IV. La comida

HAY varias maneras de matar un oso y los hombres las conocen casi todas; pero jamás saben quién vencerá porque con sus armas de leño y hueso, de sílice y marfil, para abatir a la presa deben acercársele hasta poder mirarla a los ojos.

El oso blanco es superior al hombre por diversos motivos: sabe caminar a dos patas como el hombre pero también a cuatro, cosa que el hombre no puede hacer; es más fuerte y resistente que él; soporta el frío polar y la tormenta de nieve aun careciendo de cobijo; puede nadar en aguas gélidas. Y trepar a las masas de hielo resbaladizo. El hombre tiene una sola ventaja importante sobre el oso y no es su inteligencia: son los diez dedos de sus manos.

Ni siquiera golpeándolo con la lanza a través de la pared cuando el oso llama a la puerta de la casa del hombre, éste puede estar seguro de abatirlo, ya que el animal no siempre le hace el juego: a veces no se coloca en el punto justo y si se siente herido puede enfurecerse y destruir el iglú emprendiéndola a zarpazos y patadas.

Los osos que habían respondido a la llamada de Ammaladok no tuvieron necesidad de arrasar el iglú ya que de ello se encargó Papik mismo: en su impaciencia por salir desfondó la pared con un golpe de su cabeza que provocó el derrumbe de la cúpula sobre sí mismo, e irrumpió a cielo abierto con un palmo de nieve sobre la cabeza, vestido sólo con su lanza, y gritando desaforadamente para darse coraje.

Delante del iglú, la superficie llameante por el sol apenas asomado se había vuelto un campo de batalla a causa de la traílla de Papik y cuatro osos blancos, uno todavía cachorro.

Algunos perros habían despedazado las trabas. Dos ya estaban fuera de combate, entre ellos Toctú, el jefe. Pese a que una de sus patas delanteras aún estaba inmovilizada en el collar, había roto la correa de retención y atacado a los agresores. Ahora yacía sobre uno de sus flancos con un muslo desgarrado: un blancor de hueso aplastado en un terciopelo rojo. Ya agonizante, tuvo fuerzas para gruñir a los osos mostrándoles sus colmillos deshechos, y para festejar la llegada del amo moviendo débilmente la cola.

Los osos estaban tan hambrientos después del largo invierno que habían olvidado su natural desconfianza al hombre. El macho más próximo se irguió sobre sus patas traseras y, dominante, se dispuso a agarrar a Papik; pero quedó fulminado por la lanza que le penetró el cerebro a través de las fauces humeantes y del paladar, y Papik a duras penas consiguió eludir la tonelada de carne que se le venía encima y que con su caída hizo temblar el hielo.

Esta primera acción fue rápida y arriesgada. Si el golpe de Papik hubiese fallado, vencedor y vencido habrían cambiado sus papeles. Mientras tanto, otro macho luchaba con algunos perros que se le habían prendido a la piel. Sin dejar de gañir intentaba herirlos con las garras, pero hasta los perros ya lastimados seguían mordiéndolo. Sus dientes quebrados no conseguían agujerear el duro cuero del oso pero obstaculizaban sus movimientos, y Papik no tuvo dificultad en traspasarlo con su arma, adelantándose una vez más a Ammaladok que lo había seguido empuñando su hacha.

En ese momento la hembra se desprendió de Karipari que la tenía ocupada en singular contienda y optó por irse. Pero el osito, que había tomado la batalla por un juego y retozaba regocijado entre caídos y matadores, no la siguió. Entonces la madre volvió a la carrera sobre sus propios pasos y con la mano le dio un ligero golpe en la cabeza.

Después de lo cual madre e hijo se alejaron juntos.

Lo primero que hicieron los dos hombres fue beber directamente de una arteria la escaldada sangre de sus presas, y después succionaron los cerebros a través de un agujero practicado en la base del cráneo. Extrajeron un hígado humeante y devoraron una buena porción antes de emprenderla con los jamones. Cuanto más comían más aumentaba el apetito. Tuvieron la confirmación de que los osos habían sido reducidos a un estado famélico porque sus intestinos contenían líquenes, ínfimas materias vegetales.

Durante las vueltas de sol que siguieron faltó tiempo para reparar el iglú. Viví, que todavía perdía sangre, estaba demasiado débil para trabajar, y los otros tres estaban ocupados en comer y reír, en comer y evocar los pormenores de lo que había ocurrido, en comer y alimentar a los perros, en comer y curtir las pieles, en comer y conservar la carne.

Los nómadas deben viajar livianos, con pocas provisiones, y Papik aprovechaba para almacenar la mayor cantidad de carne a través de su estómago; por eso se atestaba de comida todo lo que podía y se observaba el vientre, hinchado como un balón. Cuando ya no era capaz de tenerse en pie se tendía boca arriba y Egurk le hacía tragar bocaditos ya gustados y los dejaba caer entre sus mandíbulas totalmente abiertas hasta el extremo de que le salieran por la nariz. Sólo entonces se aquietaba su hambre y le permitía adormecerse antes de comenzar de nuevo.

Ammaladok no le iba en zaga, y asimismo Egurk cuando les llegaba el turno a las mujeres. En cuanto a Viví, debía hacer un esfuerzo para ingerir algún bocado.

A la traílla, en cambio, se le dio poco de comer, como siempre. De esa manera los hombres polares habían logrado obtener una raza de perros sólo poco menos vigorosos que los del Sur, de menor corpulencia y, por lo mismo, menos necesitados de alimento.

Para reemplazar a Toctú, Papik eligió a Karipari, atrevida decisión que, no obstante, debía dar sus frutos.

Ante todo, era preciso despertar el amor propio del más maltratado miembro de la traílla, y para eso fue admitido en el cubrecama de Viví, entre los misteriosos efluvios de los amos; tuvo gustosos bocados; probó por primera vez las caricias de una mano sobre el hocico en vez de los golpes de un palo sobre los riñones; y se sintió apostrofar no con gritos que le hacían erizar el pelo sino con humildes acentos que le hacían estremecer el corazón.

Hasta que el rebelde se convirtió en aliado.

El nuevo jefe de traílla no necesitaba instrucciones: conocía sus deberes. En cuanto sus compañeros reñían, Karipari intervenía con autoridad, y uno que se había puesto a roer a escondidas el trineo fue agredido por él con tanto ímpetu que le costó media oreja.

Después de haber ayudado a los dueños de casa a levantar un nuevo iglú, Papik y Viví se marcharon sin despedirse porque donde la compañía es rara las separaciones son penosas y es preferible ignorarlas. Cuando el trineo estuvo listo para partir, ya Ammaladok y Egurk les habían vuelto la espalda fingiendo abocarse a urgentísimas tareas.

Papik había mortificado a Ammaladok dejándole toda la carne sobrante, no así las dos pieles, que no les hacían falta. Ammaladok se había vengado regalándole sus dos únicos cachorros para reemplazar a los perros que los osos habían matado.

Mientras dejaban esos lugares. Viví dijo:

—Egurk afirma que éste podría ser su último iglú.

—No es imposible —rió Papik haciendo silbar el látigo de mango corto y la larguísima correa.

Avanzaban por un imperio de hielo sobre el cual el sol no se ponía jamás. La esfera roja de la primavera se había desangrado en su esfuerzo por izarse en la cima del mundo; ahora de continuo circulaba sobre el horizonte, lívida y cansada; levantándose un poco en medio de cada vuelta, bajando levemente hacia el lado opuesto, y arrojando sombras giratorias, largas y pálidas porque los rayos ahora eran bajos y débiles. Pero la presencia ininterrumpida del sol y la reverberación del hielo producían temperaturas tan elevadas que a veces la costra marina soltaba vapores que velaban el cielo y revestían de leve niebla los islotes cónicos y los iceberg aprisionados en el Océano Glacial; y provocaban también las primeras nevadas.

A medida que descendían de la cima del mundo, la costra helada reducía su espesor, volviéndose siempre más frágil. Se tornaban más frecuentes las sorpresivas hendiduras en las que irrumpía el agua abajo yacente, y una vez Karipari, solo, eludiendo bruscamente una, evitó que el convoy entero fuese engullido. Ya se respiraba un aire estival, el olor salobre del mar y también la fragancia dulce de la vegetación lejana.

Avanzaron sin contar las vueltas del sol, no encontrando ningún ser humano y avistando escasísima fauna, sólo a distancia.

Debido a la ininterrumpida exposición a la luz del día, su piel no tardó en perder la palidez amarillenta del invierno y a retomar el cobre quemado del verano. Y como era siempre de día no dormían casi nunca, sólo breves instantes, cuando no había otra cosa mejor que hacer. Habían acumulado provisiones de sueño suficientes para todo el verano. Ahora debían absorber carne y sol para poder vivir el próximo invierno.

Cuando los perros se cansaban de tirar, Papik aprovechaba la parada rara helar los patines de hueso del trineo o para pescar. Desde que la luz filtraba a través de la costra marina, los peces habían despertado e, impacientes por hacerse ensartar, afloraban en los agujeros que Papik abría a propósito para ellos, por lo común truchas iridiscentes con el vientre sanguinolento o salmones color sol con el dorso manchado.

Más agradable que todos los peces fue la foca que Papik logró obtener haciéndole la corte. La sangre aceitosa y la carne bermeja devorada entre tajadas de grasa hicieron el milagro de reponer a Viví hasta tal punto que ya podía transportar pesos, raspar cueros y masticar botas, Aunque ni la herida de su cuerpo ni la de su corazón estuviesen completamente cicatrizadas.

Antes de que llegasen a la costa, el fuerte viento o quizás una tempestad submarina, arrancó del casquete polar la superficie sobre la que viajaban, y durante un par de giros del sol se encontraron flotando a la deriva en el océano sobre un banco de hielo más pequeño que una isla y que una borrasca hubiera podido poner al revés o mandar a morir en los mares cálidos. Hasta que por fin arribaron a tierra firme donde la vegetación enana empezaba a despuntar apenas en la nieve semidisuelta, y donde los glaciares que formaban estrías en torno de los montes negros y rocosos parían los primeros iceberg de la estación volcándolos al mar líquido con un inmenso fragor cuyo eco la costa multiplicaba infinitamente.

Y fue allí donde se encontraron con lo imprevisto.