3

Cuando oyó sonar el teléfono, Phoebe por intuición supo que la llamada era para ella. Aunque la vivienda se dividía en cuatro pisos y existía un solo teléfono público en el vestíbulo de entrada, el acceso al mismo era constante objeto de competitividad e incluso de riñas entre los inquilinos. Llevaba seis meses viviendo allí. La casa era una vivienda desaliñada, sin ningún encanto, mucho menos agradable que el piso que ocupaba antes en Harcourt Street, aunque después de todo lo ocurrido le resultó imposible seguir viviendo entre aquellas paredes. Se había llevado sus cosas, claro está, sus fotografías y adornos, el oso de peluche ya tuerto y despelujado, e incluso algunos de sus muebles, los que le permitió llevar el casero, pero seguía echando de menos su piso de antes. Allí había tenido la fuerte sensación de estar en el centro de la ciudad, en medio del bullicio; en cambio, Haddington Road era casi la periferia. Había días en los que, al doblar la esquina saliendo del puente de Baggot Street, contemplaba el largo y desierto trayecto hasta Ringsend y le parecía sentir que la soledad de su vida se abría a sus pies como un abismo insondable. Era consciente de pasar demasiado tiempo a solas, lo cual era otra de las razones por las que no quería perder a una amiga como April Latimer.

Cuando llegó al rellano, el hombre joven y gordezuelo que ocupaba la planta baja estaba plantado al pie de la escalera, mirándola con cara de pocos amigos. Era siempre el primero en ir a coger el teléfono, aunque ninguna de las llamadas parecía ser nunca para él.

—He dado una voz —dijo malhumorado—, ¿es que no me has oído?

No había oído nada; tuvo la casi total certeza de que le estaba mintiendo. Se apresuró a bajar las escaleras a la vez que el joven regresaba a su piso y cerraba de un portazo.

El teléfono, que funcionaba con monedas, era una caja metálica, negra, encastrada en la pared por encima de la mesa del recibidor. Cuando tomó el pesado receptor para llevárselo a la oreja, tuvo la sensación de que el aliento cariado del joven gordezuelo emanaba por el micrófono.

—¿Sí? —dijo con suavidad, con ansia—. ¿Sí?

Había albergado la esperanza, contra todo lo que cabía esperar, de que fuese April, pero no lo era, y el corazón, que había latido con fuerza al ritmo de la expectativa, recuperó su ritmo de costumbre.

—Hola, Pheeb. Aquí Jimmy.

—Ah. Hola.

No había escrito un artículo sobre April; se había ocupado de hojear a fondo el Mail, y ahora se sentía culpable por haberlo pensado, y también un poco idiota por haber sospechado que lo haría.

—Se me olvidó preguntarte ayer si viste si la llave de April estaba en su sitio cuando fuiste a verla.

—¿Cómo? —dijo ella—. ¿Qué llave?

—La que suele dejar debajo de la losa suelta que hay en el portal, si es que ha salido y espera alguna visita.

Phoebe no dijo nada. ¿Cómo era posible que Jimmy estuviera al tanto de la existencia de esa llave, mientras que ella nunca había tenido conocimiento? ¿Por qué no se lo había dicho April jamás?

—Me acercaré ahora mismo, a ver si sigue estando en su sitio —decía Jimmy en ese momento—. ¿Te apetece que quedemos y vamos juntos?

Salió caminando a buen paso hacia el puente, con la cabeza envuelta por la pañoleta y tapándose la boca. La niebla era menos espesa, aunque persistía una bruma fría. Herbert Place estaba una sola calle más allá, al otro lado del canal.

Cuando llegó a la casa, no había ni rastro de Jimmy. Subió los peldaños y llamó al timbre, por si acaso hubiera llegado él antes y hubiese entrado ya, pero le fue evidente que no era así. Escrutó las losas de granito tratando de dar con la que estuviera suelta. Pasaron unos minutos; se sintió cohibida y expuesta, y pensó que podría llegar cualquiera a preguntarle en ese momento por qué estaba llamando todavía cuando era obvio que la persona a cuyo timbre llamaba no se encontraba en su domicilio. Le alivió ver llegar a Jimmy presuroso por el camino de sirga. Atravesó por un hueco la barandilla y echó a correr por la calle, haciendo caso omiso de un vehículo cuyo conductor tuvo que dar un volantazo para no atropellarle, y que tocó el claxon indignado.

—¿Todavía no hay ninguna señal? —dijo sumándose a ella en el peldaño superior. Llevaba el impermeable de plástico que tenía un olor ácido, desagradable. Con el tacón oprimió el canto de una de las losas, junto a la cuchilla para limpiarse el barro de los zapatos, y la esquina opuesta se levantó un poco. Ella vio el brillo apagado de dos llaves sujetas por una arandela.

La bruma había penetrado en el portal y aún quedaba un tenue cendal inmóvil como un ectoplasma en las escaleras. Ascendieron en silencio hasta la segunda planta. Phoebe había subido infinidad de veces por esas escaleras, pero de pronto se sintió como una intrusa. No se había fijado nunca en que la alfombra estaba desgastada por el canto de cada escalón, por fuera, ni en que las varillas de sujeción se hallaban deslustradas, ni en que faltaban a intervalos. En la puerta del piso de April vacilaron los dos, cruzando una mirada de duda. Jimmy llamó suavemente con los nudillos. Aguardaron un momento, pero no se oyó nada del otro lado.

—En fin —dijo él en un susurro—. ¿Nos arriesgamos?

El ruido áspero de la llave al entrar en el cerrojo hizo que Phoebe se estremeciera.

No sabía qué era lo que contaba con encontrar allí dentro, aunque era evidente que nada estaba fuera de su sitio, nada que ella de todos modos pudiera precisar. April no era ni de lejos la persona más ordenada del mundo, y el barullo del interior le resultó familiar, e incluso tranquilizador: ¿cómo le iba a haber ocurrido nada malo de verdad a una persona que había lavado unas medias de nailon y las había dejado de cualquier manera sobre el guardafuego, delante de la chimenea? Fíjate si no, se dijo, en esa taza y el platillo en la mesa del café, el borde de la taza señalado con una mancha de carmín rojo encendido, y el paquete a medio terminar de galletas Marietta, tan normal y corriente, tan hogareño. A pesar de todo, en el ambiente se percibía algo imposible de ignorar, algo tenso, vigilante, malhumorado, como si la presencia de ambos hubiera quedado registrada en la vivienda y causara resentimiento.

—¿Y ahora qué? —dijo ella.

Jimmy miraba la estancia con suspicacia, entornando los ojos, dándoselas como siempre de reportero curtido; en un visto y no visto sacaría la libreta para tomar nota de algo. Phoebe no recordaba con exactitud cuándo había conocido a Jimmy, ni dónde. Era extraño: le daba la sensación de que lo conocía desde hacía muchísimo tiempo, un tiempo imposible, a pesar de lo cual prácticamente no sabía nada de él. Ni siquiera estaba segura de dónde vivía. Era locuaz, hablaba por los codos de cualquier tema, salvo de sí mismo. Le extrañó que April le hubiera dado a conocer el secreto de la llave colocada bajo la losa. ¿Estaban otros al tanto de su existencia? Le llamó la atención de pronto que, si ella era la única a quien April no se lo había dicho, tal vez no había nada raro en que su amiga hubiera dejado de llamarla; tal vez, se dijo, April ni siquiera la consideraba amiga suya, tan sólo una conocida con la que pasar el rato o de la cual despedirse a su entero gusto, por capricho. De ser así, no había por qué preocuparse tanto. Empezaba a sentirse agraviada de una forma que incluso le causaba cierto placer, pero entonces se le pasó por la cabeza que Jimmy, a quien April sí había dicho lo de la llave, y a quien por tanto debía de considerar un verdadero amigo íntimo, tampoco había tenido noticias de ella. Ni las había tenido nadie más de su círculo, al menos por lo que ella alcanzaba a saber.

Como si acabara de leerle los pensamientos —a veces demostraba una clarividencia extraordinaria, sobrenatural—, Jimmy le hizo una pregunta.

—¿Tú hasta qué punto crees que la conocías bien? A April, quiero decir…

Estaban en el centro de la habitación. Hacía frío, ella aún llevaba la pañoleta al cuello, y aunque tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos del abrigo, notaba el frío en las yemas heladas de los dedos.

—Pues todo lo bien que se puede conocer a alguien, digo yo —respondió—. O al menos eso creía, vaya. Hablábamos todos los días, eso ya lo sabes. De entrada, por eso me entró la preocupación al no tener noticias de ella —él seguía mirando en derredor, asentía y se mordía el labio superior junto a la comisura—. ¿Y tú? —le preguntó.

—Siempre ha sido un buen contacto.

—¿Contacto?

—En el hospital. Si se estaba cociendo algo, si algún gerifalte se liaba a bofetadas con alguien estando borracho, o si se había encubierto un suicidio, siempre me he podido fiar de que April me filtrase los detalles del asunto.

Phoebe se le quedó mirando.

—¿April te contaba cosas como ésas?

Le pareció difícil de creer. La April a la que ella conocía, la que había creído conocer, con toda seguridad se habría abstenido de pasar esa clase de información a un reportero, aun tratándose de un amigo suyo.

—Eh, que no es que me diera información confidencial, cuidado —dijo Jimmy a la defensiva—. Pero con una llamada ella me ahorraba tiempo, eso es todo. Tú no sabes cómo es esto de trabajar con una hora límite que hay que cumplir de todas todas.

No le resultaba atractivo ese tono quejumbroso y ensayado que adoptaba él en ocasiones. Se acercó a la ventana y se asomó. Incluso de espaldas tenía un aire de enfado, de resentimiento. Ella sabía que Jimmy se daba por ofendido por nada en menos que cantase un gallo; lo había visto suceder muchas veces.

—¿Te has dado cuenta —dijo ella de pronto— de que llevamos todo el tiempo hablando de ella en pasado?

Él se dio la vuelta y se miraron de frente.

—Ahí está el dormitorio —dijo Jimmy—, aún no hemos mirado ahí dentro.

Entraron. El desorden era aún mayor que en el cuarto de estar. Las puertas del armario se encontraban abiertas, la ropa en el interior amontonada, tirada de cualquier manera. Había prendas íntimas arrugadas por el suelo, olvidadas en el mismo sitio en el que su dueña se las había quitado. Una vieja máquina de escribir Remington descansaba en una mesa, en un rincón, y alrededor se amontonaban libros de texto, papeles, carpetas de anillas muy abultadas, tapando casi del todo el teléfono, de un modelo anticuado, de los que tenían una manivela de metal en un lado que había que accionar para conectar con la operadora. También allí había una taza con restos resecos de un café que aún despedía un aroma tenue y amargo. April era adicta al café; lo tomaba durante todo el día y también si le tocaba trabajar en el turno de noche. Phoebe miró en derredor. Tuvo la impresión de que no debía tocar nada, convencida de que, de hacerlo, todo lo que tocase se le desharía entre los dedos: de pronto, allí todo era susceptible de romperse. El olor del café de una semana de antigüedad, y de otras cosas que se entremezclaban —maquillaje, polvo, ropas de cama usadas—, ese olor entreverado y rancio que siempre se nota en un dormitorio, le provocó un amago de náusea.

Era extraño, pero la cama estaba hecha, y además con un grado de perfección como sólo se da en los hospitales, la manta y las sábanas remetidas del todo, la almohada tan alisada y tan limpia como un banco de nieve.

—Mira esto —dijo Jimmy tras ella. Una puerta de lamas de contrachapado daba acceso a un minúsculo cuarto de baño sin ventana. Estaba allí dentro, inclinado sobre el lavabo. La miró por encima del hombro, y en el instante en que fue a acercarse tuvo el deseo de no hacerlo. El lavabo estaba amarillecido por el tiempo, y tenía manchas de un color verdigrís bajo los dos grifos. Jimmy señalaba una mancha tenue, estrecha, marronácea, que bajaba desde la ranura de tope para que no se desbordase casi hasta el desagüe—. Esto es sangre —añadió.

Se quedaron quietos, mirándose sin respirar apenas. Pensándolo mejor, ¿qué tenía de extraño que hubiera un poco de sangre en un cuarto de baño? Sin embargo, para Phoebe fue como si alguien que le sonriera con inocuidad de pronto se volviera hacia ella y le mostrase la palma abierta de la mano y en ella algo terrible. Empezaba a sentirse realmente mareada. Se le agolpaban en la cabeza las imágenes del pasado, titilantes como en un viejo noticiario. Un coche en un saliente de tierra, en medio del mar, con nieve, y un joven armado con un cuchillo. Un anciano mudo y furioso, tumbado en una cama estrecha, entre dos altas ventanas. Una silueta de cabello plateado, empalada y aún estremeciéndose en una verja de lanzas negras. Iba a tener que sentarse, aunque… ¿dónde? ¿En qué? Cualquier cosa sobre la que pudiera descargar su peso podría a su vez abrirse bajo ella y liberar nuevos horrores. Tuvo la sensación de que las entrañas se le volvían líquidas y de pronto notó un intenso dolor de cabeza, y le pareció que mirase alelada en medio de una niebla roja e impenetrable. De un modo inexplicable, se encontró a medias sentada y a medias tendida junto a la puerta del cuarto de baño, las lamas a su espalda. Se le había salido uno de los zapatos y Jimmy se había acuclillado junto a ella y tenía entre las suyas su mano.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó preocupado.

¿Se encontraba bien? Aún tenía el intenso dolor de cabeza, como si un cable al rojo vivo le traspasara por el medio de la frente.

—Lo… lo lamento —dijo, o más bien quiso decir—. Debo de… debo de ha…

—Te has desmayado —dijo Jimmy. La observaba muy de cerca con lo que a ella le pareció un brillo de ligero escepticismo en la mirada, como si a medias sospechase que el desmayo lo había fingido, que había sido un golpe de histrionismo para llamar la atención.

—Lo lamento —volvió a decir—. Creo que voy a vomitar.

A duras penas se puso en pie y trastabilló a la vez que se sujetaba a la taza del retrete, con las manos apoyadas en el asiento. Tuvo una arcada, pero nada más. ¿Cuándo había comido por última vez? Por un momento no fue capaz de recordarlo. Se alejó del retrete y se sentó en el suelo sin pensarlo, doblándosele las piernas con torpeza bajo el cuerpo.

Jimmy fue a prepararle un té al hueco que, junto al cuarto de estar, hacía las veces de cocina, desde donde lo oyó ella trajinar para llenar de agua la pava y sacar una taza de un armario. Quiso tenderse en la cama, pero no fue capaz; a fin de cuentas, era la cama de April, además de que la severidad con que estaba hecha resultaba imponente. Terminó por sentarse en cambio en una silla, delante de la mesa atiborrada de papeles, aún temblando un poco, con una mano en la cara. El dolor que sentía antes tras la frente se había extendido hacia la base del cráneo y le oprimía las órbitas de los ojos.

—La leche estaba mala —dijo Jimmy, y depositó la taza con un platillo delante de ella, en la mesa—. Pero hay azúcar de sobra, te he puesto tres cucharadas.

Dio un sorbo de té azucarado y pese a todo amargo, escaldándose, e intentó sonreír.

—Me siento como una boba —dijo—. No había perdido nunca el conocimiento —miró a Jimmy por encima del borde humeante de la taza. Se encontraba ante ella con las manos en los bolsillos de los pantalones, la cabeza ladeada, observándola. Aún no se había quitado ese maloliente impermeable—. ¿Qué vamos a hacer?

Él se encogió de hombros.

—Pues no lo sé.

—¿Llamamos a la Guardia?

—¿Y qué les decimos?

—Bueno, pues… pues que no se tienen noticias de April, que hemos estado en su piso y que no había nadie, y que había una mancha de sangre en el lavabo.

Calló de pronto. Se dio perfecta cuenta de lo débil que sonaba todo lo que acababa de decir, débil y descabellado.

Jimmy se alejó y dio unos pasos, dando un rodeo entre la ropa interior de April, esparcida por el suelo.

—Podría estar en cualquier parte —dijo casi con impaciencia—. Podría haberse marchado de vacaciones… Ya sabes qué impulsiva es.

—¿Y si no se ha ido de vacaciones?

—Mira, a lo mejor se ha puesto enferma y se ha ido a casa de su madre —respondió con un resoplido—. A lo mejor es así —insistió—. Cuando una chica se pone enferma, su instinto la lleva a volver volando al nido.

¿Y dónde, se preguntó ella, dónde estaría el nido al cual volaría Jimmy si estuviera enfermo o tuviera complicaciones? Se lo imaginó: una casa de campo pequeña y encalada de blanco, al final de un camino sin asfaltar, delante de un monte, con un perro gruñendo a la entrada, y una figura en delantal haciendo señas imprecisas desde la penumbra del umbral.

—¿Por qué no la llamas por teléfono? —dijo Jimmy al cabo.

—¿A quién?

—A su madre. A la señora Latimer, esa vieja más dura que el hierro.

Era sin lugar a dudas lo más lógico, lo que obviamente tendría que haber hecho antes que nada, pero sólo de pensar en hablar con esa mujer le vencía el amedrentamiento.

—Es que no sabría qué decirle —repuso—. De todos modos, creo que tienes razón, April podría estar en cualquier parte, haciendo cualquier cosa. Sólo porque no nos haya llamado no es seguro que haya desaparecido —agitó la cabeza e hizo una mueca en el momento en que el dolor le pulsó de nuevo tras los globos oculares—. Creo que deberíamos vernos los cuatro, tú y yo, con Patrick e Isabel.

—¿Una reunión, quieres decir? ¿Una reunión de emergencia? —preguntó. Se estaba riendo de ella.

—Pues sí, si quieres decirlo así… —dijo como si tal cosa, decidida—. Yo… yo les llamo y les digo que nos veamos esta noche. ¿En el Dolphin? ¿A las siete y media, como siempre?

—De acuerdo —dijo él—. A lo mejor ellos saben algo… A lo mejor alguno de ellos ha tenido noticias de ella.

Phoebe se puso en pie y fue a la cocina, llevándose la taza.

—¿Quién sabe? —le dijo por encima del hombro—. Tal vez se hayan ido juntos a alguna parte los tres.

—¿Sin decirnos nada?

¿Y por qué no?, pensó ella. Todo es posible. Cualquier cosa lo es. A fin de cuentas, April no le había dicho nada de la llave escondida bajo la losa. ¿Qué más podría haberse callado?