Phoebe yacía rígida, mirando la oscuridad sin ver nada. Le pasaba con frecuencia: se iba a dormir y al cabo de una hora o dos se desvelaba debido a una pesadilla de la cual no había conservado ni un solo detalle. De un modo anómalo, eso era lo más aterrador, el sueño se había desvanecido del todo, como un animal que se escabulle por una madriguera y no deja a su paso más rastro que un aura de horror y de suciedad. ¿Cuántos momentos terribles había vivido a lo largo de la vida, cuántos eran seguramente parte de lo que soñaba, si bien no entendía el modo en que olvidaba todo nada más despertar? ¿Tan terribles eran las visiones que tenía en sueños, tanto que su conciencia, al sentir que estaba a punto de despertar, las disolvía y se las escondía del todo? De ser así, no tenía de qué alegrarse; hubiera preferido saber antes que no saber. Se había despertado tendida boca arriba, con los puños apretados contra el cuello y los dientes descubiertos y la caja torácica agitada por la respiración. Era como si hubiese huido a todo correr de algo y al fin hubiese conseguido darle esquinazo, aunque aquello de lo que escapaba, aquello que no tenía un semblante, siguiera estando ahí fuera, oculto en la oscuridad, esperando a que llegase otra noche para salir de su escondrijo con sigilo y aterrarla una vez más.
Encendió la lámpara de la mesilla y apoyó la cabeza en la almohada húmeda y recalentada, cerrando los ojos con fuerza. No quería estar despierta, pero ya sabía que el sueño tardaría en llegar un buen rato. Con un suspiro, se levantó y se puso la bata de seda, o peignoir, que era como se llamaba hablando con propiedad; era una palabra que le gustaba. Había sido de la mujer que durante los primeros diecinueve años de su vida creyó que era su madre.
Fue a la cocina. Los olores nocturnos, ya lo había notado otras muchas veces, eran distintos de los diurnos, más mohosos, más anticuados, más tenues e insidiosos. Se abrió los dos lados de la bata de seda y hundió la cara en el hueco. Sí, también su olor era diferente, un olor estancado, infantil, secreto.
Se le ocurrió la idea de que nunca se había acostumbrado del todo a estar viva.
Tomó de la despensa una botella de leche medio llena y la sacudió para asegurarse de que no se había agriado —no disponía de nevera—, y vertió un poco en una cacerola renegrida, colocándola sobre el hornillo de gas para calentarla, añadiendo una cucharada de mermelada de arándanos. Quedaba una tajada de bizcocho que había comprado dos días antes para tomársela con la cena; se había resecado y estaba dura, se desmigaba con facilidad, pero necesitaba comer algo. A su espalda, comenzó a hervir la leche, y apagó la llama justo antes de que empezara a derramarse. Se había formado una capa de espuma arrugada, cómo no, y tuvo que desecharla lo mejor que pudo con una cucharilla, procurando que no se rompiese, en una operación que siempre le producía una ligera sensación de asco. Vertió en un tazón la leche caliente, teñida de una tonalidad rosa, y desenvolvió el bizcocho del papel encerado para colocarlo en un plato y llevarse a la mesa las dos cosas antes de sentarse. Cerró los ojos y permaneció inmóvil unos momentos, y los volvió a abrir. No había bajado la persiana —detestaba las persianas, le parecían láminas desenrolladas de una piel gris clara—, y la ventana, a su lado, era un alto rectángulo de negrura resplandeciente. No debía de ser muy tarde, a lo mejor la una, más o menos, pero allí fuera estaba todo en silencio. Se tomó la leche con la mermelada y el trozo de bizcocho reseco, dulzón. El latir de su corazón era todavía irregular, aún acusaba la inquietud que le causó el sueño olvidado.
Sus pensamientos naturalmente se concentraron en April, como siempre le sucedía en las horas de desvelo, aunque también pensaba en ella durante el día. Era extraña esa sensación de desamparo que tenía al pensar en su amiga. Era desde luego como un sueño, un sueño en el que hay que hacer algo de la máxima importancia, un aviso que dar a alguien, un secreto que revelar, a pesar de lo cual todo el mundo parece relajado, indiferente, y no hay nadie que se tome la molestia de escuchar la fatídica noticia que sólo ella conoce. Aun cuando nadie más pareciera estar tan preocupado como ella, había pensado que Quirke sin duda alguna se haría cargo de la gravedad que revestía la desaparición de April, el hecho de que ya no estuviera, de que no se hubiera despedido de nadie, de que no hubiera dejado ni rastro, puesto que a fin de cuentas otra mujer joven a la que ella conocía había desaparecido el verano anterior y Quirke había descubierto que la habían asesinado. Sin embargo, cuando fue con él y con el detective al piso de su amiga, y cuando al día siguiente fue a ver al hermano de April, Quirke apenas dijo una sola palabra, y no pareció que le importase mucho ni April ni lo que pudiera haber sido de ella. Pero a lo mejor él tenía razón en el fondo, a lo mejor estaba siendo fantasiosa, a lo mejor había un toque de melodrama en todo aquello. O tal vez fuera sencillamente cierto que a él no le importaba. ¿Les importaba algo a cualquiera de los otros, a Isabel, a Patrick, a Jimmy Minor? Ninguno parecía tener una gran preocupación, o no al menos como ella la tenía, eso estaba claro. A ella le vencía el temor, un pavor del que no era capaz de librarse.
Qué rara es la claridad y la precisión que puede tener la mente a estas horas de la noche, pensó. ¿Es porque son muy pocas las distracciones que se tienen de noche o es porque el cerebro emplea entonces toda la energía que por lo normal reservaría para dar combustible a la actividad mental del día siguiente? Al pensar en esos momentos en April, y en la actitud en apariencia despreocupada de Quirke y de los demás, también ella tuvo una sensación de alejamiento, una sensación de alienación, que para su sorpresa parecía darle margen para que considerase el caso de su amiga con un desapasionamiento nuevo, sosegado, frío. Aunque fuera difícil de entender, en su ánimo April se había disociado de todas las cosas que, aunadas, conformaban la imagen que tenía ella de su amiga, y flotaba en libertad absoluta, como a veces flota en la propia conciencia una palabra libre de aquella cosa a la que está unida y se convierte en algo distinto, no exactamente en un sonido, no un gruñido o un ladrido carentes de significado, sino en una entidad nueva, nueva y misteriosa por ser en sí misma tan sólo, sin ser ya un medio para designar lo que sea.
¿Quién es April?, se preguntó. Había pensado que la conocía, pero en esos momentos empezó a preguntarse si no se habría equivocado por completo y en todo momento, si no sería April alguien muy distinto de la persona por la que siempre la había tomado. En vez de la amiga sincera y abierta con la que había conversado prácticamente a diario, con la que había charlado e intercambiado habladurías, en su ánimo empezaba a aparecer un ser del todo diferente, hermético, reservado, que ocultaba su verdadero yo a Phoebe y tal vez también a todos los demás. Sí, reservada: así era April, no abierta, sino más bien amiga de los secretos, disimulada. Y tras esa figura había algo más, algo oculto, o acaso alguien más, alguien que siempre estaba al fondo de todo, una presencia secreta, pero que todo lo impregnaba. Sí. Siempre había alguien ahí al fondo.
Había visto a Jimmy Minor esa misma noche. Se habían encontrado en O’Neill, en Wicklow Street. El pub estaba lleno de clientes muy ruidosos; estudiantes de Trinity que celebraban una victoria en un partido a saber de qué, y les fue difícil hacerse entender y entender al otro. Ella propuso que fueran a otro sitio, a un lugar más tranquilo, pero bastaba con que alguien propusiera algo para que Jimmy se atrincherase y plantase encarnizada resistencia, y en vez de acceder a marcharse a otro pub pidió algo de beber y encendió un cigarrillo. Le estaba contando algo acerca de April y del periódico para el que trabajaba. Ella no dio crédito a lo que estaba oyendo la primera vez que se lo dijo, y le pidió que lo repitiese: había ido a ver al director y le había dicho que April estaba en paradero desconocido.
—¡Oh, Jimmy! ¡No puede ser, no has podido hacer eso! —le gritó.
Él la miró con sorpresa, dolido.
—Soy reportero —dijo, y alzó las manos minúsculas que tenía en un gesto de sencilla sinceridad—. Alguien desaparece, yo informo.
De todos modos, al director al parecer no le había interesado April Latimer, o al menos fingió que no le interesaba, y le dijo que se olvidara de la historia.
—Le pregunté si sabía quién es y con quién está emparentada. Con eso tan sólo conseguí que se le pusiera la cara de piedra. No le gusta nada lo que mi viejo llamaba habladurías malintencionadas. Insistí, le dije que su tío es el ministro y que su hermano es el médico que tiene la consulta en Fitzwilliam Square, pero no valió de nada, no hubo forma de…
Se desató una ruidosa algarabía entre la multitud de jóvenes con la cara colorada, apiñados en la barra, y Phoebe no logró entender el resto.
—Pero ¿sabía algo de todo esto? —le preguntó ella—. ¿Ya estaba al tanto de que April ha desaparecido?
—Te acabo de decir que lo único que conseguí fue que me mirase con cara de piedra. De todos modos, si quieres saber lo que pienso, sí, yo creo que alguien le había tenido que dar el soplo, y que seguramente alguien le ha dicho que no se le ocurra destapar ninguna historia en torno a ninguna chica desaparecida.
Ella le miró durante unos momentos sin poder decir nada.
—¿Y quién habrá podido llamarle? —preguntó desconcertada—. ¿Quién habrá hecho semejante llamada telefónica?
—Ay, Phoebe —dijo Jimmy con una sonrisa compasiva, meneando la cabeza—. ¿Tú de verdad no sabes nada de esta ciudad, no entiendes cómo funcionan las cosas?
—¿Quieres decir que su tío, el señor Latimer, el ministro, pudo llamar por teléfono al director de un periódico y ordenarle que no publicara una noticia, que no la investigara siquiera?
—Mira, cariño. Deja que te explique —dijo él, adoptando la voz con que imitaba a James Cagney—. El ministro no habrá llamado por teléfono a nadie, y esa orden no existe. Alguien de su departamento habrá tocado una campanilla, un lacayo del ministro, alguien seguramente celta por los cuatro costados, alguien llamado, como poco, Maolseachlainn Mahoganygaspipe[1], que se habrá puesto a decir orinaladas sobre el tiempo que hace durante diez minutos al menos, o sobre el hecho de que las patatas se estén poniendo por las nubes, y casi cuando ya está a punto de colgar seguro que va y dice, «Ah, por cierto, Séanie, se me olvidaba que la joven sobrina del ministro se ha debido de ir de parranda y que la familia está que se sube por las paredes procurando ponerla en su sitio, así que no tiene mucho sentido, ¿no te parece?, que el periódico publique ahora mismo nada al respecto, date cuenta de que terminarías a tomatazos, o con un huevo en toda la cara, ¿o debo decir que a lo mejor terminas duchado con tinta de imprenta? Ja, ja, ja». Estas cosas se hacen así. Una palabra de terciopelo, una amenaza de seda. A ver si espabilas, hermana.
—¿Y el director de un periódico de tirada nacional cede a esas amenazas, así de sencillo?
A esto respondió Jimmy con un relincho en forma de risa.
—¿Amenazas? ¿Dónde están las amenazas? Es más bien un consejo de buen amigo, unas sabias palabras, eso es todo. Y luego está la elegancia y el favor; la próxima vez que Séanie, el director, necesite alguna información privilegiada, llama sin más preámbulos al señor Mahoganygaspipe y le comenta el favorcito que le hizo en su día al ministro y a toda su familia al impedir que sus sabuesos siguieran ninguna pista cuando la problemática sobrina del ministro se fue a dar un garbeo a saber por dónde. ¿Lo ves, o no lo ves?
Sentada junto a la ventana ennegrecida, Phoebe volvió a repasar todo lo que había dicho Jimmy, intentando decidir si podía ser cierto, si podía ser eso lo que en efecto había ocurrido. Por otra parte, pensó entonces, ¿qué más daba que así fuera, aunque fuera cierto? Si los Latimer estaban sirviéndose de sus influencias para impedir que los periódicos informasen de la desaparición de April, ¿qué había de terrible en todo ello? Cualquier familia hubiese obrado de la misma forma, siempre y cuando tuviese el poder de impedir que se contaran las andanzas de una hija descarriada en los periódicos. Y, no obstante, sólo de pensar en esa voz cicatera y en sus insinuaciones por teléfono —Jimmy era un buen imitador—, en las amenazas susurradas al oído, tuvo un escalofrío.
Tenía que concentrarse. Piensa. Recuerda. Sé precisa. ¿Quién es April Latimer?
La leche, en el tazón, se le había quedado tibia, pero se la tomó de todos modos, se la bebió sin dejar una sola gota, y le tocó una semilla de arándano, dura, que se le encajó en el hueco entre dos molares, recordándole su niñez.
Una vez, no hacía tanto tiempo, estaban sentadas las dos, April y ella, en un banco ante el estanque de St. Stephen’s Green, mirando a los niños y a sus madres, que daban de comer pan a los patos. Era una tarde de finales de verano: se acordaba de los árboles que se elevaban majestuosos por encima de ellas, de la luz del sol que parecía arrancar grandes escamas de oro de la superficie del agua. April estaba fumando un cigarrillo como siempre hacía, sosteniéndolo muy cerca de la cara, inclinándose y encorvándose un poco, como si tuviera frío. Era la manera de fumar de una vieja, recordó haber pensado Phoebe, y sintió una oleada de cariño por su amiga, un cariño a un tiempo dulce e inquietante. No acertaba a recordar de qué habían estado hablando en ese momento, pero de pronto se dio cuenta de que April se había quedado callada, de que se había retraído a su interior, de que estaba allí fumando, con el ceño fruncido, mirando el agua del estanque, con una mirada extraña y angustiada en los ojos. También Phoebe se había quedado en silencio, respetando instintivamente el lugar de privacidad al que se había retirado su amiga. Por fin, April tomó la palabra.
—Lo que pasa con las obsesiones —dijo sin dejar de mirar la superficie estrellada del estanque— es que no procuran ningún placer. Al principio, si es que hay un principio, una piensa que es la mayor delicia que conoce —esa palabra, «delicia», a Phoebe le sorprendió, le pareció alarmante, casi indecente—, pero al cabo de un tiempo, cuando estás atrapada y ya no puedes salir de ahí, es como una celda en una cárcel.
Había callado de pronto, y dejó pasar otro intervalo meditando a fondo, fumando, antes de describirle que, en esa celda, una mira con anhelo la ventana, con sus barrotes, demasiado alta para alcanzarla, y la luz del sol y un cuadrado de cielo azul, y se da cuenta de que no sabe cómo es la vida allá fuera, en ese lugar en el que los demás son libres.
Phoebe no supo qué decir, cómo reaccionar. No pensaba que April pudiera ser una persona capaz de ninguna obcecación —otra palabra oscura y perturbadora—, y tuvo en ese momento la sensación de que se acabara de correr una cortina, sólo un instante, que le permitió entrever un corredor largo, en penumbra, en el que murmuraban presencias invisibles, en donde el aire que le comprimía la cara nada más asomarse era húmedo, mohoso, dulzón, cargante. Se acordó del estremecimiento que la había recorrido por entero al atisbar ese lugar oscuro, a pesar de estar sentada en el parque, bajo la intensa luz del sol, ante una escena veraniega. Apareció entonces una bandada de gaviotas batiendo las alas y graznando, empeñadas en atrapar las migas de pan que los niños echaban a los patos, y de pronto se encogió de miedo. April, en cambio, se había puesto en pie nada más ver a las aves carroñeras en pleno descenso, y se echó a reír. «¡Oh, mira esas… esos monstruos!», exclamó sin dejar de mirar a las gaviotas hambrientas con una sonrisa que parecía de feroz aprobación, los dientes pequeños, blancos, al descubierto, el brillo en los ojos atentos, ansiosos. Ése fue un instante en el que Phoebe no pudo conocer a su amiga, no la reconoció. ¿Hubo tal vez otros momentos que se le pasaron por alto, momentos de espantosa intuición, de entrar hasta lo más profundo, que había olvidado, o que había preferido no recordar? ¿Qué sabía de su amiga? ¿Qué podía saber?
Se levantó de la mesa y poco le faltó para caerse, porque se le habían quedado las piernas dormidas por la postura y el frío. Arropándose con la fina bata de seda, fue al cuarto de estar y se quedó plantada ante la ventana. No había encendido la luz. No le importaba la oscuridad, nunca le había dado miedo, ni siquiera de niña. Había vuelto a espesarse la bruma, según vio, aunque aún no tuviera la densidad necesaria para llamarla niebla, y la farola de la calle proyectaba un halo grisáceo en derredor. La calle estaba en silencio. No muchas semanas antes, una prostituta se plantaba en aquella esquina, una mujer triste de ver, joven, flaca, que parecía siempre al borde mismo de la congelación; Phoebe había hablado con ella algunas veces, del tiempo, o de alguna noticia reciente, y la chica siempre le sonreía con agradecimiento, contenta de que al menos alguien no la devorase, no la desnudase con los ojos, o no la insultase sin más preámbulos. Había llegado a decirle a Phoebe su nombre; se llamaba Sadie. ¿Cómo debía de ser su vida, se preguntó Phoebe, obligada a irse con todo el que tuviera una libra en el bolsillo? ¿Qué se sentiría al…?
Se sobresaltó. Había en la calle algo en lo que no había reparado hasta ese momento, una persona de pie justamente donde dejaba de iluminar la luz humedecida de la farola. No acertó a saber si era un hombre o una mujer, aunque supo a la primera que no era Sadie. Era una silueta, nada más, allí de pie, inmóvil casi del todo, y le pareció que miraba hacia la ventana desde la que ella la estaba mirando. Quienquiera que fuese, ¿llegaba a verla allí, en la oscuridad del cuarto de estar? No. ¿Y si se adelantase sólo un poco y se plantara justo delante del cristal de la ventana? ¿Sería visible entonces? Dio un paso al frente conteniendo la respiración. Se llevó la mano al cuello. Estaba temblando, no sabía si de frío o de miedo, o de otra cosa distinta. La silueta no se movió. ¿Era eso todo lo que allí había, o se lo estaba imaginando? Era algo que le había ocurrido antes, cuando vivía en Harcourt Street; ya entonces había pensado que alguien la vigilaba, y ya entonces se había dicho que eran imaginaciones suyas, pero al final resultó que no había imaginado nada de aquello. Se dio cuenta de que se había dejado encendida la luz de la cocina, por lo que quien fuera el que estuviese en la calle sabría que ella estaba allí y que no estaba durmiendo, caso de que además no la hubiera visto sentada a la mesa, con la leche y el bizcocho: ¿era de veras posible que la hubiese visto desde ese ángulo, desde la calle, si estaba sentada? Y en tal caso quizás estuviera esperando a que de nuevo se situase a la luz, con su fino envoltorio de seda, despeinada, sin dormir, inquieta, preocupada por su amiga desaparecida.
De súbito se retiró de la ventana y prácticamente fue corriendo a la cocina y, sin llegar a cruzar la puerta, alargó la mano y apagó la luz. Aguardó a que pasara un momento, y avanzó entonces con cautela y a oscuras, evitando los contornos de los muebles, a pesar de lo cual se golpeó con la cadera contra la esquina del fogón, para asomarse a la calle envuelta en la bruma. Allí no había nadie. Era probable, pensó de pronto, que no hubiese habido nadie, que fuera tan sólo una sombra lo que vio, que hubiera creído que se trataba de una persona. Sin embargo, no dio crédito a esta suposición. Allí había visto a alguien, alguien de pie en la oscuridad, con el relente de la noche, alguien que la miraba desde la calle, que la vigilaba. Pero quienquiera que fuese, ya no estaba allí.