2

Quirke nunca había experimentado que la vida pudiera ser algo tan carente de sabor. En los primeros días que pasó en San Juan había sido demasiada su confusión y su angustia para caer en la cuenta de que allí todo parecía filtrado, rebajado de color y de textura; poco a poco, sin embargo, el absoluto apagamiento del lugar empezó a resultarle fascinante. En San Juan era imposible sujetar ni asir nada. Era como si la niebla que tan frecuente había sido desde el otoño allí se hubiera asentado de manera permanente, por igual en el exterior y en el interior del edificio, algo que estaba presente por todas partes y que sin embargo carecía de sustancia, y que en todo momento se encontraba a una distancia fija, sin que importase a qué velocidad se moviera uno. Tampoco era que nadie se moviera con velocidad allí dentro, no había ni asomo de rapidez, al menos entre los internos. «Internos» era una palabra que despertaba recelos, pero… ¿de qué otra forma se les podía llamar a aquellas figuras desprovistas de certezas, acalladas, de las que él formaba parte, cuando paseaban sin ánimo por los pasillos y por el recinto, como si fuesen víctimas de un bombardeo? Se preguntó más de una vez si ese ambiente acaso no era producto de una intención, si no estaría manipulado adrede, contrapartida emocional del bromuro que las autoridades penitenciarias, según se comentaba, administraban a los presidiarios, alimentos para apaciguar sus pasiones. Cuando le formuló la pregunta al hermano Anselm, ese buen hombre se limitó a reír. «No, no —le dijo—, todo es cosa vuestra». Se refería al trabajo colectivo de todos los internos; parecía casi orgulloso de sus logros.

El hermano Anselm era el director de la Casa de San Juan de la Cruz, refugio para adictos de todo tipo, para almas destrozadas, para hígados a punto de petrificarse. A Quirke le caía bien, le gustaba el aparente retraimiento con que se abstenía de juzgar nada, su humor a medias irónico, a medias melancólico. Los dos daban algún que otro paseo juntos por el recinto, por los senderos de gravilla, entre los setos, hablando de libros, de historia, de política ya antigua, temas nada problemáticos, sobre los que intercambiaban opiniones tan heladas y desprovistas de contenido como el aire invernal en medio del cual caminaban despacio. Quirke había ingresado en San Juan el 24 de diciembre, convencido por obra de su cuñado de que estaba necesitado de hacer una cura tras seis meses de borrachera constante, pocos detalles de la cual recordaba Quirke con ninguna claridad. «Hazlo al menos por Phoebe, aunque no sea por nadie más», le había dicho Malachy Griffin.

Dejar de beber había sido fácil; lo difícil era la confrontación diaria y nítida, sin que nada se desdibujase, con un yo que de todo corazón preferiría ahorrarse. El doctor Whitty, el psiquiatra del centro, se lo había explicado así: «En algunos casos, como es el suyo, no es tanto el alcohol lo que resulta adictivo, sino la posibilidad de huida que ofrece. Es algo que contradice toda razón, ¿verdad? Huir de uno mismo, quiero decir». El doctor Whitty era un tipo grandullón y campechano, con ojos azul intenso y unos puños del tamaño de un nabo. Quirke y él ya se conocían un poco, profesionalmente, en el mundo exterior, pero allí se imponía la convención de comportarse como dos desconocidos, con la justa cordialidad. Quirke, pese a todo, se sentía incómodo: había dado por supuesto, a saber cómo, que San Juan le proporcionaría el anonimato, que era lo menos que podía esperar todo el que se pusiera al cuidado de un centro como ése, y agradeció por eso mismo la distante y estudiada animación de Whitty, y la escrupulosa discreción de su pálida mirada. Se sometió con mansedumbre a las sesiones diarias en el diván —en realidad no era un diván, sino una silla medio vuelta hacia la ventana, sesiones en las que el psiquiatra era sobre todo una presencia callada, una respiración audible tras la silla— e intentó decir todo lo que pensó que se contaba con que dijese. Sabía cuáles eran sus problemas, conocía más o menos bien la identidad de los demonios que lo atormentaban, pero en San Juan a todos se les pedía que despejasen el panorama, que borrasen todo lo anterior, que empezasen de nuevo —los tópicos eran otro de los ingredientes básicos de la vida en una institución—, y él no iba a ser una excepción a la norma.

—Es un camino muy largo el camino de vuelta —le dijo el hermano Anselm—. Cuanto menos equipaje lleve consigo, mejor.

Quirke, aunque no llegó a decirlo, pensó que tal vez se le hubiese ocurrido que podía soltar todo el lastre y salir vacío del todo, ligero de equipaje.

A los internos se les invitaba con insistencia a que se emparejasen, como si fueran tímidos participantes en un baile grotesco. La teoría era que el contacto diario y sostenido con un compañero de sufrimientos, que entrañaba el compartir confidencias, el exponerse con sinceridad al otro, habría de ayudar a restablecer el concepto de lo que allí se llamaba «mutualidad», e inevitablemente aceleraría el proceso de rehabilitación. De este modo se encontró Quirke con que pasaba mucho más tiempo del que hubiese querido con Harkness —la forma de trato habitual en San Juan era siempre por el apellido—, un hombre hirsuto, de rostro endurecido, con el aire indignado y reprensor de un águila. Harkness tenía un agudo sentido de lo cómico en sus vertientes más desoladoras; no en vano, le gustaba llamar «cautiverio» al estado en que se hallaban, y cuando supo cuál era la profesión de Quirke emitió una carcajada corta, resonante, como el sonido de una tela gruesa y resistente al rasgarse en dos.

—¡Patólogo! —bufó con rencoroso deleite—. ¡Pues bienvenido al depósito de cadáveres, hombre!

Harkness —la cualidad de escuchón implícita en su apellido parecía más un atributo que un nombre— era tan reacio como Quirke en materia de confidencias personales, y al principio apenas dijo nada de sí mismo ni de su pasado. Quirke, sin embargo, había pasado su niñez de huérfano en instituciones religiosas, y en el acto dedujo que era… ¿cómo se decía? Un hombre del clero.

—Correcto —dijo Harkness—, soy miembro de los Hermanos Cristianos. Seguramente habrá oído usted el susurro de la sobrepelliz.

O más bien de la correa de cuero, pensó Quirke. Uno junto al otro, emperrados en el mismo silencio, cabizbajos, con los puños cerrados a la espalda los dos, recorrían las mismas sendas por las que había paseado Quirke con el hermano Anselm, bajo los árboles helados, cual si cumpliesen penitencia, como en cierto modo lo estaban haciendo. Con el paso de las semanas, Harkness empezó a soltar los nudos más resistentes de información, como si escupiese las pepitas de una fruta agria. La sed, el ansia de beber, por lo visto, había sido en su caso una defensa contra otros apremios.

—Digámoslo de este modo —dijo—. Si no hubiera ingresado en la Orden, es poco probable que me hubiese casado nunca.

Rió de un modo lúgubre. A Quirke le asombró: nunca había oído de nadie, y menos aún de un hermano cristiano, una manifestación tan directa, un reconocimiento tan claro de ser homosexual. Harkness también había perdido su vocación —caso de que en realidad la tuviese alguna vez—, y empezaba a llegar a la conclusión de que, en definitiva, Dios no existe.

Tras tan descarnadas revelaciones, Quirke se sintió compelido a devolverle la confianza en la misma especie, pero le resultó extremadamente difícil, y no por azoramiento, ni por vergüenza —aunque debía estar azorado, debía estar avergonzado, teniendo en cuenta las muchas fechorías que pesaban sobre su conciencia—, sino por el repentino peso del tedio que sintió sobre los hombros. Lo malo de los pecados y las penas, había descubierto, es que con el tiempo resultan el colmo de lo tedioso incluso para el pecador apenado y arrepentido. ¿Tendría el valor de relatarlo todo de nuevo, el desastre que era a fin de cuentas su vida, la calamitosa pérdida del aplomo, la pereza moral, los fracasos, las traiciones? Lo intentó. Le contó que, cuando murió su esposa al dar a luz, dio a su hija recién nacida en adopción a su cuñada, y que mantuvo en secreto este hecho para la hija, Phoebe, que ya era una mujer, a la que no dijo nada durante casi una veintena de años. Se oyó decirlo como si estuviera contando la historia de otra persona.

—Pero ella viene a visitarle —dijo Harkness, y frunció el ceño de pura perplejidad, interrumpiéndole—. Su hija, sí. Viene a visitarle.

—Sí, en efecto. Viene a verme —dijo. A Quirke ya no le resultaba sorprendente esta realidad, pero de pronto le pareció novedosa.

Harkness no dijo nada más, limitándose a asentir con una expresión de amargo asombro, y apartó la mirada. Él no recibía visitas.

Ese jueves, cuando Phoebe fue a verle, Quirke pensó en el solitario hermano cristiano e hizo un esfuerzo adicional por estar alerta con ella, por apreciar en su justo punto el solaz que ella creía darle con sus visitas. Se sentaron en la sala del recibidor, un rincón desolado, acristalado, en el inmenso vestíbulo de entrada —en la época victoriana, el edificio había sido el imponente cuartel general de alguna de las dependencias de la administración británica en la ciudad—, en donde había mesas con sobre de plástico y sillas de metal y, en un extremo, una repisa en la que había un tremendo termo lleno de té, que emitía siseos y un ruido como de tripas durante todo el día. A Quirke le pareció que su hija estaba más pálida que de costumbre, y tenía unas sombras difusas, una especie de magulladuras bajo los ojos. Parecía alterada por algo. Mostraba por lo común un aire ensombrecido, marchito, que se fue haciendo más acusado a medida que dejaba atrás los veinte años e iba camino de los treinta; al mismo tiempo se iba convirtiendo en una hermosa mujer, Quirke lo comprendió no sin sorpresa, y con un inexplicable y sin embargo seco restallido de inquietud. Su palidez se acentuaba por la ropa negra que vestía casi siempre, falda y chaqueta negras, un abrigo negro ligeramente desaliñado. Ésa era por lo general su ropa de trabajo —trabajaba en una sombrerería—, aunque él pensaba que le daban un aire muy monjil.

Se sentaron uno frente al otro, las manos extendidas sobre la mesa, tocándose casi las yemas, pero sin llegar a tanto.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Sí —dijo—. Estoy bien.

—Pues pareces… no sé, pareces ¿tensa tal vez?

Vio cómo ella decidía prescindir de su simpatía. Miró la alta ventana junto a la que estaban, en donde se agolpaba la niebla contra los vidrios como si fuera gas comprimido. Las tazas grises, llenas de té, permanecían inamovibles sobre la mesa, sin que ninguno hubiese tocado la suya. El sombrero de Phoebe se encontraba también sobre la mesa, una minúscula confección de encaje y terciopelo negro, adornada con una dramática e incongruente pluma de color escarlata. Quirke lo señaló con un gesto.

—¿Cómo está la señora… como se llame?

—¿Quién?

—La dueña de la sombrerería.

—La señora Cuffe-Wilkes.

—Ese nombre tiene que ser inventado.

—Estuvo casada con un señor Wilkes. Murió, y empezó a hacerse llamar Cuffe-Wilkes.

—¿Y hay un señor Cuffe?

—No. Ése es su apellido de soltera.

—Ah.

Quirke sacó la pitillera, la abrió con un clic y se la ofreció, tendiéndosela en la palma de la mano. Ella negó con un gesto.

—Lo he dejado.

Él seleccionó un cigarrillo para fumárselo y lo encendió.

—Antes fumabas… ¿cómo se llamaban aquellos cigarrillos de perfil ovalado?

—Nubes de Paso.

—Eso es. ¿Por qué lo has dejado?

Ella sonrió con ironía.

—¿Y tú?

—¿Por qué he dejado la bebida, quieres decir? Ah, en fin…

Los dos apartaron la vista, Phoebe de nuevo hacia la ventana y Quirke de lado, hacia el suelo. Había media docena de parejas en la sala, sentadas todas en mesas tan alejadas unas de otras como fuera posible. El suelo era de losas grandes, blancas y negras, y con las personas colocadas como estaban parecía todo montado para una partida de ajedrez que se disputase en silencio y a tamaño natural. El aire apestaba a humo de los cigarrillos y a té reposado más de la cuenta, y había también un residuo de algo medicinal y vagamente punitivo.

—Este sitio es horrible —dijo Phoebe, y miró a su padre sintiéndose culpable—. Perdona, lo siento.

—¿Por qué? Si tienes razón, es un sitio horrible —hizo una pausa—. Me largo, me voy a dar de alta.

Él se quedó tan sorprendido como ella. No había sido consciente de tener tomada la decisión hasta que la anunció. Pero en ese momento, hecho el anuncio, se dio cuenta de que había tomado la resolución en el momento en que, ese mismo día, de paseo por el recinto, bajo los árboles pelados, hablando de la hija de Quirke, Harkness se había vuelto escondiendo esa mirada de amargura en sus ojos de águila. Sí, había sido entonces, Quirke acababa de entenderlo; fue entonces cuando mentalmente emprendió el viaje de regreso a algo semejante al sentimiento, a algo —¿cómo llamarlo?— semejante a la vida. El hermano Anselm tenía razón: le esperaba un largo camino por delante.

Phoebe estaba diciéndole algo.

—¿Cómo dices? —preguntó él con un destello de irritación, procurando no mostrar su enojo—. Perdona, no te estaba escuchando.

Ella lo miró con ese aire reprobatorio, la cabeza ladeada, el mentón bajo, una ceja enarcada, que solía dedicarle cuando era pequeña y seguía pensando que él era una especie de tío carnal; también entonces su atención fluctuaba más de la cuenta.

—April Latimer —dijo. Él seguía frunciendo el ceño sin terminar de entender nada—. Estaba diciendo —añadió— que parece ser… que se ha marchado, o algo así.

—Latimer —dijo él, precavido.

—¡Oh, Quirke! —exclamó Phoebe. Era típico de ella llamarle así, nunca papá, papi, padre—. Mi amiga, April Latimer. Trabaja en el mismo hospital que tú. Es médico residente.

—No consigo ubicarla.

—Su padre era Conor Latimer y su tío es el ministro de Sanidad.

—Ah. Una Latimer de esa familia. ¿Y dices que se la echa a faltar?

Se le quedó mirando sobrecogida: ella no había empleado esa expresión, «echar a faltar». ¿Por qué lo había hecho él? ¿Qué había percibido en su tono de voz, qué le había alertado sobre lo que ella tanto temía?

—No —dijo con firmeza—, no es que se la eche a faltar, no es que esté desaparecida, si es eso lo que quieres dar a entender, pero parece… parece que se ha marchado sin decir nada a nadie. Yo no he tenido noticias suyas en más de una semana.

—¿Una semana? —dijo él, restándole importancia con toda la intención—. Pues no es mucho tiempo.

—Me suele llamar a diario, o cada dos al menos.

Se encogió de hombros y se retrepó en la silla; tenía la pavorosa convicción de que cuanto más llanamente permitiera que se le notase la preocupación, más probable era que a su amiga le hubiera ocurrido alguna calamidad. No tenía ni pies ni cabeza, pero era una idea que no lograba quitarse de encima. Notó la mirada de Quirke; la notó como si fuera la mano de un médico en busca del punto inflamado, del lugar del trastorno, de la zona del dolor.

—¿Y qué hay del hospital? —dijo él.

—He llamado por teléfono. Por lo visto, mandó una nota para decir que no iría a trabajar.

—¿Hasta cuándo?

—¿Cómo? —lo miró desconcertada durante unos momentos.

—¿Cuánto tiempo dijo que estaría sin ir a trabajar?

—Ah. No lo pregunté.

—¿Y dio alguna razón para no ir al trabajo? —preguntó. Ella negó con un gesto; no lo sabía. Se mordió el labio inferior hasta que se le puso blanco—. Es posible que tenga la gripe —dijo él—. A lo mejor ha decidido tomarse unas vacaciones. A esos médicos residentes, a los jovencitos, los hacen trabajar como a los negros, no sé si lo sabes.

—Me lo habría dicho —murmuró. Al decirlo, con un gesto de terquedad en la boca, volvió a ser por un instante la niña que él recordaba.

—Llamaré por teléfono a los de su departamento —le dijo—. Averiguaré qué es lo que pasa. No te preocupes.

Ella sonrió, pero a modo de simple tentativa, y con tal esfuerzo, mordiéndose el labio aún, que él vio con toda claridad lo intranquila que estaba. ¿Qué debía hacer, qué debía decirle?

Fue caminando con ella hasta la puerta de entrada. La brevedad del día estaba pronta a terminar y la penumbra del crepúsculo se adentraba en la niebla y la espesaba como si le añadiese hollín. No se había puesto el abrigo y tenía frío, pero insistió en acompañarla hasta la cancela. Sus despedidas siempre eran incómodas; ella le había besado una sola vez, años antes, cuando no sabía que era su padre, y en momentos como ése el recuerdo de aquel beso aún era un destello entre los dos, un destello con la potencia de una lámpara de magnesio. Le tocó levemente el codo con la yema de un dedo y dio un paso atrás.

—No te preocupes —volvió a decirle, y volvió a sonreírle y asintió, y se giró para marcharse adentro.

La vio traspasar aún la cancela, la absurda pluma de color escarlata meciéndose sobre el sombrero, y entonces la llamó.

—Olvidaba decirte —gritó— que me voy a comprar un coche.

Ella se volvió boquiabierta.

—¿Cómo que un coche? Si tú ni siquiera sabes conducir.

—Ya, pero tú podrás enseñarme.

—¡Si yo tampoco sé conducir!

—Bueno, pues aprende, y yo aprenderé de ti.

—Estás loco —dijo, y meneó la cabeza riéndose.