YA habían terminado de devorar el trineo y estaban tratando de orientarse en una región que cada año cambia, cuando avistaron un buque.
Era una embarcación de hombres blancos que avanzaba con decisión a lo largo de la costa. Desde la cubierta alguien hizo una señal con los brazos, y la pareja, halagada y conmovida, respondió con alegría al saludo. Entonces el barco ancló, se puso en el agua una chalupa y desembarcaron tres hombres blancos.
Uno de ellos, un muchachón rubio que hablaba a duras penas la lengua de los hombres, sin perder tiempo en reverencias y ceremonias le informó a Papik que uno de sus angakok que volaba por el cielo había divisado un banco de focas, y ahora él y sus compañeros querían proveerse de la mayor cantidad posible de pieles, por lo cual estaban dispuestos a recompensar a quien quisiese prestarles ayuda. Encontrar brazos válidos significó siempre el gran problema en el inconmensurable desierto del Ártico.
Viví recordaba los relatos de su padre: cómo en cada estación llegaban del Sur los balleneros trayendo a bordo diablos velludos que invitaban a los hombres a salir al mar con ellos, y cómo los desmayaban con agua de fuego y azotándolos; y cuando los hombres se despertaban sintiendo que la cabeza les dolía, ya estaban en alta mar. Sólo así los balleneros lograban que su tripulación se completara para las peligrosas pescas del Norte.
Tiempos pasados; también transcurridos para casi todas las ballenas.
Ahora los ayudantes que buscaban los forasteros eran, sobre todo, para la caza de la foca. Los tres que abordaron a Papik no lo desvanecieron a palos. Es que ahora el uso de la violencia contra los esquimales resultaba tabú. En cambio, le prometieron focas y regalos, dispuestos a llevar a bordo también a Viví e inclusive a los perros; porque sabían que la traílla y la mujer son las únicas riquezas de un hombre.
Papik aceptó. Pero no con los ojos puestos en la recompensa. Todo lo contrario. Le complacía poder enseñar a los forasteros cómo se cazan las focas.
En el pasado, toda vez que se había aventurado en el Sur traicionero e imprevisible, Papik había tenido motivos de arrepentimiento; asimismo esta vez los tendría. Al parecer, el mundo entero, fuera de los hielos polares, estaba infestado de forasteros que no sabían vivir y se comportaban de manera extravagante.
Era la primera vez que Papik navegaba, no en un banco de hielo sino en una chalupa de madera; y no tardó en descubrir que había algo de avieso en esa manera de viajar, además del peligro de terminar ahogados. El océano, constelado de hielos fluctuantes, estaba agitado y la chalupa se columpiaba; bien pronto Papik fue presa de un atroz mal de mar, con el agravante de tener que ocultar su estado por razones de orgullo.
Sin contar con la humillación que para él significaba ver que Viví, tan sólo una mujer, no daba muestras de ningún malestar.
Pese a mantenerse sentado en la banqueta de la chalupa, tan derecho como si estuviese empalado, la mirada fija, los tres hombres blancos advirtieron su estado y lo encontraron irresistiblemente cómico; y Viví, por cortesía, se unió a sus carcajadas.
Papik era el único en no encontrar ningún motivo de risa.
El muchachón rubio que sabía hablar su lengua le había dicho que se sentiría mejor en cuanto pasara de la chalupa a la nave; pero se equivocaba por demás; el pesquero era veloz, por lo cual cabeceaba sensiblemente no obstante su mayor porte; el olor nauseabundo de las máquinas hizo lo demás.
Por fin Papik prefirió perder la dignidad: se tendió a lo largo sobre la cubierta, cerró los ojos y se puso a gemir.
Aunque no se tratase más que de una modesta, sucia embarcación, el pesquero debía parecer un islote cargado de maravillas a quien no había conocido morada más lujosa que un iglú. En efecto, Viví inspeccionaba con gran curiosidad las telarañas, los escarabajos, seguida de su Karipari y guiada por el capitán, que recibió del perro un mordisco solemne en cuanto apoyó una mano sobre el hombro de su ama.
Papik, jadeante, permanecía indiferente a todo. No le importaba saber cuántos hombres había a bordo; tampoco hubiera podido contarlos; sólo podía llegar a veinte recurriendo a los dedos de las manos y de los pies, y a bordo tal vez había una media docena más, todos hombres blancos.
Ansiaba una sola cosa: llegar al banco prometido y no abandonarlo hasta alcanzar tierra firme o hasta su hundimiento.
Quien necesitaba datos precisos para orientarse ya ha calculado que los bancos de hielo que se desprenden en la época estival del casquete polar o de la costra marina, llegan a medir más de ochocientos kilómetros de largo. El banco al cual iba dirigido el pesquero no era de los más grandes; todo lo contrario. Pero tenía una ventaja: no obstante ser blanco era negro: estaba atestado de una masa de focas que desbordaba sus límites.
Su luciente negrura aparecía salpicada por el blancor de los recién nacidos.
Millares de focas preñadas se habían reunido sobre aquel banco para parir sus crías y amamantarlas hasta que, perdido el cándido vello lanoso con que habían venido al mundo, aprendiesen a nadar.
El período del parto coincide con la rotura de los hielos —también por esto los hombres respetan la inteligencia de las focas— y cuando sienten aproximarse el momento, las del Norte que están gestando nadan bajo el casquete ártico hacia el sur y se hacinan sobre los témpanos que van a la deriva en alta mar, convirtiéndolos en maternidades flotantes, para tener a sus cachorros a salvo de los osos.
Pero las focas también tienen enemigos de los que no saben cómo protegerse.
Después de haber desembarcado todos sobre el banco de hielo, menos dos hombres de la tripulación y Viví que permaneció escondida bajo cubierta, ya que las focas se avergüenzan de ser vistas por una mujer cuando las van a matar, el buque se colocó en la estela del banco que navegaba veloz bajo el cielo encapotado, impulsado por el viento del septentrión.
Papik no sabía de qué modo los hombres blancos llevarían a cabo la caza. Cada una de sus curiosidades naufragaba en la náusea del mal de mar. En el momento de desembarcar, el muchachón rubio le entregó un garrote de encina igual al que armaba a los otros, y le gritó algo. Todavía ensordecido, Papik permaneció quieto, mirando.
Los palos en alto y dando alaridos como una horda conquistadora, los cazadores blancos penetraron en el rebaño de focas, acogidos por un concierto de gritos roncos y se lanzaron sobre los blancos cachorros que de negro sólo tenían el hocico luciente y los grandes ojos desorbitados por el pánico.
No contando por naturaleza con otra defensa que la huida, la mayoría de las madres, saltando sobre sus aletas, alcanzaron la orilla y se zambulleron en el mar. Las pocas que intentaron oponer a los invasores el peso de sus propios cuerpos se desplomaron súbitamente bajo los garrotazos.
Viéndose a merced de los monstruos desconocidos, los pequeños enloquecieron: emitían agudísimos balidos buscando la manera de escapar. Pero el hospicio de maternidad se había vuelto un matadero sin salida. Cada cazador aferraba de una aleta al cachorro más próximo, le destrozaba el cráneo con el garrote, le daba vuelta y le apuñalaba la garganta; después de lo cual, con rápidos tajos de su afiladísima cuchilla, lo despojaba de su pielcita blanca y de la grasa que guardaba debajo.
Algunos pequeños que habían conseguido sustraerse a la caza después de las primeras matanzas, corrían a ciegas dando vueltas, agitando las aletas, los grandes ojos salidos de sus órbitas y cubiertos de sangre. Otros, en cambio, se ponían frente al agresor, inmovilizados, mirándolo con ojos implorantes; pero ese acto instintivo de sumisión que tantas veces obtiene la gracia en el mundo animal, con los seres humanos no daba otro fruto que el de una muerte más rápida.
Inundado por la masacre, el témpano parecía una paleta cubierta de manchas escarlatas entre cuerpecitos grotescamente despellejados, algunos de los cuales aún se movían y, no obstante el viento, el aire se llenaba del olor de la sangre y de la carne fresca.
Papik observaba estupefacto. Comprendía por qué cada cazador se había pintado el rostro con la sangre de la primera víctima: para protegerse del viento cortante. Lo que no lograba explicarse era la razón de semejante estrago. Para él la caza era vida, hasta tal punto que no sabía si cazaba para vivir o si vivía para cazar. A él le significaba luz y calor, ropas y alimento. Esta, en cambio, era la primera caza que no le proporcionaba regocijo y cuya finalidad no conseguía comprender.
Las focas, animales inofensivos, de índole dulce y generosa, aman a los hombres; los nutren y les aseguran calor, los proveen de vestimenta y también de instrumentos. No asombra, por lo tanto, que los hombres a su vez amen a las focas, y no las maten más de lo necesario. Y a veces se llevan a su casa algún cachorro huérfano, ya que la foca es el más afectuoso, alegre y gracioso animal doméstico; y lo retienen hasta que es capaz de nadar.
Otra cosa que Papik no entendía era por qué bajo las máscaras de sangre las caras de los cazadores aparecían distorsionadas, como alteradas por un sentimiento de rencor. Debido a que conocía bien sólo a sus semejantes, todos orgullosos de la pobreza que les permitía ser libres —ningún hombre posee tres puntas de arpón: a lo sumo dos por si una se pierde—, Papik no estaba familiarizado con lo opuesto, es decir, con la sed de posesión y la avidez de dinero.
En la prisa algunos cazadores olvidaban rematar a sus pequeñas víctimas y algunas volvían en sí, ya desolladas, y nuevamente se ponían a saltar —montoncitos de carne rosa perlada de sangre— emitiendo gritos estridentes, hasta caer abatidas sobre el hielo, casi sin respirar, o bien se tumbaban en el agua gélida y salada.
Mientras tanto muchas madres, repuestas del desvanecimiento inicial, volvían al banco en busca de sus crías. Las reconocían aun así, peladas, ya que sus hocicos estaban intactos, las besaban lloriqueando desesperadamente, o bien ofrecían a los cadáveres su leche con la esperanza de resucitarlos.
Pero también ellas terminaban masacradas.
Mientras Papik seguía de pie, inmóvil, en la orilla del témpano, un codazo le cortó el aliento, y se vio ante el muchachón rubio y otro cazador que sacudiendo los garrotes le decían con voz silbante:
—¡Mata!
Y como Papik les fijaba la vista conturbado, el rubio le dio un puñetazo en el estómago y el otro un empellón que lo hizo resbalar y caer.
Ni siquiera una piel esquimal se burla de una caída en el hielo, que es la más dura de todas las caídas.
Papik se incorporó de un salto, presa de la furia ciega que en ocasiones invade aun al más apacible de los hombres; y Papik no era el más apacible. Rechinó los dientes, le tembló la mandíbula como cuando en primavera avistaba la primera pieza, y mientras los dos hombres blancos repetían:
—¡Mata! ¡Mata! —alzó el garrote y lo dejó caer sobre la cabeza del rubio que se desmayó como una foca. Después golpeó también a su compañero, antes de abalanzarse sobre los otros. Pero ya no se daba cuenta.
Se enteró en vísperas del proceso.