IX. Siorakidsok

POR razones de salud, la policía suprema liberó a Papik en primavera antes de cumplir la totalidad de su pena. Pero su retorno a Cabo Miseria fue lento y arduo, y cuando se reunió con su mujer ya era otra vez otoño.

Viví recibió a su marido con una sonrisa apenas esbozada, por pudor, puesto que estaban presentes Tor y Birgit. Papik, por su parte, no se dignó siquiera dirigirle una mirada para que nadie pensase que le hacía feliz volver a verla; de modo que no advirtió que ella había aumentado notablemente de peso. Cuando se retiraron a su pequeña habitación para discutir asuntos de interés recíproco, ella misma se lo hizo notar.

Viví tenía una noticia que era buena y otra que lo era menos. La buena: a pesar de que Papik estuvo fuera casi un año, Viví estaba en cinta. La menos buena: todos los signos premonitorios acerca del sexo de la criatura habían sido vagos y contradictorios, razón de más por la que Viví había deseado el retorno del marido, que ahora debía ponerse en acción sin pérdida de tiempo.

Papik no había oído el segundo anuncio porque estaba considerando el primero.

—¿Te has expuesto a la luna llena en mi ausencia? —quiso saber, ceñudo.

—Sí, es cierto —contestó con presteza Viví.

No sólo el plenilunio podía fecundar a una mujer, y Papik, hombre de mundo, lo sabía.

—¿Acaso has reído con otros?

Viví se inflamó hasta el blanco de los ojos.

—No es imposible.

Papik suspiró.

—Un estúpido hombre está perdiendo la memoria. No recuerdo haber recibido una petición para tal cosa ni de haber dado el permiso.

Viví se le plantó delante con gesto decidido.

—Tienes razón, como siempre. —Obligó a sus bellos labios a sonreír—. Pero no había modo de preguntártelo ni tiempo que perder. Estabas impaciente por tener un hijo varón. ¿Esto lo recuerdas, por lo menos?

—Sí —admitió Papik humillado.

Los perros vagabundos de Cabo Miseria estaban divididos en varias manadas, cada una dirigida por un jefe que había sabido imponerse a los otros. Uno de esos capitanes naturales era Karipari. Viví, ocupada en la casa e imposibilitada de alimentar a sus perros, no había conseguido mantenerlos reunidos y se habían dispersado entre los vagabundos. Los súbditos de Karipari se componían de miembros de la traílla original y de otros, y Papik, en cuanto llegó, se hizo cargo de la manada entera.

En cuanto a Karipari, no le estaba permitido entrar en la casa por su costumbre de morder a quien osara aproximarse a su ama.

Papik y Viví dejaron la aldea. (¿Aldea? Cuatro hombres blancos y una cuarentena de esquimales cuando todos los hombres estaban en las casas, cosa que jamás sucedía). En el crepúsculo otoñal, con un trineo de carnes congeladas y de huesos, felices de poder reanudar su peregrinaje en busca de Siorakidsok, su angakok de confianza.

La separación de Tor y Birgit fue celebrada con profusión de agradecimientos, cumplidos y promesas. Los hombres blancos no comparten la idea de los esquimales, que piensan que las partidas son tristes y que, por lo mismo, conviene ignorarlas, y prefieren, en cambio, despedirse ruidosamente, casi siempre con acompañamiento de besos, abrazos y sonrisas, como si experimentaran felicidad al separarse.

—Son gentiles pero estúpidos —le dijo Viví a Papik mientras se alejaban en el trineo.

—Más que estúpidos, ignorantes —contestó Papik haciendo chasquear el látigo en la cabeza de los perros—. Como todos los forasteros.

—¡Es cierto! Aquellos dos no sabían siquiera que el viento del noreste es varón y se llama Nakrayak. Que el del noroeste es su mujer y se llama Pettarak. Y que el del sudeste es su hija, Kadannek.

—¡Un hombre no se asombra absolutamente! —Papik rió de buena gana—. ¡He conocido hombres que hasta ignoraban que Aquel Que Camina es el oso y que Aquel Que Corre es el perro!

Esto le provocó a Viví tal ataque de hilaridad que perdió el asidero del montante y de milagro no fue arrojada del trineo, que se movía hacia un lado y otro más de lo habitual debido a que la traílla de perros recogidos aún no sabía tirar en armonía.

—Pero no olvides una cosa —prosiguió Papik—. Aunque gentiles, pueden ser peligrosos por su locura. Policía, leyes, espíritus. Nada de lo de ellos tiene sentido. El único modo de sentirse a salvo es estar lejos.

Pero antes debían consultar a Siorakidsok, que según noticias muy recientes, ya que no databan de más de dos o tres inviernos, habitaba aún la aldea en la ensenada donde Viví había residido durante algunos años.

Si el más anciano y, por lo tanto, el más sabio de todos los angakok, no le aseguraba a Viví un hijo varón, nadie sería capaz de hacerlo.

Hacía rato que el sol había bajado, permitiéndole al mar transformarse de nuevo en una pista huidiza, pero la luz aún perduraba: la mejor estación para viajar. Avanzaban velozmente en su trineo sobre las grandes y blancas llanuras bajo las que rumoreaba el océano, costeando los majestuosos iceberg recortados por los vientos, y las lenguas de tierra negra y desnuda surcada de glaciares.

En su habitual vuelta un trineo polar recorre las encanecidas cabezas de tres continentes —América, Asia, Europa— y territorios pertenecientes a diversos países que sólo sobre el mapa saben individualizar sus límites. Los hombres visitan el canal conocido como Lengua del Oso para procurarse leños que van a la deriva, la Bahía Alegre por el marfil de las morsas, el Barranco de los Espíritus por la esteatita, la Ensenada Riente por los renos, la Tierra Oscura por los bueyes almizcleros. Sobre el casquete polar encuentran sólo alguna que otra foca y algún oso vagabundo.

Si no hay un angakok que visitar, ni interferencias de la policía, ni catástrofes naturales, ni pérdidas de perros o enojos de los espíritus, ni homicidios u otras violencias, un trineo polar emplea un par de años para completar su ciclo y empezar de nuevo. Si se demora un año más, no importa mucho. Los hombres no tienen apuro, convencidos de que la velocidad no alarga la vida sino que la abrevia.

Pero esta vez la pareja estaba impaciente por llegar a destino. Una nueva vida crecía imperiosa en las entrañas de Viví y no se podía correr el riesgo de que naciese con el sexo equivocado.

Era preciso llegar hasta el omnisciente Siorakidsok antes del parto.

Debido a que los hombres no cuentan los años, ninguno conoce su edad. Siorakidsok era una excepción. La última vez que lo vieron Papik y Viví, el viejo angakok se jactaba de tener trescientos años: quince hombres contados hasta el fondo. Ahora, pocos años después, afirmaba tener cuatrocientos. Acaso por ello había quien sospechaba que era proclive a la exageración.

Siorakidsok era un hombrecito reseco, paralizado por una vida penosa, con una enorme boca desdentada en una gran cabeza sin calva, y un par de esmirriadas piernas de tal manera encogidas, que daba la impresión de estar agazapado en su tronco. Los perversos atribuían a la haraganería esa parálisis de sus miembros inferiores, que el viejo había dejado de utilizar a lo largo de sus años de gloria, en que siempre encontraba informantes dispuestos a transportarlo a todas partes cómodamente sentado en su tapete de reno.

La llegada del misionero a la ensenada, algunos veranos atrás, había provocado su ruina.

Ese forastero que con su larga barba negra tenía un aspecto aún más aterrorizante que los otros, había venido, desde muy lejos, a la tierra de los hombres para predicar la pobreza a los pobres, pese a vivir en medio de comodidades que a los ojos de todos parecían un lujo desenfrenado, y la comunidad de los bienes, siempre practicada por ellos, mientras él bien se guardaba de dividir con otros sus provisiones.

Por otra parte, había persuadido a los esquimales de la aldea de que creer en la eficacia de los talismanes —que él mismo arrancaba con su mano del cuello de sus portadores— y en los angakok, era un pecado que los conduciría derechamente al fuego eterno. ¿Quién osaría ignorar las admoniciones de un enviado especial de la raza más calamitosa que se conociese? Pero, en verdad, nadie tampoco se atrevía a renunciar a la protección de los talismanes tradicionales que a partir de entonces fueron ocultados en las ropas.

Además el misionero se había negado a unir con el rito cristiano a Papik y Viví, y a Ivalú, hermana de Papik, con Milak, porque los dos jóvenes hombres llegados desde hacía poco, eran paganos, y antes de poder desposar muchachas convertidas habrían tenido que establecerse en la aldea y tomar lecciones de cristianismo hasta que el misionero los declarase aptos para el matrimonio. Pero las dos parejas no quisieron esperar y huyeron al Norte para ponerse a salvo de las amenazas del hombre blanco. Algún tiempo después también él partió hacia otras riberas, dejando que los convertidos se las arreglaran solos con los tabúes enunciados por él, después de preguntarse cómo habían hecho sus padres para sobrevivir entre los hielos sin la guía de un misionero.

Por lo tanto hicieron de todo para navegar en aguas seguras, tratando de no ofender a los espíritus forasteros ni a los propios.

Nadie osaba dejar a Siorakidsok sobre el hielo, el sitio más adecuado para un hombre de su edad. Todos tenían miedo de su fantasma, no sólo del castigo del «jefe espíritu» blanco, el que prohibía matar a todo ser humano, también a los ancianos y a los recién nacidos. En tanto, la mayoría había cesado de prestar oídos al angakok, sobre todo cuando exigía tributos. Algunos le arrojaban estómagos de perdices blancas u otros desechos a la puerta de su casucha de piedra y humus, para mantenerlo con vida, y también con la secreta esperanza de que su espíritu, después de muerto, recordase su generosidad y no se les apareciese en la oscuridad para espantarlos. Y Siorakidsok debía arrastrarse con las manos hasta la entrada, para retirar las miserias ofrecidas. De modo que en los últimos años su vida no había sido fácil.

Hasta que llegaron Papik y Viví.

Aparte del deteriorado tapete de reno sobre el que estaba acurrucado y de su indumentaria de perro roñoso, consumida hasta el cuero, y en la que su cuerpecito se perdía, Siorakidsok no poseía nada, y su choza no contenía más que sus deyecciones resecas esparcidas por doquier, y un montoncito de huesos y cabezas de pescados pulidos hasta brillar.

Se acordó de Papik y Viví sólo después que ellos le informaran de su identidad a gritos en los enormes pabellones de sus durísimas orejas. Entonces rompió a reír complacido y sus ojitos de zorro se iluminaron de esperanza.

—¿Eres hijo de Ernenek? —graznó con una voz herrumbrada por la vejez.

—No es imposible.

—¡Ahora alguien lo recuerda llegar aquí con jamones de oso!

—Los osos escasean este año —dijo Papik compungido. Siorakidsok se indignó.

—¿Cómo? ¿Nada de jamones?

—Nada. Y tenemos un grave problema. Debes ayudarnos a tener un hijo varón. Por eso hemos venido.

Siorakidsok se iluminó.

—¡Entonces aún hay gente que sabe a quién debe dirigirse!

Ante todo quiso someter a Viví a una exploración. Le ordenó aproximarse y la penetró con el dedo más largo.

—¡Me haces cosquillas! —dijo ella enrojeciendo.

—No la dañes —le recomendó Papik, preocupado.

—¡Ji, ji! —reía el viejo—. Alguien está tratando de descubrir si aquí hay un varón o una mujercita.

Entre risas siguió agitando el dedo dentro de Viví que se moría de vergüenza, hasta que Papik golpeó con un pie el suelo y exigió el veredicto.

Siorakidsok se enfadó.

—¡Los espíritus no quieren ser forzados! —Amoscado, terminó la visita médica, se lamió el dedo y chasqueó la lengua—. Sabe a hembra. A menos que sea varón. El hombre de la luna todavía no ha decidido. Pero un angakok intercederá ante él en favor de vosotros si le traéis lo que precisa.

Más importante que la capacidad de predecir el tiempo atmosférico o curar las enfermedades, es la habilidad de salir volando de la tierra en espíritu para consultarle a la reina del mar o bien al hombre de la luna, lo cual determina el prestigio de los angakok en la comunidad de los hombres; y, como todos saben, es del hombre de la luna de quien dependen las preñeces y los nacimientos.

—Nos haremos ayudar por los otros —dijo Papik. Aun cuando estas palabras no penetraron sus viejos tímpanos, Siorakidsok adivinó lo que Papik acababa de manifestar. No en vano un angakok cuenta con cuatro siglos de experiencia.

—Los otros tienen miedo de ayudarte —dijo—. El misionero celoso los ha convencido de que cometen pecado si recurren a un angakok.

—¿Y entonces?

Siorakidsok bajó la voz, mirando de reojo la salida por si había alguien.

—Ante todo, debéis llevarme a otro pueblito no corrompido todavía por las supersticiones extranjeras. Pero a escondidas porque los dos hombres blancos que se encuentran aquí seguramente intentarán retenerme.

—¿Por qué?

—Porque temen el poder de un angakok una vez que está libre para comunicarse con nuestros espíritus.

Papik se rascó la cabeza.

—Un hombre quería visitar a su hermana este año o el próximo. ¿Recuerdas a Ivalú? Creo que ahora vive en Monte Grávido. Por cierto, allí serán felices de recibirte.

Papik y Viví plantaron la tienda en arco sobre el trineo para protegerse del punzante frío que soplaba en la ensenada, no deseando alojarse en el estercolero de Siorakidsok ni siquiera para un breve sueño. Siguiendo su consejo no hablaron con nadie. Según él, si alguien hubiese tenido indicios de lo que estaban madurando habría avisado a los hombres blancos. Además, las personas residentes eran casi exclusivamente mujeres ancianas, como en todas las aldeas, ya que los varones tenían la pésima costumbre de perder la vida en el mar o sobre el hielo mucho antes de alcanzar una edad avanzada, y las pocas personas jóvenes que hubieran podido conocer a Viví estaban ausentes, ocupadas en pescar o cazar.

Hubo un momento de gran ansiedad en el acto de la partida, cuando se dispusieron a sacar a Siorakidsok fuera de la aldea.

Él había pedido a Papik y a Viví que le prepararan un ungüento mágico —aceite de hígado de foca mezclado a diversas carnes finamente masticadas— que lo habría vuelto invisible a los hombres blancos una vez que él se hubiese revestido la cara por fuera y el estómago por dentro. Naturalmente, cuando el trineo pasó frente a las chozas con el enteco angakok que oscilaba sobre los envoltorios, ningún esquimal prestó atención porque sin duda alguna se trataba de una partida.

Pero los dos hombres blancos se detuvieron a observar con curiosidad. No eran residentes y sí cazadores de otras partes, padre e hijo, y usaban la aldea como base antes de volver al Sur con su carga de pieles.

Papik y Viví no tenían modo de saber si el misterioso ungüento daba resultado, ya que estaba hecho para engañar tan sólo a los hombres blancos; en efecto, ellos veían a Siorakidsok con una claridad que los desazonaba, arropado en sus cueros de perro en los que habían insertado pieles de zorro para mantenerlo con más calor.

Pero evidentemente el ungüento funcionaba, ya que los hombres blancos no hicieron ninguna tentativa para retener al angakok.

Papik y Viví habían concertado pactos claros con Siorakidsok. Ellos lo conducirían a Monte Grávido, donde vivía Ivalú, una aldea que jamás había sufrido la influencia de los hombres blancos y donde un angakok de límpida fama hallaría el respeto de que era merecedor. Por su parte, en cuanto estuviese seguro, volaría en espíritu hasta el hombre de la luna y lo persuadiría de la necesidad de conceder a la pareja un hijo varón.

Papik y Viví no eran tan ingenuos como para creer ciegamente en las promesas de un angakok. Ningún ser pensante, comenzando por los fundadores de las grandes religiones, ha estado jamás completamente libre de dudas. Pero ellos no veían otro camino. Además, no ignoraban que los hombres blancos admitían no poder influir en el sexo de una criatura por nacer, mientras que los angakok de los hombres lo conseguían por lo menos la mitad de las veces.

El fundamento de su fe era su esperanza.

Grandes debían ser, por cierto, su fe y su esperanza para soportar a un compañero de viaje como Siorakidsok; se quejaba de todo y continuamente pedía de comer, si bien con escaso éxito, también cuando por despecho amenazó con morir. Papik no se dejó impresionar y siguió nutriéndolo según el principio que empleaba con los perros: justo lo indispensable para mantener el alma pegada al cuerpo, dado que un poco de más sólo habría dilatado el estómago aumentando las exigencias futuras.

Cumpliendo un deber, Viví masticaba las carnes para el huésped desdentado, pero rehusaba darle de comer boca a boca como a un niño; por más que el viejo insistiese. Asimismo él pretendía que Viví lo amamantase, asegurando que todo angakok sabía extraer leche de mujer que gestaba. Viví se oponía y Siorakidsok se enfurruñaba mascullando misteriosas maldiciones. Pero en seguida volvía a la carga, más petulante que nunca.

Más de una vez Papik estuvo tentado de arrojar al viejo y dárselo a la traílla para que se lo comiera, pero lo frenaba el miedo a su espíritu y el deseo de un hijo varón. Cuando la primera tormenta de nieve le obligó a levantar un refugio, Siorakidsok fue relegado al túnel con los perros. Y como protestaba gritando que él merecía un triple respeto —por ser angakok, anciano y huésped— Papik se limitó a entregarle un sistema de alarma por si la traílla lo atacaba.

Pero ni siquiera los perros mostraron excesivo interés por ese esqueleto metido en pieles de sus semejantes, y Papik tuvo que intervenir una sola vez.

Llegados a destino, un descubrimiento asombroso los hizo arrepentirse de haberse sometido a la fatiga de un viaje desagradable, ya que Siorakidsok bien hubiera podido permanecer en su casa.

Monte Grávido ya poseía un angakok; de haberlo sabido a tiempo, Papik y Viví no habrían tomado en consideración a ningún otro. Porque la persona que toda la aldea reverenciaba como a un ser dotado de poderes sobrenaturales no era otra que la hermana de Papik.

La dulce Ivalú.