5

El hotel Dolphin de Essex Street, en Temple Bar, fue desde el principio el lugar de encuentro del «cogollito». Ninguno de ellos recordaba quién fue el primero en encontrar el sitio, aunque teniendo en cuenta la naturaleza del establecimiento era probable que hubiera sido Isabel Galloway. El Dolphin era un abrevadero de sobra conocido entre la gente del teatro, aunque quienes lo frecuentaban pertenecían sobre todo a una generación anterior, los chicos del traje azul y de las napias bulbosas, las mujeres de cierta edad, aunque bien conservadas, con un lápiz de labios tirando a fauvista y demasiado maquillaje. El bar, revestido de madera, rara vez se llenaba, ni siquiera los sábados por la noche, y el restaurante no estaba mal, caso de que tuvieran ganas de cenar allí y no anduvieran cortos de dinero. Phoebe en el fondo pensaba que eso de hacerse llamar «el cogollito» era un tanto pretencioso. ¿Cuándo les dio por llamarse con ese remoquete tan proustiano? Y sin embargo, se alegraba de tener el lugar que tenía entre ellos. No eran la Tabla Redonda y el Dolphin no era el Algonquin, de acuerdo, sino que eran ellos, y eso era más que suficiente en una ciudad tan pequeña, en unos tiempos tan mezquinos. Eran cinco tan sólo, exclusivamente cinco: Patrick Ojukwu, o el Príncipe; Isabel Galloway, la actriz; Jimmy Minor, April Latimer y Phoebe. Esa noche, sin embargo, eran sólo cuatro, un cuarteto más bien callado.

—No entiendo por qué tenemos que estar tan preocupados —dijo Isabel Galloway—. Ya sabemos todos cómo es April.

—Pero es que desaparecer así como así no es propio de ella —dijo Jimmy de manera cortante. Siempre había existido un punto de amistosa fricción entre Jimmy e Isabel, que en ese momento sacudió la melena y soltó una risa histriónica.

—¿Y quién dice que ha desaparecido? —preguntó.

—Ya te lo hemos dicho. Fuimos a su piso Phoebe y yo. Era evidente que no había estado allí desde el miércoles de la semana pasada, que es cuando Phoebe habló con ella por última vez.

—Claro está que se puede haber marchado, no sé, de viaje —dijo Phoebe con urgencia, tal como había dicho ya muchas veces, sobre la base de que tal vez con la repetición ella misma se animara a creerlo en caso de que los otros también se lo creyeran.

Jimmy le dedicó una mirada cáustica.

—¿Irse de viaje? ¿Adónde?

—Y tú que me decías que me estaba portando como una histérica —dijo Phoebe, consciente de que se estaba poniendo colorada y molesta precisamente por eso.

—Cariño, pero es que te estabas portando como una verdadera histérica —dijo Jimmy con su retintín copiado de Hollywood. Le dedicó una de sus sonrisas, no la auténtica, la irresistible, sino la máscara de suficiencia que había aprendido a adoptar cuando quería encandilar y engatusar a alguien. A veces Phoebe se preguntaba si de veras le caía bien Jimmy; sabía ser un encanto, sabía ser cariñoso, pero también había en su naturaleza algo agriado, algo hosco.

Nadie dijo nada en un buen rato.

—¿Y qué hay de la nota que mandó al hospital para decir que estaba enferma? —preguntó Isabel.

—Todos hemos enviado alguna vez esa misma nota sin estar precisamente enfermos —dijo Jimmy, que se volvió hacia ella y suprimió de golpe la sonrisa. Tenía las piernas tan cortas que aun cuando la silla en que estaba sentado fuera de una altura normal los pies no le llegaban al suelo. Se volvió hacia Patrick Ojukwu—. ¿Tú qué opinas? —le preguntó, incapaz de suprimir el tono de truculencia con que lo dijo.

Fue April quien había conocido a Ojukwu antes que los demás, y fue ella quien lo presentó al cogollito. Lo aceptaron más o menos a la primera; Jimmy había sido el menos entusiasta en su acogida, como es natural, mientras que Isabel Galloway, según observó April con sequedad, quiso casi saltarle al regazo nada más verlo. Todos, incluido Jimmy, estaban en secreto muy satisfechos de tener en el cogollito a una persona tan apuesta, tan exótica y tan negra. Les agradaba su presencia entre todos ellos, seguros de que les prestaba un aire de sofisticación cosmopolita, aunque ninguno de los cuatro, con la excepción de Phoebe, había ido en sus viajes más allá de Londres. Le dieron además la bienvenida, con adusta satisfacción, por las miradas que suscitaban cuando estaban con él, unas veces de ultraje, otras de odio, y a veces de temor, o de envidia.

—Yo no sé qué pensar, la verdad —dijo Patrick.

Se adelantó y dejó el vaso de zumo de naranja en la mesa. No bebía alcohol en cumplimiento de alguna prohibición religiosa o tribal que no había especificado, y volvió a sentarse y cruzó los brazos. Era un hombretón de movimientos lentos y voz profunda, con un pecho inmenso y una cabeza redonda, bien perfilada. Estudiante de Medicina en el Colegio de Cirugía, era el más joven de todos, si bien poseía un grave y misterioso aire de autoridad. A Phoebe siempre le fascinaba la nitidez de la línea que dividía ambos lados de sus manos, donde el dorso de chocolate dejaba paso al rosa fresco y seco de las palmas. Cuando se imaginaba esas manos sobre la piel clara y pecosa de April Latimer, algo se despertaba en su interior, algo que no sabía si era una protesta o una manifestación de lascivia. Tal vez fuera su propia piel la que imaginaba bajo esa caricia sedosa y morena. Apartó de la cabeza el pensamiento con repentina alarma.

—No alcanzo a entender —dijo Ojukwu entonces— por qué no ha hablado nadie con su familia.

—Es sencillo —replicó Isabel Galloway con mordacidad—. Porque su familia no habla con ella.

Ojukwu miró a Phoebe.

—¿Eso es cierto?

Ella alejó la mirada buscando la chimenea, donde un trípode de troncos de carbón vegetal ardía despacio por encima de la ceniza blanca amontonada. Dos vejetes se habían resguardado allí cerca, cada uno en un sillón, bebiendo whisky y hablando de caballos. Tuvo una clara percepción de la noche allá fuera, recargada por la niebla, el tenue brillo de las farolas y el callado deslizarse del agua en el río, allí cerca, entre las orillas, reluciente, secreta y negra.

—No se lleva bien con su madre —dijo—, eso lo sé con seguridad. Y se monda de la risa al hablar de su tío el ministro, dice que es un tonto del culo y que encima se da aires de grandeza.

Ojukwu la estaba examinando; era una manera que tenía de mirar con firmeza a las personas, sin mover sus ojos grandes y protuberantes, que parecían tener un blanco mucho mayor de lo necesario.

—¿Y su hermano? —preguntó con voz queda.

—No lo menciona nunca —dijo Phoebe.

Isabel soltó su risa de actriz, un ¡ja, ja, ja! en tres tonos precisos, descendentes.

—¡Vaya un mojigato! —dijo. Era la mayor del cogollito (ninguno de los demás sabía qué edad tenía, aunque nadie se atrevía a hacer conjeturas), si bien era ágil y esbelta, de una palidez antinatural, y tenía un rostro anguloso, marcado; tenía el cabello de un color intenso, oscuro, casi broncíneo, y Phoebe sospechaba que se lo teñía. Isabel hizo girar el vaso de ginebra entre los dedos, y volvió a cruzar sus famosas, largas, magníficas piernas—. El Santo Padre, así lo llaman.

—¿Por qué? —preguntó Ojukwu.

Isabel se inclinó hacia él con languidez, sonriendo con una dulzura de imitación, y le dio unas palmadas en el dorso de la mano.

—Porque es un católico recalcitrante y es famoso su fanatismo por el celibato. Si alguna vez el doctor Oscar mete algo en…

—¡Bela! —exclamó Phoebe, mirándola con severidad.

—¡Son todos unos mojigatos! —interrumpió Jimmy Minor con una violencia que los sobresaltó. Se le había puesto la frente muy blanca, como siempre que se agitaba—. Los Latimer tienen en su poder todo lo relacionado con la medicina en esta ciudad, y no hay más que ver cómo anda la sanidad pública. La madre con sus obras de caridad, el hermano cuya única preocupación es impedir que entren en este país las gomas, y llenar en cambio los hospitales de maternidad. Y el tío Bill, el ministro de la llamada Sanidad, se dedica a hacerles la rosca a los curas y a encerrarse en ese sepulcro blanqueado que es su palacio, allá en Drumcondra… ¡Un hatajo de hipócritas, eso es lo que son!

Se hizo un incómodo silencio tras este exabrupto. Los dos aficionados a los caballos habían dejado de hablar ante la chimenea y los miraban con una mezcla de curiosidad y reprobación.

—Yo sigo pensando —dijo Patrick Ojukwu— que alguien tendría que hablar con la señora Latimer, o con el hermano de April. Si hay desavenencias entre ellos y April, y si ella no se pone en contacto con la familia, seguramente no se van a enterar de que no hay noticias de ella desde hace días.

Los otros tres cruzaron miradas de incomodidad. El Príncipe tenía razón, había que poner a la familia sobre aviso. A Phoebe se le ocurrió una idea.

—Se… se lo pediré a mi padre —dijo—. Él probablemente conoce al ministro, o a Oscar Latimer, o a los dos. Podría hablar con ellos.

Isabel y Jimmy parecían dubitativos, e intercambiaron una mirada.

—Creo que debería ir a hacerlo uno de nosotros cuatro —dijo Jimmy evitando la mirada de Phoebe—. April es amiga nuestra.

Phoebe lo miró entrecerrando los ojos. Todos sabían dónde había pasado Quirke las seis semanas anteriores. También estaban al tanto de la historia que tenía ella con Quirke, de su historia en común, o más bien todo lo contrario. ¿Por qué iban a fiarse de que fuera él quien abordase a los Latimer?

—Entonces… yo me encargo de llamar a su hermano —dijo categóricamente, mirando en derredor por si alguno prefiriese ponerla en cuestión—. Lo llamaré por teléfono mañana mismo e iré a visitarlo.

Calló. No se sentía en realidad ni tan valiente ni tan resuelta como estaba dando a entender. La idea de una confrontación con Oscar Latimer, con la fama de picajoso que tenía, le daba pavor. Y por el modo en que Jimmy e Isabel se encogieron de hombros y miraron a otra parte, se dio cuenta de que no les entusiasmaba que ella hablase con él, tal como tampoco habían parecido muy animados cuando propuso que fuese su padre el portavoz. De los tres, Patrick Ojukwu era el que tenía una expresión más enigmática, sonriéndole de un modo extraño, ensanchando su de por sí ancha nariz plana y retirando los labios para dejar al descubierto sus dientes enormes y blancos hasta las encías, que eran tan rosas y brillantes como un caramelo de algodón. Podría estar burlándose de ella. Sin embargo, tras esa amplia sonrisa también él, y ella lo notó, estaba intranquilo.

A pesar de sus aprensiones, esa misma noche nada más llegar a su piso llamó a Oscar Latimer desde el teléfono del vestíbulo. El único que halló en la guía fue el número de su consulta, y estuvo casi segura de que no lo iba a encontrar a las once de la noche; se dio cuenta de que lo iba a llamar con la certeza de no dar con él, y se llevó un sobresalto cuando alguien atendió la llamada tras el primer timbrazo y una voz dijo suavemente: «¿Diga?». Su primer impulso fue colgar de inmediato, pero se quedó de pie en donde estaba, con el teléfono pegado a la oreja, oyendo su propia respiración en el aparato, un sonido como el del mar a lo lejos, como si las olas se colmasen y descendieran. Pensó que debía de haberse equivocado de número, pero la voz volvió a decir «¿Diga?» con la misma suavidad de antes.

—Oscar Latimer al aparato —añadió—. ¿Quién es, por favor?

No supo qué decir. A su alrededor, en el vestíbulo se respiraba una rara quietud, y le dio miedo que, tan pronto dijera algo, el joven gordo de la planta baja saliera hecho un basilisco de su piso y la abroncase por haber hecho ruido y molestarlo a esas horas. Le dio su nombre y tuvo que repetirlo más alto, aunque apenas levantó la voz más allá de un murmullo. Hubo un nuevo silencio en la línea; acaso no reconociera su nombre, ¿por qué habría de hacerlo?

—Ah. Sí. Señorita Griffin —dijo entonces—. ¿En qué puedo servirla?

Le pidió permiso para ir a verle por la mañana. Tras una brevísima pausa, él le dijo que podía ir a las ocho y media, que le podía conceder cinco minutos antes de que llegase su primer paciente. Colgó sin despedirse y sin preguntarle cuál era el motivo de que quisiera ir a verle. Supuso que habría pensado que tenía algún problema; seguramente lo llamaban a todas horas del día y de la noche chicas con problemas, puesto que era el médico más famoso de Dublín en su especialidad.

Había subido la mitad de la escalera cuando se detuvo y bajó, y pescó más monedas sueltas en su bolso y las introdujo en la ranura para marcar el número de Quirke. No se acordaba de que hubiera existido otra ocasión en la que, como en ese momento, tuviera tanta necesidad de oír la voz de su padre.

A la mañana siguiente, a las ocho y veinte, llegó a pie a la esquina de Pembroke Street y Fitzwilliam Square y vio la inconfundible silueta de Quirke, enorme y envuelto en su abrigo largo y negro, con sombrero negro, esperándola a la media luz del amanecer. Así, erguido, siempre le hacía pensar en el negro tocón de un árbol abatido por el rayo. La saludó con un gesto de asentimiento y la tocó con la punta de un dedo en el codo, oprimiendo la manga del abrigo en el único gesto de intimidad que parecía deseoso de permitirse.

—Comprenderás que no por cualquiera salgo yo de casa a estas horas de la mañana y con el tiempo que hace —dijo. Se dio la vuelta y juntos emprendieron camino en diagonal para cruzar la calle, la húmeda niebla pegada a los rostros de ambos—. Y, de remate, para ir a visitar a Oscar Latimer.

—Te lo agradezco —dijo ella con sequedad—. De veras que te lo agradezco.

Se estaba acordando de la mirada que cruzaron Jimmy e Isabel la noche anterior en el Dolphin, pero no le importó: ese día necesitaba a Quirke a su lado, para que le diera su apoyo y para no perder ella los nervios.

Subieron los escalones de entrada de la casa de cuatro plantas y Quirke tocó el timbre. Mientras aguardaban, Phoebe le preguntó si había llamado por teléfono al hospital, y él pareció no entenderla.

—Para preguntar por April —le dijo—, por la nota que envió para decir que estaba enferma. ¿Se te ha olvidado?

Él no dijo nada, aunque adquirió un aspecto pétreo y contrito.

Olía a café en el vestíbulo; Oscar Latimer no sólo tenía allí su consulta, sino también su domicilio, y Phoebe se acordó en ese momento: tenía su residencia de soltero en las dos plantas superiores del edificio, donde vivía en lo que April había descrito despectivamente como «la dicha del que no se casa». ¿Cómo es que no se había acordado antes? Así se explicaba, desde luego, que le hubiera cogido el teléfono siendo tan tarde la noche anterior.

La enfermera que los hizo pasar tenía una cara alargada e incolora, y los dientes grandes; la nariz, exangüe, se le afilaba hasta una punta imposiblemente aguda, de tonalidad púrpura, que daba dolor sólo de verla. Quirke se presentó.

—Ah, doctor —dijo la enfermera, y por un instante pareció que estuviera a punto de hacer una genuflexión. Los hizo pasar a una fría sala de espera en la que había una gran mesa rectangular de roble, con doce sillas a juego. Phoebe las contó. No se sentaron. En la mesa vio las revistas de costumbre, Punch, Woman’s Own, The African Missionary. Quirke prendió un cigarrillo y miró en busca de un cenicero, tosiendo a la vez que se cubría la boca con el puño.

—¿Qué tal estás? —le preguntó Phoebe.

Él sacudió la cabeza.

—Todavía no lo sé, aún es muy temprano.

—Quiero decir… desde que ayer llegaste a casa, ¿cómo te encuentras?

—He comprado un coche.

—No me digas…

—Ya te dije que lo iba a hacer.

—Sí, pero no te creí.

—En fin, pues así es —la miró—. ¿No quieres saber qué coche?

—¿Qué coche?

La enfermera de la nariz imposible asomó la cabeza por la puerta —fue como si un colibrí asomara el pico— y les dijo que el señor Latimer podía recibirlos. La siguieron por las escaleras hasta la primera planta, donde el señor de la casa tenía su despacho.

—Un Alvis —dijo Quirke a Phoebe mientras subían—. Supongo que no tienes ni idea de lo que es un Alvis.

—¿Has aprendido a conducir?

No le respondió.

Oscar Latimer era un joven de corta estatura, ligero, vivaz, menos voluminoso de lo que parecía apropiado, por lo que al encontrarse de pie delante de él, dándole la mano, Phoebe tuvo la peculiar impresión de que lo veía desde cierta distancia, como si lo disminuyera la perspectiva. Tenía un aire sumamente atildado, como si acabara de someterse a un escrupuloso repaso con un buen cepillo, a fondo, y exudaba un aroma penetrante, a pino. Al notarla en la suya, su mano le pareció cálida, blanda, precisa. Tenía pecas, como April, cosa que le daba un aire mucho más juvenil de lo que seguramente era, y el cabello, también de joven, lo llevaba peinado a un lado y a otro a partir de una raya al medio muy recta, clara. Tenía un bigote incipiente, aunque no fueran más que unos pelillos rojizos y erizados. Miró a Quirke con un punto de sorpresa.

—Doctor Quirke —dijo—. No esperaba verlo esta mañana. Espero que se encuentre bien… —había dado un paso atrás y de un ágil movimiento se había colocado tras la mesa del despacho, donde ya se acomodó antes de terminar de hablar—. Así pues, señorita… Griffin —dijo, y ella captó un leve titubeo; nunca había pensado en renunciar al apellido Griffin para utilizar el de Quirke. ¿Por qué iba a pensar en tal cosa, cuando Quirke de entrada ni siquiera le dio su apellido?—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Quirke y ella se habían sentado en dos sillas pequeñas, a uno y otro lado de la mesa del despacho.

—No hemos venido por nada que tenga que ver conmigo —dijo.

El hombrecillo menudo miró a su padre con insolencia y con la misma insolencia la miró a ella.

—¿Ah, no?

—Se trata de April.

Quirke estaba terminándose el cigarro, y Latimer empujó con un solo dedo un cenicero de cristal hasta la esquina de la mesa. Tenía fruncido el ceño.

—Así que se trata de April —dijo espaciando las sílabas—. Entiendo. O, mejor dicho, no entiendo. Espero que no me venga a decir que se ha metido otra vez en un lío.

—Lo que pasa —dijo Phoebe, haciendo caso omiso de lo que dio a entender con ese «otra vez»— es que no he tenido noticias de ella, y ninguno de sus amigos ha sabido nada de ella desde… el miércoles pasado hizo una semana. Eso ya son… ¿cuánto? Son unos diez días.

Se hizo el silencio. Ella tuvo ganas de que Quirke dijera algo, de que acudiese en su ayuda. Él estaba estudiando una fotografía grande y enmarcada, colgada en la pared de detrás de la mesa, en la que aparecía Oscar Latimer, con traje oscuro y una especie de banda cruzada al pecho, estrechando la mano del arzobispo McQuaid. ¿Cómo había llamado Jimmy Minor a McQuaid? Ese sepulcro blanqueado que es su palacio, allá en Drumcondra. El arzobispo lucía una sonrisa enfermiza; tenía una nariz casi tan afilada y tan blanca como la de la enfermera de Latimer.

Oscar Latimer se retiró el puño de la chaqueta y miró de forma ostensible el reloj. Suspiró.

—No he visto a mi hermana desde… Bueno, la verdad es que no recuerdo cuándo fue la última vez. Hace mucho tiempo que se desvinculó de todos nosotros, y…

—Ya sé que había… que había cierta tensión entre ella y su madre —dijo Phoebe en un esfuerzo por resultar conciliadora. Latimer la miró con frío desagrado.

—Es como si hubiera renegado de su familia —dijo.

—Sí, pero…

—Señorita Griffin, creo que no entiende usted lo que le estoy diciendo. Por lo que a nosotros atañe, me refiero a la familia, April es un agente libre que está completamente al margen de nuestra influencia, al margen de nuestras preocupaciones. ¿Dice que lleva diez días desaparecida? Para nosotros desapareció hace mucho más tiempo, se lo aseguro.

Reinó de nuevo el silencio. Quirke seguía mirando, distraído, la fotografía.

—Yo no he dicho que haya desaparecido —dijo Phoebe en voz baja—, sólo digo que no he tenido noticias de ella.

Latimer soltó otro suspiro cortante y consultó el reloj una vez más.

Quirke por fin quebró el silencio.

—Nos habíamos preguntado —dijo— si tal vez April no se habrá puesto en contacto con su madre. Las chicas tienden a recurrir a sus madres cuando se ven en dificultades.

Latimer lo contempló con desdén, como si le hiciera gracia.

—¿Dificultades? —dijo, como si sujetara la palabra por una esquina para examinarla—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Como ha dicho Phoebe, no se tienen noticias de su hermana, eso es todo. Como es natural, sus amigos están preocupados.

Latimer dio un brinco en su asiento.

—¿Sus amigos? —exclamó; fue casi un balido—. ¡No me hable a mí de sus amigos! De sus amigos ya lo sé todo.

Quirke dejó vagar la mirada otra vez por las paredes y luego la clavó en el hombrecillo menudo, al otro lado de la mesa.

—Mi hija es amiga suya —dijo—. Y su hermana no está precisamente al margen de sus preocupaciones.

Latimer colocó las manos pequeñas y precisas en la mesa, delante de él, y respiró hondo.

—Mi hermana, desde que alcanzó la mayoría de edad y desde mucho antes, no ha sido sino causa de angustia para nuestra familia, y para su madre en particular. Que se encuentre en dificultades, como dice usted, o que se haya largado en una de esas juergas que se corre periódicamente, con toda franqueza a mí me da igual. Y ahora, si me disculpan, me está esperando un paciente —dijo conforme se ponía en pie, formando dos trípodes con los dedos y apretándolos contra la mesa antes de apoyarse en ellos—. Siento mucho, señorita Griffin, que esté usted preocupada, pero me temo que en eso no la puedo ayudar. Tal como he dicho, mi hermana y sus andanzas hace mucho tiempo que dejaron de ser para mí de ninguna relevancia.

Quirke se levantó y dio la vuelta al sombrero entre las manos.

—Si tiene noticias de ella —dijo—, ¿tendrá la bondad de llamarnos por teléfono, a Phoebe o a mí?

Latimer volvió a mirarlo con esa sonrisa de desdén que no llegaba a ser del todo una sonrisa.

—No seré yo quien tenga noticias de ella —ronroneó—, de eso puede estar bien seguro, doctor Quirke.

Ya en la puerta, Phoebe se puso con violencia primero un guante y luego el otro.

—Bueno —dijo entre dientes a Quirke—, pues sí que has sido de gran ayuda… Si ni siquiera lo has mirado.

—Si lo llego a mirar —dijo Quirke con mansedumbre—, me parece que habría tirado por la ventana a ese mequetrefe. ¿Qué esperabas que hiciera?

Recorrieron la plaza bajo los árboles que goteaban callados. Ya había algo de tráfico matinal, y los oficinistas embozados en sus bufandas pasaban presurosos de largo. Era como si el amanecer hubiera encallado antes de romper del todo, y la grisácea luz del día más parecía una penumbra inamovible.

—¿Es un buen médico? —preguntó Phoebe.

—Eso tengo entendido. Ser un buen médico no depende de la personalidad, como seguramente habrás notado.

—Y supongo que está de moda.

—Oh, desde luego que sí. No me dejaría yo que me metiese mano, pero yo no soy mujer —se detuvieron en la esquina—. Hoy me da Malachy una clase de conducir —dijo Quirke—. Por Phoenix Park.

Phoebe no le estaba escuchando.

—¿Y qué puedo hacer? —dijo.

—¿En lo de April? Mira, estoy seguro de que Latimer tiene razón, estoy seguro de que se ha largado a correr una aventura a donde sea.

Phoebe se detuvo, y tras dar un paso más, él también lo hizo.

—No, Quirke —dijo ella—, algo le ha ocurrido, sé que algo le ha ocurrido.

Él suspiró.

—¿Cómo lo sabes?

Ella meneó la cabeza.

—Cuando entramos ahí, en ese despacho que tiene, me sentí como una boba. Por su manera de mirarme, me di cuenta de que pensaba que sólo era otra histérica, como las que supongo que van a verle a diario. Pero al oírle hablar empecé a tener más… no sé, más… miedo.

—¿De él? —Quirke parecía incrédulo—. ¿Miedo de Oscar Latimer?

—No, de él no. Es que… no sé. Tuve una sensación, la misma que tengo desde hace una semana, pero en ese despacho esa sensación empezó a ser de verdad —se miró las manos enguantadas—. Le ha pasado algo, Quirke.

Él se metió las manos en los bolsillos del abrigo y se miró las punteras de los zapatos.

—¿Y tú crees que Latimer sabe qué le ha pasado?

Ella negó con un gesto.

—No, no tiene nada que ver con él, estoy segura de que no. No ha sido por nada que dijera o hiciera él. Es sólo que la certeza se fue haciendo fuerte dentro de mí. Creo…

Calló. Pasó un carro cargado de carbón del que tiraba un jamelgo castaño, el carbonero con la cara ennegrecida y la fusta en medio de los sacos.

—Creo que está muerta, Quirke.