VIII. La ciudad

CUANDO PILUTOC llevó a su amigo al lugar donde la música es ruidosa, el local estaba caldeado por el gentío, saturado de humo, oliente a cerveza y ensordecedor a causa de esa música, hasta el punto de poner duramente a prueba los tímpanos de Papik, aun cuando estuviesen ya habituados al estrépito de la fábrica.

Papik podía frecuentar locales públicos sólo con alguien que lo vigilara, y Aaghe, siempre altruista, se había prestado a acompañarlo.

Aaghe le había prohibido beber cerveza, temeroso de que el alcohol pudiese influir negativamente en el comportamiento de su tutelado, que hasta ese momento había sido un condenado modelo; pero le había permitido fumar, y a Papik le alegraba que su tutor supiese exactamente lo que era lícito y lo que era tabú.

Papik nunca había probado la cerveza ni apreciado el tabaco en las raras ocasiones en que pudo probarlo; pero esta vez, sin preocuparse de los accesos de tos que le provocaba, se puso a fumar de buena gana cuanto cigarro le fue ofrecido, en la suposición de que si lo permitían era porque los espíritus blancos veían con buen ojo a los fumadores.

Se quedó mirando el local con ojos absortos por la maravilla y al mismo tiempo lacrimosos por el humo.

No faltaban las mujeres, todas esquimales, entre las que se veían numerosas viejas. Había también algunos hombres blancos. En esa pequeña ciudad todos los forasteros eran funcionarios estatales, serios y reposados como Aaghe, o bien dependientes de las industrias pesqueras o de las empresas edilicias; por lo común, diablos hirsutos y rubicundos de nariz aguileña, los más bullangueros e inquietos ejemplares de sus respectivas tribus, llegados al Norte sin sus mujeres, para cumplir un breve período de trabajo incómodo pero lucrativo.

La pista estaba atestada de mujeres vestidas a la manera de la ciudad y de hombres en mangas de camisa, que sudaban a mares mientras se movían al ritmo de una música estentórea emitida por un mecanismo eléctrico vistoso por sus vidrios policromos.

Aunque no se bebía más que cerveza, todos estaban alegres y muchos no se tenían en pie. Papik reconoció a varios compañeros de trabajo, hombres y mujeres; en la fábrica, por lo general, ceñudos y taciturnos, y aquí no menos desatados que los otros.

Su amigo Pilutoc era uno de los más agitados. Giraba en la pista con un movimiento de copo de nieve en la tormenta o bien se escabullía de una a otra mesa en busca de nuevas damas con quienes bailar; con escaso éxito a pesar de su intrepidez y de su jactancia de la víspera. Aunque Pilutoc significase Pequeña Hoja, él era un tonel de grasa maloliente y goteante, que casi siempre era rechazado por las mujeres que invitaba a bailar o plantado en mitad de la danza por las pocas dispuestas a arriesgarse. Después de cada fracaso corría al banco, se bebía de un trago otra botellita de cerveza y otra vez se lanzaba, con renovado entusiasmo, hacia una nueva derrota.

Pilutoc no era el único en cambiar de dama. Las parejas fijas eran pocas; no obstante, la mayoría bailaba, los ojos entrecerrados, besándose y tocándose. Muchas mujeres eran más osadas que los hombres, especialmente las viejas. A Papik le escandalizó el comportamiento de una, casi anciana, que si hubiese tenido un mínimo de decoro habría ido a morir en el hielo; y, en cambio, asía con fuerza a los muchachos y los arrastraba a la pista intentando besarlos en los labios, a la manera impúdica de los blancos; el tierno frotamiento de las narices y el olisquearse la cara no eran para ella.

Y era evidente que también Aaghe desaprobaba esas escenas.

—¿Es así en todas vuestras ciudades? —le preguntó Papik.

—No exactamente. Aquí la gente se embriaga más que entre nosotros y hay más mujeres sin marido que tienen hijos.

—¿Por qué?

Aun habiéndose esforzado por aprender la verdadera lengua, Aaghe no sabía decir cuanto sentía en su corazón. De todos modos lo intentó:

—Vosotros sois mucho más amistosos que nosotros. La cerveza vuelve a las mujeres de tu raza mucho más expansivas y también priva a los hombres de todo freno. Nosotros conocemos los peligros del alcohol. Vosotros no. ¿Entendido?

—No.

Y Papik dirigió su atención a la sala.

Los forasteros habían acaparado a las muchachas más graciosas y jóvenes, las que abiertamente los preferían a los hombres de su propia raza; y su comportamiento era el preludio manifiesto de un género más íntimo de hilaridad. También explicó esto Pilutoc durante una de sus fugaces apariciones en la mesa:

—Aquí las mujeres creen que los hijos tenidos de hombres blancos traen suerte.

Pero aún había mujeres capaces de apreciar a un verdadero hombre. Fue el caso de una señora con un vestido color sangre de foca, que no era, por cierto, la más joven de la sala, pero que poseía aún todos sus dientes, y cuyo aspecto la asignaba a una tribu todavía no irrigada de sangre blanca. Evidentemente, la cabellera larga y vigorosa de Papik y su cara llena modelada por la intemperie, la habían impresionado; comenzó a lanzarle miradas intencionadas, y besos, a hacerle diversos gestos y a sonreírle mientras se disponía a bailar con otros. Concluida una de las danzas se le acercó tratando de atraerlo hacia sí, mientras Papik se aferraba desesperadamente a la mesa hasta que Aaghe echó atrás la cabeza y estalló en risas.

El mismo Papik se asombró de su rechazo, ya que siempre había soñado el imposible sueño de obtener enjambres de mujeres sin esfuerzo alguno; pero no estaba acostumbrado a encontrarlas de esa manera, así como no estaba habituado a verse a sí mismo convoyando una interminable fila de merluzas en una cinta mecánica.

Cuando la dama vestida de rojo foca volvió a la mesa para una nueva tentativa más enérgica, Pilutoc la advirtió y se la adueñó; y mientras se movía con ella en la pista, le informó que Papik era hermano de él y que vivían juntos, y le gritó para que él confirmara su mentira.

Complaciente como de costumbre, Papik no negó.

Y cuando llegó el momento en que no supo si sus manos debían servirle para frotarse los ojos irritados por el humo o para taparse las orejas torturadas por la batahola, decidió irse.

Y tuvo la sorpresa final al comprobar que la pelliza de oso que había dejado en la entrada, había desaparecido.

Juró que le infligiría al ladrón una muerte lenta y cruel, pero Aaghe lo disuadió prometiéndole que interesaría a la policía en el caso; mucho se maravilló Papik al enterarse de que la función policial no se limitaba a arrestar hombres y fusilar perros. Aaghe le hizo notar que en aquella ciudad tan reducida nadie llevaba pieles de oso, y que si las autoridades convenían en destacar todo el cuerpo de policía, compuesto por cuatro hombres blancos, en busca del culpable, seguramente Papik recobraría su pelliza.

Y así fue.

Papik se esforzó penosamente para adaptarse al nuevo mundo y comprender que las mujeres que no pertenecen a ningún hombre pertenecen a todos; pero después de algunos sueños perturbados por sus reflexiones, resolvió volver al lugar donde la música es ruidosa, con la esperanza de ser abordado nuevamente por alguna dama deseosa de alegría. Pero una vez más los espíritus malignos interfirieron sus atrevidos propósitos.

Desde hacía varios sueños Papik no se sentía del todo bien. Evidentemente, los espíritus forasteros estaban en plena acción. Pero como seguía escrupulosamente las directivas impartidas por Aaghe para reconciliarlos, esperaba confiado que el malestar desapareciese. En cambio, se acrecentó en forma de un nudo en el estómago, un clavo en el cerebro y una hinchazón bajo las orejas. Sudaba abrasado en calor y en seguida tiritaba de frío; y cuando empezó a ver dos merluzas convencido de que era una sola la que había agarrado, comprendió que su estado era grave.

Y, en efecto, se desvaneció en su puesto de trabajo.

Recuperó los sentidos en un largo corredor de hospital, gracias a que su compañero de plataforma logró aferrarlo justo a tiempo mientras caía cabeza abajo en el tobogán de las merluzas, a riesgo de perder cabeza, cola y piel.

Le giraba la cabeza y sentía náuseas. Vestía una camisa de tela y estaba acostado en una angosta cama entre una larga hilera de camas idénticas, todas ocupadas por hombres con camisas como la de él. A través de la puerta abierta veía otro corredor idéntico al suyo. Jamás había sospechado que podía haber tantos enfermos en el mundo. Aquél era uno de los pocos hospitales construidos por los hombres blancos del Ártico; el único en centenas de millares de kilómetros cuadrados.

Un joven forastero y dos mujeres esquimales que vestían de blanco y emanaban olores extrañísimos, visitaban a los yacentes. Cuando estuvieron junto a Papik, la mayor de las dos le desnudó el tórax.

—¿Qué significa esto? —exclamó el doctor asustado ante la vista de una hinchazón de mayor tamaño que un puño y que bombeaba espasmódicamente sobre el pecho del paciente.

—Un corazón enormemente hipertrofiado —dijo la enfermera—. Se ve con frecuencia en nuestros hombres del Norte.

Entonces el doctor inició los extraños exorcismos de los angakok blancos: le tomó el pulso al enfermo, le percutió el tórax con los dedos, le pellizcó y oprimió en varios puntos. Cuando le apretó bajo las orejas, Papik dio un grito, y el doctor rió con ganas; después dijo algo a las enfermeras, que también rieron: el exorcismo más raro de cuantos Papik había visto.

—Tienes una enfermedad de niños —le informó la enfermera de más edad.

Aunque sufrir una afección de las parótidas en edad adulta no era cosa de reír, no dejaba de ser cómico descubrir que un hombre grande y fornido como él había contraído una enfermedad infantil. Sólo Papik no consiguió reírse porque cuando lo intentó las orejas le dolieron malamente. Entonces la enfermera le ordenó acostarse boca abajo, y en cuanto Papik hubo obedecido, la otra introdujo a traición una aguja en la nalga.

Papik no era hombre de sufrir en silencio semejante afrenta, menos de una mujer. No obstante estar padeciendo, saltó del lecho quebrando la aguja; pero antes de que pudiese tomar del cuello a la enfermera, el doctor lo contuvo pidiendo ayuda. Pese a la condición en que se encontraba, Papik resistió bastante, pero con el auxilio de otros pacientes al fin fue vencido y sometido a una nueva inyección.

Que lo hizo dormir.

Una que otra vez una infección proveniente del Sur, inocua para los hombres blancos, había atacado a los esquimales, que durante innumerables generaciones se habían mantenido a salvo; los gérmenes encontraban organismos indefensos hasta el extremo de que la mayoría terminaba por sucumbir.

Como era habitual, Papik formaba parte de la minoría. Pero su enfermedad fue larga y penosa y le proporcionó tiempo para reflexionar.

A lo largo de milenios, el ambiente impío de los hombres había eliminado constantemente los elementos frágiles e ineptos, creando una raza no sólo robusta sino también bastante inteligente; y Papik jamás había tenido motivos para dudar de que él fuese el más inteligente de su raza. De modo que no tardó en darse cuenta que no había posibilidad de evadirse mientras los hombres blancos quisieran tenerlo consigo. Aquí ellos podían dominarlo; sobre todo porque sus espíritus infernales les conferían el poder de inyectar magia negra en las venas de un honesto hombre, haciéndolo dormir. Por otra parte, la experiencia le había enseñado que entre los hielos del Norte él hubiese estado fuera de peligro porque el hielo paraliza no sólo a los forasteros sino a sus malvados espíritus.

Para confirmar sus pensamientos, volvió mentalmente al caso de su padre, el gran Ernenek, que había sido arrestado sólo por haber dado muerte en forma casual a un explorador blanco que le había insultado al rehusar su hospitalidad. Dos torpes policías, que no tenían nada mejor que hacer, habían recorrido todo el Ártico a lo largo de un par de años antes de dar con él; pero mientras lo llevaban al Sur maniatado, el ángel custodio de Ernenek rompió la costra marina y el agua engulló el trineo de la policía. Casi todos los perros se ahogaron y uno de los policías murió después de haber sido pescado, porque su indumentaria, de confección extranjera, había dejado penetrar el agua que al congelarse instantáneamente por el viento gélido, le paralizó el corazón. Y como todas las armas y provisiones habían ido al mar, el otro policía quedó a merced de Ernenek, el cual, en vez de abandonarlo a su merecidísimo destino, prefirió humillarlo salvándole la vida. Después el hombre blanco se mostró agradecido e hizo creer a sus compañeros que Ernenek había muerto y que debía ser borrado de la lista de los buscados. Todo ello probaba que si los hombres eran ignorantes e incapaces en el Sur, los forasteros no eran menos ignorantes e incapaces en el Norte.

Y que Papik debía regresar al lugar de donde había venido, y no alejarse nunca más.

La debilidad de Papik persistió mucho tiempo, aún después de que el dolor y la hinchazón desaparecieran; y él hubiera podido sumirse en un largo sueño reparador si el doctor y las enfermeras no lo hubiesen molestado siempre en lo mejor del sueño para examinarlo y darle de comer.

Con frecuencia, también el buen Aaghe lo visitaba para levantarle la moral con bocaditos elegidos: por lo común, lonchas de reno crudo, y una vez un buen trozo de foca. Pero la vista de esa carne roja jaspeada de grasa, llenó el corazón de Papik de una nostalgia indecible, sin satisfacer su paladar que prefería la foca aún humeante de vida, o reblandecida, o bien helada.

Y una vez Aaghe le llevó noticias de Viví.

Le había llegado una carta del puesto de trueque, esperada desde hacía mucho tiempo, en viaje desde mediados del invierno. El traficante Tor escribía que Viví estaba bien y que aguardaba confiada el regreso del marido.

—¡Claro que espera! —comentó Papik—. Porque sabe que si se va con otro los dos serán masacrados.

Aaghe se cubrió los ojos con la mano.

—¡No, no! ¿Cuándo comprenderás que no puedes andar por ahí matando más gente? Una vez tuviste suerte pero la próxima te encarcelarán.

Papik sonrió burlonamente.

—¿Quién? Un hombre estará a salvo, entre los hielos.

—Los policías te darán caza. Terminarán encontrándote.

La cara llena de Papik se abrió en una gran sonrisa.

—¡Los policías! ¡Son ellos quienes deben traerme a Viví así como han encontrado mi piel de oso!

—La policía puede devolver un objeto, pero no una esposa.

Papik se sorprendió.

—¿Por qué? ¿La policía permite que uno se lleve la mujer de otro?

—Una mujer puede hacer lo que quiere, según nuestras leyes.

—No según las nuestras. Un hombre no puede permitir que otro le lleve la mujer. Le quitaría también el honor.

—¡Papik, debes aprender a vivir con nuestras leyes!

Papik sabía que no era correcto contradecir a un forastero, y lo hizo contra su voluntad y con mucho tacto.

—Nosotros no venimos aquí trayendo nuestras leyes. ¿Por qué los blancos van al país de los hombres llevando las suyas?

—A ese territorio lo consideramos nuestro —dijo Aaghe—. Y lo es porque, desgraciadamente, nosotros somos los más fuertes.

Papik sofocó una risotada y Aaghe exhaló un suspiro.

—Sólo quiero ayudarte, Papik. Pediré que te condonen la pena de los últimos meses porque te sientes mal. Para ello debes tener un poco más de paciencia. Y estoy seguro de que encontrarás a Viví esperándote:

—¡Es lo que un hombre te estaba diciendo! —contestó Papik divertido.