La señora de Conor Latimer vivía en todo su esplendor de viuda acaudalada en una casa de cuatro plantas, pintada de color crema, en el centro exacto de una de las zonas aterrazadas más suntuosas de Dun Laoghaire, bien alejada de la carretera, con vistas al mar, a la bahía, hasta el bulto en forma de joroba o de ballena tendida que mostraba Howth Head en el horizonte. Se la podría haber tomado por una señora adinerada y protestante de la vieja escuela de no ser porque era católica y además con un fiero orgullo por serlo. Era una mujer de mediana edad —se había casado joven y su marido había tenido una muerte inesperada y trágica, cuando ella aún estaba en sus mejores años— y no eran pocos los caballeros entre sus conocidos, no todos ellos indigentes, ni mucho menos, que podrían haberse aventurado a hacerle una proposición interesante, de no haber sido tan precavidos de sus piedades y de no estar tan alarmados por su frialdad de trato. Se dedicaba a las obras de caridad; tenía renombre por su dedicación a las causas de los más necesitados, y era notoria por su manera implacable de arrancar dinero a muchos de sus correligionarios de la ciudad, a los que llevaban una vida más desahogada. Era patrocinadora de muchas instituciones de buen tono en sociedad, incluido el Real Club de Yates de St. George, cuya sede social veía nada más asomarse a la puerta de su casa. Gozaba de las atenciones de un sinfín de individuos instalados en las cimas del poder social, y no sólo de la de su cuñado, el ministro de Sanidad, al cual en privado consideraba que no valía ni la mitad de lo que valió su esposo en vida, sino también de la atención del señor De Valera y de los de su círculo inmediato. También el arzobispo, algo de sobra sabido, era su amigo íntimo, y de hecho era su frecuente confesor, y muchas tardes se veía discretamente aparcado su enorme Citroën negro a la orilla del mar, cerca del portón de St. Jude, pues al doctor McQuaid era fama que le encandilaban las madalenas y los bizcochos caseros de la señora Latimer, servidos con su más exquisito Lapsang Souchong.
Todo ello, en consideración de Quirke, era seguramente demasiado bonito para ser cierto.
Había tratado a la señora Latimer en unas cuantas ocasiones —en el funeral de su marido, en un festejo para recaudar fondos para el Hospital de la Sagrada Familia, en una cena del Colegio de Médicos a la que Malachy Griffin le engatusó para que asistiera— y recordaba que era una mujer menuda e intensa, poseída a pesar de su corta estatura y su aparente delicadeza de un porte dominante y de un carácter de acero. Se comentaba que había modelado su imagen pública copiándola de la de la reina de Inglaterra, y en la cena del Colegio de Médicos de Irlanda había aparecido, a no ser que fueran imaginaciones que tuvo Quirke a posteriori, luciendo una tiara de diamantes, la única en su especie que había visto él en la vida real. Lo que recordaba de manera más intensa en ella era su forma de estrechar la mano, que le pareció inesperadamente blanda, casi tierna, y durante un anómalo instante incluso insinuante.
El inspector Hackett había pedido a Quirke que le acompañase cuando fuera a visitar a tan formidable señora.
—Usted habla su mismo lenguaje, Quirke —le dijo—. Yo sólo soy de Roscommon. Necesito autorización antes de que me permitan poner el pie en el barrio alto de Dun Laoghaire.
Así pues, a la mañana siguiente fueron juntos a Albion Terrace, Quirke al volante del Alvis. Tuvo un contratiempo en Merrion Gates —algo raro hizo con la palanca de cambios y el embrague a la vez, por lo que se caló el motor—, pero el viaje fue por lo demás como la seda. Hackett se hizo lenguas admirando la máquina.
—No hay nada como el olor de un coche nuevo, ¿no es cierto? —dijo—. ¿Y la tapicería es de cuero de verdad?
Quirke, que estaba con la cabeza en otra cosa, no contestó. Estaba pensando en la línea de sangre reseca que Hackett había extraído de las rendijas entre los tablones del piso de April Latimer; en ese momento le parecía poco más o menos que un reguero de pólvora.
—¡Ahí va! —exclamó Hackett, y levantó una mano—. ¡Eh, me parece que ese camión tenía preferencia!
Aparcaron ante el portón de St. Jude y subieron a pie por el largo sendero, entre trechos de césped húmedo y arriates en los que no crecían aún las flores. Quirke tuvo la impresión de que la casa, con sus muchas ventanas, los miraba torciendo el gesto.
—No se le vaya a olvidar —dijo Hackett— que cuento con que sea usted quien hable.
Quirke se receló que el policía, a despecho de hacer gala de nerviosismo y reticencia, en el fondo se lo estaba pasando en grande, como un colegial al que llevasen a una merienda por todo lo alto en casa de un pariente acaso cascarrabias, pero acaudalado y prometedor.
Les abrió la puerta una muchacha pelirroja que ya se había sonrojado. El uniforme de doncella, chapado a la antigua —delantal blanco sobre el vestido negro, cuello de encaje y cofia festoneada con más puntillas—, le sentaba mal, como si fuera un vestido recortable en una muñeca de cartulina. Los acompañó al salón, junto al vestíbulo, y les recogió los abrigos antes de marcharse deprisa, diciendo algo que ninguno de los dos captó. La estancia era amplia y estaba llena de muebles de madera oscura y reluciente. En el ventanal abombado crecía una planta en un gran macetero de bronce; Quirke sospechó que era una aspidistra.
—Vaya —dijo Hackett—. Así que ésta es la manera en que vive la otra mitad.
—A mí esta sala —dijo Quirke mirando en derredor con desdén— me parece la salita de recibir de un cura.
Tomaron asiento uno junto al otro ante la ventana de guillotina. La niebla estaba menos espesa que otros días y casi se llegaba a ver Howth, una sombra plana y oscura en el horizonte. Una bocina de niebla atronó allá cerca, dando los dos un respingo.
Pasaron diez minutos antes de que la doncella volviera a presentarse. Los condujo por la amplia escalinata.
—¿Verdad que hace un frío terrible? —dijo. Hackett le guiñó el ojo y ella se puso colorada de nuevo, más roja que antes, a la vez que ahogaba una risita nerviosa.
Los hizo pasar a una estancia alargada y fría, con tres grandes ventanales que miraban al mar. Había sillones tapizados de chintz y unas cuantas mesitas coquetas, repletas de jarrones de cristal tallado, llenos de crisantemos secos; frente a los ventanales, un alargado sofá parecía echarse hacia atrás admirado o aturdido ante la panorámica; había además un piano de cola, que de alguna manera daba la impresión de que nadie lo hubiese tocado en mucho tiempo, caso de que alguna vez lo hubiese tocado alguien. El aire estaba perfumado por el aroma levemente churruscado del té de China. La señora Latimer se encontraba sentada en un escritorio de anticuario, con una agenda encuadernada en piel abierta ante sí. Llevaba un vestido de seda de un color verde escarabajo, ceñido con fuerza a la cintura. El cabello rubio, no del todo rojizo, lo llevaba ondulado y peinado con todo esmero. Ardía un fuego de carbón en la chimenea de mármol. Sobre la repisa había un retrato al óleo de una muchacha muy blanca de piel, con una blusa blanca, de pie ante una mancha de luz de sol en un jardín, en verano, en la que no era difícil reconocer una versión más joven de la mujer sentada ante el escritorio, que en ese momento hizo una pausa y aguardó un instante antes de levantar los ojos de la página y ver a los dos hombres de pie en el umbral. Sonreía sólo con los labios. Sostenía un portaminas plateado entre los dedos. Quirke había tenido uno igual que ése; le sirvió para apuñalar a un hombre que se había merecido con creces el apuñalamiento.
—Gracias, Marie —dijo la señora Latimer, y la doncella inclinó la cabeza y se retiró cerrando la puerta como si alguien hubiera tirado de un cordel del que estuviera sujeta ella.
—Señora Latimer —dijo Quirke—. Le presento al inspector Hackett.
La mujer se puso en pie y avanzó hacia ellos con la mano extendida. Era de ella, entendió Quirke, de quien había sacado el hijo la rapidez de movimientos que tenía, como la de un ave. Aún conservaba la delicadeza y la finura ósea de la muchacha del retrato. Hackett daba vueltas al sombrero entre los dedos. La señora Latimer miró a Quirke y lo miró a él y vuelta a empezar, como si no le impresionara lo que tenía delante.
—Un policía y un médico —dijo— que vienen a hablar conmigo de mi hija. Me parece que más me valdría preocuparme —hizo un gesto para señalar una mesita ante la chimenea, en donde estaba puesto un juego de té de plata—. ¿Puedo ofrecerles una taza de té, caballeros?
Se sentaron en tres sillas de respaldo recto y la señora Latimer, esgrimiendo la tetera, habló del clima, deploró la niebla y la mucha humedad de febrero. El inspector Hackett la miraba como si se hubiera perdido en la pura admiración, por lo visto, de la pose adoptada por la mujer, de sus mesuradas cadencias.
—Esta época del año es particularmente dura para los pobres, con el carbón todavía escaseando con todos los años que han pasado ya desde que acabó la guerra, además de que todo está carísimo. En la Sociedad de San Vicente de Paúl a duras penas podemos cumplir con la demanda, y cada invierno que pasa parece que se pone peor la cosa.
Quirke asentía por pura cortesía. El té que tenía en la taza olía a madera hervida. Ni él ni Hackett habían dicho a Phoebe nada sobre la sangre encontrada entre los tablones de la tarima, junto a la cama de April Latimer; tampoco le dirían nada a esa mujer.
Dejó de hablar y se hizo un silencio. Hackett carraspeó. En la bahía, la bocina para avisar de la niebla volvió a ser atronadora.
—Mi hija, Phoebe —dijo Quirke—, ¿la conoce usted?
—No —dijo la señora Latimer—. Tengo entendido que es amiga de mi hija, una de tantas.
—Sí, lo es. Me ha dicho que no ha tenido noticias de April desde hace un par de semanas. Está preocupada. Por lo visto mi hija y la suya tienen por costumbre verse a menudo, y parece que cuando no se ven hablan por teléfono.
La señora Latimer permanecía sentada y muy quieta, mirando un punto de luz que se reflejaba en la tapa de la tetera, a la vez que una helada sonrisa moría en sus labios.
—¿Debo entender que pretende usted decirme, señor Quirke, que ha llamado usted a los gardaí porque su hija no ha tenido noticias de una de sus amigas durante una o dos semanas?
Quirke frunció el cejo.
—Si quiere expresarlo de esa manera, así es —dijo.
La señora Latimer asintió, siendo el final de su sonrisa una remota, sardónica mueca de regocijo. Se puso en pie y abandonó la mesa para ir al piano, de encima del cual tomó una caja de ébano llena de cigarrillos antes de volver a sentarse. Abrió la caja y se la ofreció, y cada uno de ellos tomó un cigarrillo, y Quirke sacó el encendedor. La señora Latimer aceptó la lumbre que le daba, inclinándose sobre la llama y rozando el dorso de la mano de Quirke con la yema de un dedo.
—Como bien puede ver —dijo—, no me sorprende, no me provoca su visita el asombro que tal vez debiera causarme. Ya me lo dijo mi hijo, como es natural; ya me dijo, señor Quirke, que usted y su hija fueron a visitarle. Dígame —concentró una mirada penetrante plenamente en Quirke; sus ojos eran verdes y parecían centellear—: ¿se encuentra bien su hija? Quiero decir, ¿padece de los nervios, esa clase de cosas, ya me entiende? Por lo visto, mi hijo piensa que sí. Tengo entendido que ha sufrido alguna… alguna que otra chapuza a lo largo de su vida.
Antes de que Quirke pudiera responder nada, Hackett carraspeó de nuevo y se adelantó a hablar.
—Lo que sucede, señora Latimer —dijo—, es que nadie ha sabido nada de su hija. No ha ido a trabajar en la última quincena. Y su piso está vacío.
La señora Latimer traspasó la mirada hacia él y le obsequió con su gélida sonrisa.
—¿Cómo que vacío? —dijo—. ¿Qué quiere decir usted? ¿Es que April se ha mudado a otra parte?
—No —dijo el policía—, sus cosas siguen estando allí. No parece que falte ni siquiera una maleta. Pero no queda ni rastro de su hija.
—Ya entiendo —volvió a reclinarse en la silla y dobló un brazo, apoyando el codo en la palma de la otra mano, con el cigarrillo en alto a la par de la mejilla—. ¿Y dónde cree usted que se habrá marchado? —inquirió en un tono semejante al de una pregunta de mera cortesía.
—Pues teníamos la esperanza de que usted tal vez lo supiera —dijo Quirke.
La señora Latimer se echó a reír con un sonido duro, breve, como el súbito repicar de una campanilla de plata.
—Me temo que es muy poco lo que sé de las andanzas de mi hija. Es que ella no… no confía mucho en mí —afirmó. Los miró a los dos y se encogió de hombros—. Para nosotros, viene a ser una especie de desconocida. Me refiero al resto de la familia, y así han sido las cosas desde hace ya algún tiempo. Ella lleva su propia vida. Es así como quiere que sea, al parecer, y es así como es.
Hackett se apoyó en el respaldo frunciendo el ceño. Quirke dejó la taza en el plato. No había probado siquiera el té.
—Así que no tiene usted ni idea de dónde podría estar —hizo una pausa momentánea—… Ni de con quién podría estar, vaya.
La vio repasar una por una las implicaciones de su pregunta, en especial de la segunda parte.
—Ya se lo he dicho, ella lleva su propia vida —repuso. De pronto cobró animación, apagó el cigarrillo a medio fumar en un cenicero de cristal que estaba en la mesa, delante de ella—. Yo no puedo permitirme el lujo de estar preocupada por ella. April endureció su postura y nos cerró su corazón y nos dio la espalda, además de que rechazó todo lo que nosotros representamos, rehusó incluso su religión. Vive entre sabe Dios qué clase de gente, se enreda en asuntos de los que no me atrevo ni a hablar. Por supuesto que no soy indiferente. Es mi hija, a la fuerza he de quererla.
—¿Preferiría acaso no hacerlo? —dijo Quirke sin poder contenerse.
—¿Que si preferiría el qué? ¿No quererla? —de nuevo el verde centelleo en los ojos—. Es usted un impertinente, señor Quirke.
—Doctor.
—Perdone usted. Doctor. Es que estoy acostumbrada a un tipo de médico… ¿cómo diría? Diferente. Además, por lo que tengo entendido, no se encuentra usted exactamente en situación de desafiar a nadie en lo que atañe a los deberes de un padre o una madre.
Quirke se limitó a mirarla, a punto de sonreír, aunque sin hacerlo del todo, y Hackett levantó a medias la mano, como si quisiera impedir algún movimiento violento. Desde abajo les llegó el sonido del timbre. La señora Latimer se volvió a un lado y dejó la taza en la bandeja.
—Debe de ser mi cuñado —dijo—. Le he pedido que venga.
Bill Latimer entró en la estancia como una locomotora de vapor, con la mano ya extendida, exhibiendo su mejor sonrisa, amplia y fría. Era robusto y voluminoso, pero no grueso, y tenía un rostro ancho, huesudo, y el cabello abundante, castaño, ondulado; las votantes de su circunscripción, según se comentaba, tenían debilidad por él. Se desplazaba con sorprendente ligereza, incluso con elegancia, y Quirke al verlo se acordó de que había sido deportista en sus años de universitario.
—¡Dios! —dijo—. ¡Qué asco de tiempo tenemos! —estrechó la mano a los dos hombres, apeando a Quirke de todo tratamiento de respeto, con franqueza. Su cuñada lo saludó con un veloz beso en la mejilla y él se fue a colocar junto a la chimenea—. Me muero de ganas de tomar una taza de té —dijo—. ¿Me harás el favor de llamar a Maisie o a Mary o como se llame, y le dices que nos suba otro tazón?
La señora Latimer lucía de nuevo su sonrisa heladora.
—Son de porcelana —dijo—. Le diré a Marie que te prepare un poco de té de la India.
Se rió volviéndose hacia ella.
—Dios santo, Celia —dijo—, hay que ver qué lejos nos hemos ido del té de China con que nos criamos —se frotó las manos y las extendió ante la chimenea, y acto seguido se dio la vuelta y se levantó la chaqueta para ponerse de espaldas al fuego y calentarse. Miró a Hackett y luego a Quirke—. Así pues —dijo—, esa sobrina que tengo ha vuelto a causar algún quebranto, ¿es eso? ¿Y de qué se trata esta vez? ¿Otro novio escogido aposta entre la clase de los malhechores?
La señora Latimer había dado un tirón del cordón de la campanilla junto a la chimenea, y Marie la doncella entró en ese momento y se le dijo qué clase de té era la que tenía que preparar.
—¡Pero que sea té de verdad, cuidadito! —dijo Latimer con burlona severidad, y la doncella se marchó sonriente por el encanto y la jovialidad del ministro. Cuando cerró la puerta al salir, se sentaron los cuatro en torno a la mesita, y Latimer aceptó un cigarrillo de la caja de ébano.
Hackett repitió sucintamente lo que entre Quirke y él habían dicho ya a la señora Latimer. El ministro se recostó en su silla y rió con sonoridad, aunque fue la suya una risa sin humor, sin calor.
—¡Por Cristo nuestro señor! —dijo—. Lo más probable es que esté en cualquier rincón de las afueras con vaya usted a saber quién… —calló y se volvió hacia su cuñada—. Lo siento, Celia, pero sabes tan bien como yo cómo se las gasta la niña —se volvió hacia Quirke de nuevo—. Mucho me temo que es una granuja terrible nuestra April, vaya si lo es. Nuestra oveja negra, la misma que viste y calza.
Quirke y el policía no dijeron nada. El silencio esbozó un bostezo, y la señora Latimer, como si acabara de recibir una señal, tamborileó con los dedos bruscamente en las rodillas y se puso en pie, alisándose los plisados del vestido.
—Bueno —dijo—, yo tengo cosas que hacer. Dejo este asunto en sus manos, caballeros.
Atravesó la sala hasta el escritorio y tomó la agenda y el portaminas y, lanzándoles una sonrisa quebradiza y luminosa, salió de la estancia cerrando la puerta.
Latimer suspiró.
—Es muy duro para ella, no sé si se dan cuenta —dijo—. Procura que no se le note, pero es así. Esa hija que tiene siempre fue una bala perdida, desde el principio —se recostó en la silla y dedicó una mirada endurecida a cada uno de los hombres—. Muy bien: ¿qué es lo que tienen que decirme?
Hackett cambió de postura en la silla.
—Hemos visitado el piso de la joven —dijo—. Para echar un vistazo.
—¿Cómo han podido entrar?
—Deja una llave debajo de una losa, a la entrada, para sus amistades —dijo Quirke—. Mi hija vino con nosotros a mostrarnos dónde está la llave.
—¿Y bien?
Hackett vaciló.
—En mi opinión, señor Latimer, hay motivos para estar preocupados.
Latimer miró de reojo su reloj.
—¿Preocupados por qué?
—No nos ha dado la impresión de que se haya marchado de viaje —dijo Hackett—. Hay dos maletas en el armario del dormitorio. Y todas sus cosas de maquillarse siguen estando ahí. No imagino yo que una chica se marche de viaje sin su lápiz de labios.
—A lo mejor ha ido a hospedarse en casa de una amiga. O, tal como ya dije antes, a lo mejor ha ido a pasar una temporadita con algún indeseable.
—De una manera o de otra, lo normal es que se llevara sus efectos personales.
El político y el policía se miraron uno al otro con ecuanimidad.
—Entonces… ¿dónde demonios se ha metido? —quiso saber Latimer en un brote de ira, perdiendo el aplomo.
Se habían terminado los tres los cigarrillos y Quirke sacó su pitillera de plata para ofrecérsela a los otros dos. Latimer se puso en pie con un suspiro y fue ante la chimenea, apoyándose con un codo en la repisa y mirando arder las ascuas en el carbón.
—Esa putita no ha hecho más que causar problemas desde el día en que nació. La muerte de su padre no fue lo que se dice de gran ayuda; ella tendría nueve o diez años, me parece recordar. ¿Quién sabe cómo le sienta realmente a una niña la pérdida de su padre? Ésa es la manera caritativa de ver las cosas, claro. Me siento inclinado a pensar que habría seguido siendo igual si Conor hubiera seguido con nosotros —se llevó la mano al bolsillo del pantalón y, con nerviosismo, hizo resonar unas monedas—. Es algo que va en la sangre —dijo—. Su abuelo, mi padre, era un jugador empedernido y un borracho —volvió a reír con una risa hueca—. Ya se sabe, los hijos pagan los pecados de los padres, ¿no es cierto? —miró a Hackett—. ¿Qué más han encontrado?
Hackett volvió a titubear.
—Había una mancha de sangre junto a su cama.
Latimer se quedó mirándolo.
—¿De sangre?
—Limpiada —dijo el policía—. Pero ya se sabe, no hay forma de quitar del todo la sangre, supongo que eso a usted no se le escapa. La sangre siempre deja una huella reveladora —miró de reojo a Quirke—… ¿No es así, doctor?
Con un movimiento repentino y violento, Latimer se alejó de la repisa de la chimenea y comenzó a dar vueltas de un lado a otro de la estancia, con lo que Quirke y el policía tuvieron que volverse en sus sillas para no perderlo de vista. Se detuvo, se quedó mirando al suelo, frunció el ceño.
—¿Y en la cama? —preguntó—. ¿Había sangre también en la cama?
—Es lo que sería de esperar, lógicamente, si había sangre en el suelo —dijo Hackett—, pero no encontré ni rastro. Sólo entre los tablones de la tarima. Ahora mismo han ido dos de mis hombres para repasar a fondo la vivienda.
Latimer emprendió de nuevo las idas y venidas, fumando con fruición, dando rápidas y hondas caladas a su cigarrillo.
—Esto no es lo que esperaba yo oír —dijo como si hablase consigo mismo—. Esto es grave —se detuvo, se volvió—. Es grave, ¿no es así?
Hackett se encogió de hombros un instante.
—Vamos a tener que esperar a ver qué dicen los expertos de la policía criminal. Mañana recibiré su informe.
—¿Quiénes son esos expertos? —preguntó Latimer de manera cortante—. Supongo que le informan directamente a usted, ¿no? Es de esperar que no les dé por ponerse a parlotear por todas partes, digo yo… —el inspector Hackett prefirió no responder y permaneció tan impasible como un sapo, mirando al frente—. Lo que quiero decir —dijo Latimer— es que no querría que a Celia le llegase ningún rumor antes de que haya algo que se pueda decir oficialmente.
Quirke se dio cuenta de que Latimer repasaba para sí las implicaciones que para él mismo y para su reputación podría tener la revelación de que su sobrina había encontrado un final escandaloso.
—Señor Latimer —dijo—, ¿hasta qué punto está usted informado de la forma en que vive su sobrina, de las personas con quienes se trata?
Latimer se volvió en redondo hacia él. Se le había puesto la frente colorada y tenía una desagradable luz en los ojos.
—¿Es usted ahora el detective, el que hace las preguntas? Además, ¿se puede saber por qué ha venido usted aquí?
Quirke lo miró largo y tendido.
—Mi hija acudió a verme —dijo sosegadamente— porque estaba preocupada por su amiga, porque quería que yo hiciera algo al respecto.
—Así que llamó usted a la Guardia antes de hablar siquiera con la familia.
—Hablé con el hermano de April.
—Así es, en efecto —dijo Latimer con otra desagradable carcajada—. No creo que le haya sacado gran cosa, claro —volvió a la chimenea y se situó de cara a Quirke y al policía—. Miren —dijo—, ustedes saben muy bien con qué nos las estamos viendo aquí. No podemos controlar los movimientos de esta joven, no tenemos ningún poder sobre ella. Para nosotros, es una desconocida. Sabe Dios qué habrá estado haciendo en ese piso en que vive. Una misa negra o lo que sea, no me extrañaría nada.
—Así pues —dijo Hackett—, no sabe usted con qué personas puede tener amistad…
Latimer se quedó mirándolo.
—¿Amistad? ¿Qué es lo que pretende decir?
—Pues me refiero a las personas con las que suele salir.
—¿Un novio? —se le ensombreció el semblante—. ¿Un amante? Escuche, inspector… ¿cómo me ha dicho que se llama? Hackett, disculpe, eso es. No sé de qué otra forma pretende usted que se lo diga, pero April se ha desentendido de nosotros. Ha culpado a la familia de todo, de intentar gobernar su vida, de impedirle vivir en libertad, de ser demasiado respetable… En fin, lo de siempre, y todo ello no ha sido más que una excusa para escapar a toda autoridad y vivir a lo bestia, haciendo lo que le viniese en gana…
—Tengo entendido que es una buena médico. He preguntado por ella en el hospital —dijo Quirke. No era cierto, pero Latimer tampoco lo iba a saber.
A Latimer no le hacían gracia las interrupciones.
—Eso ha hecho, no me diga —dijo—. ¿Así que ahora se dedica usted a realizar encuestas, a repartir cuestionarios? ¿Se puede saber qué es usted? Usted es un patólogo forense, ¿no es cierto? He oído hablar de usted, creía que se había retirado por motivos de salud.
—He estado ingresado en San Juan de la Cruz —dijo Quirke.
—Por los nervios, ¿no es eso?
—Por la bebida.
Latimer asintió, sonriendo con malicia.
—Eso es. La bebida. Eso tenía entendido —guardó silencio un momento, mirando a Quirke de hito en hito con desprecio en los ojos. Se volvió a Hackett—. Inspector —dijo—, creo que lo suyo es que tengamos la fiesta en paz. No le puedo ayudar en nada relativo a April, en esta casa nadie puede ayudarle en eso. No deje de comunicarme qué averigua sobre la mancha de sangre o lo que sea. Estoy seguro de que habrá alguna explicación sencilla que lo aclare —volvió a consultar el reloj—. Y ahora, buenos días a los dos, caballeros.
Se plantó ante ellos, esperando, y los dos se pusieron en pie despacio antes de encaminarse hacia la puerta. La bocina de niebla volvió a atronar. Ya por el camino Quirke no dijo nada, y dio una patada con fuerza en una rueda trasera del Alvis, muestra de furia a cambio de la cual no sacó en claro nada más que un dolor en el dedo gordo del pie.