VI. Aquel que escucha

EL proceso tuvo lugar en Cabo Miseria, una lengua de tierra perennemente revestida de hielo, proyectada hacia un mar profundo. El capitán del pesquero había desembarcado a Papik para que de él se ocupase la justicia de los hombres blancos. Bajo los rocosos despeñaderos que parecían vivientes por las miríadas de pájaros que allí anidaban, había unas pocas casitas amarillas o marrones de madera prensada, transportadas por los hombres blancos, y algunas chozas indígenas de piedra y tierra, construidas para permanecer en pie durante roda la trayectoria de un breve verano.

Al igual que los habitáculos de los esquimales, las casas de leño que los forasteros llevaban del Sur eran construcciones rudimentarias de un solo recinto, y que tampoco era espacioso. Pero en Cabo Miseria había también un puesto de trueque que además poseía una cocina, orgullo de la patrona blanca, mujer del mercader, aunque nada tenía de moderno más que una hornalla de carbón. Y era precisamente en la cocina donde Boas, el juez viajero, había decidido dar audiencia, ya que la casa de los bomberos donde se celebraran los procesos precedentes había sido arrasada por un incendio meses atrás.

Como la cocina dejaba colar soplos de viento helado, el juez Boas, que era calvo, se había puesto un gorro de marta con una larga cola que colgaba sobre su nuca, y que en su patria se adquiría en las tiendas de juguetes, no obstante lo cual a él le parecía más adecuado a la dignidad de su cargo que el gorro montañés con que había llegado del Sur.

El mayor número de funcionarios que solicitaban ser enviados por algún tiempo a los rigores del Ártico eran aventureros o idealistas, o simplemente desatinados. El juez Boas era un apasionado de la pesca. En cuanto a Aaghe, el joven consejero jurídico a quien le había sido encomendada por oficio la defensa de Papik, era un idealista incorregible.

Un sueño antes, Aaghe se había hecho presente para darle la bienvenida al juez cuando saltó a tierra desde la barcaza que se aventuraba a lo largo de esas costas una vez al año, durante la breve estación en que el mar era navegable. Los dos funcionarios eran huéspedes del traficante Tor, una especie de oso moreno, y de Birgit, su mujer, una especie de osa rubia, que contaban entre los poquísimos residentes de Cabo Miseria. Los dos hombres de leyes se habían cuidado de no discutir el caso para no prejuzgarlo. Habían consumido bastante alcohol, lo suficiente como para terminar llamándose por sus nombres de pila, pero no tanto como para despertar con un tremendo dolor de cabeza y amargamente arrepentidos de haberlo hecho.

En suma, existían todas las premisas que aseguraban la equidad y serenidad del proceso.

En el ártico los procedimientos jurídicos son extremadamente sumarios y la justicia muy indulgente con los indígenas, que el gobierno de los hombres blancos se siente en el deber de proteger.

Estaban presentes en la audiencia el juez Boas, que presidía la mesa de la cocina; el defensor Aaghe; Papik, el imputado; un policía en representación del Ministerio Público; el mercader Tor que oficiaba de intérprete; su mujer Birgit que, para tener su cocina a la vista, solicitó llevar las actas; Viví, por mera curiosidad, y Karipari, el jefe de la traílla, dispuesto a morder a quien intentase separarlo de su ama.

Después que el policía hubo leído en alta voz la acusación según la cual Papik era culpable de un homicidio y de lesiones graves infligidas a otras personas, Aaghe inició así su defensa.

—¡Honorable Boas!, debemos tener presente que nuestro código penal no siempre es aplicable a esta gente…

Aunque le faltase el aire en ese ambiente recalentado por la estufa de carbón, Papik parecía halagado por encontrarse en una posición privilegiada, sentado en el centro de la cocina como un huésped de honor. Tanto él como Viví seguían el incomprensible debate con una sonrisa complacida, curiosos por ver cómo se desarrollaría la ceremonia.

Pese a ser ésas sus primeras armas, Aaghe conocía las trágicas reacciones de esquimales atrapados en la absurda justicia de los hombres blancos, y dando prueba de sagacidad, le había explicado a su patrocinado que al romper esos cráneos había quebrantado uno de los más severos tabúes de los hombres blancos y que ahora debía reparar el daño.

Papik no era hombre de burlarse de tabúes, sobre todo si eran de gentes tan desequilibradas y peligrosas; agradecía la ayuda ofrecida por Aaghe, quien ya le había advertido que debería pasar un tiempo en el extremo sur, cerca de la línea de los primeros árboles, donde le mostrarían cómo se exorcizaba a los espíritus blancos.

Tan hábil y persuasivo había sido el joven abogado, que Papik no veía la hora de encaminarse al Sur.

Para los esquimales sólo el asesinato es criminoso, y su manera de castigarlo es simple y lineal como un cuchillo de nieve: si el culpable no es violentamente matado por los familiares de la víctima, queda excluido para siempre de la comunidad, terrible punición en un territorio donde frecuentemente la supervivencia depende de la solidaridad del prójimo.

Pero un homicidio que es consecuencia de una provocación no es considerado un asesinato; sí, en cambio, un incidente que conviene olvidar cuanto antes. Sólo es asesinato un homicidio intencional, como el cometido para apropiarse de la mujer o de la traílla de otro. Pero ello raramente sucede en una raza que por tradición es gentil y prudente, hasta tal punto de ser la única en el mundo que jamás ha hecho la guerra.

El juez Boas, jurista experto pero recién llegado al Ártico, había sido informado de todo antes de dejar su patria, pero no era del parecer de que usanzas locales empañasen la cristalina limpidez de la ley.

Aunque sabía que un veredicto severo contra un esquimal habría significado su inmediata sustitución antes de poder explorar las posibilidades de la pesca en el país de las sombras largas.

Aaghe continuaba su perorata, casi ignorado por el juez, que intentaba reproducir en el cuaderno de apuntes la maravillosa trucha a pintas que Birgit le había servido de cena la noche anterior. El juez no había ingerido más de un bocado, lo suficiente para que le apareciera sobre la clavícula ese desahogo pruriginoso que la ingestión de pescado jamás dejaba de provocarle. En un mundo cambiante e imprevisible, el juez Boas podía estar seguro de esta reacción alérgica.

Mientras completaba el dibujo de la trucha interrumpiéndolo de tanto en tanto para rascarse la clavícula, el juez se preguntó si tendría aún tiempo para pescar antes de que la barcaza zarpase hacia una aldea más al norte, en donde lo aguardaba un caso capaz de conturbar singularmente a un espíritu jurídico: el de un padre que había asesinado a su propia hija para devorarla. Pero ni siquiera el canibalismo, como todo aquello que está al servicio de la supervivencia, era considerado un crimen entre los esquimales. A la deriva sobre un banco de hielo, la familia estaba muriendo de inanición. Madre, hijo, hija, todos habían ofrecido su propia vida para salvar a los otros, hasta que el padre decidió sacrificar a quien era menos útil. Para no pensar en ello, el juez Boas volvió a prestar atención al joven abogado que en ese momento decía:

—Más cercanos a la condición animal que a la humana, estos hombres han conservado intacto su primitivo modo de vivir que, según se supone, se remonta a más de siete mil años. Si bien a duras penas, lograron sobrevivir en un desierto de hielo que cubre centenas de millares de millas cuadradas, con temperaturas que sobrepasan los sesenta grados Celsius bajo cero; carecen de leyes escritas, sustituyen la religión con la superstición y son, en el fondo, un pueblo débil, vaciado, condenado a extinguirse, prisionero de sistemas antiguos, incapaz de adoptar los nuevos: nuestro deber es ayudarlos.

—¡Dios mío, qué tristeza! —exclamó el juez con voz implorante; él se jactaba de no perder jamás la flema, y a fuerza de adiestramiento había aprendido, en casos de necesidad, a cerrar herméticamente las propias orejas como una foca sumergida.

Y lo que hizo en esa ocasión fue tomar otra vez el bolígrafo e iniciar una nueva obra de arte.

El juez Boas estaba intentando reproducir sobre el papel ese milagro del genio esquimal que es el arpón largo y uno de cuyos ejemplares había admirado en el puesto de trueque de Tor. Se trataba de un instrumento demasiado complejo para recordar en todos sus detalles después de haberlo visto una sola vez y, por consiguiente, el dibujo resultó un desastre; pero cumplió el prefijado objetivo de distraer al artista y permitirle conservar la calma. Hasta que se sintió apostrofado por Aaghe:

—¡Boas! ¿Vuestra Honorabilidad está siguiendo el discurso de la Defensa?

—¡Sigo, sigo! —respondió el juez resentidísimo por no haberlo hecho.

—Gracias, Honorable Boas. Como ve, sólo comunicarse con esta gente es un obstáculo casi insalvable ya que su lengua no se asemeja a ningún habla del mundo. Carecen de muchas palabras de las que no podremos prescindir. Hasta les faltan los improperios, a tal extremo que deben recurrir a los nuestros si quieren blasfemar. Y no tienen una sola palabra para decir robar. ¿No es verdad, Tor?

—Dicen tomar —aprobó Tor.

—Tampoco tienen el equivalente de culpable y de inocente.

—No me diga.

El juez no parecía impresionado y Aaghe empezó a indisponerse.

—Pese a que su lengua es tan complicada que la palabra «hombre» por ejemplo, tiene un millar de formas distintas, según el sentido que se le da al usarla, carece de un término para dios, ¡y menos aún para juez! —anunció con maligno regocijo.

—¿Y entonces cómo se me define?

—Usted viene a ser, según la traducción, Aquel Que Escucha —dijo Aaghe.

—¿Y usted?

—Yo soy Aquel Que Habla.

—¡Aplaudo!

En ese instante un estruendo proveniente de los pantalones de oso de Viví, los sobresaltó a todos y desencadenó los ladridos de Karipari: consecuencia del plato de legumbres envasadas que le dieron de comer y que representó una grave ofensa para un estómago exclusivamente carnívoro. Como era una verdadera señora, Viví enrojeció de vergüenza y se cubrió la cara con las manos. Papik, en cambio, festejó el disparo de su mujer con tales carcajadas que ni siquiera el juez consiguió permanecer serio.

—En ciertas regiones —continuó diciendo Aaghe en cuanto el juez hubo terminado otro dibujo y se dispuso a escucharlo— hemos prohibido a los esquimales matar más de tres focas por cabeza, o directamente cazarlas en ciertas estaciones, si bien toda su economía se basa en las focas. Esto puede explicar cómo el estrago de focas hecho por nuestros cazadores haya causado un estado de confusión en el espíritu de nuestro imputado hasta el punto de perder las luces de la razón y caer presa de un rapto, precisamente, del frenesí bien conocido en el mundo médico con el término de histerismo ártico, que lo impulsó a intervenir contra aquellos que según él contravenían la ley. ¡Honorable! ¡Yo adelanto la hipótesis de que mi defendido se sintió en el deber de reemplazar a la policía para hacer respetar las leyes de nuestra patria! ¿Cómo podía suponer que nosotros permitamos a nuestros cazadores masacrar doscientas cincuenta mil focas cada primavera? ¿Y que otras naciones autorizan masacres aún más ingentes, con métodos todavía más crueles que los nuestros?

Aaghe se refrescó la garganta con un trago de leche condensada en la que se había derretido un trozo de hielo, y prosiguió:

—En otras palabras, mi patrocinado actuó por un irresistible impulso que lo privó de entendimiento y voluntad, en cuyo caso la ley prevé la absolución. En el supuesto que la Corte no quisiera aceptar mi tesis, propongo que le sea reconocido el derecho a su legítima defensa.

—¿Legítima defensa? Escuchemos.

—En cuanto se opuso a participar del estrago, el imputado fue agredido por algunos cazadores y se consideró en peligro.

—¡Por fin plantea el caso, mi joven amigo! ¡Prosiga!

—¡Gracias, Honorable Boas! —Conmovido por el inesperado estímulo, Aaghe continuó con renovado fervor—: En caso de que la Corte no quisiera admitir la legítima defensa, que reconozca por lo menos que no era intención del imputado matar a su desdichada víctima; sólo darle una buena lección como a los otros dos cazadores que se están reponiendo rápidamente de las fracturas sufridas. Y si, contra toda lógica, no lo hiciere, si la Corte insistiese en considerar a mi cliente responsable de homicidio intencional, entonces debería aplicarle la pena mínima ya que para esta gente cualquier permanencia en la cárcel significa una condena a muerte.

—No entiendo —dijo el juez Boas con aire preocupado—. Explíquese.

—¡Honorable! Jamás un esquimal ha sobrevivido en ninguna de nuestras ciudades y menos aún en una prisión.

—Pero ésta no es una argumentación jurídica, amigo mío —afirmó el Juez en tono de dulce reproche.

—De acuerdo. Pero debemos tenerla en cuenta.

—Prosiga y concluya. ¡Por el amor del cielo!

—Ciertamente, Boas. Para terminar, no nos remitiremos a la clemencia de la Corte, la cual debería apreciar que admitiendo el hecho y, por lo tanto, renunciando a ser juzgado por un jurado, mi patrocinado ahorra a los contribuyentes una suma no desdeñable. En efecto, encontrar y reunir a los testigos es siempre una empresa costosísima y con frecuencia imposible en estas regiones.

—¿Por qué?

—Por lo común están dispersos por todo el Ártico, a bordo de algún pesquero o cazando focas en otro banco de hielo.

El juez Boas alzó vivamente la cabeza.

—¿Qué ha dicho? ¿Otro banco de hielo? ¿No se habrá consumado sobre un banco de hielo el homicidio?

—Sí. Así fue.

—¿Sobre un témpano errante?

—Precisamente.

—Usted esto no lo había especificado aún, Aaghe, mi joven amigo —dijo el juez, perplejo.

—Creí que lo sabía. Estoy seguro de que está especificado en el informe.

El juez se puso a hojear nerviosamente el delgado fajo de papeles que tenía sobre la mesa.

—Aquí sólo figura la declaración del capitán del pesquero, hecha verbalmente a la policía. Por eso pensé que el homicidio hubiese tenido lugar a bordo de su nave.

—Ha ocurrido en el transcurso de una masacre de focas, Boas. Y las focas se aglomeran en el mar o sobre el hielo o sobre las playas, pero nunca, y lo repito: nunca, a bordo de un pesquero —puntualizó Aaghe con irónica cortesía.

El juez se sonrojó y ordenó bruscamente:

—¡Mostradme dónde ha sucedido!

—Aproximadamente aquí —dijo el policía sacudiéndole el polvo al mapa.

—¡La Corte no admite aproximaciones: quiere ver el punto exacto!

—¡Pero Boas! —protestó Aaghe—. Es imposible establecer la posición precisa de un banco errante.

—El incidente ha ocurrido a centenares de millas de la tierra firme —añadió el policía.

El juez arrojó de la mesa su bolígrafo con un gesto de ira e hizo prodigiosos esfuerzos por aparecer tranquilo.

—Jovencito, usted le ha hecho perder un tiempo precioso a esta Corte.

—No entiendo.

—¡Es natural! El incidente, entonces, habría acaecido en alta mar, pero no a bordo de una nave ni de un aparato aéreo; en cambio, sí, sobre un banco de hielo que no enarbola ninguna bandera ni pertenecía a nación alguna, e iba a la deriva por aguas extraterritoriales. ¿Exacto?

—Exacto.

—¿Entiende usted el significado jurídico del término extraterritorial? Ningún tribunal del mundo tiene jurisdicción sobre lo cometido en aguas extraterritoriales, por un individuo sin nacionalidad, nacido quién sabe dónde, sobre el casquete ártico. Por lo tanto éste no debió haber sido incriminado. Y esta Corte se declara incompetente porque esto no incumbe a su jurisdicción.

—Es que… es que… —Aaghe balbucía confuso.

—No hay opción, ilustre señor. Y visto que su patrocinado tuvo la desgracia de que le tocara un defensor como usted, yo ordeno su inmediata libertad.

Aaghe estaba ruborizado mientras los otros se miraban perplejos. También Papik y Viví intuían que las cosas no respondían a lo previsible.

—¡Yo impugno la decisión de la Corte! —exclamó Aaghe en cuanto recobró el habla.

—Es lícito reclamar —informó el juez Boas con voz dulce e insinuante, alargando el cuello—. ¿Usted qué querría impugnar si la Corte pone en libertad a su patrocinado?

—Yo… ¡yo impugno la razón! —refunfuñó Aaghe—. Porque ofende mi decoro profesional.

—¡Después de esto usted no tiene más decoro profesional, amigo mío! —estalló el juez cada vez más irritado.

—Le recuerdo —insinuó Aaghe contraatacando— que no he sido yo quien sometió a juicio a este hombre sino el Estado.

—Y a mi vez permítame recordarle que el sometimiento a juicio es automático para un reo confeso de homicidio. La audiencia está cerrada.

El juez se levantó bruscamente y se puso a recoger papeles de la mesa.

Aaghe se encaró con él, jadeante:

—Si usted es tan eficiente, ¿por qué no profundizó el caso desde el comienzo, como era su deber?

El juez se tiñó de carmín, perdió de golpe su compostura y gritó:

—¡Cierre el pico! ¡He dicho que la audiencia ha concluido!

—Pero ¿no se avergüenza de echar a los demás la culpa para disfrazar su propia incapacidad?

El juez se movió como un pez.

—¿Incapacidad? ¡Lo haré borrar del Registro si no se traga inmediatamente sus palabras! ¡Usted está enfermo!

—¡Enfermo está usted si piensa que yo me voy a tragar mis palabras, Boas!

—¡Usted es un deficiente! Y no se permita llamarme Boas. ¡Para usted soy todavía el juez!

—No cuando la audiencia está cerrada.

Papik tiró de la manga a su defensor pero Aaghe lo repelió y siguió cambiando pareceres con el magistrado. Entonces Papik se agarró al brazo de Tor y le preguntó:

—¿Vamos de viaje al Sur?

—Nada de viaje al Sur —respondió Tor.

—¿Nada de viaje? —se indignó Papik.

—¡Nos lo habían prometido! —le recordó Viví—. Nada de viaje.

Papik había sido paciente aunque a fuerza de fatiga, y cortés, como era su costumbre. Pero lo que es excesivo, es excesivo. Los dos forasteros, inclinados sobre la mesa, persistían en su intercambio de opiniones sin ocuparse de los huéspedes. A Papik le disgustaba hacerlo, pero alguien debía darles una lección de buena educación, para bien de ellos mismos. Entonces aferró a Aquel Que Habla por el cuello de su chaquetón y a Aquel Que Escucha por la espalda y entrechocó sus cráneos hasta hacerlos retumbar.

—¡Sacadme a este animal de encima de mis cabellos! —gritó el juez olvidando que era calvo.

Los demás se habían levantado exhortando a todos a la calma y a la vez contribuyendo al desorden; incluido Karipari. Hasta ese momento, el comportamiento del jefe de la traílla había sido ejemplar. Pero viendo que su amo la emprendía contra dos extraños los agredió sangrándolos a ambos, no obstante sus dientes despuntados. No era culpa suya si los hombres blancos tenían nalgas de manteca y no llevaban pantalones a prueba de colmillos.

Finalmente el policía se acordó que le incumbía a él mantener el orden, para lo cual sacó la pistola e hizo algunos disparos al cielo raso, a modo de advertencia. Papik, asustado, soltó la presa.

Los gemidos de los forasteros mordidos restablecieron la calma, interrumpida sólo por los rezongos de Karipari y las voces estrepitosas de Viví, que le ordenaba silencio.

Las heridas no eran graves pero sí dolorosas, especialmente para el juez que debía renunciar a sus proyectos de pesca por tiempo indeterminado. Y se vengó en el acto condenando a Papik a ocho meses de trabajos forzados por agresión y lesiones a un funcionario público.

Y lo confió a la custodia de su patrocinante con el propósito de que Aaghe no lo pasara sin problemas.