El salón del hotel Hibernian estaba casi lleno a media mañana, aunque Quirke encontró una mesa en una esquina, junto a una palmera encajada en un tiesto estilo cueva de Alí Babá. Se había adelantado diez minutos, y se alegró de haber llevado un periódico tras el cual podría ocultarse. Tras sólo seis semanas envuelto en el ambiente algodonoso de San Juan, se había acostumbrado a la vida regimentada y empezaba a tener serias dudas de que alguna vez llegara a readaptarse al mundo real. Dos hombres de negocios con sendos trajes a rayas ocupaban una mesa junto a la suya y bebían whisky, y el olor penetrante y ahumado del licor le llegaba en repetidas vaharadas, sugerentes, tentadoras. No se había considerado un alcohólico, sino tan sólo un bebedor algo excesivo, aunque tras la última borrachera, de seis meses de duración, ya no estaba tan seguro. El doctor Whitty, en San Juan, no se pronunció y no quiso juzgarlo —«A mí no me sirven de nada las etiquetas»—, y era probable que no importara cómo se quisiera llamar su enfermedad, si era una enfermedad. Tan sólo tenía miedo. Había pasado ya la mitad de la vida; hasta ese momento no le había parecido que pudiera influir en nada ni alterar nada; ser un alcohólico, sin embargo, era tener una enfermedad incurable, tanto si bebía como si no. Es un pensamiento aleccionador, se dijo, y torció el gesto tras el periódico, enseñando los dientes.
Cuando vio al inspector Hackett llegar al salón se dio cuenta de que había elegido el peor sitio para reunirse con él. El detective se acababa de parar nada más pasar las puertas cristaleras y examinaba el salón con un aire de vaga desesperación, sujetando con evidente nerviosismo el ajado sombrero flexible contra el pecho. Llevaba un abrigo llamativo, más bien una chaqueta larga, negra y reluciente, con muletillas en los botones y hombreras y unas solapas de casi quince centímetros de ancho con esquinas puntiagudas. Quirke se puso medio en pie y agitó el periódico, y Hackett lo vio con manifiesto alivio antes de avanzar hacia él atravesando el salón entre las mesas. No se estrecharon la mano.
—Doctor Quirke, buenos días.
—¿Qué tal estamos, inspector?
—Como nunca.
—Ojalá pudiera yo decir lo mismo.
Tomaron asiento. Hackett dejó el sombrero en el suelo, bajo la silla; no se había quitado el curioso gabán, que visto de cerca era aún más extraordinario, pues estaba hecho de un tejido sintético, parecido al cuero, y emitía crujidos y chirridos con cada uno de sus movimientos. Quirke hizo una señal a la camarera y pidió té para los dos. El detective pareció más cómodo, y se sentó con las rodillas separadas y las manos afianzadas en los muslos, contemplando a Quirke a su manera, a un tiempo familiar, cordial incluso, y penetrante. Los dos se conocían desde hacía mucho.
—¿Ha estado fuera, doctor?
Quirke sonrió y se encogió de hombros.
—Más o menos.
—¿Es que no se encontraba bien?
—He estado en San Juan de la Cruz desde la Navidad.
—Ah. Tengo entendido que es un sitio duro.
—La verdad es que no. Mejor dicho, no es el sitio lo que resulta duro.
—Y ahora ya ha salido.
—Ya he salido.
La camarera les llevó el té. Hackett la miró dubitativo mientras colocaba las teteras plateadas, las tazas de porcelana color hueso, los platillos de pan y mantequilla y una fuente ornamental de pastas.
—Caramba, vaya festín —dijo. Se puso en pie y se esforzó para quitarse la chaqueta; cuando la camarera hizo el ademán de ayudarle se resistió de modo instintivo, envolviéndose en ella, pero pareció pensarlo mejor y se rindió a la evidencia, poniéndosele la frente colorada—. Es la de casa la que me obliga a llevarla —dijo sentándose de nuevo y sin mirar a Quirke—. El hijo la mandó de regalo por Navidad. Anda ahora por Nueva York, haciendo fortuna entre los yanquis —tomó el colador plateado del té y lo sostuvo con cautela entre el índice y el pulgar, inspeccionándolo—. Pero… en nombre de Dios —murmuró—, ¿para qué es esta pinza?
En todo el tiempo pasado desde que Quirke conocía al inspector Hackett, nunca había sabido decidir satisfactoriamente si lo que presentaba ante el mundo era su verdadero yo o si era más bien una máscara elaborada con ingenio. De ser así, la había armado con toda suerte de astucias y sutilezas; bastaba con ver las botas, las manos de granjero, el traje azul lleno de brillos, de procedencia inmemorial; bastaba con verle los ojillos alegres y vigilantes, los labios finos, la boca como una trampilla de metal, las cejas. Levantó en ese momento la taza con el meñique doblado, dio un sorbo y la colocó en el platillo. Llevaba una muesca rosada en la frente, en donde se le había comprimido la piel con el aro del sombrero.
—Me alegro mucho de verle, doctor Quirke —dijo—. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya?
—Ah, pues bastante. Desde el pasado verano.
—¿Y qué tal está su hija? He olvidado cómo se llama.
—Phoebe.
—Eso es. Phoebe. ¿Qué tal le va la vida?
Quirke revolvía despacio el té.
—De ella precisamente quería hablar con usted.
—No me diga… —el policía había marcado más el tono de voz, aunque su actitud era tan mansa y amistosa como siempre—. Espero que no se haya metido en otra molestia de consideración…
La última vez que Hackett vio a Phoebe fue una noche a altas horas, tras la muerte violenta de un hombre al que ella tuvo por amante durante un corto periodo.
—No —dijo Quirke—, ella no, pero sí una de sus amistades.
El detective sacó un paquete de Players y se lo ofreció a Quirke dejándolo sobre la mesa; el aspecto de los cigarrillos, dispuestos en forma de tubos de radiador, le llevó a pensar con incomodidad en el Alvis.
—¿Y se trata de una amistad femenina —preguntó Hackett con delicadeza—, o acaso…?
Quirke tomó uno de los cigarrillos que le ofrecía y sacó el encendedor. Los hombres de la mesa de al lado, que habían estado con la frente casi pegada el uno al otro, murmurando, de pronto se echaron hacia atrás cada uno en su silla, con las mejillas coloradas y riendo a carcajadas. Uno de ellos llevaba una corbata de lazo y un chaleco de color vino; los dos tenían un aire turbio, sospechoso. Qué extraño pensar, se dijo Quirke, que aquellos dos, y tantos otros como ellos, gozaran de libertad para ventilarse todo el whisky que les viniera en gana, a mitad de mañana, mientras que a él le estaba vedado un solo sorbo.
—Sí, una chica llamada April Latimer. En realidad, una mujer. Es médico residente en la Sagrada Familia —dijo al policía. La fronda de la palmera que se inclinaba a su lado era molesta, dándole la sensación de que alguien aguzaba el oído para oír sus palabras, pegado con ansia a su costado—. Parece que está desaparecida.
Hackett se había distendido y parecía incluso estar a gusto. Se había comido una buena tostada de pan con mantequilla y también miraba con ojos golosos la fuente de las pastas.
—Desaparecida —dijo sin prestar atención—. ¿Cómo es eso?
—Nadie ha tenido noticias de ella desde hace casi dos semanas. No se ha puesto en contacto con sus amistades ni, por lo que parece, con nadie. Y su piso está vacío.
—¿Vacío? ¿Quiere decir que se ha llevado alguien sus cosas?
—No, no lo creo.
—¿Ha ido alguien a echar un vistazo?
—Phoebe y otro amigo de April entraron en su casa. April deja la llave bajo una losa.
—¿Y qué encontraron allí?
—Nada. Phoebe está segura de que su amiga… de que algo le ha tenido que pasar.
El detective había empezado a morder una pasta de crema, que se zampó a la vez que hablaba.
—¿Y qué hay… ejem, de la… ah… de la familia de esa chica? —se le había pegado al mentón una gota de crema—. ¿O es que no tiene?
—Tiene, desde luego que tiene. Es hija de Conor Latimer, el médico del corazón, que ya murió. Y su tío es William Latimer.
—¿El ministro? Vaya —dijo limpiándose los dedos con una servilleta. Aún tenía en el mentón la gota de crema; Quirke se estaba preguntando si no debería señalárselo—. ¿Ha hablado con él, quiero decir con el ministro… o con la madre? ¿Vive todavía la madre?
—Sí —Quirke se sirvió más té y añadió leche con gesto malhumorado; aún le llegaba el olor a whisky desde la mesa contigua—. He ido con Phoebe a visitar al hermano esta mañana. Oscar Latimer, el médico.
—¡Otro médico! Dios misericordioso, tienen el mercado copado del todo. ¿Y qué les dijo?
Los bebedores de whisky ya se marchaban. El de la corbata de lazo dedicó a Quirke lo que a éste le pareció una sonrisilla de suficiencia y lástima y desprecio. ¿Es que llevaba su mal escrito tan a las claras en la cara?
—No dijo nada. Parece ser que la hermana es la oveja negra de la familia y que apenas tiene con ella ningún contacto. Con franqueza, es un cabroncete gazmoño, pero supongo que eso no guarda relación con nada.
Hackett por fin había detectado la gota de crema en el mentón y se la limpió. Quirke reparó en que llevaba una corbata de un peculiar marrón oscuro, como del color de la salsa de carne. Aún no había desaparecido la marca del sombrero en su frente.
—¿Y qué es lo que espera que haga yo? —preguntó—. ¿Es que su hija tal vez quiere denunciar que su amiga ha desaparecido, quiere decírnoslo así? ¿Qué pensaría la familia de eso?
—Tengo la seria sospecha de que a la familia no le gustaría nada.
Los dos se pararon a meditar en silencio.
—A lo mejor —dijo el inspector— deberíamos ir a su piso a echar un vistazo nosotros. ¿Sabemos dónde está la llave?
—Phoebe sí lo sabe.
Hackett examinaba distraído un hilo suelto en el puño de la chaqueta.
—Tengo la impresión, doctor Quirke —dijo—, de que usted está más que reacio a implicarse en este asunto.
—Su impresión es correcta. Conozco a los Latimer, sé cómo son los de su calaña, y no me agradan.
—Gente poderosa —dijo el inspector. Miró a Quirke un instante con los ojos brillantes bajo las cejas y sonrió antes de bajar la voz—. Gente peligrosa, doctor Quirke.
Quirke pagó la cuenta y a Hackett le fue devuelto el abrigo de tropa de asalto. Salieron caminando por el vestíbulo hasta las escaleras que daban a Dawson Street. O había vuelto a espesar la niebla o caía una lluvia tan fina que parecía imposible; difícil saberlo. Los automóviles, al pasar, hacían un ruido de fritura en el asfalto grasiento.
—Yo le diría, doctor Quirke —dijo Hackett, encasquetándose el sombrero con ambas manos, como si atornillase una tapadera—… Yo le diría que es el poder lo que a usted no le agrada, el poder mismo.
—¿El poder? Supongo que tiene razón. No entiendo para qué sirve, eso es lo malo.
—Así es. El poder del poder, podría decir usted. Una cosa rara.
Sí, una cosa rara, reflexionó Quirke, entornando los ojos al examinar la calle. El poder es como el oxígeno, es algo también vital, es algo que todo lo impregna, que es del todo intangible; vivía en esa atmósfera, pero rara vez era consciente de estar respirándola. Echó un vistazo al hombrecillo entrado en carnes que tenía al lado, con su ridícula chaqueta. Seguramente sobre el poder sabía todo lo que había que saber, el tenerlo y el carecer de él; juntos habían intentado años atrás derribar a otra familia influyente de esa ciudad, y no lo habían logrado. A Quirke, el recuerdo de aquel fracaso aún le escocía.
Bajaron a la calle. Quirke dijo que llamaría a Phoebe para que se reuniese con los dos en casa de April Latimer esa misma tarde, cuando saliera de trabajar, y Hackett dijo que no faltaría a la cita. Se dieron la vuelta y se marcharon cada cual por su lado.
Malachy llegó a su piso a las dos y fueron a pie al taller de la callejuela que salía de Mount Street Crescent, donde se encontraron con Perry Otway, que le entregó la llave del garaje en que estaba el Alvis esperándolos. La puerta de hierro galvanizado se abría tirando hacia arriba de un mecanismo que tenía un muelle enorme y unas pesas correderas, y cuando Quirke accionó la manilla se le resistió al principio, pero de pronto se abrió con tal facilidad como si flotara, y por un instante también se le elevó el ánimo del mismo modo. Vio entonces el coche, acechante en la sombra, resplandeciente e inmóvil, con los ojos clavados en él, aunque fuera la mirada plateada de los dos faros. Resultaba pueril, cómo no, dejarse intimidar por una máquina, pero la puerilidad era un lujo al que Quirke no estaba acostumbrado, por haber sido su verdadera infancia un mal sueño ya olvidado del todo.
Había pensado que también en el caso de Malachy el Alvis podría revivir en parte su juventud, abrir el acceso a la osadía que por fuerza tuvo que tener en el pasado, pero lo conducía igual que el viejo Humber, con los brazos alargados, mascullando y quejándose para el cuello de su camisa. Fueron por Stephen’s Green hasta Christ Church y bajaron por Winetavern Street hasta el río, virando allí camino del parque. En la neblina se percibían las emanaciones harinosas de la levadura y el lúpulo, procedentes de la fábrica de Guinness. Iba mediada la tarde y ya menguaba la luz diurna. Ni siquiera la forma de conducir de Malachy había sido capaz de sojuzgar la potencia y la vehemencia del automóvil, que se deslizaba como si obedeciera a su propio control, ciñéndose a las esquinas y adelantándose en los tramos rectos con una ansiedad a duras penas sofrenada, animal. Cruzaron el puente antes de la estación de Knightsbridge y llegaron a las puertas del parque, donde se detuvieron. Durante un rato ninguno se movió ni dijo nada. Malachy no había apagado el contacto, aunque el motor era tan silencioso que apenas se oía. Los árboles que jalonaban la avenida recta, ante ellos, retrocedían en líneas paralelas engullidos por la niebla.
—Bueno —dijo Quirke con una vivacidad forzada—, mejor será que nos pongamos a ello.
De pronto lo había inundado el terror, y ya se sentía un perfecto imbécil, antes incluso de sentarse al volante.
Sin embargo, aprender a conducir resultó una tarea decepcionantemente fácil. Al principio le costó trabajo accionar los pedales, y más de una vez confundió el acelerador con el freno —el motor dio un alarido para reprochárselo, y enseguida entendió la diferencia—, y le fue complicado cogerle el tranquillo al movimiento de la palanca de marchas sobre todo al meter tercera, pero no tardó en dominarlo. Malachy, cómo no, le advirtió en tono de agravio que no le iba a resultar así de fácil conducir cuando tuviera que vérselas con el tráfico. Quirke no dijo nada. Había concluido la hora de excitación y de angustia anticipadas; ya era un conductor, y el coche no era más que un coche.
Llegaron al portón de Castleknock Gate y Malachy le explicó cómo hacer un cambio de sentido con tres maniobras, incluida la marcha atrás. Al volver por donde habían ido se cruzaron con otro conductor novato cuyo coche daba una serie de saltos y frenazos, como un caballo sin domar, y Quirke no pudo contener una sonrisa de satisfacción, y entonces se sintió aún más pueril.
—¿Cuándo piensas volver al trabajo? —preguntó Malachy.
—No lo sé. ¿Por qué? ¿Alguna habladuría por ahí?
—El otro día alguien hizo una pregunta en una reunión de la directiva.
—¿Quién?
—Tu colega, Sinclair.
—Sólo faltaba —dijo. Sinclair era el ayudante de Quirke y estuvo por su cuenta al frente del departamento durante el medio año en que Quirke se dio por primera vez a la bebida y luego estuvo en el secadero—. Quiere quedarse con mi puesto.
—Pues entonces más te valdría volver y asegurarte de que no lo haga —dijo Mal con una risa seca, apenas apreciable.
Llegaron de nuevo a las puertas del parque y Malachy dijo que lo mejor sería que se pusiera él al volante para regresar a Mount Street, pero Quirke dijo que no, que él conduciría, que necesitaba ganar experiencia en situaciones de tráfico reales. ¿Tenía permiso de conducir?, inquirió Malachy. ¿Estaba el coche asegurado? Quirke no respondió. Salió bruscamente un autobús del garaje de la CIE en Conyngham Road y ya se les echaba encima por la derecha cuando Quirke pisó el acelerador y el coche pareció ponerse de pie sobre las ruedas traseras antes de salir zumbando con un rugido.
La niebla se dispersaba sobre el río e incluso se adivinaba un cabrilleo acuoso de sol por el lado del puente de Usher’s Island. Quirke estaba sopesando el dilema: qué hacer con el coche ahora que lo había adquirido y además le había cogido el tranquillo a la conducción. Apenas iba a utilizarlo en la ciudad, pues por algo le encantaba recorrerla a pie, además de que uno de los placeres secretos de su vida era acomodarse en el asiento de atrás de un taxi los días de invierno que ensuciaba la lluvia. Tal vez podría salir a dar algún que otro paseo, como casi todo el mundo parecía hacer de vez en cuando. «¡Vamos, chica! —más de una vez se lo oyó decir a un conductor a su señora—. Démonos una vueltecita por Killiney, o vayamos al Hellfire Club, o al Sally Gap». Podría hacerlo, desde luego, aunque más bien pensó que no. ¿Y en el extranjero? ¿Qué tal si metiera el automóvil en un ferry para desembarcar en Francia? Se imaginó rodando por la Costa Azul con una chica a su lado, su pañoleta ondeando al viento cálido, con la ventanilla abierta, él con chaqueta azul marino y corbata, ella centelleante y desenfadada, sonriéndole de perfil, como en uno de los carteles de los trenes.
—¿Se puede saber de qué te estás riendo? —le preguntó Malachy con suspicacia.
En College Green un guardia con guanteletes blancos, de servicio, les indicaba que pasaran haciendo señales ampulosas. El coche aceleró al doblar por Trinity College, chirriando las ruedas por alguna razón. Quirke se fijó en las manos de Malachy, unidas sobre las rodillas, con los nudillos blancos.
—¿Preguntaste en el hospital por April Latimer? —quiso saber Quirke.
—¿Cómo? —Malachy iba como si estuviera hipnotizado, los ojos como platos, clavados en la trayectoria del coche—. Ah, sí. Sí. Sigue de baja por enfermedad.
—¿Llegaste a ver la nota?
—¿Qué nota?
—La nota que mandó para decir que estaba enferma.
—Sí, decía que tiene la gripe.
—¿Y eso es todo?
—Sí.
—¿No indicaba cuánto tiempo pensaba estar sin ir a trabajar?
—No, sólo decía que tenía la gripe y que no podía ir al trabajo. Nada más. Por cierto, eso que te has pasado era un semáforo rojo.
Quirke estaba pendiente del cambio, pues le costaba trabajo meter tercera.
—¿A mano o mecanografiada?
—No me acuerdo. Mecanografiada, sí. Eso es.
—¿Y firmada a mano?
Malachy se paró a pensar, frunciendo el ceño.
—No —dijo—, ahora que lo dices no estaba firmada. Sólo figuraba su nombre escrito a máquina.
En la esquina de Clare Street un chico con una mochila de colegial bajó de la acera a la calzada. Cuando oyó el bocinazo se quedó clavado en el suelo, sorprendido, y se dio la vuelta para mirar con extraña curiosidad cómo se le echaba encima el coche negro y pulcro, reluciente, con el morro pegado al suelo, los neumáticos humeando y los dos hombres que lo miraban boquiabiertos tras el parabrisas, uno haciendo muecas, esforzándose en frenar, y el otro con las manos en la cabeza.
—¡Dios del cielo, Quirke! —exclamó Malachy a la vez que éste pegaba un brusco volantazo a la derecha y a la izquierda. Quirke miró por el retrovisor. El chico seguía parado en medio de la calzada, gritándoles.
—Sí —dijo pensativamente—, no sería buena cosa llevarse a uno por delante. Por aquí es probable que los tengan contados.
Creyó que sería buena idea llevarse el coche al piso de Phoebe para lucirlo con ella y con Hackett, pero se lo pensó mejor y fue a pie. Ya era de noche y el aire volvía a estar espeso de niebla. Un par de fulanas tempraneras callejeaban por la pared lateral del Pimentero. Una de ellas le habló en voz baja al pasar de largo, y como no respondió le soltó una obscenidad y un insulto, y las dos jóvenes rieron. La luz de la farola de Huband Bridge era un globo blando y gris que se proyectaba en todas direcciones. Rebrillaba sobre el arco de piedra y convertía en mero espectro el sauce joven que pendía sobre la orilla del canal. Se estaba acordando de Sarah, igual que siempre que pasaba por allí. A veces se encontraban en el puente Quirke y ella, y paseaban por el camino de sirga, conversando. Qué raro, pensar en ella en su tumba. Remotamente y por un instante le pareció que le llegaban las voces indiscernibles de todos sus muertos. ¿Cuántos cadáveres habían pasado por sus manos, cuántos cuerpos había abierto a lo largo de los años? Tendría que haberme dedicado a otra cosa, pensó, pero… ¿a qué?
—Podría haber sido piloto de carreras, tal vez —dijo en voz alta, y le llegó el eco de su risa triste por la calle desierta.
Phoebe lo estaba esperando en Haddington Road, de pie en el umbral de la casa en que vivía.
—He bajado porque no funciona el timbre —le dijo—. Desde hace semanas. Y no hay manera de que el casero lo arregle, y cuando alguien llama con los nudillos el empleado de banca de la planta baja me mira como si tuviera ganas de asesinarme.
Lo tomó del brazo con el suyo y echaron a andar. Le preguntó si se había acordado de preguntar por April en el hospital. Él le mintió y le dijo que había visto la nota y la describió con arreglo a lo que le había dicho Malachy.
—Pues entonces la puede haber escrito cualquiera —dijo ella.
—Sí, pero… ¿por qué?
Hackett paseaba junto a la barandilla del canal. Llevaba el sombrero en el cogote y las manos sujetas a la espalda, y un cigarrillo encajado en la comisura de la boca ancha, de labios finos, como la de un batracio. Saludó afectuosamente a Phoebe.
—Señorita Griffin —le dijo, y le tomó la mano con las suyas, dándole unas palmaditas—, está usted que da gusto verla y más con estos ojos que tengo yo y en una noche tan lúgubre y mojada. Dígame, ¿está usted bien?
—Lo estoy, inspector —dijo Phoebe, sonriendo—. Claro que lo estoy.
Cruzaron la calle los tres y subieron los peldaños de la casa, y Phoebe levantó la esquina de la losa que estaba suelta y sacó la llave de debajo. El portal se hallaba a oscuras y tuvo que buscar a tientas el interruptor. La luz, al encenderse, no pudo ser más débil, como si avanzara a duras penas en tinieblas, como si la única bombilla que pendía del techo se hubiera cansado tiempo atrás de traspasar la oscuridad. La pantalla, entre amarillenta y ocre, podía estar hecha de piel humana reseca.
—Esto parece muy tranquilo —dijo el inspector Hackett mientras subían las escaleras.
—Sólo hay dos pisos ocupados —explicó Phoebe—, el de April y el de arriba. La planta baja y el sótano están vacíos.
—Ah, entiendo.
Dentro del piso de April, a Phoebe le pareció que todo se había oscurecido de un modo extraño, que estaba más desaseado, como si hubieran pasado años, y no días, desde la última vez que estuvo allí. Se paró nada más cruzar la puerta, los dos hombres a su espalda, y miró hacia la cocina. Se notaba un olor penetrante y rancio que no recordaba; seguramente la leche agriada que Jimmy habría olvidado tirar por el fregadero, aunque de pronto se le antojó siniestro, como el olor que a veces se percibía en Quirke cuando acababa de salir del depósito de cadáveres. Sin embargo, descubrió con sorpresa que su intranquilidad era menor que la última vez. Algo había desaparecido del aire, el ambiente era pura oquedad inerte. Phoebe creía con toda firmeza que las casas registraban cosas que a nosotros nos pasaban inadvertidas, presencias, ausencias, pérdidas. ¿Podría ser que la casa hubiese llegado a la conclusión de que April ya no iba a regresar?
Entraron en el cuarto de estar. Quirke fue a encender un cigarro, pero debió de pensar que era inapropiado, y guardó la pitillera de plata y el encendedor. El inspector Hackett estaba con las manos en los bolsillos de su abultado y resplandeciente gabán, mirando en derredor con ojos avezados, de profesional.
—¿Debo entender —dijo a la vez que repasaba los libros y los papeles que había por todas partes, las tazas de café manchadas, las medias en la rejilla— que así es como acostumbraba a vivir la señorita Latimer?
—Sí —dijo Phoebe—, muy ordenada no es, que se diga.
Quirke se había acercado a la ventana y estaba mirando a la oscuridad, la luz que llegaba de una farola convertida en una mancha sin relieve en uno de los lados de su rostro. Entre los árboles y al otro lado de la calle acertó a ver tenues brillos en el agua del canal en movimiento.
—Vive ella sola, ¿verdad? —preguntó sin darse la vuelta.
—Sí, claro —respondió Phoebe—. ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
—¿No tiene una compañera de piso?
Phoebe sonrió antes de contestar.
—No se me ocurre quién podría aguantar a April y su manera de ser.
El policía seguía mirando por un lado y por otro, callado y atento. Phoebe de pronto se arrepintió de haber llevado allí a esos dos hombres, haberlos hecho entrar en casa de April para husmear y especular. Se sentó ante la mesa en una silla de respaldo recto. En esa estancia estuvo más convencida que nunca de que April ya no seguía en el mundo. Tuvo un estremecimiento. Qué cosa debía de ser la muerte. Quirke, al mirarla de repente, vio la desolación pintarse en su rostro y se acercó desde la ventana para ponerle una mano en el hombro y preguntarle si estaba bien. No le respondió; se limitó a encoger el hombro en que le había apoyado la mano y a dejarlo distenderse luego.
Hackett había entrado en el dormitorio, y Quirke, apartándose de su hija, tan callada, lo siguió. El policía se encontraba en medio del desorden de la habitación, todavía con las manos en los bolsillos, escrutando con aire especulativo la cama, hecha con precisión y severidad por los cuatro costados.
—La educación hospitalaria es inmejorable —dijo Quirke.
Hackett se volvió hacia él.
—¿Cómo dice?
Quirke señaló con un gesto hacia la cama.
—Está hecha a pedir de boca.
—Ah. Cierto. Sólo que yo pensé que eso era cosa de enfermeras. ¿A los estudiantes de Medicina se les enseña a hacer una cama?
—A las estudiantes seguro que sí.
—¿De veras? Pues digo yo que razón tiene.
El suelo era de tarima, de tablones muy barnizados. Con la puntera del zapato, el detective desplazó la alfombra de lana barata que había junto a la cama; encontró más tablones de madera, el barniz una pizca más claro en donde la alfombra lo escudaba de la luz. Se detuvo un momento, al parecer a pensar. Con una brusquedad que sobresaltó a Quirke, se adelantó, se inclinó y de un movimiento seco retiró la ropa de cama, la sábana, la manta, la almohada y todo, dejando al aire el colchón entero. Hubo algo casi indecente en la forma en que lo hizo, le pareció a Quirke. El policía volvió a detenerse, mirando lo que acababa de hacer y tocándose con el dedo el labio inferior —el colchón ostentaba las habituales manchas humanas—, y entonces se levantó los faldones del gabán tan vistoso que llevaba y, con esfuerzo, resoplando, se agachó a examinar las rendijas entre los tablones por el espacio más claro que rodeaba ese lado de la cama, donde estaba antes la alfombra. Se enderezó, aunque aún arrodillado, y sacó del bolsillo del pantalón una navajita de cachas nacaradas sujeta por una cadena larga, antes de inclinarse de nuevo y ponerse a rascar con cuidado en las rendijas entre los tablones. Quirke se inclinó a su lado y miró por encima del hombro del policía, observando las migas de polvo acumulado, oscuro, que rescataba poco a poco.
—¿Qué es eso? —preguntó aunque ya lo supiera.
—Ah, pues es sangre —dijo Hackett como si estuviera fatigado, y apoyó el peso sobre los talones antes de suspirar—. Así es, es sangre.