10

Quirke aparcó el Alvis en la esquina del Green y ya había cruzado hasta la mitad de la calle cuando se acordó de que no lo había cerrado, por lo que se vio obligado a volver. Al acercarse al coche tuvo la nítida impresión, como le había ocurrido a menudo, de que el automóvil lo miraba con un aire torvo y acusador. Había algo raro en la manera en que estaban dispuestos los faros, en esa mirada fría, alerta, que no parpadeaba, algo que lo ponía nervioso, que lo obligaba a ponerse a la defensiva. Poco importaba con qué respeto tratase a la máquina, poco importaba con qué diligencia se esforzase por familiarizarse con sus manías, con el guiño apenas perceptible que hacía en los bruscos giros a la derecha, con la presión adicional que exigía el acelerador cuando quería meter tercera, que aquel armatoste se le resistía, se empeñaba en lo que a él le parecía un obstinado malhumor. Sólo en algunas ocasiones, en determinados tramos de carretera abierta, parecía olvidarse de sí mismo y renunciar a su altivez y se mostraba deseoso de correr casi con lo que parecía alegría, a la vez que emitía su inconfundible rugido, un rugido embozado bajo el capó, tan especial que los peatones se volvían a mirarlo a su paso. Después, cuando lo llevaba hasta el garaje de Herbert Lane, el motor al ralentí le parecía que acumulase el calor de las ascuas de un rencor renovado. No era él digno de ser dueño de un Alvis; él lo sabía, el coche lo sabía, y no podía hacer otra cosa que reconocer con pesadumbre esa realidad, y poner todo el cuidado para que ese dichoso trasto no se volviera contra él y lo matase de un zarpazo.

¿Podría darse el caso de que esa noche el coche se hubiera percatado de que su estado de ánimo era más vulnerable que de costumbre? Había terminado su primera jornada de trabajo después de haber pasado por el secadero, y no había sido fácil. Sinclair, el ayudante, fue incapaz de disimular la contrariedad, el desagrado que sintió al ver que volvía el jefe, con el consiguiente eclipsarse de todos los poderes que había detentado entre tanto, y que además había disfrutado a lo largo de esos dos meses. Sinclair era un hábil profesional, diestro, bueno en su trabajo —en ciertos aspectos, brillante incluso—, pero era ambicioso y estaba impaciente por lograr un ascenso. Quirke había tenido la sensación de ser un general que regresa en toda regla al campo de batalla tras un permiso para descansar y recuperarse y que se encuentra no sólo con que su segundo ha llevado a cabo la campaña militar con una eficacia despiadada y sin tacha, sino que además descubre que el enemigo ha sido aplastado. Había llegado por la mañana con la confianza suficiente en sí mismo, pero se dio cuenta de que el casco ya no le encajaba como antes y de que la espada no quería salir de la vaina. Tuvo meteduras de pata, contrariedades, malentendidos que se habrían podido evitar. Había llevado a efecto una autopsia —la primera en muchos meses— de una niña de cinco años, y no logró identificar la causa de la muerte, una meningitis leptocócica, que no suele ser una asesina muy sutil. Fue Sinclair quien descubrió el error, y permaneció a su lado, frío y en silencio, examinándose las uñas, mientras Quirke mascullaba juramentos y sudaba y tuvo al final que redactar su informe de nuevo. Luego se lió a gritos con uno de los bedeles, que se ofendió y, malhumorado, exigió una elaborada disculpa. Después se hizo un corte en el pulgar con un escalpelo, uno nuevo, sin usar, por suerte, y se vio obligado a soportar las risitas de suficiencia de la enfermera que le tuvo que vendar la herida. No, no había sido un buen día, ni mucho menos.

En el hotel Russell, como siempre, reinaba una misteriosa quietud. A Quirke le gustaba el sitio, le gustaba la sensación acolchada y mullida que allí tenía, el aire que parecía no haberse movido a lo largo de las generaciones, el modo reblandecido y acogedor con que las alfombras amortiguaban sus pasos y, sobre todo, le gustaba la textura en cierto modo púbica del papel pintado de las paredes cuando lo rozaba accidentalmente con los dedos. Antes de haber emprendido su última fase de bebedor, cuando se suponía que no estaba tomando alcohol bajo ningún concepto, llevaba a menudo a cenar a Phoebe al hotel los martes por la noche, y compartía con ella una botella de vino, que era todo lo que bebía a lo largo de la semana. Con ánimo trepidante, había resuelto probar si era capaz de tomarse una copa o dos de un buen Burdeos sin tener ganas de seguir bebiendo. Se empeñó en ratificar que lo hacía sólo por espíritu de investigación, pero la sensación espumeante que tenía bajo el esternón le resultaba de sobra conocida. Quería tomarse una copa y se la iba a tomar.

Se alegró al ver que era el único cliente en la barra, pero tan pronto tuvo delante de sí la copa de Médoc y se acomodó en una de las mesas, en el rincón menos luminoso de la sala —no era, se dijo, que se estuviera escondiendo; era sólo que el vino que uno se toma en un lugar en sombra, al fresco, en cierto modo gana más profundidad—, apareció un grupo de cuatro personas haciendo bastante ruido. A juzgar por la pinta que tenían, y por la manera de hablar, ya llevaban un rato tomando copas. Eran tres hombres y una mujer. Se quedaron en la barra y pidieron en el acto ginebras y vodkas y Bloody Marys. Dos de ellos eran los famosos Hilton y Mícheál, la pareja de homosexuales que dirigía el Gate; el tercero era un joven apuesto, esperanzado, de cabello rizado y un rictus de enojo en los labios. La mujer fumaba un cigarrillo en una larga boquilla de ébano, con la que hacía abundante ostentación. Quirke abrió del todo el periódico y se deslizó parapetado tras él en su butaca.

Pronto se distrajo de las noticias sobre los temores de que se descubriese un nuevo foco de la enfermedad de las vacas locas y sobre el horror de las guerras en el extranjero. Desocupado, meditó la diferencia que hay entre la soledad y el solitario. La soledad, conjeturó, consiste en estar solo, mientras que el solitario es quien está solo en medio de los demás. ¿Era ése el caso? No, algo quedaba incompleto. Había sido ya un solitario cuando el bar estaba desierto, pero ¿estaba solo ahora que habían aparecido esos otros cuatro?

¿Había sido April Latimer una solitaria? No parecía probable, al menos a tenor de lo que había sabido de ella hasta la fecha. ¿Estuvo alguien con ella cuando perdió el niño que esperaba, o cuando se practicó un aborto? ¿Hubo alguien que le diera la mano, que le secara el sudor de la frente, que le murmurase palabras de sosiego al oído? No es que supiera mucho de las mujeres, de sus cosas. Ese aspecto especial de sus vidas, el hecho de tener hijos y todo lo que iba con ello, era para él un misterio en el que no tenía ningunas ganas de iniciarse. No era capaz de entender cómo había elegido su cuñado una especialidad que transcurría en medio de todo ese melodrama desordenado y transitorio, en medio de toda esa histeria. A mí que me den a los muertos, pensó; los muertos, cuyas breves apariciones en el escenario están acabadas, cuyo último acto ha terminado antes de bajar el telón.

Caso de ser un aborto provocado, ¿se lo había practicado la propia April? Era médico; supuso que sabría cómo hacerlo. Pero… ¿habría sido capaz de asumir semejante riesgo? Eso sin duda dependería del grado de angustia que tuviera por ocultar que había estado embarazada. Seguramente habría acudido a alguien en busca de ayuda, o al menos habría querido confiarse a alguien. En tal caso, ¿podría haber sido esa persona, se dijo, la propia Phoebe? Sólo de pensarlo se enderezó en la butaca de repente y tensó el periódico, con lo que las hojas dieron un seco restallido. ¿Era ésa la razón de que Phoebe estuviera tan segura de que a su amiga le había ocurrido algo grave? ¿Había alguna cosa que ella supiera y que no les hubiera dicho a él y a Hackett? Phoebe era un alma dañada y extraviada en el mundo. Quirke no se tomó la molestia de calcular en qué medida era él el responsable. No le había dado afecto cuando ella necesitaba ese afecto. Era un mal padre; no había manera de escabullirse de esa triste, molesta, dolorosa realidad. Si ella se encontraba en apuros, si sabía cuál era la verdad sobre April Latimer y no sabía a quién recurrir, es que había llegado el momento de que él la ayudase. Ya, ¿y cómo? Se dio cuenta de que estaba empezando a sudar.

—Espero no molestarle.

Levantó los ojos del periódico, sobresaltado y en guardia. Estaba delante de él, con una meliflua sonrisa, la boquilla en una mano y un gin-tonic en la otra. Llevaba un vestido de lana roja, muy ceñido, bajo un abrigo con el cuello de piel y adornos también de piel en las costuras. Tenía un rostro estrecho, maravillosamente delicado y pálido, y un cabello rojo oscuro con un intenso brillo de tinte metálico. Tuvo una vaga sensación de pánico: ¿era alguien a quien debiera conocer? Le resultaba remotamente familiar. Nunca se le dio bien acordarse de las caras. Se puso en pie y la mujer, de repente seria e incluso malhumorada, soltó una carcajada y retrocedió un paso con cierta dificultad.

—Le conozco. Usted es el padre de Phoebe —dijo—. Yo soy amiga suya. Isabel Galloway.

Claro. La actriz.

—Sí, cómo no —dijo—. Señorita Galloway… Qué tal —le tendió la mano, pero ella miró velozmente a la boquilla que tenía en una mano y el vaso de ginebra en la otra, divertida al indicar su incapacidad—. Phoebe suele hablar mucho de usted —dijo—. Y claro está que la he visto… La he visto en escena.

—¿De veras? —dijo ella, abriendo mucho los ojos en un simulacro de sorpresa y de placer—. No hubiera dicho yo que sea usted aficionado al teatro.

Estaba ligeramente achispada. A su espalda, los otros tres, en la barra, daban claros indicios de no tener el menor interés por saber con quién estaba hablando.

—Pues es cierto, no suelo ir muy a menudo. Pero sí, la he visto a usted en algunas ocasiones —aseguró. Ella no dijo nada, quedándose a la espera de manera visible, sin dejarle más salida que invitarla a sentarse con él—. Siéntese, ¿quiere? —dijo, y creyó oír un blando chasquido, como si algo se acabase de cerrar a su alrededor.

Más adelante no podría recordar si en esa primera ocasión ya se dio cuenta de que era una mujer adorable, de una manera lánguida, taimada, felina. Estaba demasiado ocupado en adaptarse a la firmeza del brillo y a la sinceridad con que ella lo miraba; mientras lo estaba observando de ese modo, se sintió como si fuera un alce envejecido y lento de movimientos que se encontrase en el punto de la mira telescópica de un rifle muy abrillantado y muy potente. El dominio de sí que ella tenía lo alarmó; era resultado, supuso, de su adiestramiento de actriz. Era como si la divirtiese algo de mayor tamaño, algo que estaba ocurriendo en ese instante, una cabalgata maravillosa, por absurda, de la que él, sospechó, en ese momento era tan sólo una parte.

Hablaron de Phoebe. Le preguntó desde hacía cuánto que conocía a su hija, y ella agitó la boquilla trazando un amplio círculo, como un mago que gira un aro en llamas.

—Ah —le dijo con una voz espesa y dulce—, ella es demasiado joven para que yo la conozca desde hace mucho. Pero le tengo mucho cariño. Mucho.

Él dio un sorbo de vino, ella de ginebra. Lo miraba sonriendo. Él tuvo la impresión de que alguien lo cachease en busca de algún objeto que llevara escondido encima. Dejó la copa. Dijo que tenía que marcharse. Isabel dijo que también era hora de irse para ella. Volvió a dedicarle aquella mirada tan suya, ladeando la cabeza un ápice. Le preguntó si quería que la llevase a algún sitio. Ella dijo que caramba, sería magnífico. Él frunció el ceño y asintió. Se detuvieron al pasar junto al trío de la barra y ella presentó a Quirke.

—Hay que ver qué pedazo de hombre —dijo el director de actores, maquillado—. Por el tamaño que gasta, seguro que al menos es policía.

Cuando salieron a la calle, era de noche y llovía.

—Dios mío —dijo Isabel Galloway—, ¿ése es su coche?

Quirke suspiró.

Vivía en una casa pequeña, una más en medio de una hilera, de ladrillos entre rosa y ocre, en el canal de Portobello. El interior era llamativamente impersonal, y recordó a Quirke a un joyero del que se hubieran extraído todas las piezas de carácter más íntimo. En el cuarto de estar en miniatura, casi la totalidad del espacio lo dominaban dos sillones tapizados de chintz y un sofá también de chintz en el que daba la impresión de que nadie se hubiera sentado jamás. Había figurillas de porcelana en la repisa de la chimenea, pastoras y perros y una bailarina con tutú, de marcados contornos, como el coral. Nada más entrar Isabel, y antes incluso de haberse quitado el abrigo, fue a encender el enorme aparato de radio que reposaba en un estante junto al sofá; al cabo de unos segundos, cuando se calentaron los transistores, comenzó a sonar música de baile a bajo volumen, una música suntuosa y desmayada, aunque era mala la señal y tenía abundante ruido de fondo.

—Siéntase como en su casa —dijo Isabel con un gesto vago, irónico, y se dirigió a la otra habitación; debía de ser la cocina por los ruidos que le llegaron, el entrechocar de los vasos y un grifo abierto.

Quirke dejó el abrigo, agrisado por la lluvia, en uno de los sillones, y colocó el sombrero encima. Consideró la posibilidad del sofá, pero le resultó intimidante y se quedó de pie esperando a que regresara ella. El techo no estaba a más de un palmo de su coronilla. Se sintió como Alicia después de comerse la tarta mágica y haber aumentado de tamaño.

—Me temo que sólo tengo ginebra —dijo Isabel, que llegó con una bandeja en la que había puesto los vasos y las botellas, cerrando la puerta con un diestro golpe de talón. Dejó la bandeja en una mesa baja, rectangular, delante del sofá, y sirvió una generosa medida de ginebra en uno de los vasos, mientras que Quirke tapó el segundo con la mano.

—Para mí sólo tónica —dijo—. No bebo.

Ella se le quedó mirando.

—Sí, sí que bebe usted. Estaba tomando vino en el hotel, yo le vi.

—Era tan sólo una especie de experimento.

—Ah —se encogió de hombros—. Sí, ahora que me acuerdo, Phoebe me dijo que estaba usted… que tenía un problema —él no dijo nada, y ella le sirvió la tónica en el vaso. Estaba un poco achispada, él se dio perfecta cuenta—. No hay hielo —dijo—, la dichosa nevera se ha estropeado. Le pasa igual todos los inviernos. Creo que está convencida de que debería tomarse unas vacaciones en cuanto llega el frío. Tenga —le entregó el vaso, rozando con sus dedos frescos el dorso de su mano—. Está un poco pasada, sin burbujas. Chinchín.

Quirke intentaba ubicar su acento. ¿Le había dicho Phoebe que era inglesa?

—Podríamos sentarnos —dijo—, ¿o prefiere usted seguir ahí de pie, con lo alto que es?

El sofá en el que parecía que nadie se hubiera sentado nunca era exactamente así; el asiento que ocupó Quirke era mullido a la vez que duro, y ahí encaramado tuvo la sensación de ser transportado en volandas, como un niño en un tiovivo o un cornaca a lomos de su elefante. Dio un sorbo de tónica; tenía razón, estaba insípida y sin fuerza.

Terminó la melodía de baile que sonaba en la radio y el locutor anunció la siguiente pieza, que iba a ser un tango.

—Si hubiera sitio, podríamos pensar en bailar un par de piezas —dijo Isabel. Lo miró de soslayo—. ¿Usted baila, doctor Quirke?

—Pues no mucho.

—Ya me lo parecía —dio un trago de ginebra y recostó la cabeza en el sofá con un suspiro—. Dios mío, llevo toda la tarde de copas con esos pillos. Seguro que traigo una melopea de cuidado —volvió a mirarlo de soslayo—. Ojo, no se le vayan a ocurrir ideas curiosas por eso, ¿eh?

Había una pitillera de plata encima de la mesa, y ella se inclinó a tomar dos cigarrillos, colocándoselos en la boca y encendiéndolos antes de pasarle uno a él.

—Lo siento —dijo—, se le ha quedado el carmín —y Quirke recordó a otra mujer que había hecho eso mismo, ante la repisa de una chimenea, con una luz de nieve en el exterior, diciendo esas mismas palabras al pasarle el cigarrillo.

—¿Cómo es que me reconoció? —preguntó—. Quiero decir… en el hotel.

—Pues supongo que debo de haberlo visto antes, no sé, con Phoebe —entornó los ojos sin dejar de sonreír—. O a lo mejor es que lo he visto justo ante las candilejas todas esas veces que ha venido a verme actuar, y me he acordado de usted.

La música del tango era un torbellino, del color y la lisura de un caramelo de toffee.

—¿Conoce usted bien a Phoebe? —preguntó.

Ella exhaló un suspiro cortante, como si fingiera estar molesta.

—No me pregunta usted otra cosa, y digo yo: ¿hay alguien que de veras conozca bien a Phoebe? De todos modos, ella es en realidad más amiga de April. ¿Conoce usted a April Latimer? —Quirke asintió—. A los demás yo creo que sólo nos tolera por los pelos.

—¿A los demás?

—Es que somos un cogollito de amigos selectos, el cogollito del Faubourg, no le digo más. Nos reunimos una vez por semana y bebemos más de la cuenta y hablamos a espaldas de los demás y los ponemos verdes si hace falta. En realidad soy yo la que bebe más de la cuenta. No tiene que preocuparse por Phoebe, es muy cuidadosa.

—Y April Latimer —dijo Quirke—, ¿en qué medida la conocía usted bien?

—Ah, es que yo conozco a April desde la noche de los tiempos, como si dijéramos. Una vez me robó a un hombre, una sola vez.

—¿Así fue como la conoció?

—¿Cómo dice? Oh, no, no. Nos conocíamos ya desde mucho antes cuando pasó aquello.

—Así que pudo usted perdonarla.

Lo miró de golpe como si temiera que pudiera estar tomándole el pelo.

—Pues claro, cómo no. Si quiere que le diga la verdad, tampoco era nada del otro mundo. No es que me fuera la vida en aquel hombre, y April tampoco tardó en darse cuenta. No nos reímos ni pocas veces a sus espaldas, April y yo.

Terminó el tango y se oyeron unos aplausos remotos, enlatados, y el locutor anunció que era la hora del noticiario.

—Vaya, apáguela, ¿le importa? —dijo Isabel—. No hay nada que me fastidie tanto como oír los desastres del día —lo vio levantarse y, estirando el cuello, lo siguió con la mirada mientras se dirigía al aparato para apagarlo—. La verdad es que es usted inmenso —dijo, y adoptó un acento adolescente, casi de niña—. No me había dado cuenta en el hotel, pero en este pisito de chichinabo parece usted Gulliver.

Él volvió al sofá y se sentó.

—A April entonces le gustaban los hombres, ¿verdad? —le preguntó.

Ella se le quedó mirando con los ojos como platos.

—Veo que va usted derecho al grano, ¿eh? —le dijo. Recostó la cabeza en el respaldo del sofá y la meció despacio de un lado a otro—. Me acabo de dar cuenta de que habla usted de April en pasado. Deduzco que ha hablado de ella con Phoebe, que está convencida de que a April se la ha llevado por delante Jack el Destripador.

—¿Y usted… usted qué piensa que ha sido de ella?

—Si podemos guiarnos por su conducta en otras ocasiones, ahora mismo estará cómodamente alojada con un buen pedazo de hombre en una acogedora posada en cualquier parte… A ver, déjeme pensar… Como poco en los Cotswolds. Se habrán registrado con el nombre del señor y la señora Smith, estarán cenando a la luz de las velas y ella llevará un anillo de casada comprado en Woolworth’s. ¿Qué es lo que piensa usted, doctor Quirke?

Él le propuso que se tutearan. Cuando ella le preguntó cuál era su nombre de pila, y él se lo dijo, ella soltó un chillido de deleite y de incredulidad, e inmediatamente se cubrió la boca con la mano.

—Lo siento —dijo—, no debería reírme. Pero creo que prefiero seguir llamándole Quirke y tratarlo de usted, si no le importa. Hasta Phoebe lo llama así, ¿no es cierto?

—Sí —dijo con llaneza—. Así es como me llama todo el mundo.

Se terminó el cigarro, y ya se inclinaba para apagarlo en el cenicero de la mesita cuando notó los dedos de ella en la nuca.

—Tiene usted un delicioso rizo de sacacorchos justo aquí, donde se le termina el cabello —le dijo.

Dejó que ella deslizara despacio la mano entre sus omoplatos, hasta la cintura. Se volvió y le puso las manos en los hombros —¡qué huesos tan delicados tenía en ellos!— y la besó en los labios maquillados. Tenía un curioso frescor en la boca, y un sabor a ginebra. Ella se retiró unos centímetros y rió un instante aún en su boca.

—Oh, doctor Quirke —murmuró—, debo de estar más borracha que una cuba —pero cuando Quirke le puso una mano en el pecho ella lo apartó—. Tomemos otra —dijo, y se incorporó rozándole aún el cabello. Sirvió la ginebra y lo que quedaba de tónica y le dio a él su vaso. Lo miró a fondo—. No se lo tome a mal, que ya le veo que se ha malhumorado —dijo—. ¿Qué esperaba? ¿O es que no sabe usted cómo son las cosas para una chica en esta ciudad de medio pelo?

Él carraspeó.

—Lo siento —dijo—. Me he equivocado.

Ella endureció sus rasgos al mirarlo.

—Sí, es evidente que se ha equivocado. Como soy actriz, a la fuerza tengo que ser una fulana, ¿no es así? Sea sincero y dígame: ¿es ahí donde le parece que se ha equivocado?

—Lo lamento —volvió a decir, y se puso en pie, cepillándose con las manos la pechera de la chaqueta—. Es mejor que me marche.

Tomó el abrigo y el sombrero. Isabel no se puso en pie; permaneció sentada con las rodillas muy juntas, sujetando con fuerza el vaso de ginebra entre las palmas de las manos. Ya pasaba él de largo cuando ella extendió una mano y le tomó por la suya.

—Eh, alto ahí, no seas así de torpe —dijo—. Ven aquí —le sonrió con aire de perversidad, tirándole de la mano—. A lo mejor no está de más que los dos nos equivoquemos en lo mismo, a ver adónde nos lleva el error.

A lo lejos, la campana de una iglesia daba las tres cuando se deslizó al salir de la cama a oscuras y se plantó junto a la ventana. Una farola torcida proyectaba un círculo de luz en la acera. A su espalda, Isabel, dormida, era un revoltijo de cabello oscuro sobre la almohada y un brazo pálido y reluciente extendido sobre la sábana. La ventana era baja, tuvo que agacharse para mirar al exterior. Había dejado de llover, y el cielo estaba asombrosamente despejado; parecía que hubiesen pasado semanas, meses incluso desde la última vez que estuvo el cielo despejado. Una rodaja de luna pendía en suspenso como una cimitarra por encima de los tejados relucientes de las casas al otro lado del canal. Un coche pasó de largo siseando, los faros a medias apagados. Hacía frío y estaba desnudo, si bien siguió donde estaba, un encorvado vigilante nocturno. Estaba en calma, como si algo que perpetuamente moviera el motor en su cabeza hubiera bajado de velocidad y funcionara a una marcha más lenta. Qué agradable era no pensar en nada, limitarse a estar encorvado allí, sobre la calle, oyendo el suave latir de su corazón, acordándose del calor de la cama a la que pronto regresaría. Pese a la quietud del aire, el canal se movía, el agua se desplazaba sobrada por ambas orillas, arrugada como un papel de plata, y de pronto —¡qué cosas!— aparecieron dos cisnes nadando uno junto al otro con absoluto sosiego, moviendo los cuellos al unísono a medida que avanzaban, dos seres silenciosos, blancos como la luna y bañados por los reflejos blancos y hechos trizas de la luna en el agua.

Por la mañana, por descontado, no fue todo tan fácil como había sido por la noche. Isabel tenía resaca, aunque procuró disimular con una actitud luminosa y sin embargo quebradiza, y se le formó un nudo de tensión entre las cejas, además de tener la piel con esa palidez grisácea y granulosa que era inconfundible signo delator, como bien sabía Quirke de sus muchas mañanas cenicientas tras una noche de parranda, al verse abatido ante el espejo, afeitándose. Ella se había puesto un quimono con un estampado de flores carmesíes y amarillas, tan intrincado que él se preguntó cómo podía ella soportarlo. Se sentaron a la mesa en la cocina diminuta, junto a una ventana que daba a un patio en el que se veía un solitario cubo de la basura. Brillaba un flojo sol de invierno, haciendo todo lo posible por lucir pero sin causar una gran impresión en nada. Isabel fumaba casi con una concentración desmedida, como si se tratase de una tarea que debía cumplir, ardua y tediosa, aunque bajo ningún concepto debía amilanarse. Hizo café con una cafetera de filtro, con tapa de cristal; le salió un café fuerte y amargo, con un sabor alquitranado, que a Quirke le hizo pensar de manera desagradable en el pellejo de un mono. Se preguntó si no sería buena idea hablar de los dos cisnes que vio en el canal a la luz de la luna, pero llegó a la conclusión de que era mejor abstenerse.

Al amanecer habían estado despiertos en la cama, charlando. También entonces fumó Isabel, y algo íntimo hubo en el modo en que la brasa roja de su cigarrillo iluminaba la negrura con cada una de las caladas que daba, antes de disiparse de nuevo. Había nacido en Londres de madre irlandesa y padre inglés, «¿O es que pensabas que nací en un baúl?». Siendo muy pequeña, su padre se dio a la fuga y ella viajó con su madre a Irlanda, para vivir en casa de los padres de su madre. Isabel había terminado por aborrecer a la pareja de ancianos, en especial a su abuela, que la abofeteaba cuando no estaba presente su madre, y que la amenazaba con que se la llevarían los buhoneros, los gitanos, si no se portaba como ella le dijera. Nunca más supo nada del padre, que por lo referente a ella podía estar bien muerto. Rió en voz baja, en la oscuridad.

—Suena todo tan teatral, cuando me oigo decirlo… —dijo—. Es como una pieza del peor realismo socialista hecha en el Abbey. Pero así es la vida, qué quieres. Mucho menos colorida, cariño, que en el Gate.

Le tocó a Quirke el turno de contarle su vida, aunque no tenía ningunas ganas. Ella le acució a que lo hiciera, y se volvió de costado, apoyada en un codo, para escuchar con suma atención. Le habló del orfanato, de los años en la Escuela Industrial de Carricklea, de su rescate gracias al padre de Malachy Griffin. Al cabo de un rato fingió haberse adormilado, y ella no tardó en dormirse. Roncaba. Él permaneció despierto a oscuras, escuchando sus resoplidos y bufidos, y pensó en el pasado, y en el modo en que nunca suelta a su presa.

Con la luz de la mañana despertaron juntos. Él quiso haberse marchado ya, pero no supo cómo despedirse.

—¿Sabías que April Latimer estaba embarazada? —le preguntó.

Ella se le quedó mirando.

—No lo dirás en serio —dijo. Se dejó caer contra el respaldo dando alaridos al reír de contento—. ¡Dios del cielo! Nunca habría pensado que April podía llegar a ser tan… tan banal —asintió—. Claro, era de cajón. A eso habrá ido, habrá ido a Inglaterra a ponerle remedio.

Quirke negó con la cabeza.

—No, no ha ido a Inglaterra. Mejor dicho, caso de que haya ido, no ha sido por esa razón. Estuvo embarazada, pero ya no lo está.

—¿Lo perdió? —él no dijo nada—. ¿Se deshizo de él? ¿Y encima aquí? —preguntó. Algo se le pasó por la cabeza, y de pronto lo escrutó más a fondo, más inquisitivamente—. Oye, ¿y tú cómo sabes todo eso?

—He visitado su piso. Fuimos Phoebe y yo.

—Ah, es verdad. Me lo había dicho Phoebe. Y además con un detective. ¿Y qué pistas encontrasteis, Sherlock Holmes?

Quirke titubeó.

—Había sangre en el suelo, junto a la cama.

—¿La cama de April?

—Sí.

Ella miró la superficie de la mesa.

—Ay, Dios —musitó—. Qué sórdido. Pobre April.

Él esperó antes de hacerle una pregunta.

—¿Ella te lo habría dicho a ti?

Negaba despacio, moviendo la cabeza, consternada e incrédula, sin oírle, hasta que levantó los ojos.

—¿Cómo?

—¿Cómo es la amistad que tienes con April? Quiero decir, ¿te hablaría ella de… de cosas tan íntimas?

—¿Quieres decir que si me habría contado que la había dejado preñada alguien? Dios, pues no lo sé. Es muy graciosa nuestra April, qué quieres. Actúa como si fuera muy extrovertida y descuidada, un espíritu libre y todo eso, pero es muy celosa de sus secretos, más que ninguna otra persona que yo conozca —se paró a pensar unos momentos entornando los ojos—. Sí, ahí tiene que haber gato encerrado, algo escondido bajo muchas capas —siguió. Golpeó el cigarrillo con aire meditabundo contra el lateral del cenicero de chapa—. Tú piensas lo mismo que Phoebe, ¿verdad? Piensas que algo ha tenido que pasarle a April.

La miró. ¿Por qué tenían que estar hablando de April Latimer? ¿Por qué no podía él estar allí sentado a sus anchas, disfrutando sin más del relumbre de su belleza fascinantemente bruñida, contemplando la débil luz del sol en el patio, tomándose el espantoso café que le había preparado?

Iba bien mediada la mañana cuando llegó a Mount Street. Debería afeitarse e ir al trabajo, para el cual ya llegaría con horas de retraso. Entre el correo de los demás inquilinos, en la mesa del portal, había una carta para él, una carta entregada por mensajero; el sobre de color marrón tenía el emblema de un arpa. ¿Quién podía escribirle del Gobierno? Uno de los legados de su infancia era un temor cerval a todo lo que tuviese carácter oficial, un temor del que nunca había conseguido librarse. Se llevó la carta arriba, a su piso, y la dejó sin abrir en la mesa del cuarto de estar antes de quitarse el abrigo y el sombrero. También encendió la estufa de gas, y se preparó una bebida con agua caliente, miel y zumo de limón que sirvió de un envase de plástico en forma de limón. Se sentía hinchado y febril, como si tuviera resaca; tal vez fuera el principio de algo, tal vez la gripe. Le inquietaban sucesivas imágenes de Isabel desnuda en sus brazos, la piel tan clara que era casi fosforescente en la oscuridad. La palabra Portobello le zumbaba en la cabeza como si fuese el título de una canción.

La carta, cuando por fin se animó a abrirla, era del doctor William Latimer, Teachta Dála, que lo interpelaba con el título de A Chara. El ministro requería al doctor Quirke que pasara a visitarlo por su despacho del Ministerio en Kildare Street esa misma mañana a las once en punto —miró el reloj y vio que ya pasaba media hora— para comentar más en profundidad el asunto del que recientemente habían tenido ocasión de hablar. Terminaba despidiéndose con la fórmula Is mise le meas, y firmaba pp con una firma indescifrable, aunque con numerosos acentos en las vocales. A punto estaba de tomar el teléfono para llamar a Leinster House cuando éste sonó de improviso con timbrazos insistentes. Hizo una mueca —un teléfono al sonar, aun siendo el suyo, siempre se le antojaba motivo de alarma— y descolgó con cautela.

—Hola —dijo una voz con un acento que le fue familiar—. Soy Rose, Rose Crawford. ¿Eres tú, Quirke? Sí, ¡soy Rose! He vuelto.