9

El inspector Hackett también había sido siempre un hombre inquisitivo, tanto como él mismo pensaba a veces, tanto como a veces lo demostraba. Suponía que debía de ser una buena cualidad en un policía —a menudo había pensado que por eso mismo terminó en las Fuerzas—, pero también tenía sus inconvenientes. «Fisgón»: así lo apodaron cuando estaba todavía en el colegio, y en ocasiones se había llevado un puñetazo en toda la cara o una patada en el trasero por meter las narices con demasiadas ganas en un asunto que no era de su incumbencia. No es que tuviera un interés especial por adueñarse de los secretos por lo que valieran en sí mismos, ni tampoco por averiguar cosas que le proporcionaran una ventaja sobre aquellos que las tenían en secreto. No, la fuente de la que surgía esa comezón era que el mundo, estaba resueltamente convencido, jamás era lo que parecía, por ser precisamente más de lo que aparentaba. Eso lo había aprendido a muy corta edad. Tomarse la realidad de las cosas tal como se presentaba era lo mismo que perder de vista por completo otra realidad oculta tras ellas.

Recordaba con toda claridad el momento en que por vez primera tuvo un atisbo de la naturaleza velada y engañosa de todas las cosas. No podía tener entonces más de ocho o nueve años. Iba caminando por un pasillo desierto un día en el colegio y vio al pasar un aula en la que estaba un hermano cristiano sentado solo, ante el pupitre, llorando. Habían transcurrido muchos años, pero aún era capaz de rememorar la escena sin perder un solo detalle, como si volviera a suceder ante sus propios ojos. Era por la mañana y lucía el sol por los grandes ventanales, a lo largo de todo el pasillo; recordaba de qué manera entraba la luz del sol y caía en el suelo, dibujando paralelogramos en el interior de los cuales se formaban a su vez unas cruces sesgadas. No recordaba por qué no había nadie más que él y el hermano cristiano, ni por qué estaba él allí, ni qué estaba haciendo. Seguramente se disputaba un partido de fútbol o algo parecido, y alguien lo mandó al edificio del colegio a hacer un recado. Se vio caminar por el pasillo y llegar a la altura de la puerta del aula y echar un vistazo y entrever al hermano allí sentado, solo, no en su mesa, desde la que dominaba toda la clase, sino en uno de los pupitres de los alumnos, en primera fila, aunque fuera demasiado pequeño para él. Lloraba con amargura, en silencio, con la boca abierta del todo, desencajada. Fue una sorpresa enorme, pero a la vez fue fascinante. El hermano era uno de los profesores de trato más llevadero, joven todavía, con el cabello pelirrojo y peinado para atrás, como la cresta de un gallo, y llevaba unas gafas negras, de montura de concha. Algo tenía en la mano —¿una carta, quizás?—, y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Tal vez hubiese muerto un familiar, aunque no era probable que hubiese recibido semejante noticia por carta. ¿Era acaso un telegrama? Más tarde, a la hora del almuerzo, vio a ese mismo hermano en el patio del colegio, vigilando a los chicos, y lo vio con el mismo aspecto de siempre, sonriendo, bromeando, fingiendo lanzar un correazo a éste o a aquél con el cinturón de cuero. ¿Cómo había recobrado la compostura con tanta presteza, sin que se le notase en nada la pena vivida antes? ¿Seguía entristecido por dentro y lo disimulaba, o habían sido quizás las lágrimas el resultado de una flaqueza pasajera, teniéndolas ya olvidadas? Fuera como fuese, era extraño. También perturbador, por supuesto, pero lo que en él permaneció de manera indeleble fue la extrañeza, el espectáculo absolutamente fuera de lo normal en el que un hombre adulto estaba sentado ante un pupitre demasiado pequeño, llorando como una Magdalena, en medio de una mañana por lo demás desierta y huérfana de todo acontecimiento.

A partir de aquel día consideró que la vida era un viaje de descubrimiento —descubrimientos escasos y a menudo banales, desde luego—, y él tan sólo un vigía solitario en medio de un barco lleno de marineros completamente ciegos, que lanzaban al mar la sonda y la sacaban y medían y la volvían a lanzar. Alrededor se extendía sin fin la superficie del océano, como si fuera eso todo lo que se podía ver y conocer, en medio de la calma, en la tempestad, mientras por debajo bullía todo un mundo diferente y lleno de seres de otro tipo, ocultos, centelleando en lo más oscuro de las profundidades.

Ya se avecinaba el atardecer cuando subió otra vez las escaleras de la casa de Herbert Place y recogió la llave de debajo de la losa que estaba suelta para entrar en la vivienda. El portal se hallaba en silencio, a oscuras del todo con la excepción de una luz tenue que entraba por el dintel, pero no encendió el interruptor, movido por una imprecisa voluntad de no alterar en la medida de lo posible la situación de las cosas. La casa era propiedad de los herederos de Lord No Sé Qué —había olvidado el nombre—, residentes en Inglaterra y, por tanto, propietarios absentistas de sus tierras. Había buscado en el Thom’s Directory y encontró tan sólo dos inquilinos inscritos en el inmueble, April Latimer y una tal Helen St. J. Leetch. La hija de Quirke le había dicho cuál era el piso en el que vivía esa otra vecina, la tal Leetch, aunque no recordaba en esos momentos cuál podía ser. Llamó a la puerta de la planta baja, pero por el sonido hueco que hizo al golpear con los nudillos comprendió que no estaba habitada. Pasó más allá de la puerta de April, en el primer piso, sin detenerse, y siguió guiándose por la barandilla y respirando sonoramente. El rellano estaba tan oscuro que tuvo que continuar a tientas por las paredes en busca del interruptor de la luz, y cuando por fin lo encontró y lo pulsó no se encendió luz alguna. Tampoco se veía luz debajo de ninguna de las puertas, y cuando se agachó para mirar por el ojo de la cerradura no vio nada más que el negro más negro. Sin embargo, ese sexto sentido que tenía por ser policía le indicó que ese piso no estaba deshabitado. Levantó la mano para llamar a la puerta, pero tuvo un momento de vacilación. Había algo cerca de donde estaba, una presencia; la percibió de inmediato. No era un hombre fantasioso; aquél no era ni mucho menos el primer sitio oscuro en el que se había encontrado junto con una presencia humana muy cerca, alguien que no hacía el menor ruido, que ni siquiera respiraba, por miedo a ser descubierto, por miedo a que el otro se le echara encima. Carraspeó, y el amago de tos le pareció fortísimo en medio del silencio.

Cuando llamó a la puerta, ésta se abrió de inmediato con un estrépito y con una vaharada de aire estancado, frío, muerto, que salió a recibirle.

—¿Qué es lo que quiere? —inquirió una voz ronca, que hablaba con prisa, urgente—. ¿Quién es usted y qué es lo que quiere?

La vio a duras penas contorneada sobre un incierto relumbre que debía de llegar de la calle por la ventana del fondo, a sus espaldas. Tenía una silueta descarnada, encorvada, que se apoyaba en algo, seguramente un bastón. Despedía un olor a rancio, a lana antigua, a posos de té, a humo de tabaco. Debía de haberle oído al subir por las escaleras y lo había estado esperando pegada a la puerta por dentro, a la escucha.

—Me llamo Hackett —dijo subiendo adrede el tono de voz—. Inspector Hackett. ¿Es usted la señora Leetch?

—Helen St. John Leetch, así es como me llamo, sí. Sí, ¿por qué?

Suspiró; iba a ser una situación complicada.

—¿Le parece que puedo entrar, señora…?

—Señorita.

—¿… aunque sólo sea un minuto?

Oyó que arañaba con los dedos la pared y vio entonces prenderse una bombilla sin filamento apenas encima de su cabeza. Un halo de cabellos enmarañados, canos, un rostro que era todo un cuajo de fisuras, un ojo encendido, negro, reluciente.

—¿Quién es usted? —hablaba con una voz sorprendentemente firme; una voz de mando, podría haber dicho. Tenía un acento que le pareció incluso refinado. Protestante; una antigualla, una reliquia de la decencia más antañona. En cualquier otro de los inmuebles de esa parte de la ciudad seguramente había a la espera una señorita, ojo, no señora St. John Leetch, pegada a la puerta, pendiente de que alguien llamara.

—Soy detective, señorita.

—Pues entonces adelante, adelante, pase, que me está entrando todo el frío —dijo. Fue arrastrando los pies a la vez que retrocedía formando un cuarto de círculo, mientras lanzaba coléricos bastonazos al suelo. Llevaba una falda hasta media pantorrilla, de una tela que parecía de arpillera, y por lo menos tres chaquetas de lana, por lo que pudo contar, una encima de otra. Una pata de gallo, artrítica, sobre la empuñadura del bastón. Hablaba a toda mecha y al mismo tiempo le retemblaba la dentadura postiza—. Si se trata del alquiler, le advierto que está usted perdiendo el tiempo.

—No, señorita, no tiene nada que ver con el alquiler.

Entró con cautela, tentando la suerte. Vio un instante una cocina a oscuras en la que acechaban las formas de los muebles, y una ventana alta, de guillotina, sin cortinas. Hacía mucho frío allí dentro, y era notable la humedad. Se quedó parado sin saber qué hacer.

—¡Que entre, le he dicho! ¡Le he dicho que entre aquí! —gritó—. ¡Adelante!

Pasó ella arrastrando los pies tras él en lo que Hackett supuso que era el cuarto de estar y encendió la luz. Aquello era el caos. Había cosas tiradas por todas partes, ropa, pares de zapatos, sombreros pasados de moda, cajas de cartón de las que se salía literalmente la quincalla de tiempos pretéritos. Era muy fuerte el olor a gato, y al mirar más a fondo detectó una especie de lenta agitación en distintos lugares, bajo los trapos húmedos, en donde dormían sigilosos los animales. Al darse la vuelta, se sobresaltó cuando vio que la mujer estaba pegada a su espalda, examinándolo a fondo.

—Usted no es detective —dijo con manifiesto desprecio—. Dígame la verdad. ¿Qué es usted? ¿Un vendedor? Se dedica a los seguros, ¿no? —le reprendió—. Espero que no sea testigo de Jehová…

—No —dijo con paciencia—, no. Soy policía.

—Es que les da por venir y llaman a la puerta y me ofrecen esa revista, ¿cómo se llama? ¿La Torre? Una vez se la acepté y aquel individuo tuvo la desfachatez de pedirme que le pagara seis peniques. Le dije que se largase, o que llamaba a la policía.

Él sacó la cartera del bolsillo y le mostró su sobada tarjeta de identidad, con las esquinas dobladas.

—Soy Hackett —dijo—, el inspector Hackett. ¿Lo ve usted?

La vieja ni siquiera miró la tarjeta. Siguió escrutándolo con profunda suspicacia. Le puso entonces algo en la mano, a la fuerza.

—Tenga —dijo—, llevo un buen rato tratando de encender ese maldito fuego y no hay manera, a ver si usted me lo arregla.

Él se acercó a la chimenea y se agachó junto al calefactor de gas, encendió una cerilla y abrió la espita. La miró.

—No hay gas —dijo.

Ella asintió.

—Eso ya lo sé, hombre. Me lo han cortado.

Él se puso en pie. Se dio cuenta de que no se había quitado el sombrero y lo hizo en ese momento.

—¿Desde hace cuánto tiempo vive usted aquí, señorita Leetch?

—Pues no me acuerdo. ¿Por qué lo quiere saber?

Un gato escuálido, blanco y negro, salió a asomarse de debajo de un montón de periódicos amarillentos y se enroscó sinuosamente en torno a los tobillos de la vieja, emitiendo un grave ronroneo.

—¿Conocía usted…? Quiero decir si conoce usted a la señorita Latimer, la del piso de abajo —preguntó—. Es decir, la doctora Latimer.

Ella estaba mirando más allá de donde estaba, al calefactor de gas apagado, frunciendo el ceño.

—Me podría morir —dijo—. Me podría morir de frío, ¿y qué iban a hacer todos esos? —se sobresaltó, dio un respingo y se le quedó mirando como si hubiera olvidado que estaba allí—. ¿Cómo? —preguntó. Tenía los ojos negros, con un brillo penetrante.

—La joven del piso de abajo —dijo—. April Latimer.

—¿Qué le pasa?

—¿La conoce usted? ¿Sabe a quién me refiero?

La vieja resopló.

—¿Que si la conozco? —dijo—. ¿Que si la conozco? Pues no, no la conozco. ¿Y dice que es doctora? ¿Qué clase de doctora? No sabía yo que hubiese una consulta en esta casa.

Volvía a llover: Hackett oyó el tenue susurro de la lluvia en los árboles, al otro lado de la calle.

—A lo mejor —dijo con amabilidad— me puedo sentar un minuto con usted, ¿verdad?

Dejó el sombrero encima de la mesa y arrastró una de las sillas de madera alabeada. La mesa era redonda, con las patas combadas, rematadas por unos pies en forma de garra de león. El sobre estaba cubierto por una capa gruesa, brillante, apagada, y resultaba pegajoso al tacto. Ofreció una silla a la vieja y tras unos instantes de vacilación y desconfianza ella tomó asiento, inclinándose sobre la mesa con las manos aferradas a la empuñadura del bastón.

—¿La ha visto usted recientemente? —preguntó Hackett a la vez que tomaba una segunda silla para él—. Quiero decir a la señorita Latimer, a la doctora Latimer.

—¿Cómo la iba a ver, si yo no salgo nunca?

—¿Nunca… nunca ha hablado con ella?

La vieja echó la cabeza hacia atrás y lo miró con incredulidad desdeñosa.

—Pues claro que he hablado con ella, ¿cómo no iba a haber hablado con ella? Si vive ahí mismo, ahí debajo. Es ella la que me hace la compra.

No estaba muy seguro de haberla oído correctamente.

—¿Le hace la compra?

—Por eso no tengo nada en casa. Casi me estoy muriendo de hambre.

—Ah, ya entiendo —dijo—. ¿Y eso es porque lleva algún tiempo fuera?

—Por eso y por el frío que hace, la verdad es que me extraña que no haya estirado la pata ya —su turbia mirada era más turbia aún. Se hizo un prolongado silencio, y al cabo volvió en sí—. ¿Cómo?

En una esquina de la estancia, bajo lo que podría haber sido un montón de mantas, hubo una breve y violenta riña, acompañada por siseos y maullidos. Hackett volvió a suspirar; lo mismo daría que renunciase al intento, no iba a sacar de allí nada en claro. Tomó el sombrero.

—Gracias, señorita —dijo, y se puso en pie—. Ya me marcho, la dejo en paz.

También la vieja se puso en pie con esfuerzo, moviéndose como un sacacorchos sobre el pivote de su bastón.

—Supongo que se habrá marchado con ese tipo —dijo.

Hackett, que ya se había vuelto en dirección a la puerta, se detuvo en seco. Sonrió.

—¿Y qué tipo puede ser ése, eh? —le preguntó con amabilidad extrema.

Le llevó un buen rato, y ni siquiera al cabo quedó él seguro del todo de lo que había averiguado, y ni siquiera de que fuera algo. Poco a poco le fue quedando claro, si es que ésa era la palabra adecuada en medio del caótico desván que formaba el entendimiento de la señorita St. John Leetch, que el tipo con el que a lo mejor se había marchado April no era uno, sino muchos. Las palabras salían de su boca enmarañadas como un ovillo de lana. Por momentos estaba indignada, por momentos burlona o agraviada. Salieron a relucir algunos nombres, un tal Ronnie, al parecer «¡ridículo! ¡Espantoso!», y aparecieron otras figuras que entraban y salían a todas horas del día y de la noche, hombres, mujeres también, seres en penumbra, inciertos, una galería de fantasmas que pasaban aleteando por las escaleras mientras ella se ocultaba en el rellano, a oscuras, viendo, escuchando. Sin embargo, hubo una figura a la que recurrió varias veces, indistinta para ella como todas las demás, a pesar de lo cual le había parecido singular.

—Agazapado, furtivo, escondiéndose de mí —dijo—, convencido de que yo no lo iba a ver, como si fuera ciega. ¡Paparruchas! Fama he tenido siempre por mi vista de águila, siempre he tenido fama por ello, mi padre se lo decía a todo el mundo muy ufano, «Mi Helen», decía, «mi Helen es capaz de ver el viento», y mi padre no alardeaba de sus hijos a la ligera, eso se lo digo yo. Ahí al acecho andaba, por las escaleras, a resguardo de las sombras, segura estoy de que a veces quitó la bombilla del casquillo, pero si no lograba yo verlo sí que me llegaba su olor, ese perfume que lleva siempre, una persona temible, estoy segura de que tiene que ser una especie de pervertido, empeñado en esconderse en el hueco de la escalera, sigiloso como un ratón, como un ratón, pero bien sabía yo que andaba por ahí el animal, yo lo sabía… —bruscamente calló—. ¿Cómo?

Se quedó mirando a Hackett con desconcierto, como si también él fuese un intruso que acabara de materializarse delante de ella.

—Y dígame —dijo en voz muy queda, engatusándola, como si fuera una niña—, dígame quién era.

—¿Quién era quién?

Inclinó la cabeza a un lado y lo miró de refilón, entornados los ojos y fruncidos los labios. Hackett vio la mugre acumulada por los años alojada en las arrugas de sus mejillas. Trató de imaginársela de joven, una belleza de huesos largos, caminando bajo los árboles en el otoño, llevando del ronzal a un caballo pinto. Mi Helen, decía, mi Helen es capaz de ver el viento.

—¿Podía ser un novio suyo, le parece a usted? —preguntó—. ¿O a lo mejor era un familiar, un hermano, tal vez un tío que venía a verla?

Ella seguía mirándolo de forma velada, astuta, de refilón, y de pronto se echó a reír deleitada y despectiva al mismo tiempo.

—¿Un familiar? —dijo—. ¿Cómo iba a ser un familiar? ¡Si era negro!