Quirke llegó a mediodía a los Edificios Gubernamentales, donde lo recibió el secretario particular del ministro, un individuo extrañamente inverosímil que atendía por el nombre de Ferriter, gordezuelo y desaliñado, con el cabello negro y lacio y unos carrillos que se le descolgaban de la mandíbula con un movimiento pendular. Quirke pidió disculpas por llegar tarde, y Ferriter dijo que sí, que había sido menester reacomodar dos reuniones de gran trascendencia, sin que faltase en el comentario su untuosa sonrisa, por lo que la reprimenda fue tanto más puntillosa. Llevó a Quirke a una sala cavernosa con dos ventanas altas y manchadas de hollín que daban a Leinster Lawn y allí lo dejó. Los edificios públicos, con ese ambiente de hartazgo y de rumia y de injusticia, con sus silencios siempre reprobadores, producían intranquilidad en Quirke; las salas como ésa le recordaban a la sala de visitas de Carricklea. Que semejante institución necesitara una sala de visitas siempre le había desconcertado, ya que nadie iba nunca de visita, salvo alguno de los inspectores escolares de Dublín, que se apresuraban en recorrer el edificio con la cabeza gacha y huían de allí sin dignarse mirar atrás.
Se apretó el puente de la nariz entre el índice y el pulgar; era la segunda vez en un solo día que se había visto obligado a pensar en Carricklea.
Sin quitarse el abrigo, fue a plantarse ante una de las ventanas y miró el césped. Ferriter, enhebrando una conversación trivial y empalagosa, había afirmado que ya se apreciaba un asomo de la primavera en el aire. De haberlo, a Quirke le había pasado inadvertido. Incluso con la luz del sol en la hierba, pálida e incierta, a sus ojos aquello parecía sumido en el frío del invierno.
Ferriter llegó entonces a recogerlo. Recorrieron largos pasillos sin ventilar, en los que sus pasos apenas hacían el menor ruido sobre la gruesa alfombra que los cubría de lado a lado. Los contados funcionarios con los que se cruzaron rehuían la mirada de Ferriter o lo saludaban con obsequiosas sonrisas; era evidentemente un hombre al que más valía temer.
El despacho de Latimer estaba forrado de madera oscura y olía a polvo y a papeles enmohecidos. Un minúsculo fuego de carbón ardía en una chimenea inmensa, y apenas surtía el menor efecto en el aire frío y húmedo. La ventana situada junto a la mesa daba a una pared de ladrillos. Latimer estaba sentado tras el escritorio con la cabeza inclinada sobre un documento que fingía examinar. Ferriter carraspeó sin apenas hacer ruido y Latimer alzó los ojos imitando un gesto de sorpresa antes de ponerse velozmente en pie y extender la mano. Quirke se disculpó por la tardanza.
—No se preocupe, no es nada —dijo Latimer con aire ausente. Parecía nervioso, y en su sonrisa se había pintado un tinte enfermizo—. Siéntese, por favor. Deje el abrigo en esa misma silla —miró de reojo a Ferriter—. Así está todo perfecto, Pierce —dijo, y el secretario se alejó a paso delicado, cerrando la puerta al salir sin hacer el menor ruido.
Latimer abrió la tapa de una caja lacada que contenía unos cigarrillos gruesos y cortos, y la volvió en dirección a Quirke.
—Nos los mandan del consulado de Turquía —dijo. Quirke miró los cigarrillos con aire dubitativo—. Sí, son una porquería —dijo Latimer—, yo no soporto el olor que tienen —Quirke sacó su propia pitillera de plata y se la ofreció al ministro por encima de la mesa. Los dos prendieron sus cigarrillos—. Bien —dijo el ministro, retrepándose en su sillón—, está claro que éste es un condenado asunto, y además parece que va a peor.
—¿Ha hablado con el inspector Hackett?
—Me llamó por teléfono, en efecto. Una llamada sin la cual habría podido pasar perfectamente. Le juro por Dios que ya sabía yo que esa chica algún día nos iba a buscar complicaciones a todos.
Quirke estudió la brasa de su cigarrillo.
—¿Qué dijo Hackett?
—Que la sangre que apareció debajo de su cama es suya, eso es seguro. Hicieron las pruebas de costumbre. El mismo tipo sanguíneo, tipo 0, tengo entendido —se levantó de la mesa con una torsión del cuerpo casi violenta y se dirigió a un pequeño armario de madera, del que sacó una botella de Jameson Redbreast y dos vasos de cristal tallado—. ¿Le apetece tomar un trago, aunque sea temprano?
—No, gracias.
—Vaya, pues espero que no le moleste si yo me tomo uno. Qué quiere que le diga, lo necesito después de esa llamada de teléfono.
Colocó los vasos sobre la mesa y llenó uno hasta la mitad, dando un trago de whisky antes de hacer una mueca.
—Señor —dijo, sacudiendo la cabeza—, qué follón —volvió a sentarse y dejó el vaso en el secante, delante de sí, fulminándolo con la mirada durante unos instantes en colérico silencio. Alzó entonces los ojos y miró a Quirke con dureza—. ¿Sabe usted lo que podría hacer de mí todo esto, doctor Quirke? Y quién sabe si no afectaría también gravemente al Gobierno…
—No estoy muy seguro de saber a qué se refiere cuando dice «todo esto» —dijo Quirke—. ¿Ha tenido noticias de April? ¿Ha aparecido ya? ¿Ha sabido algo de ella?
Latimer agitó el cigarro, desechando con el gesto sus preguntas.
—No, no. No hay ninguna noticia de ella. Sabe Dios dónde estará. Y una cosa sí le voy a decir: lo mismo da dondequiera que esté, porque tengo la esperanza de que se quede allá una buena temporada. O se queda en donde está o vuelve sin armar ningún jaleo y con la boquita cerrada. Si esto llega a los periódicos… —se interrumpió y miró con ojos desorbitados por toda la estancia, como si ya estuviera leyendo los titulares, escritos en grandes y marcadas mayúsculas negras en el aire.
—¿Ha iniciado Hackett una investigación oficial? —preguntó Quirke.
—No, todavía no es oficial. Le dije que la aplace al menos por un tiempo —dio otro sorbo de whisky—. Si no fuera por esa sangre, Dios nos asista, le habría dicho que archivase todos los hallazgos sin preocuparse de nada más.
Clavó los ojos iracundos de nuevo en el vaso. Quirke aguardó a que siguiera.
—¿Quiere hacerme el favor de explicarme, Quirke —estalló Latimer dolorido y colérico al tiempo—, por qué demonios tuvo que llevar usted a un detective a su piso?
—Es que estábamos preocupados —dijo Quirke.
—¿Quiénes?
—Mi hija y yo.
—Ah, ya. ¿Y ahora me va a decir que ya están menos preocupados ustedes dos?
Quirke se había terminado el cigarro y encendió otro.
—Doctor Latimer —dijo, y se adelantó en su asiento—, me pregunto si se ha parado a considerar todas las implicaciones de lo que halló el inspector Hackett en el dormitorio de su sobrina. ¿Está usted al tanto del particular tipo de sangre de que se trataba?
—Sí, lo sé. Lo sé, ya me lo dijo Hackett. Estoy asombrado, pero en el fondo no me sorprende —elevó el vaso para dar un trago más, pero en cambio lo dejó sobre el secante y se puso en pie y se acercó a la ventana y allí estuvo con una mano en el bolsillo de la chaqueta, contemplando la pared ciega de enfrente—. ¿Qué dice su hija de April? —preguntó sin darse la vuelta—. ¿Sabe acaso qué clase de chica es en el fondo?
—Pues no lo sé. ¿Qué clase de chica es en el fondo?
—Verá usted, doctor Quirke. Mucho me temo que es de esas chicas que dejan sangre en el suelo del dormitorio. Ah, no digo yo que sea una mala chica con todas las consecuencias. Y hay que reconocer que su carácter no lo ha mendigado, no lo ha tomado en préstamo y no lo ha robado, puesto que no es la primera bala perdida que hay en la familia —volvió a la mesa y tomó asiento en el sillón, de pronto con un gran aire de cansancio. Se sujetó la cabeza un momento entre las manos, sacudiéndola, antes de alzar los ojos de nuevo—. Su padre estuvo en la Central de Correos en 1916 —dijo—, luchó codo con codo junto a Pearse y Connolly.
—Lo sé —dijo Quirke.
—Claro que lo sabe, lo sabe todo el mundo, ¿no es cierto? —Quirke captó la nota de amargura que resonó en su forma de hablar—. Conor Latimer, el hombre al que no pudieron matar. Y es estrictamente cierto, los británicos lo habrían fusilado de no ser porque era quien era. Amigo de Oliver Gogarty y de George Bernard Shaw, de Yeats y de Lady Gregory, y de Lady Lavery también, aunque esa relación en particular no se suele airear a menudo en la familia, ya me entiende usted. ¿Sabía que Bertrand Russell hizo un alegato pidiendo clemencia cuando el Consejo de Guerra lo declaró culpable?
—Usted también tomó parte en la Rebelión, si no estoy equivocado.
—Ah, pues sí, así es. Yo sólo era un mozalbete, a duras penas distinguía una cosa de la otra, ni el cañón de una escopeta de la culata. Conor sí había pasado meses adiestrándose en los montes de Dublín —calló unos momentos—. Era un hombre duro donde los haya, doctor Quirke, un feniano enloquecido, sin respeto por Dios ni por los hombres. Era mi hermano mayor y yo lo quería, claro que sí, pero por Dios le aseguro que también me daba miedo. Estar con él era como estar con una especie de animal no del todo domado. Siempre era imposible saber qué iba a hacer a continuación. Y es de él de quien ha heredado April ese aire salvaje, ese punto de bala perdida. Es el vivo retrato de su padre, su vivo retrato —se terminó el whisky que le quedaba en el vaso y se sirvió otro chorrito—. Y nunca llegó a superar la pérdida de su padre. Lo adoraba. Cuando murió, pese a ser tan sólo una niña, algo se le rompió por dentro, algo que nunca se le ha llegado a sanar del todo —suspiró—. Y ahora mismo sólo Dios sabe en qué clase de complicaciones se habrá ido a meter. Y en cuanto a su pobre madre…
Alguien llamó a la puerta de manera apenas perceptible y entró Ferriter. Al atravesar el despacho ministerial pareció que fuera trotando de puntillas, con sigilo. Se inclinó y dijo algo al oído del ministro.
—Mi cuñada y su hijo han venido a visitarme —dijo Latimer a Quirke—. Les he pedido yo que vengan, espero que no le moleste.
Hizo un gesto de asentimiento a Ferriter, que volvió a retirarse callado como una sombra.
Celia Latimer apareció tan meticulosamente acicalada como la última vez que la vio Quirke en Dun Laoghaire, sólo que ese día, tras la apariencia de sosiego y la regia sonrisa, Quirke detectó algo retraído y angustiado. Llevaba un abrigo de visón y un sombrerito del tamaño de un murciélago, e igual de negro, sujeto en su sitio por medio de un pasador nacarado.
—Doctor Quirke —dijo extendiendo la mano enguantada—. Me alegro mucho de volver a verlo.
Quirke miró la mano que le tendía; por el modo en que lo hacía, plana y con los dedos ligeramente curvados hacia abajo, dedujo que esperaba que se la besara; por el contrario, se la estrechó un instante, sintiendo de nuevo el mismo fugaz y sugerente placer. Oscar Latimer se mantenía pegado a la espalda de su madre, balanceándose con agitación de un lado a otro, apareciendo su rostro por encima del hombro izquierdo, por encima del derecho, como si ella fuera un muñeco de tamaño natural que él sostuviera e hiciera caminar por delante de él, a modo de camuflaje, o de escudo. Hizo un seco gesto de asentimiento a Quirke.
—He pedido al doctor Quirke que venga hoy a verme —dijo Bill Latimer— con la idea de que esté con nosotros por su relación con April, quiero decir por la relación que tiene su hija con April. Está igual de ansioso que nosotros por saber qué ha sido de April.
Oscar Latimer y su madre volvieron la cabeza y contemplaron a Quirke con aire inquisitivo e inexpresivo. Él les devolvió la mirada sin decir palabra. Se preguntó si estaban al tanto de la sangre que se había encontrado en el dormitorio de April. Si lo estaban, así se explicarían los abanicos de arrugas de evidente preocupación que marcaban por fuera los ojos de Celia Latimer, además de explicar el modo un tanto conejil en que a su hijo le temblaba el labio superior, en el que ese bigote pelirrojo, que sin duda le producía un picor, parecía más desangelado e incongruente que nunca. Oscar acercó una silla para que se sentara su madre y colocó otra al lado para tomar asiento. Su madre, él y Quirke formaban un semicírculo frente a la mesa del despacho.
—Sí —decía Celia Latimer a su cuñado en un tono de acidez—, no me cabe duda de que el doctor Quirke también está preocupado —miraba de manera ostentosa el vaso de whisky sobre el secante, y Latimer lo tomó con gesto de culpabilidad para llevarlo al armario de la esquina. Su cuñada se volvió de nuevo hacia Quirke—. ¿Ha tenido noticias de April, doctor Quirke?
De pronto éste se descubrió pensando en el olor de la piel de Isabel Galloway. Era un olor cálido, suave, con un matiz de lo que debía de ser maquillaje; le había recordado algo, y en ese momento cayó en la cuenta de qué era. Se vio cuando era niño, sentado con las piernas cruzadas en una alfombra, frente a la chimenea, con varias hojas de papel esparcidas alrededor. Eran hojas escritas por un lado, y aprovechaba los dorsos para hacer dibujos. Debía de estar en el despacho del juez Griffin, en donde muchas veces le dejaban jugar mientras el juez estaba trabajando; las hojas de papel en las que dibujaba debían de ser los borradores ya desechados de las sentencias. Era un día de frío, un día como ese mismo, en lo más profundo del invierno, aunque el fuego de la chimenea daba calor, y tenía sabañones en forma de rombo en las piernas, y le ardía la frente de una manera que a duras penas soportaba, aunque era al mismo tiempo placentera. Nunca había conocido felicidad semejante desde entonces, nunca conoció semejante sensación de seguridad. Dibujaba con lápices de colores, y el olor a cera que tenían era seguramente lo que recordó cuando, en el dormitorio del pisito en la casa a la orilla del canal, Isabel Galloway arrimó la cara a la suya, una cara que también parecía que ardiera, como ardía la suya aquel día, tantos años atrás, ante el fuego de la chimenea, en el despacho del juez Griffin.
—¿Cómo? —dijo pestañeando—. Disculpe, lo siento.
—Decía que si ha tenido usted noticias de April —volvió a preguntarle Celia Latimer—. ¿Se ha puesto en contacto con su hija?
Se adelantó para apagar el cigarrillo en el cenicero que había en una esquina de la mesa de Latimer.
—No —dijo—, me temo que no.
Celia Latimer miró a su cuñado, que volvía a ocupar su sillón.
—¿Y qué dicen los gardaí, William? —preguntó.
Latimer ni siquiera la miró.
—Los gardaí, en cuanto tal cuerpo, no están implicados en las indagaciones. Sólo está al tanto ese hombre, el tal Hackett, el detective al que ya conociste cuando fue a verte. A decir verdad —miró velozmente hacia Quirke—, ni siquiera estoy seguro de la razón por la cual fue a verte, eso de entrada.
Quirke le devolvió la mirada con llaneza. Le desagradaba la truculencia y la mentecatez de ese hombre robusto. Hubiera preferido estar en otra parte. Pensó en la luz del sol afuera, en la languidez con que lucía, en el césped agrisado. Portobello.
Oscar Latimer, que hasta ese momento había guardado silencio, dio de pronto una especie de sacudida iracunda, aferrándose con ambas manos a los brazos de la silla como si estuviera a punto de dar un salto y cometer un acto de violencia.
—Es una deshonra —dijo, y se le quebró la voz—. Primero, que unos desconocidos se enteren de nuestros asuntos, ¡y luego la Guardia! Dentro de nada saldrá todo en los periódicos, cosa que será estupenda. Y todo porque en mi hermana no se puede confiar, porque no es capaz de llevar una vida acorde con cualquiera de las responsabilidades más elementales.
Su madre le puso una mano en el brazo para contenerlo y él calló en el acto, y apretó los labios. Se le habían puesto coloradas las mejillas. Tenía, pensó Quirke, el aire denodado e impedido de un hombre que a duras penas se abre paso a codazos entre un hervidero de gente.
Bill Latimer se volvió hacia su cuñada.
—Le he dicho a Hackett, el detective, que la discreción es de la máxima importancia. Presupongo… —dedicó a Quirke otra mirada endurecida— que en eso estamos completamente de acuerdo.
Quirke había visto aumentar su desconcierto y de pronto lo vio disiparse del todo. Por fin entendió lo que estaba pasando allí, y entendió por qué se le había convocado para que tomara parte en ello. Se estaba celebrando la ceremonia de una expulsión. April Latimer, tácita pero definitivamente, había sido desalojada del medio familiar. Se la estaba desheredando. Su hermano, su tío e incluso su madre ya no se tendrían por responsables de sus actos, ni siquiera de su existencia. Y Quirke era el testigo neutral, pero necesario, el que iba a poner su sello, tanto si lo hacía de grado como si no, en el pacto. ¿Y si, se dijo, estuviera muerta? También esa posibilidad, comprendió, quedaba incorporada a todo lo que a partir de ese momento había de ser anatema.
Rose Crawford le estaba esperando en Jammets, en la barra del fondo. Tenía delante de ella una botella de Bollinger en un cubo lleno de hielo, en la mesa. Había vuelto a Estados Unidos antes de Navidad para ocuparse de sus asuntos financieros, y había regresado a bordo del Queen Mary, que atracó en el puerto de Cobh esa misma mañana. Se quejó del tren que había tomado en Cork, diciendo que hacía frío y estaba sucio y no disponía de vagón restaurante.
—Casi se me había olvidado —dijo— cómo es este país.
Le había traído una caja de Romeo y Julietas y una corbata de fantasía, con una rubia semidesnuda de busto enorme y pezones color cereza pintados encima. Llevaba un vestido azul de seda, con una pañoleta también de seda apenas anudada al cuello. El cabello, en el que había dejado que asomaran mechas de plata, se lo había peinado de un modo completamente nuevo, con raya al medio y recogido a ambos lados. Se la veía como nueva, tersa, y su talante era el de costumbre, de un humor tirando a negro, teñido de escepticismo.
—Se te ve de maravilla —dijo a Quirke, e indicó al barman que abriese la botella de champán—. Desde luego, mucho mejor que la última vez que te vi.
—Yo también he estado fuera —dijo.
—¿Ah, sí?
—Sí, en San Juan de la Cruz.
—Anda… ¿Y eso qué es?
—Un sanatorio para desintoxicarse.
—Sí, ahora que lo pienso creo que Phoebe me dijo en alguna de sus cartas que estabas en el manicomio. Me pareció que había exagerado. ¿Y qué tal estuvo?
—Muy bien.
—Seguro —dijo ella sonriendo. El barman sirvió el champán y colocó las dos copas burbujeantes ante ellos. Quirke miró la suya mordiéndose el labio—. ¿Te atreves? —preguntó Rose, sonriendo con dulzura y malicia—. No quisiera ser yo la responsable de que te vuelvas a crucificar.
Él tomó la copa y rozó con el borde la que ella levantaba. Bebieron.
—Por la sobriedad —dijo.
Ella había reservado su mesa preferida, la del rincón, con un banco corrido, desde donde gozaban de una espléndida vista del resto del comedor. Pidieron salmón escalfado. Hilton y Mícheál, los del Gate, ocupaban una mesa cercana, almorzando envueltos en lo que parecía un enojado silencio. La peluca de Mícheál parecía más negra y más reluciente que nunca.
—Cuéntame qué novedades hay —dijo Rose—. Si es que las hay.
Quirke dio un sorbo a su champán. Era una bebida que no le hacía ninguna gracia, y hasta las mejores añadas le resultaban demasiado secas y ácidas; ese día, sin embargo, le supo a gloria. Iba a tomarse una copa, se dijo, sólo una, y luego a lo mejor una copa de Chablis, y nada más.
—Me estaba preguntando si pensabas volver —dijo—. Pensé que Boston podría acogerte en su regazo y no dejarte marchar nunca más.
—Ah, Boston —dijo ella en tono despectivo—. La verdad es que he estado sobre todo en Nueva York. Y eso sí que es una ciudad, te lo digo yo.
—Pero a pesar de todo has vuelto al sucio, querido Dublín.
—Y a ti, Quirke, también he vuelto a ti.
El camarero les llevó el pescado y Quirke pidió una copa de Chablis. Rose no hizo el menor comentario; se limitó a indicar al camarero que ella seguiría con el champán.
—¿No has hablado aún con Phoebe? —preguntó Quirke—. Quiero decir, desde que has vuelto.
—No, mi querido Quirke, tú eres el primer puerto en que deseaba atracar, como siempre. ¿Qué tal está mi querida niña?
Le habló de April Latimer, le contó que se la echaba a faltar y que nadie tenía noticias de su paradero; no dijo nada de la sangre que se había encontrado junto a su cama. Rose le escuchó, mirándole con el mismo aire de astucia que tenía siempre. Era la segunda esposa, ya viuda, de su suegro, Josh Crawford, magnate irlandés-americano de los transportes, como lo llamaban en la prensa, y en alguna etapa de su vida más bien malhechor. Cuando aún vivía era mucho más viejo que ella, y al morir la dejó convertida en una mujer adinerada. A su muerte, ella se mudó a vivir a Irlanda y compró una mansión en Wicklow que rara vez visitaba, pues prefería lo que ella denominaba la comodidad de una suite en el Shelbourne, en donde disponía de un dormitorio, dos salas para recepciones, dos cuartos de baño y un comedor privado. Quirke y ella se habían acostado una vez, y sólo una, en tiempos turbulentos, cosa de la que nunca hablaba ninguno de los dos, aunque permanecía entre ellos como si fuera algo de lo que era preciso estar al tanto, como una luz que brilla incierta, a lo lejos, en medio de un bosque oscuro.
—¿Y tú qué crees que habrá sido de ella, de esa joven? —preguntó Rose.
—Pues no lo sé.
—Pero alguna sospecha tienes que tener, digo yo.
Él hizo una pausa, dejando el cuchillo y el tenedor y mirando a lo lejos durante unos instantes.
—Tengo mis temores —dijo al cabo—. La cosa no tiene ninguna buena pinta. Por lo visto, la chica es una bala perdida, o eso es lo que dice su familia, aunque Phoebe insiste en que son exageraciones. No sabría decir, la verdad. Trabajaba en el hospital, pero nunca coincidí con ella.
—¿Malachy no la conoce?
—Alguna relación habrá tenido con ella en el transcurso de los días de trabajo, pero dice que no se acuerda bien. Ya sabes cómo es Mal. A la chica tendrían que haberle salido unas plumas y un rabo antes de que él se fijara en ella.
—Desde luego, Malachy —dijo—. ¿Qué tal está?
La copa de Chablis que tenía Quirke parecía haberse vaciado por sí sola, sin que él se diese cuenta. No iba a tomar otra, sin importarle el sonoro clamor con que se lo pidiera su sangre; no, de ninguna manera.
—Dice que piensa en jubilarse.
—¿Jubilarse? Pero si todavía es muy joven.
—Eso es lo mismo que le dije yo.
—Lo que tendría que hacer es volver a casarse antes de que sea demasiado tarde.
—¿Y con quién se iba a casar?
—¿No se supone que este país está lleno de mujeres en busca de un hombre?
Quirke llamó al camarero y pidió otra copa de vino. Rose enarcó una ceja, pero no hizo ningún comentario.
—A propósito —dijo él—, he comprado un coche.
—¡No me digas! ¡Serás… demonio!
—Me ha costado un dineral.
—Eso espero. No te imagino yo en un cacharro barato.
Cuando terminaron de almorzar, él le propuso que dieran un paseo en el automóvil. Rose apenas dedicó una mirada al Alvis; no se impresionaba fácilmente, y cuando se impresionaba ponía un gran esmero en que no se le notase. Cuando montaron en el coche, no quiso dejarle arrancar mientras no se pusiera la corbata con la rubia despampanante. Rió y dijo que si los guardias les diesen el alto lo detendrían por causar un disturbio del orden público.
—A eso, súmale el detalle de que no tengo permiso de conducir y lo más probable es que termine en la cárcel.
El cerebro le burbujeaba de una forma placentera gracias a los efectos de las dos copas de Chablis, y se sintió casi voluble y algo asustadizo. Desvió el espejo retrovisor para poder anudarse bien la ridícula corbata. Rose estaba sentada a su lado, observándole.
—Eso seguro que te iba a gustar —dijo ella.
—¿El qué me iba a gustar?
—Estar en la cárcel. Ya te veo allá encerrado, con un traje con flechas pintadas, contento al hacer tus tareas, coser sacas de correos por ejemplo, y escribiendo tus memorias por las noches, antes de que se apaguen las luces.
Quirke se rió.
—Demasiado bien me conoces —le dijo, y se alisó la corbata antes de volver a colocar el retrovisor y arrancar el coche—. Me alegro de que hayas vuelto —dijo—. Te echaba de menos.
Le tocó a ella el turno de reírse.
—Qué va, eso no es cierto. Pero es agradable que lo digas.
Salieron de la ciudad por Rathfarnham y emprendieron viaje por los montes de los alrededores.
—Antes no conducías —dijo Rose—, ¿verdad?
—No. Me ha enseñado Mal. No ha sido muy difícil cogerle el tranquillo.
—Y te has comprado un coche nuevecito y reluciente —añadió dando unas palmadas en el salpicadero—. Muy elegante. Supongo que habrás impresionado a las chicas, claro.
A eso no respondió. La luz del sol de poco antes se había esfumado, y el día se había vuelto de un gris plomizo. Entre los dos, y de una forma inexplicable, algo se había oscurecido un poco. Durante unos cuantos kilómetros ninguno de los dos dijo nada. Las laderas de los montes, quemadas por las heladas, tenían una tonalidad ocre, y había hielo a los lados de la carretera, y manchas de nieve a resguardo de las rocas y en los surcos largos y rectos abiertos en los campos. Abajo, a la derecha, apareció un lago de contorno circular, volcánico, el agua negra e inmóvil, con aire de irrealidad. Ascendiendo curva tras curva por la carretera estrecha tuvieron la sensación de que el aire era cada vez más intangible, más frío, y Quirke accionó al máximo la calefacción del coche. En Glencree les sorprendió una repentina racha de aguanieve, que incluso los limpiaparabrisas tuvieron dificultad en despejar del cristal.
—Aquí venía a veces con Sarah —dijo Quirke—. Fue justo por aquí cerca donde un día me dijo que Phoebe era mi hija, mía y de Delia, y no suya y de Mal.
—Pero tú eso ya lo sabías.
—Sí. Eso lo había sabido siempre, pero a ella nunca le dije que ya lo sabía. Sabe Dios por qué no lo hice. Por cobardía, claro, siempre es por cobardía.
Rose volvió a reír con voz queda.
—Secretos y mentiras, Quirke. Secretos y mentiras.
Le detalló la crónica del encuentro que había tenido por la mañana con los Latimer. Ella quedó fascinada.
—¿Os convocó a todos juntos en su despacho, en la sede del Gobierno? ¿Cómo dices que se llama ese individuo?
—Bill Latimer. Es el ministro de Sanidad.
—Extraordinario. ¿Y qué pretendía que hicieras tú?
—¿Yo? Nada.
—¿Quieres decir… nada de nada?
—Exacto. Lo que pretende es que todo lo relativo a la desaparición de su sobrina quede bien envuelto entre algodones al menos por el momento, o eso es lo que da a entender. Le da miedo que estalle un escándalo.
—¿Y de veras cree que lo puede mantener en secreto para siempre? ¿Qué pasa si la chica ha muerto?
—En este país uno puede hacer cualquier cosa siempre y cuando sea poderoso. Eso ya lo sabes.
Ella asintió con aire de estar divirtiéndose.
—Secretos y mentiras —volvió a decir con voz queda, con su mejor acento del sur de Estados Unidos, casi como si lo canturreara.
Pasó de largo el aguanieve y bajaron por la carretera hacia un valle alargado y apenas profundo. A lo lejos era visible el mar, una línea de azul indeleble, como si estuviera pintada a lápiz en el horizonte. Había matas de aulaga que se habían tornado de un color entre verduzco y negro del todo, y espinos torturados por el viento hasta adoptar siluetas agónicas, como si fueran garras; los jirones de lana de las ovejas aleteaban prendidos a los alambres de espino junto a la carretera.
—Dios mío, Quirke —dijo Rose de repente—. Este sitio al que me has traído es terrible.
Él enarcó las cejas, sorprendido.
—¿Terrible? ¿Esta parte de aquí arriba?
—Es desolador. Si el infierno existe, me imagino que será más o menos así. Nada de llamas y toda esa parafernalia, sólo el hielo y el vacío. Volvamos. Me gusta que haya gente alrededor. Yo no soy una vaquera, y los espacios abiertos me dan miedo.
Dio la vuelta entrando en un camino y emprendieron el regreso a la ciudad.
Habían dejado atrás los montes antes de que Rose volviera a decir algo.
—A lo mejor tendría que casarme con Malachy —dijo—. Podría ser mi misión en la vida alegrarle un poco el panorama —miró de soslayo a Quirke—. ¿Tú no te sientes solo? —preguntó.
—Sí, claro que sí —se limitó a decir—. Eso le pasa a todo el mundo, ¿no?
Por un momento, ella no respondió, y luego rió por lo bajo.
—No se puede ser más previsible que tú, Quirke.
—¿Y eso es malo?
—No es ni malo ni bueno. Es como eres tú.
—Un caso sin remedio, ¿no es eso?
—Sin remedio. A lo mejor Malachy no es el más indicado para que me case con él.
—¿Y, entonces, quién es el candidato? —preguntó Quirke a la ligera. Desapareció de su porte toda ligereza acto seguido, y frunció el ceño, con la vista al frente.
Rose rió.
—Ay, Quirke —le dijo—. Eres como un niño chico al que le acaban de decir que se vaya a vivir con su abuela durante el resto de su vida. Por cierto —dijo tras unos instantes, volviendo la cabeza para mirar atrás—, ¿no se supone que tienes que parar cuando alguien aparece en uno de esos…? ¿Cómo se llaman? ¿Son pasos de cebra?
La dejó a la entrada del Shelbourne. Ella dijo que aún tenía que deshacer las maletas y luego descansar un rato. Le sugirió que Phoebe y él cenasen con ella. Quirke había vuelto a su piso antes de darse cuenta de que aún llevaba la corbata obscena que ella le había regalado. Se miró en el espejo. Tenía sombras bajo los ojos. Ojalá, se dijo, no hubiera tomado esa copa de champán: aún percibía el sabor agrio en la boca. Se quitó la corbata y entró en la cocina y la echó al cubo de la basura, con los demás desperdicios de la cocina.