4

El piso en que vivía Quirke tenía el aire avergonzado y resentido de un aula levantisca, de pronto acallada con el regreso inesperado del profesor. Dejó la maleta y recorrió los cuartos mirando por los rincones, examinando las cosas, sin saber bien qué esperaba encontrar, y todo lo encontró como estaba en la mañana de la víspera de Navidad, cuando llegó el taxi para llevárselo, sudoroso y con temblores, a San Juan. Le resultó incomprensiblemente decepcionante; ¿tenía acaso la vaga esperanza de hallar alguna señal de violación, de ultraje, las ventanas rotas, sus pertenencias saqueadas, la cama revuelta, un excremento en las sábanas? No le pareció del todo adecuado que todo aquello hubiera seguido intacto y sin que nada lo afectase mientras él estaba lejos con sus padecimientos. Volvió al cuarto de estar. Aún llevaba el abrigo abotonado. No se había encendido la calefacción en el piso durante casi dos meses enteros, y el aire parecía más frío que en la calle. Conectó a la red eléctrica la estufa y se oyó soltar un gruñido al inclinarse hacia el enchufe; de inmediato notó el olor a quemado, al ver la resistencia enrojecerse y quemar el polvo de varias semanas acumulado en ella. Después fue a la cocina y encendió los cuatro hornillos de gas, y además encendió el horno y lo puso al máximo. Malachy Griffin no se había aventurado más allá de la puerta de entrada, en donde se quedó plantado, enmarcado por la luz del rellano, con el impermeable gris y la bufanda de lana, viendo a Quirke malhumorado reclamar su territorio. Malachy era alto, delgado, con el cabello escaso; las gafas sin montura daban a sus ojos un brillo lacrimoso.

—¿Necesitas alguna cosa? —preguntó.

Quirke se volvió.

—¿Cómo?

Estaba en la ventana grande de la cocina con las manos en los bolsillos del abrigo. Tenía una mirada extraviada, como si no la fijase en nada. Una luz brumosa entraba por la ventana, una neblina fina, plateada.

—Te harán falta provisiones. Pan. Leche.

—De aquí a un rato iré al Q&L.

Se hizo un silencio tenue y sin esperanza. Quirke deseó que su cuñado entrase o se marchase, que cerrase la puerta de un modo u otro. Pero al mismo tiempo no deseaba que se fuese, todavía no: hasta la compañía de Malachy era preferible antes que tener que quedarse solo en ese entorno de repente extraño, ajeno, hostil. Fue a abrir la puerta de un armario y no lo hizo. Rió.

—¡Dios del amor, si estaba a punto de ponernos una copa para cada uno!

—¿Por qué no vamos al Shelbourne? —dijo Malachy—. Seguramente no habrás desayunado nada…

Le dio por pensar que el gran tamaño de Quirke, la cabeza grande, los hombros enormes, en el fondo le daba un aire más vulnerable en ese momento.

—Últimamente no como mucho. El metabolismo cambia cuando se suprime la bebida. Como un bebé cuando se le desteta, supongo.

El gas de los hornillos siseaba y petardeaba, extendiendo un calor diluido y endeble en el aire.

—Da lo mismo —dijo Malachy—, algo tendrás que comer…

—No me irás a decir que tengo que conservar las fuerzas.

Se hizo otro silencio, esta vez algo ofendido por parte de Malachy. Quirke sacudió una mano para pedir disculpas con irritación, moviendo la cabeza. Apagó el gas.

—De acuerdo, vayamos —dijo.

El ambiente en la calle tenía la textura del algodón frío, empapado. El coche de Malachy estaba aparcado en la acera; aunque había sido él quien había ido a recogerlo a San Juan, sólo en ese momento lo reconoció Quirke, y lo hizo con un sobresalto apagado, al ver en el vehículo el antiguo Humber negro que había sido propiedad del juez Garret Griffin, su padre adoptivo. El juez, ya fallecido, era el padre natural de Malachy; a los dos les había hecho un gran daño. ¿Por qué conducía Malachy el coche del viejo malvado? ¿Qué era eso? ¿Un gesto de perdón y de piedad filial?

Quirke propuso que fuesen a pie. Echaron a caminar por Mount Street, el ruido de sus pasos algo rezagado tras ellos. Había un polvillo de carbón suspendido en la neblina, escupido por las chimeneas de la ciudad; ambos notaron el hollín en los labios y entre los dientes. En la esquina de Merrion Square doblaron a la izquierda hacia Baggot Street.

—Por cierto —dijo Quirke—, ¿tú conoces a esa joven que trabaja en el hospital, la hija de Conor Latimer?

—¿Latimer? ¿En qué departamento está?

—No lo sé. Supongo que en Medicina Interna. Es una médico residente.

Malachy pareció meditar; Quirke casi llegó a oír el ruido de su cerebro al trajinar, como si repasara una serie de fichas de archivador. Malachy se enorgullecía de su memoria para los detalles, o al menos así era antes de que muriese Sarah y perdiera él ese interés por tales cosas.

—Latimer —dijo de nuevo—. Sí. Alice Latimer. No, es April. Alguna vez la he visto, sí. ¿Por qué?

Al ponerse rojo, el semáforo de Fitzwilliam Street traspasó la bruma con una brillantez antinatural, siniestra casi.

—Phoebe la conoce. Son amigas —respondió. Malachy guardó silencio. La mención de Phoebe siempre provocaba una tensión entre los dos: a fin de cuentas, de niña Phoebe creía que era hija de Malachy, no de Quirke—. Parece ser —agregó Quirke carraspeando— que desde hace algún tiempo no se sabe nada de ella.

Malachy no lo miró.

—¿Que no se sabe nada de ella?

Doblaron a la derecha por Baggot Street. Una chamarilera con un chal de cuadros escoceses los abordó con su letanía de plañidera; Quirke le dio una moneda y la vieja farfulló una bendición a su paso.

—Phoebe está preocupada —dijo—. Parece que tenían por costumbre hablar a diario por teléfono, ella y esa chica de los Latimer, pero ha pasado una semana, no sé si más, desde la última vez que la llamó.

—¿Ha ido a trabajar la tal April Latimer?

—No; mandó una nota para comunicar que estaba enferma.

—Bueno, pues entonces todo aclarado.

—A Phoebe no le convence.

—Ya —dijo Malachy tras una pausa—, pero es que Phoebe se preocupa por casi todo.

Era cierto; para ser tan joven, Phoebe había conocido la desproporción del infortunio en su corta vida —la traición, una violación, muertes violentas—, de modo que ¿cómo no iba a temer lo peor?

—¿Y qué hay de la familia? —preguntó Malachy—. Bill Latimer debe de ser su tío carnal, ¿no? Nuestro estimado ministro…

Los dos esbozaron una sonrisa más bien forzada.

—No lo sé —dijo Quirke—. No creo que Phoebe haya hablado con la familia.

—¿Y el hermano? ¿No es el que se aloja en Fitzwilliam Square?

—¿Oscar Latimer… es su hermano?

—Eso creo —Malachy parecía meditar de nuevo—. Ella tiene cierta fama, según tengo entendido —dijo—, la misma señorita… ¿o debería decir la doctora Latimer?

—No me digas… ¿Fama de qué?

—Pues lo de siempre, ya sabes. Bebe más de la cuenta, sale con gente bastante libertina. Hay un tipo en el Colegio de Cirugía, no me acuerdo de cómo se llama. Un extranjero —hizo una pausa y frunció el ceño—. Y una actriz, una de las que trabajan en el Gate, ¿cómo se llama? ¿Galway?

—¿Isabel Galloway? —Quirke rió por lo bajo—. Ésa sí que es libertina, de acuerdo.

Iban cruzando por la parte alta de Merrion Street cuando un autobús verde de dos pisos apareció de pronto en medio de la niebla, abalanzándose sobre ambos con un rugido, y tuvieron que apretar el paso para llegar a salvo a la acera. A Quirke le contrajo el estómago una vaharada de cerveza que le llegó desde la puerta de Doheny & Nesbitts.

—En tal caso, es posible que se haya marchado a Inglaterra —dijo Malachy, y soltó una tosecilla.

Quirke sabía que «marcharse a Inglaterra» era un eufemismo, y sabía lo que daba a entender.

—Oh, vamos, Mal —dijo con sequedad—. ¿No se las habría ingeniado para que le echara un cable uno de los chicos del hospital si tuviera esa clase de problema?

Malachy no respondió, y Quirke, divertido, lo miró por encima y le vio tensar la boca en un gesto de reprobación. Malachy era el titular del departamento de Obstetricia en el Hospital de la Sagrada Familia, y no se iba a tomar por las buenas la insinuación de que April Latimer, o quien fuese, pudiera haberse hecho un aborto ilegal.

En el Shelbourne, frente a las puertas giratorias de cristal, Quirke se echó atrás.

—Disculpa, Mal —murmuró—, pero no puedo.

Sólo de pensar en el rumor de las conversaciones y en la brillantez de las luces del interior, en el entrechocar de las copas, en los rostros relucientes de los bebedores matutinos, se sintió incapaz de afrontarlo. Había empezado a sudar; notó el calor húmedo en el pecho y en la frente, bajo el ala del sombrero, que de pronto le quedaba demasiado ceñido. Se detuvieron y volvieron sobre sus pasos.

No cruzaron palabra hasta que llegaron al Q&L. Quirke desconocía por qué se llamaba así el establecimiento, el Q&L, y nunca le había picado la curiosidad de preguntarlo. El propietario —o, mejor dicho, el hijo de la propietaria, puesto que la tienda era de una anciana viuda, condenada a guardar cama durante todos estos años— era un individuo entrado en carnes, de mediana edad, con cara de luna y el cabello pegado con brillantina. Parecía ir vestido siempre para ir a las carreras de caballos; su uniforme de costumbre se componía de camisa de cuadros, pajarita y chaleco amarillo pollo, chaqueta de tweed y pantalones de pana de color crema. Era propenso a gestos imprevisibles y breves de nerviosismo voluble; se podía poner de improviso a cantar en tirolés o a sonreír como un chimpancé, y más de una vez tuvo Quirke ocasión de presenciar cómo ensayaba unos pasos de baile al otro lado del mostrador, chasqueando los dedos y dando taconazos con sus recios zapatos marrones. Ese día estaba de un ánimo poco o nada efusivo, debido tal vez al efecto amortiguador de la niebla. Quirke compró una barra de pan integral Procea, media docena de huevos, mantequilla, leche, dos paquetes de astillas, un paquete de Senior Service y una caja de cerillas Swan Vestas. El aspecto de todas esas cosas en el mostrador le encharcó de pronto de compasión por sí mismo.

—Chas gracias —dijo el tendero gordezuelo al darle las vueltas.

En el piso, Quirke desenchufó la estufa eléctrica —apenas había causado la menor impresión en la sala de altos techos— y arrugó unas hojas de un ejemplar atrasado del Irish Independent para ponerlas en la chimenea con las astillas encima y unos trozos de carbón que tomó del cubo, encendiendo el papel con una cerilla y alejándose para ver cómo prendían las llamas y se rizaban las gruesas hebras de humo blanco ascendente. Fue a la cocina y se preparó dos huevos revueltos con unas rebanadas de pan tostadas directamente sobre el hornillo del gas. Malachy le aceptó una taza de té, pero no quiso comer nada.

—Dios mío —dijo Quirke, y suspendió la tetera mientras le servía—. Mira qué pinta tenemos, un par de jubilados de medio pelo el día del pago de la pensión.

Habían estado los dos casados con dos hermanas. La esposa de Quirke, Delia, había muerto al dar a luz, cuando nació Phoebe; la de Malachy, Sarah, había fallecido a raíz de un tumor cerebral dos años antes. La viudedad le sentaba bien a Malachy, o al menos a Quirke se lo pareció; era como si ya de nacimiento estuviera destinado a vivir con el dolor por la pérdida de un ser querido.

Las campanadas del ángelus repicaban en todos los barrios de la ciudad. Quirke se sentó en la mesa sin haberse quitado el abrigo, y se puso a comer. Notaba que Malachy lo estaba mirando con la melancólica sombra de una sonrisa en los labios. Desde la muerte de Sarah había crecido entre los dos una suerte de íntima amistad, aunque fuera incómoda. Eran en efecto como dos amigos asexuados, reflexionó Quirke, dos andróginos de edad avanzada, que pasearan arrastrando los pies, cogidos del brazo, por el trecho intermedio del largo camino de la vida. Los pensamientos de Malachy debían de haber tomado el mismo rumbo, pues sobresaltó a Quirke con lo que dijo.

—Estoy pensando en jubilarme. ¿No te lo había dicho?

Quirke, con la taza a mitad de camino entre la mesa y los labios, lo miró de frente.

—¿Jubilarte?

—Ya no tengo ganas de nada —dijo Mal, que elevó y dejó caer el hombro izquierdo, como si quisiera manifestar un defecto de lastre por ese lado.

Quirke dejó la taza en la mesa.

—Por Dios, Malachy, si aún no tienes cincuenta años…

—Pero me siento como si tuviera muchos más, ochenta incluso.

—Sigues de duelo.

—¿Con todo el tiempo que ha pasado?

—Es que hace falta tiempo. Sarah era… —calló, frunció el ceño; no supo cómo empezar a enumerar todo lo que había sido Sarah. A fin de cuentas, los dos la habían amado, Quirke tanto como Malachy, cada cual a su manera.

Mal esbozó una sonrisa penosa y contempló la luz grisácea de la ventana, junto a la mesa en la que estaban sentados. Suspiró.

—No tiene nada que ver con Sarah, Quirke. Es algo que me pasa a mí. Algo ha desaparecido de mi vida, algo que es más que Sarah, digo yo, o que es distinto de Sarah. Algo que era parte de mí.

Quirke apartó el plato. Se le había pasado el apetito, que de entrada no era demasiado. Se apoyó en el respaldo de la silla y encendió un cigarrillo. Malachy le había recordado a alguien, y en ese momento cayó en la cuenta: le recordó a Harkness, aunque sin el revigorizante, punzante desdén que tenía el hermano cristiano tras haber apostatado.

—Tienes que aguantar, Mal. Eso es todo lo que hay, es lo que tiene la vida. Y no hay otra. Si una cosa ha desaparecido en tu vida, tienes que buscar otra que la sustituya.

Malachy lo miraba con los ojos tan entornados que apenas se le veían bajo el resplandor de las lentes; Quirke se sintió como un espécimen estudiado bajo un cristal.

—¿Tú nunca tienes ganas de que… de terminar de una vez? —le preguntó Mal con voz queda.

—Pues claro —respondió Quirke con impaciencia—. En estos últimos dos meses he pensado al menos una vez al día en que más me valdría terminar, o largarme al menos. Lo que menos me importa es el cómo.

Malachy se paró a pensarlo, sonriendo para sus adentros.

—No recuerdo quién se preguntaba: ¿cómo es posible que vivamos a sabiendas de que vamos a morir?

—Ya, pero también podrías decir: ¿cómo no vamos a vivir a sabiendas de que la muerte nos espera? Tiene tanto sentido esto como lo otro. O puede que más.

Malachy se rió, o al menos soltó algo semejante a una risa.

—No sabía yo que fueras tan entusiasta al ponerte de parte de la vida —dijo—. Doctor Muerte, así es como te llaman en el hospital.

—Ya lo sé —dijo Quirke—. Sé muy bien cómo me llaman.

Golpeó el cigarrillo para echar la ceniza en el plato y vio que a Malachy le temblaban las aletas nasales por efecto del desagrado.

—Oye una cosa, Mal. Me voy a comprar un coche. ¿Por qué no vienes conmigo y me ayudas?

Le tocó a Malachy el turno de mirarlo atónito. No lo supo asimilar.

—Pero si tú no sabes conducir… —dijo.

—Eso ya lo sé —contestó Quirke con cansancio—. Me lo dice todo el mundo a todas horas. Pero puedo aprender. De hecho, ya he decidido a qué modelo le tengo echado el ojo.

Esperó.

—¿No me piensas preguntar cuál es?

Malachy aún lo miraba con ojos de búho.

—Pero… ¿por qué? —le preguntó.

—¿Y por qué no? Tengo un saco de dinero ahorrado, acumulado más bien durante todos estos años, y ya va siendo hora de que compre algo, algo para mí. Me parece que va a ser un Alvis.

—¿Y eso qué es?

—El mejor coche que han construido nunca los británicos. Una belleza. Conocí a un tipo que tenía uno, un tal Birtwhistle, cuando estábamos en la facultad, ¿no te acuerdas de él? Se murió. Venga, ven conmigo. Iremos a Crawford. Allí hay un tipo de fiar, protestante. El año pasado le hice la autopsia a su anciana madre, que inexplicablemente se cayó por las escaleras y se partió la crisma al día siguiente de hacer testamento —guiñó un ojo—. ¿Vamos?

Malachy condujo el Humber como si no fuera una máquina, sino una bestia enorme, humeante, imprevisible, a cuyo cargo se encontrase en contra de su voluntad, sujetando el volante con los brazos extendidos del todo y buscando con los pies los pedales en lo más oscuro. Mascullaba para el cuello de su camisa, despotricaba por la niebla y la escasa visibilidad y la impericia y la temeridad de los otros vehículos que se toparon por el camino. En la esquina de St. Stephen’s Green, cuando tomaban por Earlsfort Terrace, poco faltó para que colisionaran con un carro de reparto del CIE, del que tiraba un caballo de Clydesdale que avanzaba con paso altivo, y por espacio de unos metros los siguió el cochero profiriendo insultos y maldiciones a voz en cuello.

—¿Sabes una cosa? —dijo Malachy—. Antes me enorgullecía de haber ayudado a las madres a traer a sus hijos al mundo. Ahora veo cómo es el mundo y me pregunto si no habré causado más perjuicios que beneficios.

—Eres un buen médico, Mal.

—¿Tú crees? —sonrió mirando el parabrisas—. Entonces, ¿por qué no puedo curarme?

Siguieron adelante en silencio durante un buen trecho. Luego Quirke dijo:

—¿No es la desesperanza uno de los mayores pecados mortales? ¿O es que ya no crees en todas esas cosas?

Malachy no replicó nada, limitándose a sonreír de un modo más desolador que nunca.

Aparcaron en Hatch Street; a Malachy le llevó cinco minutos maniobrar para meter el Humber en un espacio que era el doble de largo, y Quirke, alterado tras el breve y sin embargo angustioso trayecto, empezó a preguntarse si no debería pensar mejor la idea de comprar un coche. Ya en la acera se puso el sombrero y se subió el cuello del abrigo. El sol se empeñaba en brillar en alguna parte, y con su pálido relumbre producía una mancha poco extensa, como de orines, en la niebla. Al ir caminando al concesionario de la esquina, Malachy lo paró con cara de preocupación.

—Oye, la madre de ese tipo, la que se cayó por las escaleras… Cuando le hiciste la autopsia no habrás… es decir, tú no…

Quirke soltó un suspiro.

—La verdad es que nunca has tenido un gran sentido del humor, ¿verdad que no, Mal?

En el concesionario olía a metal y a cuero, a pintura reciente, a lubricante limpio. Unos cuantos coches de pequeño tamaño, resplandecientes, parecían cohibidos por lo llamativos que eran y por la incongruencia de estar allí dentro, si bien transmitían una impresión luminosa, de ansia, como los cachorros en el escaparate de una pajarería. El vendedor se llamaba Lockwood y era, en efecto, Mal lo vio a las claras, la viva imagen de un protestante, lo cual con toda probabilidad significaba que no lo era. Era alto y dolorosamente delgado; era como si sus huesos alargados fueran a resonar cual cascabel cuando se moviera, y vestía un terno de chaqueta cruzada, gris, a rayas, y zapatos de ante marrón con agujeros formando arabescos en las punteras. Tenía los ojos claros, hundidos, y un bigote que podría habérselo pintado con un pincel extrafino para acuarelas; era joven, pero ya bastante calvo, y la frente alargada le daba un aire de liebre asustada.

—Buenos días, doctor Quirke —dijo—, aunque muy buenos no son, digo yo, con esta bendita niebla que parece que nunca vaya a despejarse.

Quirke le presentó a Malachy y habló sin más preámbulos:

—He venido a comprar un Alvis.

Lockwood pestañeó, y una luz lenta y cálida asomó en sus ojos.

—Un Alvis —suspiró en tono reverencial—. Claro, por supuesto, cómo no.

Esa misma semana les había llegado un modelo muy especial, dijo, ah, sumamente especial. Los llevó por la sala de exposición, acariciándose con tensión las manos largas; Quirke dedujo que debía de estar calculando la comisión que iba a ganarse con la venta, y que le costaba trabajo creer la suerte que había tenido.

—Es un TC108 Super Graber Coupé, uno de los tres únicos que se han fabricado hasta la fecha en Willowbrook, la fábrica de Loughborough. Así es, sólo tres. Obra de Hermann Graber, el diseñador suizo. Seis cilindros, tres litros, cien caballos de potencia bruta. Suspensión frontal independiente, eje de dirección Burman F, como la caja de cambios, tres marchas, capaz de pasar de cero a ochenta kilómetros por hora en trece segundos y medio. Véanlo, caballeros. Véanlo.

Era en efecto una máquina espléndida, negra, reluciente, alargada, un dechado de elegancia y contención en todas sus líneas. Quirke, a su pesar, se sintió abrumado: ¿de verdad estaba próximo a ser el dueño de esa bestia de silueta felina, tan brillante? Igual daría llevarse a casa una pantera.

Malachy, con gran sorpresa por parte de Quirke, había empezado a hacer preguntas con las que reveló que poseía un impresionante conocimiento de esas máquinas y de sus atributos. ¿Quién hubiera dicho que el viejo Mal sabía todo eso? Y sin embargo, allí estaba, dando vueltas alrededor del coche con aire de gravedad, acariciándose el mentón y frunciendo el ceño, y hablando de cigüeñales y de amortiguadores Girling —¿amortiguadores Girling?— y de válvulas de compresión y de cilindros y émbolos, mientras Lockwood lo seguía pegado a los talones como un perrillo faldero.

—A lo mejor eres tú quien debiera comprarlo, no yo —dijo Quirke, y procuró decirlo sin fastidio, aunque no lo consiguiera.

—Antes me interesaba la mecánica —dijo Malachy con escasa seguridad en sí mismo—, cuando era joven. ¿Es que no te acuerdas de todas aquellas revistas de automoción que intentabas robarme?

Quirke no se acordaba, o no quería acordarse. Volvió a mirar el coche y sintió una punzada de alarma y de vértigo —¿en qué lío estaba a punto de meterse?—, como si alguien lo hubiera llevado mediante una añagaza a caminar sobre la cuerda floja y se hubiese quedado paralizado al verse a mitad de camino. Pero ya no tenía vuelta atrás. Rellenó el cheque conteniendo la respiración según anotaba todos los ceros, aun cuando logró a pesar de los pesares entregárselo al vendedor con cierta elegancia en el gesto. Lockwood intentó mantener el tipo del vendedor profesional, distante y reservado, aunque le asomaban continuas sonrisas en el rostro alargado, y cuando Quirke hizo un chiste flojo, diciendo que eso sí era cerrar un trato al trote, el joven perdió todo el control y se echó a reír como una colegiala. No todos los días de la semana, ni todos los años de la década, entraba un cliente de la calle para comprar un Alvis TC108 Super Coupé.

Quirke, que no había reconocido ante Lockwood que no sabía conducir, sintió alivio al enterarse de que el coche no estaría listo para salir a la carretera hasta que no le hubieran «echado un vistazo a fondo por debajo de las faldas», según dijo Lockwood, los mecánicos de la empresa. Quirke imaginó a esos hombres, los vio avanzar como una tropa de cirujanos, con las batas blancas y los guantes de caucho, cada uno con una carpeta rígida y agarrando una herramienta reluciente, recién estrenada. Podría pasar a recoger el vehículo al día siguiente, le dijo Lockwood. La niebla se apretaba como la pelusilla contra los ventanales amplios de la sala de exposición.

—Mañana, estupendo —dijo Quirke—. Perfecto.

Sólo que al día siguiente no iba a saber conducir mejor que en ese momento.

Peregrine Otway era hijo de un pastor protestante. Él mismo lo decía con frecuencia, con un encogimiento de hombros que quería ser a la vez cómico y despectivo de sí. Parecía que considerase ese detalle el hecho más pertinente que se debiera dar a conocer sobre su persona. Si metía la pata, se olvidaba de cambiar el aceite del cárter o dejaba un limpiaparabrisas sin arreglar, siempre decía lo mismo: «¿Y qué otra cosa se podía esperar del hijo de un pastor protestante?», y entonces soltaba una risotada espesa, carrasposa. Sus padres lo mandaron a estudiar a un colegio privado de poca monta en Inglaterra, y había conservado el acento: «Es muy útil cuando uno lleva un garaje en un callejón que apenas se ve desde la calle; todo el mundo piensa que uno es un duque disfrazado de mecánico que ha decidido vivir a lo pobre». Su local, que estaba en una caballeriza a espaldas de Mount Street Crescent, cerca de la iglesia de St. Stephen, llamada el Pimentero, a la vuelta de la esquina del portal en que vivía Quirke, constaba de un espacio de techo bajo, cavernario, que apestaba a aceite de motor y a humo de escape rancio, con sitio apenas suficiente para meter un coche y trabajar en él; había excavado una trinchera en el suelo de la longitud y la profundidad de una tumba, que le daba acceso a lo que llamaba «el bajo vientre», formulación que a su vez le producía una inocente hilaridad. A la entrada tenía un solo surtidor de gasolina, que cerraba con un candado gigantesco por la noche. Era un hombre de gran envergadura, de rasgos blandos y rostro fresco, con una tupida mata de cabello rubio y unos ojos cándidos e infantiles, de una llamativa tonalidad verde muy clara. Quirke nunca lo había visto vestir más que un mono de mecánico cuajado de suciedad inmemorial, de grasa, y refrotado hasta adquirir un brillo subido, del color de la masilla, carente de forma, espacioso y, sin embargo, muy ajustado de sisa.

Tratando de idear un modo de recoger el coche nuevo, Quirke al final pensó en Perry Otway, y al regresar del concesionario, cuando se marchó Malachy, dio la vuelta a la manzana para ir a verle.

—¿Un Alvis? —dijo Perry, y soltó un largo silbido.

Quirke suspiró. Había comenzado a sentirse como un tipo normal y corriente que se hubiera casado con una señora famosa y bellísima; la adquisición del coche había sido emocionante al principio, y le había inspirado un sosegado orgullo, pero la propiedad del mismo, antes incluso de haberse puesto a conducirlo, ya empezaba a ser una carga, un motivo de preocupación.

—Sí —dijo en un intento de darse aires—, un TC108 Super… ejem, un Super… —había olvidado ya cómo se llamaba el dichoso cacharro.

—¿No será un Graber? —dijo Perry sin aliento, casi con una mirada angustiada—. ¿Es un Super Graber Coupé?

—Ya veo que conoces el modelo.

Perry emitió su otra risa, la que sonaba como un ataque de hipo.

—He oído hablar de él. Nunca he visto uno, claro está. No sé si sabrás que sólo hay…

—… sólo hay tres en el mundo, estoy al tanto, y sé que acabo de comprar uno de los tres. De todos modos, la cosa es que necesito que alguien me lo vaya a recoger al concesionario…

Quirke vio que Perry se disponía a formular la pregunta de rigor, y se apresuró a seguir hablando:

—… porque no he renovado mi permiso de conducir. Y luego necesito un sitio donde guardarlo.

Miró con aire dubitativo más allá de donde estaba Perry, hacia el interior del taller, iluminado por una sola bombilla que colgaba del techo sujeta por un cable enmarañado.

—Tengo un par de garajes ahí mismo —dijo Perry, y señaló con el pulgar hacia el callejón—. Te… te haré un buen precio por el alquiler, eso seguro. No podemos dejar un Alvis plantado en la calle para que lo remire y lo resobe el fulano de turno que acierte a pasar por ahí, ¿verdad que no?

—Entonces, ¿les llamo y les digo que vas tú a recogerlo? ¿Cuándo te va bien?

Perry tomó un trapo empapado en grasa del bolsillo del peto que tenía en el mono y se limpió las manos.

—Pues ahora mismo, viejo —dijo, riendo de contento—. ¡Ahora mismo, cómo no!

—No, no… El tipo del concesionario dijo que tenían que hacerle unas pruebas rutinarias y que hasta mañana no estará listo.

—Vaya chasco. Pues ya me acercaré yo, en Crawford me conocen.

Quirke no quiso ir con él, convencido de que si volviera a aparecer por allí alguien le echaría en cara que era un fraude. Por el contrario, se fue a su piso y preparó otra tetera. A lo largo de las semanas anteriores había llegado a detestar el sabor del té con una pasión que no estaba a la altura de lo inofensiva y lo corriente que era la bebida, incapaz de suscitar tales odios. De lo que tenía ganas, cómo no, era de meterse un buen copazo a palo seco, un Jameson a poder ser, aunque en las últimas semanas de su borrachera más reciente le había empezado a gustar de manera especial el Bushmills etiqueta negra, que era una marca del norte, nada fácil de encontrar en el sur. Sí, un tugurio lleno de humo, donde fuera, y un buen fuego de turba en la chimenea y unos individuos indiferentes que charlaran en la sombra, y un buen vaso de Black Bush en el puño, eso sí sería lo suyo.

Pasó el tiempo, y con un sobresalto se percató de que llevaba más de cinco minutos en estado de trance, junto a la mesa de la cocina, soñando con una copa que astillarse. ¿No había sido la repugnancia por lo que la bebida había hecho de él lo que le convenció para ingresar en San Juan? ¿No fueron el asco y la vergüenza y el tipo pendenciero, el broncas en que se había convertido, dando tumbos por las calles en busca de un pub en el que aún le permitieran beber algo? A las ocho de la mañana, el día 24 de diciembre, había terminado en la Feria de Ganado, en un antro siniestro, rodeado de ganaderos, vendedores y compradores, todos borrachos como cubas y hablando a grito pelado, incluido él. Levantó los ojos y se encontró frente a su reflejo en el espejo manchado y picado de viruela que había tras la barra, a duras penas capaz de reconocer el rostro enrojecido, los ojos inyectados en sangre, la piel grisácea, la mole derrumbada que era en ese momento, con el sombrero en el cogote, con el tabaco y el periódico enrollado y su buen vaso de malta, la viva estampa del mayor bebedor del mundo.

Sonó el timbre de abajo y se sobresaltó. Fue a la ventana y miró fuera, a la calle. Era Perry Otway, cómo no, con el Alvis.