AQUEL QUE PAga estaba sentado con todos sus lápices en el lugar donde la gente se emborracha, quemando tabaco en la pipa, bebiendo cerveza de la botella y escuchando música en caja, en compañía del doctor Hendrik. Aunque todos los relojes se habían parado y no volverían a funcionar antes del deshielo, los hombres blancos sabían por la radio cuándo era la hora de tener sed.
Estaban allí también los pocos esquimales que habían permanecido en Blancanieves, entre ellos el viejo Putú y el mestizo Walonga.
—¿Quién le ha aconsejado a Ernenek no partir con el padre? —Papik, que había entrado con la familia, seguido de Nualik y Kio, se había dirigido a Putú.
—¡Pregúntele a Aquel Que Paga!
—No es preciso —sonrió maliciosamente Putú sin sacarse la pipa de la boca; tenía los ojos enrojecidos y los párpados pesados, como si hubiese bebido mucho—. Ha sido este hombre, que te da el mismo consejo: ¡trabaja para los hombres blancos, Papik! Eres demasiado viejo para vivir solo.
Papik estaba estupefacto: ¡Un viejo que lo trataba de viejo a él! La única respuesta oportuna era un cabezazo en plena cara. En cuanto se repuso de la sorpresa, bajó la cabeza y avanzó como una catapulta, y Putú apenas tuvo tiempo de sacarse la pipa de la boca antes de ser golpeado en pleno rostro por el cráneo de Papik y arrojado contra la pared. Después de lo cual los que allí estaban inmovilizaron al agresor. No había necesidad: Papik estaba satisfecho. Había sabido explicarse.
Manando sangre de la nariz, Putú se incorporó vacilante y escupió astillas de dientes ennegrecidos por el tabaco, provocando la hilaridad de los verdaderos hombres. El mismo Putú saludó la presencia de sus propios dientes ensangrentados esparcidos por el suelo, con una risita cohibida.
En absoluto impresionado por la proeza de Papik, el doctor Hendrik le dijo:
—Alguien está de acuerdo con Putú. A tu edad estás mejor en el Sur que en el Norte —había asombrado a Papik hablando su propia lengua.
—¿En el Sur? —dijo Papik—. ¿Donde cada uno es servidor de alguien? No, Indalerak. Un hombre que ha nacido sobre los hielos quiere morir sobre los hielos.
—Háblale tú —le dijo el doctor Hendrik a Putú.
Putú escupió otra bocanada de sangre y dientes y se pasó la lengua por los labios antes de explicar a Papik:
—Si vas al centro de los hombres blancos, cerca de la línea de los árboles, la policía suprema no te dejará morir de hambre. —Ceceaba porque su lengua se metía entre los dientes rotos—. Quien es demasiado viejo para cazar y pescar recibe un poco de comida después de cada sueño.
—Pero seguramente nada de foca.
Esta respuesta suscitó nuevas risas porque Papik había imitado el habla defectuosa de Putú, quien, fingiendo no darse cuenta, respondió:
—Pero a veces ballena y reno. Y cuando perdemos los dientes la policía suprema los reemplaza por dentaduras completas.
—En tal caso, deberías ir tú. —Sugirió Papik con una risita burlona.
—Un hombre irá, dentro de un año o dos.
Entonces Papik recordó ciertos viejos de más edad aun que Putú, sentados en el banco público en la ciudad de Aaghe, ocupados en mirar el variado paisaje de las estaciones, mientras esperaban la lenta muerte y el subsidio del Gobierno.
—Y allí —prosiguió Putú— tu hijo puede comprar armas a crédito y pagarlas con lo que caza, y mandar a los hijos a la casa donde los niños están sentados. Allí aprenden a hablar como los forasteros, a contar más que un hombre hasta el fondo, y otras magias blancas. —Putú se dirigió al doctor Hendrik—: Todo esto Papik ya lo ha oído. Es hablar en balde. Su cabeza es dura como el hielo.
—Los cumplidos no me impresionan —dijo Papik e hizo ademán de marcharse.
El doctor Hendrik lo detuvo.
—¡Papik! Debes saber que alguien quiere casarse con tu hija.
—¿Quién no quisiera? Las mujeres escasean.
—No, no es por eso —dijo el doctor Hendrik riendo—. Hay bastantes mujeres bajo la línea de los árboles. Pero como tu hija no hay. Para mí debe ser Utunia o ninguna. Y por su amor, alguien estaría también dispuesto a vivir siempre en el Norte. Mientras tanto, quisiera ayudaros.
—¿Quién quiere ayuda?
—Todos tenemos necesidad de ayuda, Papik. Y, por tu bien, nadie aquí te dará nada. Así no podrás partir.
También Walonga se hizo oír:
—Tu mujer ha creído que en tu ausencia lo mejor era gastar y gastar. Ahora, Papik, están cargados de deudas que debes pagar tú.
—¡Trabajando! —acotó Putú con malévolo regocijo. Nualik trató de reconfortar a Papik.
—Un hombre que busca un nuevo socio partirá contigo y con Kio en cuanto vuelva nuestro hijo.
—¡Alguien no quiere esperar! —dijo Papik, y salió fuera, al otoño.
El cielo estaba oscuro, de ese gris que tira al negro, precursor de la noche polar. Se sentía en el aire el olor del frío. El aliento se convertía en volutas blanquecinas, y el viento del septentrión soplaba con ráfagas cortantes como cuchillos que no herían la coriácea corteza de la cara de Papik, debidamente untada.
A puntapiés se abrió paso entre esa masa hirsuta y ululante que moviendo las colas estaba siempre a la espera de cacharros para lamer, o de que alguien saliera para evacuar, y los demás lo siguieron envueltos en sus pellizas. Las raras distracciones en Blancanieves se limitaban a algún desastre aéreo, lo que a la larga también podría resultar monótono, y ahora hasta Kio había olvidado su alegría y su dolor, ganada por la tensión entre Papik que quería partir y los otros que intentaban retenerlo.
—¡No tienes siquiera un cuchillo! —le gritó Viví inclinándose al viento y frenando las lágrimas—. Ni un hijo. Ni todos los dedos. ¡Y eres cojo!
—No temas, chiquita —le dijo Ernenek a la madre—, papá es demasiado viejo para viajar solo pero no tan viejo para querer morir.
Papik no escuchaba. Aspiraba la fragancia del invierno, complaciéndose en el aire helado y serenamente placentero que le expandía los pulmones hasta las costillas. Respirar a fondo es el remedio más inmediato contra el frío, el oxígeno acelera la circulación generando un calor instantáneo.
Otro recurso es servirse del frío para combatirlo.
Señalando los bastones que había junto a la salida, Papik ordenó a Viví protegerlo de la manada de perros. Y ante los ojos incrédulos de los hombres blancos, se bajó los pantalones y se acurrucó con las nalgas hacia los espectadores; y Viví reía mientras tenía a distancia a los perros con la ayuda del bastón:
—¿Ves? ¡No puedes hacer siquiera esto sin la ayuda de una estúpida mujer!
Papik martilló con los puños su presa humeante, dándole forma de cuchillo, compitiendo en velocidad con el frío que todo lo endurecía. Después se incorporó y, vuelto al grupo, vació su vejiga.
Humeando y crepitando, su agua formó al instante una estalagmita de hielo ambarino que creció con rapidez hasta casi alcanzar la surgente. Tomó por la base el cono helado, aferró un perro por el pescuezo y le cortó la garganta con el puñal de hielo. El grito del degollado se extinguió en seguida en un remolino de sangre.
De la misma manera mató al segundo perro.
Derritió en su boca un puñado de nieve hurtada al viento y con esa agua roció su improvisada hoja haciéndole una leve envoltura de hielo que afiló al calor de la palma de su mano. Se esforzaba por trabajar con precisión, pese a la prisa. Todo se endurecía rápidamente y era difícil darle forma. Después de haber probado en la punta de la lengua el filo de la hoja, desolló a los dos perros.
—¿Qué hace? —preguntó el doctor Hendrik.
—Un trineo —dijo Utunia.
—¿De perro?
—Cualquier material puede servir. También un cuerpo humano, si es preciso.
—¿De veras piensa irse así?
—Cierto. Aun a costa de su propio pellejo.
—¡Pero es inevitable!
—¿Lo has olvidado? La otra vez dijiste que no volvería.
Aun cuando estuvieran estrechamente enrolladas y esmaltadas de hielo, las pieles de perro no representaban los patines ideales para un trineo, sobre todo si no estaban revestidas de marfil. Por otra parte, no se precisaban travesaños mejores que los trozos de carne que Papik soldó a los patines rociando con más nieve derretida las crucetas.
Nuna, circundado por sus súbditos y secuaces, aguardaba ladrando las órdenes del amo. Papik reconoció a varios miembros de su traílla, que lo sentían extraño a causa de su ausencia, y que ahora integraban manadas vagabundas. Pero quien me alimenta es mi patrón, y Papik reconquistó una media docena con trocitos de carne de los perros desollados. Ató la nueva traílla al trineo mediante tiras de pieles anudadas, más bien cortas para ahorrar material y tiempo. Para cargar no tenía otra cosa que los restos de los dos perros y su persona.
Cuando todo estuvo listo encontró de nuevo la calma. Sin ninguna prisa, con un balanceo que le hizo aparecer arrogante aunque renqueaba, se aproximó al hijo.
—¿No quieres venir?
—Sí —contestó Ernenek queriendo decir no. Significaba: «Sí, tienes razón, no voy». Y el muchacho estrechó el fusil contra su pecho.
—En tal caso no te llamas más Ernenek. Un padre te quita el nombre que te ha dado.
Mientras Ernenek permanecía petrificado por el susto, Viví dijo decidida:
—Una mujer no se irá sin el hijo.
—¿Quién tiene necesidad de una mujer? —manifestó Papik con una risita forzada—. A un hombre le bastan los perros.
No era verdad. Nadie sabía mejor que él que en la aritmética de la vida polar la unidad más pequeña es la pareja; pero no quería admitirlo, con todos esos ojos fijos en él, como hechizados. Jamás se había sentido más orgulloso de ser un hombre, dispuesto a desafiar al mundo y a intentar lo imposible.
—¡Papik! —dijo, desesperada—. A tu edad las únicas compañeras que puedes encontrar entre los hielos son las osas, y ellas te devorarán.
Papik la apartó. Había advertido que Utunia estaba bañada en llanto, aferrada a su doctor Hendrik. No la había visto llorar desde aquella vez en que, aún niña, debía ser dejada con Ivalú, y se le acercó para recordarle que las lágrimas no le estaban permitidas. Utunia lloró más fuerte y le echó los brazos al cuello. Y Papik la hizo girar de modo que su espalda quedara contra el viento.
—Por lo menos, que tu cara no esté al viento cuando lloras. Las lágrimas pueden helarse en los pequeños túneles de los ojos y romperlos —le sonrió—. Ahora ya sabes por qué no debemos llorar nunca, chiquita, ni siquiera de rabia.
Y se alejó.
Tomó de la mano de Viví el palo para los perros, y se dirigió al trineo, balanceándose con mayor lentitud, doblemente arrogante.
Nuna había disciplinado a sus compañeros a mordiscos y zarpazos, y los mantenía a cada uno en su sitio, y cuando Papik los apaleó se pusieron a tirar, ladrando a sus propias exhalaciones emblanquecidas, mientras algunos cachorros caracoleaban de alegría en los flancos.
Cuando el trineo terminó de dar brincos sobre el terreno irregular de la costa y empezó a deslizarse por la lisa llanura del mar, Papik saltó sobre un travesaño; pero en seguida, al sentirse tropezar, perdió el equilibrio y cayó boca abajo sobre el hielo, porque Viví había saltado a bordo también ella, y el trineo era muy chico, hecho para un solo hombre.
—¿Qué quieres? —preguntó Papik renqueando junto a ella.
—¡Si tú no tienes necesidad de nadie, una mujer tiene necesidad de alguien!
—¡No hay suficientes perros para dos!
—¡Ya habrá!
Mientras Papik avanzaba sin dejar de renquear, con las puntas de sus pies separadas, Viví cortó a mordiscos pedacitos de carne de perro que había en el trineo, y los dejó caer en su huella anunciando:
—¡Rancho, muchachos!
Y bien pronto toda una manada le corría detrás.
—¿Has visto? —exclamó—. ¿Qué harías sin una estúpida mujer?
—¿Lo quieres saber? —dijo Papik riendo—. ¡Me haría tirar cómodamente en vez de afanarme en esta carrera!
Mientras tanto Ernenek hubiera debido ignorar la partida de sus padres y mirar a otro lado. Pero no lo hizo. Y tampoco los otros conseguían apartar los ojos de esa pareja anciana y del trineo hecho de perro que una traílla recién juntada arrastraba hacia la noche polar.
Nadie sabe qué sucedió en ese momento en el alma del muchacho. Si fue la mirada atónita y cargada de admiración que había advertido en los rostros de los demás lo que despertó su orgullo de la vida familiar, ese orgullo que lo estaba abandonando; o bien el deseo de volver a tener el nombre del abuelo. Quién sabe. Pero cada uno vio lo que él hizo.
Arrojó el fusil a los pies de Walonga y se puso a perseguir el trineo, con el andar de ánade provocado por las botas altas hasta la ingle.
La pequeña familia se deslizó y corrió y tropezó largamente a causa de la tramontana que se estaba convirtiendo en un huracán y levantaba de la costra helada los copos de nieve que son más livianos cuanto más intenso es el frío; y de vez en cuando, en plena carrera recogían un puñado de nieve y lo comían, o se arrancaban de las pestañas las incrustaciones de escarcha. Hasta que los perros agotaron sus fuerzas y el trineo se detuvo.
En ese momento, la cima del mundo estaba casi oscura bajo la tormenta desencadenada.
Soltaron a los perros, que frenéticamente se pusieron a excavar una cueva; los torbellinos de nieve harían el resto, cubriéndolos con una manta cálida y mórbida. Papik se llevó a la boca un trocito de perro helado, y sin hablar para no desperdiciar el aliento y porque cada uno sabía qué debía hacer, empezó a cortar los bloques de nieve que Ernenek disponía en una espiral cada vez más estrecha, según la consabida arquitectura. Viví, mientras tanto, usando una piel congelada, a modo de pala, arrojaba nieve contra la semiesfera creciente y la golpeaba para obturar los intersticios.
El viento azotador los obligaba de vez en cuando a volverle la espalda y a interrumpir la tarea para tomar aliento.
Ernenek trabajaba pausadamente; también los bloques de Papik llegaban a largos intervalos. Esa hoja improvisada era menos eficiente que su cuchillo para la nieve, largo y ancho, hecho a propósito para las construcciones; pero igual podía servir si la tormenta concedía el tiempo necesario.
Cosa que no sucedió.
Papik no había descansado después de su regreso. Faltó tiempo para que sus ropas se secaran, y Viví no había podido remendarlas. Tampoco había tenido tiempo de alimentarse debidamente. El pedacito de perro helado que conservaba en la boca se derretía demasiado lentamente para reemplazar la energía que él quemaba con demasiada rapidez en aquel frío intenso, y antes de que el iglú estuviese a medio construir las fuerzas lo abandonaron, y cayó sentado preguntándose si no tenían razón los que le habían llamado demasiado viejo.
Viví lo sacudió.
—¡En pie! —al no recibir respuesta le agredió—: ¿Te consideras un hombre? ¡Avergüénzate!
Le escupió las botas sin resultado alguno. Papik sabía que ella quería encolerizado para que entrara en calor, por lo que sólo atinó a sonreírle.
—Desvísteme —le dijo.
—¿Y después?
—Déjame morir. Podéis comerme.
—No. —Viví le tocó el estómago, bromeando—. Serías demasiado duro para mis viejos dientes —le tomó el cuchillo de la mano y se lo tendió al hijo—. Termina el iglú, chiquito.
Pero Ernenek, enternecido hasta las lágrimas, se quedó mirándola a través de las pestañas blancas de escarcha, rígido e inmóvil en su gabán de nylon.
—¿Qué tienes?
—No hace calor —masculló el muchacho con la mandíbula entorpecida.
Viví le tocó la cara con su mejilla y advirtió que no estaba untado; y que la callosa corteza adquirida en los largos inviernos polares se había vuelto delicada y vulnerable a fuerza de saunas y jabonaduras y caldeadas habitaciones. Quedó espantada. El frío estaba venciendo.
Aferró al hijo por los hombros.
—Tus padres dependen de ti, criatura. ¡A ver de qué eres capaz!
Ernenek ni siquiera era capaz de fruncir la nariz.
Viví trató de inflamarlo diciéndole que no tenía reciedumbre, que valía menos que una mujer de las aguas; peor aún, menos que un hombre blanco. Inútilmente. Entonces lo obligó a acostarse y se tendió sobre él acariciando su rostro con el suyo. El muchacho no reaccionaba. El frío ya había avanzado mucho. Eso no hubiera sucedido un año atrás.
—Chiquito —le susurró Viví al oído—, debes hacer todo lo que tu mamá te pida y ella hará todo lo que tú quieras.
Le sonreía, sus ojos sobre los de él, confiando que en la penumbra el muchacho no notase sus dientes desgastados y viese sólo esa cara sonriente de mujer, bella como siempre o tal vez más que nunca, más mórbida, más cálida. Si su seno no se le hubiese secado en los últimos tiempos, por negligencia, habría intentado darle calor con su leche.
Después de que toda tentativa resultara vana, Viví se quitó uno de sus guantes; dejó caer la mano descubierta dentro de las ropas de Ernenek y acarició su piel, de arriba a abajo, susurrándole:
—Que una madre vea cómo un pequeño hombre se hace grande.
Mientras tanto, con el rostro le restregaba la nariz y le exhalaba su propio calor, con voces graves y gorjeos como de felicidad. Hasta reanimarlo y ver que sus mejillas se coloreaban y sus ojos se volvían brillantes. Hasta que lo sintió moverse. Entonces le dio una palmada en la cadera y le obligó a levantarse.
—¡En pie, chiquito! Terminemos el iglú.
Cuando el refugio fue concluido empujaron a Papik y lo arrastraron por el angosto pasaje; pusieron a secar las vestimentas, y se apretaron uno contra el otro, conjuntamente con los cachorros para llenar los espacios libres. Después de eso no quedaba otra cosa que hacer que reír del peligro sorteado y esperar a que la tibieza de sus cuerpos calentase el habitáculo.
Todo temor se había desvanecido. Se sentían seguros, en su casa, porque aquel iglú era exactamente igual a todos los precedentes. La cúpula no más alta que la cabeza de un hombre; el túnel no más ancho que los flancos de una mujer; el suelo circular no más largo que una pareja haciendo el amor; cada elemento ni demasiado grande ni demasiado chico, en un maravilloso equilibrio entre la economía y la eficacia.
Debajo, Sedna mecía el mar para hacerlo dormir. Afuera, los espíritus del aire amontonaban nieve, sobre la pequeña cúpula, reforzándola. Podrían matar un perro para los perros y otro para ellos mismos. Después entrarían en hibernación dejando enfriar sus cuerpos y abandonándose al sueño, de modo tal que las reservas de grasa bajo la piel se quemaran lentamente y durasen tal vez hasta el alba de la primavera, cuando las primeras focas volviesen a emerger del mar.
Y una vez que hubiesen matado una foca estarían a salvo. Se llenarían de su carne hasta sentirla salir por sus narices, y su circulación enardecida les teñiría el blanco de los ojos y los lóbulos de las orejas. Con los huesos y carne de la foca, y no con sus propias materias orgánicas congeladas, podrían construir los instrumentos necesarios para procurarse más fácilmente otras focas y completar sus provisiones.
Lo habían logrado en el pasado. No era imposible hacerlo ahora.
En realidad, cuando abandonaron sus cuerpos rígidos a la dulzura del letargo, no sabían si aquel era su último iglú. Pero sabían sin lugar a dudas que su último iglú sería idéntico a ése.