III. El huésped

ALGÚN espíritu maligno lo estaba persiguiendo. No cabía duda. Acaso el fantasma de la suegra arrojada por él al mar. Naturalmente, Papik había actuado impulsado por la bondad de su alma, es decir, el suyo había sido un acto de eutanasia aprobado por todos; pero los espíritus de los beneficiados no siempre se mostraban agradecidos.

Debido a que Viví permaneció apática, acostada en el trineo durante casi todo el trayecto, sin hablar, sin sonreír, sin lamentarse, manando sangre, Papik diagnosticó fatiga de útero y pronosticó un rápido restablecimiento en cuanto ella pudiese alimentarse lo suficiente.

La costra marina se había reducido; ya no se hubiese podido sepultar a un hombre erguido sobre sus pies, como en invierno, sino tendido; en una de las paradas necesarias para hacer descansar a los perros, Papik, que había cortado el hielo con la quijada de un tiburón, se puso a pescar.

O, por lo menos, lo intentaba.

Con la nariz aplastada desfloraba esa agua de tal manera penetrada de prepotencia, sobre el agujero que había hecho y después de haber sacado los pedazos de hielo roto. Las nalgas vueltas al cielo, Papik agitaba con una mano un pececillo suspendido en un tendón, que le servía de anzuelo, mientras con la otra estaba preparado a golpear con el tridente, pero en vano había esperado a que apareciese algún pez en la superficie, si bien aquel era el mejor momento, con poca luz y nada de sol.

Estaba decidido a no marcharse con las manos vacías, a riesgo de convertirse en estatua de hielo, cuando su sutil olfato advirtió una ráfaga de grasa asada, lejana pero indudable. También los perros la habían husmeado y se habían puesto a ladrar en dirección de donde provenía.

«¡Hay alguien!»

Papik brincó exultante, dio a la traílla la orden de partir, y corrió tras el trineo con sus pasos de ánsar, empujándolo de los soportes.

Los perros no tenían necesidad de fusta ni de otra conducción que la impartida por su propio olfato, que los llevó en una carrera jadeante pero alegrada por la más optimista expectativa, hasta una pequeña cúpula nevada erigida sobre una cresta de hielo. Aunque ningún perro diese la bienvenida a los viajeros, el iglú estaba habitado: un hilo de humo, en vías de desvanecerse, se alzaba del agujero de ventilación. Se detuvieron a cierta distancia para observar esa evidencia de vida con el corazón alborotado. No habían visto otros seres humanos desde el verano pasado, cuando habían encontrado casualmente un trineo con nómadas necillik.

Donde la compañía humana es rara y, por lo tanto, preciosa, los acercamientos son prudentes. Haciendo un esfuerzo, Viví se aseguró, ante todo, que Papik estuviese presentable. Después soltó su pelo lacio y luciente, lo peinó con una espina dorsal de salmón y lo recogió sobre su cabeza sujetándolo con espinas de pescado, componiendo el peinado que más gusta a la mujer polar, en forma de torre que oscila si ella se mueve.

Cuando su aspecto no dejó nada que desear, avanzaron por el túnel y se hicieron anunciar por un concierto de ladridos. Sujeto a la pared exterior del iglú vieron un cebo de foca disecada.

Una cara arrugada con dientes salientes apareció en el orificio bajo el nivel del hielo y examinó a los recién llegados con ojitos de brasa que se movían furtivamente bajo el pliegue mongólico. Después, lo que quedaba del hombre se arrastró hacia afuera y se levantó, sacudiéndose la nieve de encima, seguido por una mujer.

El territorio de los hombres es inmenso pero su mundo es reducido y todos se conocen, por lo menos de nombre. Cuando el hombre se presentó como Ammaladok, Papik y Viví cayeron en la cuenta de que la mujer que estaba a sus espaldas debía ser Egurk. Y recordaron que no obstante su nombre que significaba Regazo Estrecho, hubo un período en que ella había tenido que dividir afecto y deberes conyugales entre tres maridos contemporáneamente. Un oso había devorado al más joven de los tres hacía ya algunos años; un buen alivio por cierto, para la pobre mujer.

Cuando todos supieron quiénes eran hubo un gran intercambio de sonrisas y ceremonias; cada uno hacía profundas reverencias mientras estrechaba la mano del otro teniéndola en alto, empresa no fácil. Después Ammaladok exhortó a los dos viajeros a entrar en eso que él definió como su escuálido, mísero, indigno tugurio. Y no había exagerado.

Aparte de poseer dos lechos, ya que había sido construido para dos maridos, el iglú era idéntico a todos los de Papik y Viví, y ellos hallaron allí la atmósfera protectora de la casa propia. La pared circular manchada de sangre; la tibieza de los cuerpos humanos; los olores del pabilo flotante en la lámpara de esteatita; de la orina recogida en el receptáculo de hielo para los lavados y el curtido de las pieles; de las indumentarias suspendidas sobre el secadero; de los cachorros que retozaban sobre el cubrecama; y la fragancia dulzona de la putrefacción…

La mirada de Papik hurgó súbitamente detrás de la lámpara, donde las provisiones de carne se reblandecen más pronto y se vuelven tiernas y gustosas, pero no había nada, aparte del aroma que perduraba en el aire. En efecto, Egurk se limitó a poner algunos puñados de nieve tomados del bloque potable, en un vaso de piedra que colocó sobre el candil, después de lo cual se sentó junto a su marido con las manos modestamente recogidas sobre el regazo.

Egurk no era una belleza. No se podía decir que fuese vieja pero tampoco joven; sus dientes se habían consumido hasta las encías como era de esperar en una mujer que debe ablandar a fuerza de masticarlas, las botas y las ropas de tantos maridos. La salvaba la sonrisa radiante y la risa cálida, característica de todas las mujeres de su raza.

Y también de los hombres, por otra parte.

Ammaladok tenía más edad que su mujer; estaba tal vez próximo a los cuarenta años y al natural fin de sus días. La vida polar le había estropeado la cara y disminuido el pelo pero en compensación exhibía un par de bigotes que, aunque ralos, le llegaban a los hombros; una rareza en el Ártico donde, por lo común, sólo las morsas y los forasteros son bigotudos.

—¿Han oído la historia de Ippi? —preguntó Papik en cuanto se arrinconó en uno de los lechos—. ¿Del que llegó a sobrevivir comiéndose sus propios pies congelados?

—No —dijo Ammaladok.

—¡Pues resulta que sí, ya la han oído, y en este momento!

Y Papik estalló en una ruidosa risa a la que los dueños de casa hicieron eco con las carcajadas breves y explosivas de los verdaderos hombres.

—¿Y la de esos policías que arrestaron a mi padre? —continuó Papik—. Resulta que como no tenían amuletos para el viaje cayeron al agua y mi padre tuvo que salvarlos.

—No. ¡Cuenta!

—¡Ya está contada!

Ello generó nuevas explosiones de hilaridad reafirmando en Papik la convicción de que pocos hombres divertían tanto como él.

—Los forasteros son muy cómicos —observó Ammaladok secándose las lágrimas.

—Pero el más cómico de todos es el caso del viejo Pohol. ¿Lo conocen?

Afortunadamente los dueños de la casa contestaron que no, y Papik pudo hacer pública la que consideraba la más brillante anécdota de su repertorio.

—Mi padre conocía a hombres que en su juventud habían acompañado al viejo Pohol en su famosa expedición. Durante años y años los hombres blancos habían intentado llegar tan al norte que en cualquier dirección que giraran estuvieran mirando al Sur. Nadie sabe cuántos habían muerto rígidos por el frío en las diversas tentativas; algunos para sobrevivir tuvieron que devorar a sus compañeros, sin contar las naves que se dejaron sorprender por el otoño y fueron despedazadas por los glaciares. Los forasteros llevaban consigo todas las provisiones necesarias para el viaje, transportando pesos enormes, y quisieron ayudar al viejo Pohol a lograr su propósito. Parece que durante más de un año en todas las tribus de los hombres blancos se hablaba de una sola cosa: «¿Conseguirá el viejo Pohol llegar al centro norte?». Pero ellos pronunciaban el nombre de manera distinta[1]. El viaje fue duro para todos porque los forasteros no eran robustos; con frecuencia se congelaban y pesaban mucho sobre los nuestros. Por fin los instrumentos mágicos revelaron que la expedición había llegado al centro norte: la meta ambicionada por tantos hombres blancos. ¿Y qué creen que encontraron allí?

—¿Qué?

—¡Nada! —Los ojos de Papik empezaron a llenarse de alegría—. ¡Absolutamente nada!

Una cosa fue cierta: si el iglú no se desintegró por los estallidos de hilaridad que se sucedieron, ningún viento hubiera podido destruirlo. Aunque estuviese a punto de sacudirse. Pero por otra causa.

Según las reglas de la etiqueta, Papik debería haber ridiculizado a los forasteros o intercambiado noticias y charlatanerías acerca de los verdaderos hombres, más largamente; pero su estómago pretendía que se pasase lo más rápido posible al tema de la comida; en cuanto la hilaridad se hubo aplacado, manifestó:

—Mientras pescaba, alguien tuvo la suerte de husmear grasa de foca. De otro modo no habríamos tenido el placer de encontrarlos.

Ammaladok respondió a tono:

—Los perjudicados hubiéramos sido nosotros. ¿Y cómo anduvo la pesca?

—Los peces aún no han despertado del letargo invernal —se ensombreció Papik—. Por eso hemos seguido el aroma del asado.

—¿Han venido para comer?

La melancólica confesión de Papik que reveló no poseer más comestible que los travesaños del trineo, produjo en los dueños de la casa un ataque de risa histérica que Ammaladok explicó en cuanto estuvo en condiciones de controlarse. Para la familia aquél había sido un año magro; por eso el otro marido había ido a cazar más lejos con los perros que quedaban, los suficientes para arrastrar un trineo con un solo hombre. Pero no debió haber tenido suerte porque no había regresado; por eso Ammaladok, no queriendo sacrificar los dos cachorros, había quemado un resto de grasa de foca con la esperanza de atraer algún oso.

La yesca atada en la parte exterior del iglú, un pedacito de carne disecada, estaba ligada a un par de huesos que al primer contacto hubieran provocado un sonido de alarma. Esa era una vieja estratagema pero Ammaladok hablaba de ello como si hubiese sido el inventor. El oso que ponía en funcionamiento el mecanismo podía ser abatido desde el interior del iglú, sin obligar a sus inquilinos a coger frío. Pero ahora toda la grasa se había desvanecido en humo. ¿Y con qué resultado? Que su aroma había atraído, en vez de un oso, a otra pareja hambrienta.

Por eso las risotadas.

Papik no tuvo dificultad en apreciar la comicidad de la situación; especialmente cuando Ammaladok declaró que ya podían, por lo menos, comerse la yesca, y mandó a Egurk a buscarla afuera: la alarma funcionó a la perfección.

Viví no rió pero dijo:

—Deben disculpar a una inoportuna mujer que quisiera descansar.

Los otros dejaron libre un lecho para permitirle acostarse, y después se fueron pasando de uno a otro un cráneo lleno de nieve derretida.

Viví prefirió mordisquear un poco de hielo bajo la cubierta de piel y alegró a todos renunciando a su propia porción de yesca.

—Deben disculparla —dijo Papik—. Espíritus malignos le han hecho parir, pocos sueños hace, un varoncito muerto y el año pasado una mujercita viva.

—¡Qué tristeza! —exclamó Egurk.

—Una torpe mujer no sirve para nada en este momento —dijo Viví—. Ni siquiera está en situación de reír.

Egurk soltó algunas carcajadas mirando de soslayo al marido.

—Para asegurarnos un varoncito sano —explicó Papik— es por lo que vamos en busca de Siorakidsok, el angakok capaz de predecir el tiempo, de curar las enfermedades y la esterilidad.

—Siorakidsok es demasiado viejo para hacerle pasar la esterilidad a una mujer —observó Ammaladok riendo locamente—. Es, por lo tanto, un embrollón. Jamás ha sabido proporcionarnos un hijo.

—Ni siquiera cuando una estúpida mujer tenía tres maridos y se exponía todo lo posible a la luna llena —añadió Egurk.

Ammaladok aprobó:

—Siorakidsok le hacía tragar brebajes mágicos hasta que vomitaba y quiso a toda costa penetrarla con un dedo, pero en vano.

—Y hasta ahora no tenemos un hijo —dijo Egurk—; y no es imposible que éste sea nuestro último iglú. ¿Quién de nosotros tendrá fuerzas para construir otro, con el estómago vacío, cuando éste se convierta en hielo?

Papik se sentía a cada instante más deprimido, estado de ánimo indigno de un hombre. Era la primera vez que en un iglú se le había ofrecido sólo un bocadito de yesca y, para colmo, sin tener la posibilidad de humillar a los dueños de casa con obsequios exagerados de su propio botín. Se echó cabeza abajo en el túnel y regresó poco después enarbolando una barra de carne congelada cuyo tamaño era el del brazo de un niño.

—¡Es un travesaño de tu trineo! —protestó Ammaladok.

—Tenemos otros travesaños —dijo Papik, y agregó una pequeña mentira—: Además a un hombre le gusta correr con los perros.

Los dueños de casa intentaron rehusar un presente que las circunstancias volvían precioso y, por lo mismo, particularmente humillante. Pero después que Papik empezó a chupar el travesaño, hubiera sido descortés rechazarlo; de modo que la barra de carne pasó de una a otra lengua, deshelándose y consumiéndose siempre más rápidamente, a medida que el apetito de los comensales despertaba.

También Viví la honró con un par de lamidas, para demostrarse sociable más que por otra cosa.

El travesaño había aquietado las aflicciones del hambre por lo menos momentáneamente. Cada uno prodigaba sonrisas, resplandecientes de alegría, y la conversación se tornó brillante.

Sólo Viví no participaba.

En el momento en que ella volvió la cara a la pared y se echó una piel sobre la cabeza dando a entender que deseaba dormir, Ammaladok, guiñando un ojo y descubriendo sus dientes le dijo a Papik:

—Es triste tener a la mujer enferma.

—Me lo dices a mí… —respondió Papik con una risita sarcástica.

—Tristísimo —rió Egurk ruidosamente aunque turbada.

Siguieron intercambiándose miradas intencionadas y risitas burlonas hasta que Papik, impacientándose pero sin perder la educación, declaró:

—Alguien no quería causar molestias.

—¿De qué molestias hablas? —preguntó Ammaladok.

Tomó luego de la mano a su mujer y conduciéndola delicadamente ante Papik los exhortó: «¡Únanse!».

Cuando un hombre ríe no siempre piensa en el sexo, pero cuando piensa en el sexo siente deseos de reír. En efecto, Papik y Egurk sofocaban sus risitas mientras Ammaladok decía:

—La vida es demasiado triste cuando no se puede reír.

De improviso Papik frunció las cejas:

—¡Un momento! Alguien no está en situación de pagar de la misma manera.

—No es imposible que nos volvamos a encontrar —lo tranquilizó Ammaladok—. Por eso no mortifiques a un pobre dueño de casa rehusando su mísero ofrecimiento.

Papik dio pruebas de poseer carácter al dominar su orgullo cuando Ammaladok, extendiendo la mano en busca de su pelliza de oso, añadió con mucho tacto:

—Tu traílla se está peleando. Alguien va a ver qué es lo que sucede.

En efecto, desde hacía algunos minutos, se oía una estruendosa bulla de perros. Egurk se puso de rodillas para calzarle las botas al marido y también Papik contribuyó en acelerar la partida del dueño de casa ayudándolo a ponerse la pelliza.

Mientras Ammaladok desaparecía arrastrándose en el túnel, Papik observó con atención a Viví. Parecía dormida; a menos que como mujer ejemplar que era, fingiese estarlo. Papik se arrodilló para cerrar el agujero de acceso con el bloque de nieve potable, y después se volvió a Egurk con una risita vergonzosa. Se oían las carcajadas de Egurk que echaba atrás su rostro convertido en una llamarada hasta los cabellos.

No obstante su timidez inicial, Papik estaba haciendo progresos con la dueña de casa; de pronto la voz excitada de Ammaladok retumbó sordamente en el túnel y el tapón de nieve se movió como si alguien quisiera entrar. Afuera los perros parecían más agitados que nunca y Papik pensó que por cierto le daban mucho que hacer a Ammaladok; pero en ese momento no le importaba nada.

Se separó de Egurk para bloquear la entrada y gritar a viva voz que ésa no era la ocasión más adecuada para volver al hogar.

Pero Ammaladok insistía a riesgo de enfriar los ardores de Papik y de despertar a Viví. Farfullando palabras incomprensibles el viejo seguía empujando el tapón de nieve que Papik desde el interior trataba de inmovilizar, cuerpo a tierra y nalga al aire. Hasta que el bloque se abrió y la cara aterrada y encanecida por la nieve de Ammaladok se encontró con la de Papik.

—¡Los osos! —refunfuñó el viejo mientras entraba—. ¡Me están husmeando los pantalones!

Se incorporó y se dispuso a agarrar la lanza pero Papik se le anticipó y le dio un empellón hacia la pared exclamando:

—¡Fuera los pies! ¡Ahora eres tú el invitado!