El Shakespeare era uno de los contados pubs en los que dos mujeres sin acompañante podían verse para tomar una copa sin que las mirasen de arriba abajo o sin que el barman les pidiera incluso que abandonasen el local. «Claro, por algo es la cantina del trabajo», diría Isabel Galloway por toda explicación. Todos los actores del Gate Theatre, que estaba a la vuelta de la esquina, se reunían allí a tomar algo, y en los descansos la mitad de los hombres del público acudían con prisa para apiñarse en la barra y tomarse una copa de verdad, en vez del vino agriado y del sucedáneo de café que ofrecían en el bar del teatro. Se trataba de un local pequeño, íntimo, de trato sencillo, y con determinadas luces, habiendo gente suficiente, y consumidas las copas suficientes, diríase que era el no va más de la sofisticación, o al menos lo era tanto como se podía esperar en esa ciudad.
Phoebe e Isabel se habían dado cita a las siete. A esa hora eran pocos los clientes, y tomaron asiento en una mesa de un rincón, junto a la ventana, sin que nadie las molestase. Phoebe pidió una cerveza con limón; Isabel bebió el gin-tonic de costumbre.
—La quincena que viene descanso —había dicho arrastrando las sílabas con el mayor de los cansancios—, así que a ésta invitas tú, cariño.
Llevaba una boa de plumas verdes y el sombrerito que Phoebe le había conseguido con un generoso descuento en la Maison des Chapeaux en la que trabajaba. Las uñas las llevaba inquietantemente largas y pintadas de rojo encendido, con un carmín a juego. Phoebe, como siempre, quedó cautivada por el extraordinario cutis de su amiga, por su palidez de porcelana, por su aparente fragilidad, resaltada por unos mínimos toques de colorete en los pómulos, y por lo vivo de los labios, curvos, relucientes, tanto que parecía como si una rara y exótica mariposa se le hubiera posado en la boca y allí siguiera, palpitante, aleteando.
—Y bien —le preguntó—, ¿cuál es la última? ¿Ha escapado April de las garras de la banda dedicada a la trata de blancas y ha vuelto para contarnos la historia con pelos y señales?
Phoebe negó con la cabeza.
—Mi padre y yo fuimos ayer a su piso —dijo—. Con un detective.
Isabel abrió los ojos como platos.
—¡Un detective! ¡Qué emocionante!
—Allí no hay ni rastro de ella, Bela. En el piso está todo tal como lo dejó, como si hubiera bajado a comprar algo a la tienda de la esquina y no hubiese vuelto. Es imposible que se haya marchado, no se ha llevado nada. Es como si se la hubiera tragado el aire.
Isabel sacudió la cabeza con los párpados cerrados.
—Cariño, a nadie se la traga el aire, igual da que espese la niebla o que levante.
—¿Y entonces dónde está?
Su amiga apartó la mirada y se ajetreó buscando algo en el bolso.
—¿Tienes un cigarrillo? Me parece que se me han acabado.
—He dejado de fumar —dijo Phoebe.
—Oh, Dios mío, ¡no es posible! Te estás volviendo tan virtuosa día a día que casi, casi eres una monja, y así no hay quien te siga, chica. Tampoco es que quiera yo seguirte por ese camino, cuidado —Phoebe no dijo nada. A Isabel algunas veces se le agriaba el tono de voz de una forma nada atractiva—. Y… claro, no querrás comprarme algo de tabaco, digo yo. Es que estoy en las últimas, de veras —Phoebe alcanzó el monedero—. Eres un amor, Pheeb. A tu lado, me siento como una fulana de tomo y lomo. Gold Flake… Con un paquete de diez me llega.
En la barra, mientras esperaba a que el barman le diese el tabaco y las vueltas, Phoebe se acordó de una velada que había pasado allí mismo el cogollito, tres o cuatro semanas antes. Isabel actuaba en una pieza que dejó de representarse a las cinco funciones, y sus amigos se reunieron en el Shakespeare para consolarla. El resto de la clientela los miró con insistencia, como otras veces —Patrick no pareció fijarse, como siempre—, a pesar de lo cual había sido una ocasión de alborozo compartido. Allí estaba April, alegre y mordaz. Habían bebido un poco más de la cuenta, y cuando se acercaba la hora de cierre en las calles brillaba la helada, y caminaron bajo las estrellas relucientes hasta el Gresham con la esperanza de persuadir al barman, confeso y siempre esperanzado admirador de Isabel, de que les sirviera la última. En el vestíbulo rieron y hablaron armando demasiado revuelo, y dedicaron un rato a tratar de callarse los unos a los otros, poniéndose los dedos en los labios, farfullando. Les decepcionó que el fan de Isabel no trabajara esa noche y que nadie les pusiera una copa, por lo que Patrick los invitó al piso en que vivía, cerca de Christ Church. Los demás fueron con él, pero a Phoebe algo impreciso, algo insuperable, una extraña reticencia —¿fue acaso timidez, fue acaso un miedo oscuro?— la inspiró a mentir y alegó que tenía dolor de cabeza antes de tomar un taxi para volver a su casa. Una vez allí lo lamentó, por descontado, pero ya era tarde para eso: se habría sentido como una idiota si le diese por aparecer en casa de Patrick en plena noche, fingiendo que su repentino dolor de cabeza se le había pasado de manera no menos repentina. Sin embargo, sabía que en casa de Patrick había sucedido algo aquella noche. Al día siguiente ninguno de ellos quiso decir nada, ni tampoco en los días sucesivos, aunque fue como si ese mismo silencio a ella le dijera a las claras que había pasado algo.
Llevó el paquete de tabaco a la mesa.
—Cuéntame qué dijo el detective —le apremió Isabel, desgarrando el celofán con sus uñas rojo vivo—. No, espera, primero cuéntame cómo era. ¿Alto, moreno, guapo? ¿Tipo Cary Grant, elegante, sofisticado, o era de gran envergadura y con aire de peligro, como Robert Mitchum?
Phoebe no pudo contener la risa.
—Es bajito, paliducho y feo hasta decir basta. Se llama Hackett, que es un nombre que le va al pelo. Yo ya lo conocía, de cuando… —calló de pronto, y se le ensombrecieron las facciones.
—Ah —dijo Isabel—. Te refieres a lo de Harcourt Street, cuando pasó todo aquello…
—Sí. Sí, cuando aquello —Phoebe asintió muy deprisa sin poder impedirlo; fue en ese momento como una de esas figurillas de alcancía que asienten cabeceando cuando alguien echa una moneda, y además se le aceleró la respiración. Cerró los ojos. Era preciso que se dominase. No podía pararse a pensar en aquella noche en Harcourt Street, la brisa que entraba por la ventana abierta de par en par, el hombre abajo, en la verja del perímetro de la entrada, empalado por las lanzas.
Isabel puso una mano sobre la suya.
—¿Estás bien, cariño?
—Estoy bien, no es nada. De veras, estoy bien.
—Anda, tómate una copa de verdad, algo que te entone. Tómate un coñac.
—No, prefiero no beber ahora. Es sólo que a veces, cuando me viene a la memoria… —se retrepó en su asiento; estaba tapizado en un terciopelo del color de un vino aguado; puso las manos en los costados y de un modo extraño la textura del terciopelo la consoló, recordándole, sin que supiera por qué, a su infancia—. Isabel —dijo—, ¿qué pasó aquella noche en casa de Patrick? ¿Te acuerdas, después de que se suspendieran las funciones, cuando vinimos todos aquí y nos emborrachamos, y luego os fuisteis todos a casa de Patrick?
Isabel se ajetreó en retirarse del labio una imaginaria hebra de tabaco.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, y apartó la mirada y frunció el ceño—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Cómo que qué pasó?
—Es que pasó algo. Todos guardáis silencio sobre aquella noche, y Jimmy estuvo más sarcástico que de costumbre.
—Pues la verdad es que no me acuerdo. Estábamos borrachos, según has tenido la dulzura de recordarme, aunque tú no, de eso estoy segura, por algo eres tan buena chica, hay que ver —sonrió con afectada amabilidad—. Supongo que hubo una riña o algo así, ya sabes cómo se pone Jimmy con Patrick cuando se ha pasado de la rosca —Phoebe esperó. Estaba de pronto sosegada, aunque de una manera espantosa. Isabel, que seguía sin mirarla, soltó un suspiro con el que manifestó su enojo, un suspiro que no sonó bien del todo, como si fuera un suspiro en escena—. Sí, eso es, claro. Hubo una riña. Se armó por cualquier cosa, por nada, como siempre. Jimmy quiso acompañar a April a casa, estaba con el ánimo caballeroso, y April no se quería marchar. Al final yo lo convencí para que dejara de estar malhumorado. ¿Por qué no me acompañas a mí a mi casa?, le dije.
—¿Y entonces?
—Entonces nos marchamos. Jimmy y yo. Hacía una noche deliciosa, había helado del todo, no había un alma por la calle. Habría sido de lo más romántico si hubiera sido cualquier otro en vez de Jimmy.
Isabel estaba prendiendo el segundo cigarrillo con la colilla del primero. Phoebe se preguntó si eran imaginaciones suyas o si a su amiga en efecto le temblaban un poco las manos. ¿Estaba diciéndole la verdad de lo que pasó aquella noche?
—¿Y April se quedó? —preguntó Phoebe—. ¿Con Patrick?
—Bueno, eso depende de lo que entiendas tú al decir que se quedó con Patrick, cariño —dijo. Por fin le había dado la cara y la miraba de lleno con aire desafiante, con un brillo infrecuente en los ojos, con una mirada de dureza—. ¿No crees?
A Phoebe le pareció que las luces del bar de pronto habían menguado en su intensidad. Notó un sabor agrio en el fondo de la boca. Cómo esperan agazapadas y nos tienden una emboscada nuestras verdaderas emociones, pensó.
—Si quieres que te diga la verdad —le decía Isabel con su voz arrastrada, enronquecida, de actriz—, a mí me parece que es demasiado lo que se arma a partir de esos incidentes que a veces se producen a altas horas, una noche. Nadie es quien es, está todo el mundo medio enloquecido de tanto beber, empeñado en buscar un significado oculto hasta en cualquier pequeñez. Es posible que me perdiera mucho, claro está, porque a esas horas de la noche suelo estar para el arrastre, y más cuando he pasado dos o tres horas de pie en un escenario, hablando a gritos ante un público que no hace más que gritarme, y lo mismo una y otra vez, igual todas las noches. A esas horas sólo tengo ganas de meterme en la cama con una bolsa de agua caliente, y lo único cañero que me apetece tener a mano es una buena copa.
Phoebe se sintió como si acabara de atravesar una espesura densa y llena de espinos y hubiera salido a un paraje desolado, yermo, ceniciento.
—Así que eran amantes —dijo de plano.
—¿Qué? —Isabel se quedó mirándola y soltó algo de lejos semejante a una risa forzada—. ¿Sabes qué te digo? Me parece que jamás he oído esa palabra en la vida real. Nunca la he oído fuera del teatro. En serio. ¡Amantes, ya te digo!
—Bueno, ¿y lo eran? Es decir, ¿lo son?
Isabel se encogió de hombros.
—Cariño —dijo con su tono de voz más cansino, más mundano—, debes de tener la imaginación más calenturienta que haya, al menos para dártelas de chica de convento, que es lo que pretendes hacernos creer que eres. Patrick, qué duda cabe, seguro que tiene que estar a reventar de apremios primitivos y urgentes, pero de ahí a que fuesen amantes… Yo la verdad es que no lo termino de ver. ¿Tú sí? Ya sabes cómo es April.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que ya sé cómo es?
—Verás, cariño: yo creo que en todo esto hay más palabras que obras. Mucho bla, bla, bla, y poco o nada de lo otro. Según mi experiencia, los que parecen más dados a la cosa al final resulta que son vírgenes —dio una palmada en la mano de su amiga—. ¡Qué rarita eres, mi querida Phoebe! Rarita y adorable por ser en el fondo una puritana, una mojigata. ¿O es que estás celosa? ¡Te has sonrojado! ¡Sí que estás celosa! Ojo, que eso yo lo puedo entender, cómo no. Es un pedazo de virilidad de lo más sedoso que hay, ¿a que sí? —se le había endurecido la voz y asomaba en sus ojos de nuevo ese brillo frío, amargado.
—Sí —dijo Phoebe—, sí, la verdad… Sí, es que es… es guapísimo.
Isabel la miró.
—Por Dios —dijo en tono cortante—, no me irás a decir que encima estás colada por sus huesos.
Phoebe no iba a llorar: el llanto no daría ningún consuelo a su corazón de repente estrujado. Estaba segura de que, al margen de lo que quisiera decir Isabel, April y Patrick habían sido amantes. El pensamiento se le había pasado a menudo por la cabeza, pero nunca había llegado a creérselo del todo. En ese instante lo creyó. Una vez asumida, la convicción no iba a debilitarse. E Isabel tenía toda la razón, estaba celosa. Pero lo peor de todo era que no sabía de quién tenía celos, si de April o de Patrick.
No, no iba a llorar.
Y lógicamente, al día siguiente tuvo que ir y quedar en ridículo. Sabía que no debía hacerlo bajo ningún concepto, pero no hizo caso. Razonó despacio: como era la hora de almorzar podía fingir, si no le quedaba más remedio, que había salido a dar un paseo. Ridículo, claro está: ¿quién iba a creer que alguien pudiera irse de paseo desde Grafton Street hasta Christ Church con el tiempo que hacía? En realidad no había contado con encontrárselo; al fin y al cabo, ¿qué posibilidad había de que estuviera en su casa a mediodía? Tampoco es que tuviera la firme intención de ir a visitarlo. Entonces, ¿en qué estaba pensando? Era infantil; se iba a comportar como una colegiala de paseo por la calle con la vaga esperanza de ver un momento al chico que la tenía encandilada. Se dijo que ya iba siendo hora de dejar de portarse como una idiota, hora de volver sobre sus pasos, y a pesar de todo siguió adelante, con un tiempo de perros, y cuando dobló al salir de Christchurch Place a Castle Street… ¡allí estaba! Lo vio caminando hacia ella por la otra acera, con su abrigo de lana marrón y una bufanda, llevando una bolsa de rejilla llena de comestibles. Él no la vio en el acto y ella pensó en volverse sobre sus talones y darse a la fuga, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde: él la vería sin duda en cuanto apretase el paso, escapando, y pensaría que era una imbécil de remate, más que nunca, y peor aún sería que reconociese ella misma su acto de cobardía. Así que siguió adelante, armándose de valor para mostrarse tan sorprendida como sin duda lo estaría él.
—¡Phoebe! —dijo él, y se detuvo con su sonrisa inmensa—. Cómo me alegro de verte.
—Iba… iba a… ver a alguien —dijo—. Allá mismo, en la catedral. Una amiga mía. Allí la acabo de dejar —balbuceaba, ella misma lo oyó—. Se me había olvidado que vives en esta calle. Ya… ya me vuelvo al trabajo.
Patrick seguía sonriendo. Tuvo que advertir que le mentía. ¿Qué iba a pensar que estaba haciendo ella por allí? ¿Se habría dado cuenta de que tenía la esperanza de que él también estuviera por allí, y sobre todo de encontrárselo?
—Anda, entra un minuto —le dijo—. Hace mucho frío.
Vivía en una casita destartalada, con una estrecha puerta de entrada, pintada en líneas onduladas y barnizada de modo que pareciese de madera. Disponía del piso de la primera planta; ella nunca lo había visitado. La casera ocupaba la planta baja.
—Ha salido —dijo él—, así que no hay nada de qué preocuparse.
El suelo del recibidor estaba cubierto de linóleo, y las escaleras eran empinadas y despedían un fuerte olor a humedad. Había hecho lo posible para que el minúsculo y desolado cuarto de estar pareciera hogareño, poniendo posters de mucho colorido en las paredes y una manta de un rojo intenso sobre el respaldo de un viejo sillón. Se fijó en la cama de la esquina, aunque no se permitió mirarla despacio. Su escritorio era una mesa de cartas plegable que estaba colocada debajo de la ventana. Encima, junto a una máquina de escribir portátil Olivetti verde y una pila de libros de texto, había una fotografía enmarcada de una pareja de mediana edad y vestidos los dos con trajes tribales, la mujer con un complejo tocado en la cabeza. Había un teléfono en el suelo, junto a la cama; ella se fijó en que era un modelo anticuado, como el de April, con una manivela en el lateral.
—¿Has almorzado ya? —le dijo Patrick—. Iba a prepararme algo de comer.
Phoebe miraba la figurilla de bronce que había en el alféizar de la ventana: era un guerrero de ojos grandes, de aspecto temible, con un casco puntiagudo, que enarbolaba una complicada especie de espada larga, de punta muy ancha.
—Es de Benín —dijo Patrick siguiendo su mirada—. Es un oba, una especie de rey, o de jefe. ¿Sabes algo de los bronces de Benín?
Phoebe negó con un gesto.
—No, lo siento.
—Oh, no tienes por qué. Aquí en el norte hay muy poca gente que sepa algo de Benín. El arte africano nunca podrá resultar sofisticado a ojos de los europeos. Ésa es una copia, claro.
Se dirigió al hueco en donde había un fregadero y un armario alto, y un hornillo eléctrico, un Baby Belling, colocado en precario en un estante; era poco mayor que una sombrerera y tenía un solo fuego. Llenó de agua la pava y la puso en el hornillo a calentar y comenzó a sacar las cosas de la bolsa de rejilla, dejándolas en la encimera.
—¿Te apetece café o té? —le preguntó—. Yo voy a tomar pan con queso y dátiles. ¿Tienes hambre?
—Me encantan los dátiles —dijo, aunque nunca los había probado.
No tenía cafetera, y preparó el café en un puchero. Era un café intenso, amargo, y ella notó los posos entre los dientes, como si fuera arena, aunque a la vez pensó que nunca había probado nada tan maravilloso, tan exótico, tan cargado de aromas lejanos. Se sentaron uno frente al otro, uno a cada lado de la mesita, ella en el sillón de la manta roja, él en un cómico taburete de tres patas. Los dátiles estaban pegajosos y sabían a chocolate. Por encima del borde de la taza observó las manos de Patrick. Las tenía grandes y casi cuadradas, con unos dedos muy gruesos, que parecían acariciar con meditada ternura todo cuanto iba tocando. Allí, entre sus cosas, en su casa, parecía más joven que cuando lo veía fuera, casi un muchacho, un poco tímido, un poco vulnerable.
—¿Quieres un poco de queso? —ofreció. Cuando dijo la última palabra, se le descolgó un poco el labio inferior y ella vio el interior rosado de su boca, más carmesí que rosa, un lugar oscuro, secreto, suave. Con el rabillo del ojo vio que había dejado su abrigo sobre la cama; se encontraba en ángulo, con una manga extendida; podría haber sido ella misma allí postrada.
—Te he mentido —le dijo—. No he ido a ver a ninguna amiga. No he ido a ver a nadie.
—Vaya —dijo sin dar muestras de sorpresa, limitándose a sonreír otra vez. Cuando sonreía, tenía una forma curiosa de agachar la cabeza hacia un lado antes de levantarla, un gesto con el que parecía torpe y contento a la vez.
—La verdad es que he venido porque tenía la esperanza de verte. Y ha sido una curiosa coincidencia encontrarte en la calle. A duras penas pude creer en mi suerte cuando te vi.
—Sí, una coincidencia. Hoy he decidido quedarme en casa… —señaló con un gesto el montón de libros—. A estudiar.
Comía dando bocados pequeños, con precisión, cosa extraña siendo un hombre tan ancho de hombros, tan macizo, con los dedos grandes y encogidos, tomando un trozo tras otro para llevárselo a la boca, a esos labios que parecían secos, resquebrajados, pero que sobre todo parecían seguir siendo muy suaves, como puede ser suave un fruto oscuro, maduro.
—¿Y por qué querías verme? —preguntó.
Ella dio un sorbo de café, sujetando la taza entre ambas manos, acurrucada. Intentaba por todos los medios no ver el abrigo sobre la cama, pero allí estaba, extendido, a un tiempo sin culpa ninguna y sugerente.
—No lo sé —dijo—. Supongo que quería hablar contigo de April. Es que no dejo de pensar… Ay, no sé. No dejo de pensar en lo que le puede haber ocurrido —lo miró con aire casi suplicante—. ¿Tú crees que volverá?
Él no dijo nada durante un rato. En la calle, una campana dio la hora, e instantes después repicó otra más lejana, la de St. Patrick. Sólo esta ciudad, se dijo ella, es capaz de tener dos catedrales a tan pocos metros una de la otra, y ambas protestantes.
—¿No ha hablado nadie con su familia? —dijo Patrick al fin.
—Mi padre y yo fuimos a ver a su hermano. Nos dijo que no sabe nada y que tampoco le importa. April y él siempre se han detestado.
—¿Y la señora Latimer?
—Sí, mi padre también fue a verla. Acompañado por un detective.
Patrick la miró fijamente, y sus ojos, las propias órbitas, parecieron aumentar de tamaño, hinchándosele los blancos.
—¿Un detective? —dijo—. ¿Por qué?
—Mi padre lo conoce. Yo también, más o menos. Se llama Hackett. Es un buen hombre, muy discreto.
Patrick miró hacia un lado y asintió despacio, pensando.
—¿Y qué fue lo que dijo la señora Latimer?
—Pues me parece que tampoco dijo nada. Estuvo con ellos su cuñado, el tío de April, el ministro. La familia se ha unido para protegerse, según dice mi padre. Supongo que piensan que April ha debido de hacer algo perjudicial para su preciadísima reputación, que es seguramente lo único que les importa —explicó. ¿Por qué estaba hablando de ese modo, con ese repentino resentimiento? ¿Qué se le había perdido a ella con lo que dijeran o dejaran de decir los Latimer, con lo que hicieran o dejaran de hacer? De todo eso, nada serviría para que volviera April. Y acto seguido se asombró al descubrirse mirando intensamente a Patrick, su rostro ancho, su nariz aplastada—. ¿Tú la amas? —le preguntó.
Al principio pensó que no iba a contestar, que se limitaría a fingir que ella no había dicho nada, que no la había oído o que no la había entendido. Él parpadeó despacio; en algunas ocasiones parecía que existiera a un ritmo completamente distinto de todo lo que lo rodeaba.
—No entiendo qué quieres decir —respondió con llaneza, la voz grave, con intención—. ¿Te refieres a si estoy enamorado? —ella asintió con los labios apretados. Él sonrió y abrió las palmas de las manos ante ella, mostrándole toda la anchura de la superficie rosada—. April es maravillosa —dijo—, pero no creo que sea nada fácil enamorarse de ella.
—Nadie cuenta con que enamorarse sea fácil, ¿no es cierto? —dijo ella—. Yo no contaría con que fuera fácil. Y no querría que lo fuera.
Patrick bajó la cabeza y flexionó los hombros despacio, como si acabara de percibir que algo lo envolvía.
—No pasa nada —dijo Phoebe, y le costó esfuerzo no extender la mano para tocar una de las suyas—. No es asunto mío. Háblame de esos bronces de Benín.
Él dejó en la mesita la taza del café y se acercó a la ventana. Con qué ligereza se movía, con qué paso tan ágil; pese a ser tan grande, era extrañamente delicado, igual, comprendió ella, igual que su padre. Tomó la figura de bronce del alféizar y la sopesó entre las manos. Fuera, vio Phoebe, había empezado a llover de un modo distraído, absorto.
—Benín era una gran ciudad —dijo—, en el corazón de un gran imperio. El pueblo de los binis estuvo legislado desde los tiempos más antiguos por los ogisos, los reyes celestes. Ekaladerhan, hijo del último de los ogisos, fue proscrito y tuvo que marcharse a vivir con el pueblo de los yorubas, en donde se cambió de nombre y pasó a ser el gran Oduduwa, legislador de la ciudad de Ife. Cuando los ancianos del pueblo de los binis mandaron emisarios para suplicar a Oduduwa que regresara, éste envió en cambio a su hijo y así la dinastía continuó viva. Los portugueses fueron los primeros europeos que llegaron allí, y luego los holandeses, y luego los británicos, claro. A finales del siglo pasado un puñado de representantes británicos fueron asesinados en la ciudad, y así se desencadenó la famosa Expedición de Castigo, con la que se procedió al saqueo del palacio del último de los obas y se destruyeron o se robaron sus tesoros. La mayoría de los bronces del palacio hoy se encuentran… —soltó una risa breve, despectiva— en el British Museum —calló, sin dejar de sopesar entre las manos al guerrero de bronce, con gesto pensativo y los ojos bajos.
Ella se dio cuenta de que era una historia que había contado otras veces, y había terminado por ser una suerte de representación, una especie de salmodia. Se imaginó a April allí sentada, en donde estaba ella, observándole ante la ventana con la figura de bronce en la mano. ¿Qué era lo que sabía de April o de ese hombre llegado de África? ¿Qué sabía ella de su amiga Isabel Galloway o, puesta a pensarlo, de Jimmy Minor? ¿Qué era lo que sabía? Todo el mundo, se dijo, es un desconocido.
—¿Y tú eres de allí? —preguntó—. ¿De Benín?
—No —dijo él—. No, yo soy igbo. Nací en una aldea a orillas del Níger, aunque me crié en Port Harcourt. No es un lugar muy bonito que se diga.
A ella le daba lo mismo dónde hubiera nacido, en qué ciudad o ciudades hubiera vivido. Se sintió de golpe privada al oírle hablar de todos esos lugares remotos, en los que nunca habría de estar ella, lugares que nunca llegaría a conocer. La lluvia susurraba contra la ventana como si también ella quisiera contarle una historia.
—¿Echas de menos tu tierra? —preguntó, e intentó que él no percibiera el dolor que ella sí notó en su voz.
—Supongo que sí. Todos echamos de menos la tierra o al menos el hogar cuando hemos de marcharnos, digo yo.
—Ah, pero tú no te has marchado, ¿verdad que no? —dijo veloz—. Es decir, tú volverás. Seguramente necesitan médicos en Nigeria…
Él la miró de manera cortante, con malicia, y su sonrisa se volvió helada.
—Claro. Allí necesitamos de todo. Salvo misioneros, imagino. Misioneros ya tenemos de sobra.
No supo qué decir a esto; supuso que lo había ofendido, parecía muy fácil de ofender incluso sin pretenderlo. Depositó con cuidado la figura en el alféizar, en el mismo punto en que estaba. Para él era un objeto sagrado, algo que se remontaba acaso a las raíces más profundas de su pasado, y volvió a sentarse de nuevo frente a ella, en el taburete.
—¿Sabes que ése es un taburete para el ordeño? —le dijo—. No alcanzo a imaginar de dónde lo habrás sacado.
—Estaba aquí cuando alquilé la casa. A lo mejor la señora Gilligan era lechera de joven —rió—. La señora Gilligan es mi casera. Si la conocieras entenderías mejor el chiste. Lleva rulos en el pelo, la cabeza cubierta con una pañoleta, un cigarro en la boca. No creo que les cayera nada bien a las vacas —tomó una miga de queso juntando todos los dedos y se la llevó con gesto pensativo a la boca rosada—. A veces —dijo, y de pronto cambió su tono de voz—, a veces esto se me hace difícil. Me canso… me canso de la manera en que me miran, de las malas caras, de los comentarios por lo bajo.
—¿Quieres decir…? ¿Por tu color de piel?
Él tomó otro trocito de su plato.
—Es una cosa que no disminuye, eso es lo peor de todo. A veces me olvido de mi… —sonrió, e hizo un mínimo gesto de asentimiento—. Me olvido de mi color, pero no dura mucho. Siempre hay alguien que me lo recuerda.
—¡Ah! —dijo ella abrumada—. Yo no quería… Es decir, yo…
—No eres tú —dijo—. Mis amigos no son. Soy muy afortunado de tener a esos amigos, no te puedes ni imaginar qué suerte tengo.
Se hizo un largo silencio. Escucharon el sonido sibilante de la lluvia en los cristales.
—Lamento haberte preguntado por April —dijo Phoebe—. Haberte preguntado si estabas… si ella…
—¿Si estaba «enamorado» de ella? —volvió a hacer una leve inclinación de cabeza, sonriendo—. Yo no podría permitirme el lujo de amar a una mujer como April. Por una parte está April, con su manera de ser; por otra estoy yo, con mi «color».
—Lo siento —volvió a decir con un hilillo de voz, cabizbaja.
—Sí —dijo él casi con la misma vocecilla—, yo también lo siento.
Cinco minutos más tarde, cuando salió a la calle —Patrick se quedó en la puerta viéndola alejarse—, se sintió más confusa que nunca. Mientras estuvo con él y él le estuvo hablando, había llegado a pensar que comprendía de alguna manera, más allá de las palabras que dijo él, qué era lo que le estaba diciendo, pero caminando por la calle se dio cuenta de que no había entendido nada. Era extraño… ¿Qué era lo que había que entender? ¿Qué había esperado ella que dijera, qué era lo que quería oír? Quería que le dijera… que le diera garantías de que April y él no se habían acostado aquella noche, cuando estuvieron tomando copas en el Shakespeare, ni aquella noche ni ninguna otra, pero él no le dijo nada de eso. Tal vez fuera culpa suya, tal vez le había formulado la pregunta mal, o se la había formulado bien, pero de una manera errónea; sí, tal vez fuera eso. Sin embargo, ¿qué otras palabras podría haber empleado?
La lluvia fina brillaba en los adoquines con algo que parecía una maligna intención, y tuvo que caminar con cuidado, por miedo a resbalar y caer. Pero ya estaba cayendo. Notó que algo se abría dentro de ella, que algo caía como una trampilla, rechinando las bisagras, y debajo de eso todo eran tinieblas e incertidumbre y miedo. No supo cómo lo supo, pero supo en ese momento, sin que le quedara ni la menor sombra de una duda, que April Latimer había muerto.
Era por la tarde cuando el inspector Hackett llamó por teléfono.
—¿Verdad que febrero da ganas de emigrar a donde sea? —dijo, y rió como si regurgitara. Quirke, en su casa, se había dormido en el sofá con un libro sobre el pecho. Qué injusto, pensó con una repentina y cálida oleada de autocompasión, que aun cuando no hubiera bebido ni una gota en varias semanas siguiera quedándose adormilado, en lo que podría ser el sueño de la borrachera, del cual despertaba con todos los síntomas de una resaca—. ¿Le he molestado? —preguntó el policía entretenido—. ¿Le he sorprendido en medio de algo, como se suele decir? —hizo una pausa y resopló—. Los chicos de la policía criminal me han facilitado su informe. Era sangre, en efecto. De un par de semanas de antigüedad. Debió de ser un buen charco, que alguien trató de limpiar como pudo.
Quirke se frotó los ojos hasta que le dolieron.
—¿Un buen charco?
—Difícil precisar cuánta.
—¿Y la cama? ¿Cómo es que no tiene manchas de sangre?
—Las tenía, sólo había que mirar más a fondo, cosa que aparentemente se me pasó por alto. Sólo en uno de los lados, unas gotas. Debía de tener una sábana de plástico debajo.
—Señor…
Se imaginó a la muchacha, una figura sin rostro, con camisón, uno de los tirantes caídos, sentada al borde de la cama, con la cabeza ladeada y las piernas abiertas y la sangre goteando en el suelo, gota tras gota, aterradoramente.
Ninguno dijo nada en unos segundos. Quirke miró a la ventana, la lluvia, el día ya oscurecido.
—Lo más llamativo —dijo Hackett— es el tipo de sangre que era.
—No me diga. ¿Qué tipo de sangre era?
—No sé cómo la llaman técnicamente, no me acuerdo… Espere, que está escrito por alguna parte —se oyó el crujir de los papeles—. No lo encuentro, maldita sea —masculló el policía—. De todos modos, era el tipo de sangre que se da después de un aborto espontáneo o…
Calló.
—¿O?
—O de lo que ustedes los médicos llamarían interrupción del embarazo, ¿se dice así?