mesa. El cuero desvencijado de las botas con suela de clavos estaba resquebrajado por completo, como la superficie de un cuadro antiguo—. Andando por ahí con él, o eso dice la señorita de marras.

—¿Los vio juntos a April y a ese individuo, quienquiera que sea?

El detective dio un ruidoso sorbo al té y se paró a pensar la respuesta.

—Lo que se dice muy claro no lo tenía, eso debo reconocerlo. Pensé que estaba hablando de uno de los parientes de la chica, pero la señorita se me rió a la cara y dijo que difícil le parecía que la señorita Latimer tuviera parientes negros —hizo una pausa, levantó la mirada de la taza y la clavó en una de las esquinas del techo. Fumó, dio otro sorbo, fumó—. Y eso fue todo lo que pude sacar en claro después de hablar con ella —reajustó el ojo con que había mirado al techo en dirección hacia Quirke—. ¿Usted sabe de algún negro que pudiera conocer a la chica, doctor Quirke?

Quirke dejó la taza en la bandeja sin haberse tomado el té.

—Es muy poco lo que yo sé de ella, más allá de lo que me ha contado mi hija. Y en realidad ni siquiera estoy seguro de lo mucho que pueda saber mi hija. April Latimer era, o es, una persona muy celosa de su intimidad, o al menos es lo que tengo entendido y puedo deducir.

Hackett asintió, y le sobresalió el labio inferior en el gesto.

—Parece que ése es el caso, no me cabe duda. También lo es toda su familia, gente muy celosa de su intimidad. Yo diría que mucho no se iban a alegrar si supieran que la joven April confraternizaba con un extranjero, ¿no le parece?

—¿Me pregunta si me lo parece o si me sentiría molesto de ser así?

—Bueno, piense que estuviésemos hablando de su hija.

—Me temo que no tengo gran cosa que decir en lo que se refiere a mi hija. Ella lleva su propia vida.

Hackett soltó una tosecilla; estaba al corriente del pasado turbador que mediaba entre Quirke y Phoebe, y también estaba al tanto de que sus relaciones no eran todo lo fluidas que deberían ser entre padre e hija.

—Yo desde luego me he preguntado por mis propios hijos y las cosas que harán —dijo—. Están los dos en Estados Unidos, no sé si lo sabe, buscándose la vida. ¿Y si uno de ellos viniera un día a casa en compañía de una espléndida mujerona negra como el carbón y me dijera por ejemplo «Padre, ésta es la señora con la que me voy a casar»?

—Bueno, ¿y qué haría usted?

—Dudo mucho que pudiera yo hacer nada. Ninguno de nosotros tiene gran cosa que decir en lo que concierne a los jóvenes —dijo. Se terminó el té y bajó el pie de la mesa, plantando en ella los dos codos y cargando el peso a la vez que se adelantaba en la silla—. Pero una cosa sí le voy a decir —siguió—. Me imagino perfectamente lo que la señora Celia Latimer y su cuñado el ministro, por no decir nada del señor Oscar Latimer, de Fitzwilliam Square… Me imagino perfectamente lo que podrían decir todos esos si la joven doctora Latimer apareciera con un negro como un armario cogido del brazo y se lo presentara a todos diciendo que era su prometido.

—Por lo poco que yo sé de ella —dijo Quirke—, April Latimer no era una chica de las que se suelen casar así como así.

Guardaron silencio, escuchando el hueco tamborileo de la lluvia en la ventana.

—De todos modos, me pregunto —dijo Hackett en voz queda— si la familia sabía algo de ese individuo de color, y en caso de que algo supiera me pregunto qué decidieron hacer al respecto —rió por lo bajo—. Usted y yo, doctor Quirke, a lo mejor no tenemos mucho que decir en tales cuestiones, pero por Dios le aseguro que los Latimer se ocuparían a conciencia de decir todo lo que se les pasara por la cabeza, y seguramente algo más.

Quirke pareció sopesarlo.

—¿Cree que podrían haberla sacado del país? ¿Cree que es pura fachada eso que dicen de que no saben qué haya podido ser de ella?

Hackett no dijo nada y se limitó a seguir como estaba, como un sapo, con la mirada pétrea al otro lado del escritorio.

—Eso no sería tan fácil, ni siquiera tratándose de los Latimer —dijo Quirke con aire pensativo—. Dudo mucho que April se hubiese marchado de buen grado, sin decir nada, al margen de que pudieran presionarla.

—Pero al final habría accedido a marcharse, y parece que de hecho se ha ido. Los Latimer de este mundo no se acoquinan por nada. ¿No se lo parece a usted, doctor Quirke?

Volvieron a guardar silencio, mirando cada uno en una dirección contraria a la del otro, pensando.

—Hablaré con Phoebe —dijo al fin Quirke—. Le preguntaré por ese negro, si es que lo conoce.

—Es posible que no lo conozca —dijo Hackett—, pero eso no significa que no exista. Ah, y hablando de conocer a la gente… —había terminado la taza de té y la escrutaba como si quisiera leer las runas de los posos—. ¿Ha oído usted hablar alguna vez a su hija de un tal Ronnie?

—No. ¿Por qué?

—Porque su señoría, quiero decir la señorita Leetch, mencionó a alguien llamado así. No conseguí que me aclarase nada sobre esta cuestión. No parece un nombre muy típico de un negro, ¿verdad que no? —se miraron el uno al otro y Hackett exhaló un suspiro—. El único Ronnie del que yo he oído hablar es Ronnie Ronalde, el tipo ese de la radio, el que silba.

—No —dijo Quirke—, no, creo que no lo conozco de nada. ¿Cómo que silba?

—«Mockin’ Bird Hill», es una de sus melodías preferidas. «If I Were A Blackbird» es la más conocida, eso sí. Es asombroso. Cualquiera diría que lo que suena es el pájaro, igual da que sea el sinsonte o el mirlo. Los imita tan bien que no se aprecia la diferencia.

Quirke se puso en pie.

—Me parece, inspector —le dijo—, que ya va siendo hora de que me vaya.

Al bajar las escaleras oyó a su espalda, desde las alturas de la última planta, el tenue sonido de la voz de Hackett entonando una melodía que tarareaba imitando un trino.

Si fuera un mirlo, me pondría a silbar y a cantar