VII. Los tabúes

SOBRE una cosa, por lo menos, Papik no alimentaba dudas: si los espíritus que rigen la vida de los hombres son terribles, los de los hombres blancos son aún peores.

Y los tabúes están hechos para ser respetados, no discutidos.

Su experiencia con los hombres blancos se remontaba a los tiempos de su adolescencia, en que había quedado huérfano. Sus progenitores habían perecido de muerte natural: el padre, al desangrarse después de luchar con dos osos a los que, no obstante, había conseguido abatir; y poco después su madre se había ahogado para reunirse con el marido en el paraíso y no ser carga de nadie en la tierra.

En aquel entonces Papik se había unido a un grupo que acompañaba a exploradores blancos en una expedición. Había aprendido, en dicha ocasión, que lo mejor que se puede hacer cuando se está con forasteros, es no hacer nada: única manera de no violar ninguno de sus innumerables tabúes.

Para los hombres blancos representaba un severísimo tabú el consumo de la carne putrefacta. Quizás era por eso, conjeturaba Papik, por lo que estaban siempre enojados. También a él se le habrían pasado las ganas de reír si le hubiesen negado para toda la vida esa golosina. Durante el viaje los exploradores habían probado los alimentos de los hombres y aprendido a apreciarlos, evitando sólo las carnes corrompidas. Hasta que el más animoso de ellos se había decidido a desafiar a los propios espíritus e infringir el antiguo tabú. Había hecho una mueca al probar el primer bocado de foca, tierna y aromada a causa del reblandecimiento, y después siguió masticando impertérrito hasta consumir una buena porción.

Lo que más impresionó a Papik fue la velocidad con que actuaron los espíritus blancos. El pecador todavía estaba hurgándose los dientes con las uñas, cuando su cara se volvió verde y tuvo que oprimirse el estómago. Pero los espíritus no lo despacharon en seguida: lo hicieron sufrir durante dos giros del sol, mientras sus compañeros hacían diversos conjuros, afanosamente, derramándole líquidos mágicos en la garganta e introduciéndole en el recto misteriosos sólidos.

Todo en vano.

Naturalmente, los hombres huyeron del muerto, aterrorizados de su sombra; no así los forasteros. Estos ni siquiera tuvieron miedo de tocar el cadáver con las manos desnudas, la mayor locura que podría hacer un hombre. Sin embargo, ninguno de los forasteros cayó fulminado; en cambio, uno de sus compañeros había muerto tan sólo por haber probado una golosina prohibida. Después de ello, en la mente de Papik quedó impreso de una vez para siempre que los forasteros poseen tabúes completamente distintos.

Y que un hombre hace bien en respetarlos cuando se encuentra en compañía de ellos.

Si Papik le estaba reconocido a Aaghe, que le mostraba cómo ganarse la benevolencia de nefastos espíritus, Aaghe a su vez estaba vagamente agradecido a Papik, que le permitía satisfacer su innata necesidad de ayudar al prójimo. Debido a la decisión del juez, Papik se sentía más cerca de Aaghe que lo que hubiera podido estar cualquier otro: confiado a la custodia de su patrocinante, era su inquilino y su huésped.

Desde Cabo Miseria, por vía marítima, habían llegado al pequeño centro en el que residía Aaghe. Este hubiese deseado llevar también a Viví para que ella acompañara a su marido, pero sin los perros; y como los perros no habían sido invitados, tampoco Viví podía partir. Había quedado, por lo tanto, en Cabo Miseria, para ayudar al traficante Tor y a su mujer, Birgit, en su puesto de trueque.

A la entrada de un gran fiordo, debajo de la frontera de los perros pero sobre la línea de los árboles, el pueblito de Aaghe se hallaba en el extremo sur según Papik, pero a los ojos de los hombres blancos, en el extremo norte. Contaba con poco más de un millar de habitantes cuya vida era la industria de la pesca, en la que también Papik debía trabajar para exorcizar a los espíritus que había ofendido.

Aunque poblado casi únicamente por esquimales, el pequeño centro había surgido por iniciativa de la policía suprema —como los esquimales llamaban al gobierno de los hombres blancos— que había fundado su capital administrativa en el Ártico sobre un terreno accidentado y desprovisto, cubierto de musgo y líquenes y sembrado de rocas graníticas y aguazales fangosos que aún no estaban revestidos de nieve ya que Aaghe llegó con su protegido en el tardío otoño. Las casas, todas de madera prensada, estaban levantadas sobre pilares de cemento que las ponían a salvo de los animales, y aparecían diseminadas sin ningún orden; habían sido transportadas al país de las sombras largas, donde no crece leño alguno, por vía marítima. Lo común eran casitas de un solo recinto, con techo en punta, y algún que otro edificio oblongo y chato, cada uno dividido en numerosos departamentos, grandes construcciones jamás vistas ni soñadas por Papik.

La única calle, que arrancaba del puerto y no llevaba a ninguna parte, deteniéndose en cuanto el terreno comenzaba a ser inaccesible, dividía el poblado en dos, flanqueada por emporios de productos foráneos. Se llegaba a las otras casas a través de senderos trazados por el paso de la gente que se ensuciaba las botas con el fango o con los desechos arrojados por las ventanas.

Tal era el Sur.

A su llegada Papik se asombró, ante todo, al ver tal cantidad de chicos vagabundos que fumaban o mendigaban tabaco, en vez de los rebaños de perros salvajes que infestan todas las aldeas del Norte. Aaghe le explicó que debido a que la pequeña ciudad se encontraba debajo del Círculo Ártico —los hombres blancos llamaban así a la frontera de los perros— donde la economía esquimal no dependía de los trineos, la policía tenía orden de matar todo perro que no estuviese atado, para proteger a los niños. Entonces Papik quiso saber cuál era la razón para mantener con vida a tantos chicos.

Por primera vez Aaghe no supo qué responderle.

Aaghe condujo a su tutelado a su casa, un reducido departamento amueblado a la manera de los hombres blancos, en un gran edificio reservado a los miembros de la policía, y lo trató no como a alguien sobre quien debía ejercer una especial vigilancia, sino como a un grato huésped.

La mujer de Aaghe, rubia y graciosa, hizo otro tanto. Con ánimo deportivo quiso ignorar el aspecto inusitado de Papik, cuya costra de grasa de foca sombreada de hollín no había sido raspada por Viví desde la última primavera, y asimismo el estado en que se encontraban sus ropas de oso y de pájaro que no habían sido lavados en orina desde ese tiempo.

Ya en la primera comida se presentó el problema del alimento. Papik engullía con educación cuanto se le ofrecía, limpiando bien los huesos después de haberlos saboreado y astillado; pero era evidente que la cocina de los hombres blancos no era de su gusto. Y Aaghe, completando con gestos las escasas palabras de su vocabulario, le prometió mejores platos de carne en lo venidero.

Las focas que en un tiempo abundaban en esos mares habían sido exterminadas por los cazadores extranjeros; pero de vez en cuando alguna nadadora solitaria procedente del Norte caía en las redes de un pesquero junto a las merluzas, e iba a parar al mercado del pescado. Y en último caso servía de consuelo la carne de reno.

Por el momento Papik tenía poca hambre. Aún se sentía trastornado por el largo viaje en un mar siempre movido; y la obligación de permanecer sentado en una silla ponía duramente a prueba los macizos músculos de sus muslos, no habituados a esa posición no natural, y además se sentía asfixiar en el encierro de ese ambiente sobrecaldeado. El sudor le brotaba del pecho descubierto, le caía a mares por los pantalones y goteaba sobre el elegante piso de linóleo.

Cuando después de la comida Aaghe lo invitó a descansar en el pequeño cuarto que le había destinado, Papik se plantó ante la dueña de la casa con aire de conquistador y una sonrisa asesina. Reír ligeramente con esta mujercita exótica tal vez lo hubiese aliviado de la tristeza que pesaba en su corazón. Y como Aaghe estaba esperando que él respondiese a su invitación, Papik, esbozando una sonrisa, lo miró intencionadamente; después se acercó aún más a la dueña de casa guiñándole un ojo y haciéndole sentir su aliento en la cara.

La joven mujer, los ojos desmesuradamente abiertos, dio un paso atrás, frunció la nariz como hacen los blancos cuando advierten un feo olor, y recurrió al marido con la mirada.

Como para los hombres fruncir la nariz significa «no», la interpretación de Papik fue la acertada y se desvaneció su sonrisa. Por lo visto, esta gente no era capaz de echarle una mano a quien se encontraba lejos de su propia mujer. Eso volvía a probar la insensibilidad de los forasteros ocupados días enteros en idear siempre nuevas maneras de humillar y ofender a los hombres. ¿Y por qué? Por envidia. No cabía otra explicación.

Ellos tuvieron suerte de que Papik fuera una persona prudente que se limitó a manifestar su desaprobación sólo poniendo cara de enojo.

Al día siguiente empezó a trabajar en la planta envasadora de merluza, un complejo de vastas salas de vidrio y cemento frente al muelle, perteneciente a una empresa de hombres blancos.

Una cálida corriente marina mantenía ese fiordo todo el año navegable y aun en los inviernos más rígidos los pesqueros de distintos países podían abrirse paso a través de las masas de hielo y descargar directamente en la fábrica sus redadas de merluzas, que después se transformarían en filetes congelados, o disecados como pejepalo, o salados como bacalao, antes de ser expedidos al resto del mundo.

Sólo el director y un par de jefes de sección de la fábrica eran hombres blancos; los operarios en su totalidad eran esquimales. Como muchos de éstos tenían la costumbre de ir de pesca o de caza en vez de concurrir al trabajo, en cuanto recibían el salario semanal, el director tomó a Papik de buen grado ya que tanto Aaghe como el Gobierno garantizaban su asistencia. Pero antes debía afrontar la ducha obligatoria para los recién llegados, y cepillarse con agua y jabón.

Intimidado por el ambiente insólito, Papik se sometió dócilmente a esta nueva afrenta, después de lo cual le hicieron vestir el uniforme de los trabajadores: zuecos de madera para tener secos los pies; medias de lana para mantenerlos calientes, y las primeras prendas de tejido con las que debía tomar contacto, el todo recubierto por una blanca vestimenta completada por una cofia en la que debía desaparecer la enmarañada cabellera ya que los tabúes de los blancos no consentían que pelos untados fuesen a parar en el pescado limpio.

Después fue destinado a una máquina que ocupaba una sala entera y que era estruendosa hasta el extremo de impedir toda conversación. La maquinaria comenzaba su función en un punto elevado, próximo al cielo raso, con un tobogán atendido por dos hombres ubicados sobre una plataforma de hierro.

Uno de los dos era Papik.

Una escalera móvil convoyaba hasta la plataforma una ininterrumpida fila de merluza que los dos hombres debían hacer deslizar cabeza abajo por el tobogán. Desde lo alto Papik veía cómo las metálicas hojas automáticas cortaban cabezas y colas antes de que las merluzas fuesen engullidas por la máquina, que poco después vomitaba del otro extremo, a la izquierda, claros filetes sobre una larga cinta transportadora, mientras que a la derecha una cinta idéntica a ésa recogía los desechos. Cada cinta estaba flanqueada por una hilera de trabajadores, todos vestidos como Papik, los cuales amontonaban los filetes y lo descartado en carritos, impulsados hacia afuera de la sala en medio de un verdadero fragor.

Esto era todo: sin que jamás se produjese el menor cambio.

Poco tiempo después, agotada la curiosidad inicial, la monotonía de los movimientos obligados y del continuo estruendo, produjo en Papik una perturbación que él no supo explicarse, ya que el hastío era otro de los términos que faltaban en su idioma. Empezó a hincarles los colmillos a una que otra merluza antes de hacerlas deslizarse hacia la máquina, no por deseo de alimentarse sino porque el hambre había sido el único malestar conocido por él hasta ese día, y el comer su única cura. Y cuando se sintió saturado de merluza comprobó que el mal persistía, más aún, empeoraba.

Hasta que todas las máquinas se detuvieron y en el repentino silencio su compañero de plataforma le comunicó que era la hora de comer.

En fila, hombres y mujeres entraron en una sala provista de largas mesas y de sillas de madera auténtica cuya perfecta simetría despertó la admiración de Papik. Menos admiró la comida: patatas y croquetas de pescado que una salsa blanca y gomosa disfrazaba, por lo que se sintió complacido de haberse saciado de merluza cruda. Para comer, todos los comensales se servían de las mismas peligrosas armas de metal que Papik había visto usar a Aaghe y a su mujer, y que él tuvo buen cuidado en no adoptar por temor de pincharse la nariz o sacarse un ojo.

Al observar a sus compañeros se dio cuenta de que muchos debían tener en sus venas sangre blanca. Vio pocos dientes gastados por la masticación de las pieles; eran numerosísimos los flojos o faltantes, y la casi totalidad tenía el tinte del tabaco. Ninguna maravilla. Desde el momento en que habían entrado en el refectorio, hombres y mujeres se habían puesto a fumar a plenos pulmones, también entre uno y otro bocado. Los fumadores de pipa recuperaban los restos de tabaco de los cigarros de sus compañeros, y cuando el tabaco se había consumido echaban hacia atrás la cabeza, volvían la pipa en la boca y lentamente comían las cenizas calientes con manifiesto solaz.

A veces Papik se esforzaba por comprender su lenguaje, especialmente cuando recurrían a palabras extranjeras para cosas extranjeras en lugar de usar una circunlocución. Designaban el comedor con el término de los hombres blancos en vez de decir: «el sitio donde la gente come», tal como habría hecho un verdadero hombre.

Pero ello tenía escasa importancia dado que hablaban poco y reían aún menos. En vez de la risa jocosa que con frecuencia retumbaba en toda casa esquimal, aquí reinaba el silencio, interrumpido a lo sumo por un parloteo sumiso.

Un nuevo toque de campanilla mandó a cada uno otra vez a su monótono trabajo, por un tiempo interminable; hasta que un último toque puso fin a la tortura. Cansado y aturdido, Papik se dirigió a la salida y hacia la sonrisa de Aaghe que venía para llevarlo a casa e informarle que su jefe de sección estaba satisfecho de él.

Papik sofocó una risotada; no quería ofender a nadie, pero evidentemente en el Sur la habilidad de introducir peces muertos, cabeza abajo en un tobogán, bastaba para ser estimados y aun elogiados.

Sin embargo, no todo le fue propicio ese día.

Desde que su madre le limpiara el cuerpecito recién nacido lamiéndolo de la cabeza a los pies, la piel de Papik no había estado jamás en contacto con el agua ni había conocido otros detersivos que la grasa animal, la orina o la saliva; de modo que la estregadura con agua caliente y jabón a la que tuvo que someterse por la mañana le provocó esa noche una comezón en todo el cuerpo y el infernal prurito lo mantuvo despierto hasta el día siguiente.

Y él lo soportó con estoicismo, atribuyéndolo a la venganza de los espíritus.

Como había tenido la ventana abierta de par en par toda la noche, el radiador de su habitación, al congelarse, reventó inundando los departamentos de abajo y causando ingentes daños al edificio; después de lo cual Aaghe persuadió al director de la fábrica de la conveniencia de hacerlo dormir en la sección de expedición del bacalao, un lugar refrigerado.

Tampoco allí Papik se encontró a gusto. La temperatura era soportable pero le faltaba aire fresco y el movimiento; o bien un buen sueño invernal. Cada vez que podía dejarse invadir por una larga modorra, el toque de campanilla lo sobresaltaba llamándolo al trabajo, que se veía constreñido a iniciar casi dormido. Ahora la luz diurna no duraba más que una o dos horas cada giro, pero la gente de la ciudad trabajaba y dormía el mismo número de horas tanto en invierno como en verano, despreocupada del ritmo de la naturaleza.

Juntamente con su alegría de vivir, con su júbilo, el hambre estaba abandonando a Papik: alarmante síntoma. Esa era la estación en que la circunferencia de un hombre debía aproximarse a su altura; pero durante la larga estancia en Cabo Miseria a la espera del juez, y después de la nave con rumbo al Sur, y el interminable viaje por mar interrumpido por escalas en varios pequeños puertos, Papik no había conseguido acumular las acostumbradas provisiones de carne y de grasa bajo su piel, por lo cual ahora se sentía triste y desganado.

Él, que siempre había anhelado la compañía humana, empezó a evitarla y a meditar en soledad sobre su infortunado destino.

Aquí a nadie le interesaba saber si él era o no un gran cazador de osos, y Papik sufría la indiferencia general que casi siempre derivaba en desprecio. Y no era que alguien le incriminase el homicidio: todos sabían que se trataba de un accidente casual, debido a un ataque de cólera, y que sólo la víctima era responsable. Pero había quienes no le sabían perdonar su aspecto diferente al de ellos. Algunos tenían el descaro de observar con una sonrisita burlona su larga y vigorosa cabellera, suelta y enmarañada, que jamás había conocido el ultraje del cuchillo ni del peine; en cambio, estos degenerados habitantes de la ciudad se esforzaban por imitar en todo a los hombres blancos, hasta el punto de no comer nunca carne o pescado crudos; sólo a escondidas. Y el domingo muchos de ellos, en vez de ir de caza o de pesca, se dirigían a la iglesia para darse importancia, apretando contra el pecho el Libro de Misa, pese a no saber leer, y teniendo escondidos los talismanes tradicionales por miedo al Predicador blanco, que era una persona irascible y cuyo nefasto poder infundía terror a todos.

Papik hizo otro descubrimiento sorprendente: estos meridionales no sólo admiraban a los hombres blancos sino también fingían ignorar que los hombres polares, sólo ellos, representaban la aristocracia.

Papik se consolaba diciéndose que, en el fondo, no se encontraba en el Sur para ser reverenciado, sino para expiar; y era lo que estaba haciendo.

Cuando después del trabajo caminaba sin rumbo, podía observar a los muchachos y sus estúpidos juegos. En realidad, no era culpa de ellos si no tenían nada serio que hacer. Su mayor diversión, además de hurtarles tabaco a los paseantes y triturar restos de cigarros recogidos del suelo, era romper a pedradas los vidrios de las ventanas sin dejarse sorprender.

La ciudad estaba electrificada, y el continuo zumbido de los grupos electrógenos que transformaban el carburante en kilovatios, era lo que más llamaba la atención: aunque ahora estaba amortiguado por la nieve que había empezado a revestir de un candor uniforme los aguazales, el fango helado y los líquenes.

Las mercancías foráneas expuestas en los escaparates poseían una gran diversidad de ingeniosos mecanismos. Cuanto más complicadas y misteriosas eran, menos interés suscitaban en Papik; él sabía apreciar un simple cuchillo de caza de luciente acero, pero desviaba la vista de todo objeto más intrincado, comprendiendo que se trataba de magia blanca, de la cual, como honesto hombre que era, prefería estar a distancia.

Pero la primera vez que vio medio reno colgado, puesto a secar en el exterior de una casa, se detuvo a observarlo largamente mientras el corazón se le oprimía con el recuerdo de su vida de cazador.

Durante las comidas en el refectorio, un tal Pilutoc logró desvanecer el resentimiento de Papik con el calor de su sonrisa y la revelación de que él también provenía de los hielos del Norte. Había llegado a la conclusión de que para él era preferible vivir en ese centro meridional después de haber perdido en un cataclismo primaveral, mujer, socio, hijo colectivo y traílla; la policía lo había transportado, gravemente herido, en trineo y en barco, para ser curado en un hospital.

Para decir «hospital», Pilutoc no usó el término extranjero; lo expresó a la manera esquimal: «el lugar donde la gente se desviste», venciendo así las últimas reticencias de Papik, que le abrió el corazón.

—Aquí los hombres no son mucho más cordiales que los forasteros —le confió Papik—. No se puede entrar en las casas y comer lo que uno puede encontrar sin ser invitado.

—Hay una razón —contestó Pilutoc, y escupió en su propio plato—. Cada uno está en deuda con los comercios. Cuando la deuda crece los negocios no dan más nada. El dinero sirve también para comprar cerveza en el sitio donde la música es ruidosa. Y allí —añadió Pilutoc sonriendo con malicia— un hombre encuentra ocasión de reír.

—¿Mujeres con marido?

Pilutoc frunció su chata nariz.

—Nada de maridos. No se precisa el permiso de ningún hombre.

Mujeres sin marido representaba siempre un tema interesante, y los compañeros de mesa empezaron a acompañar la conversación con las breves y bruscas risotadas de los hombres.

—Alguien no entiende —dijo Papik—. ¿Los hombres no toman mujer?

—¿Y por qué deberían hacerlo? Ropas y alimentos los compras en los comercios, listos para el uso. En cuanto a las mujeres, no es necesario que tengas una esposa. Tampoco ellas dependen de un marido porque cuentan con su salario, y a quien no trabaja la policía suprema le pasa un sueldo por no hacer nada.

—¿Pero aquí los hombres no quieren hijos?

—¿Hijos? —Pilutoc volvió a escupir en su plato porque allí había un tabú que prohibía escupir en el suelo—. ¿Para qué? Cuando llegamos a viejos la policía suprema nos mantiene. Habrás visto a los ancianos sentados en una banqueta detrás del mercado de pescado. Mientras esperan la muerte, la policía suprema los nutre.

—¿Y qué hace una mujer con los hijos que trae al mundo?

—Si no los quiere, los entrega a la casa donde alimentan a los huérfanos.

—¿Cómo se hace para reír con una mujer sin la mediación de un marido?

—Lo decide ella. Aquí las mujeres son mayoría porque son duras para morir y nadie las mata. Y hasta las más viejas piensan sólo en eso porque no tienen nada que hacer.

—¿Y de qué te sirve una vieja?

Pilutoc rió burlonamente guiñando un ojo a sus compañeros de mesa.

—¿No lo sabes? Aun cuando ya no pueda ablandar las botas, una vieja desdentada te puede satisfacer en ciertas cosas secundarias mucho mejor que una joven con dientes largos.

Los comensales estallaron en carcajadas.

—Has sido astuto al llegar sin mujer —concluyó Pilutoc dándole a Papik una palmada en el muslo—. Cuando nos den la próxima paga alguno te mostrará cómo se encuentran aquí las risas.