DE los cinco hombres que habían partido en el témpano, sólo dos regresaron a Blancanieves.
Dejarse llevar a la deriva sobre una planicie de hielo a la caza de osos, es una empresa no exenta de peligros. Aun no habiendo borrasca, el hielo puede darse vuelta y hacer naufragar a los navegantes. O la vieja Sedna, que es buena ya que proporciona tantos lindos peces, y también maligna como todas las mujeres de su edad, podría hacerla morir en los cálidos Mares del Sur.
Dotados de un saber que, por lo común, excede al de los hombres, los osos abandonan los hielos que entran en la zona peligrosa y ganan la costa a nado burlándose de los cazadores que no pueden imitarlos. Pero ¿qué verdadero hombre no estaría dispuesto a arriesgar el pellejo por ir a cazar osos?
Durante las primeras vueltas del sol los cinco hombres de Blancanieves estuvieron obligados a devorar al más decaído de los pocos perros que habían ido en su seguimiento, y que además poco querían. Los mejores se encontraban ocupados en otras faenas en el momento de la improvisada partida. Como Nuna, el jefe de la traílla de Papik, empeñado en contender con algunos rivales a causa de una perra en celo.
En torno del témpano las aguas bullían de merluzas; pero el cielo se había cubierto y el mar estaba movido; los hombres, acostados sobre el vientre intentaban pescar su comida, pero un fuerte oleaje los obligó a retirarse del borde hacia el centro.
El témpano de los hombres, menos profundo, era más veloz que el iceberg que perseguían, y vagamente dirigible según se colocaban para aprovechar la tramontana. Cuando por fin consiguieron llegar al iceberg, el acre aliento de los osos los hizo babear. Pero los osos estaban en gran saciedad por las merluzas que habían pescado y se mantuvieron lejos de los hombres. Dos de éstos estaban armados de arcos y flechas por si hubieran encontrado caza menor. Pero animales orgullosos como los osos no se dejan abatir a flechazos; pretenden ser matados por lo menos por una lanza. Hombres y perros los perseguían por las resbaladizas pendientes, y más de una vez tuvieron que detenerse con la lengua fuera mientras los osos se reían de ellos.
Uno de los hombres había dejado aparte, a propósito, un pedazo de hígado del perro sacrificado, al calor del cuerpo para que no se congelara. En ese trozo los hombres hundieron una elástica lámina de ballena sacada de una de sus armas, fuertemente enrollada, y lo expusieron al viento hasta que se endureció; después se lo arrojaron a los osos. Muchos lo husmearon antes de que uno de ellos se decidiese a engullirlo, aparentemente más por curiosidad que por hambre.
Los hombres ya no perdieron de vista a ese imprudente, y cuando media vuelta de sol más tarde aparecieron en sus heces las primeras manchas de sangre, se pusieron tras sus huellas; pero se necesitaron otras dos vueltas de sol antes de que el oso estuviese tan debilitado como para dejarse matar.
Una vez descuartizado el oso, Nualik, uno de los maridos de Kio, les hizo perder el apetito a todos observando que la tramontana, que soplaba cada vez más fuerte, amenazaba con desviarlos de las seguras corrientes circulares del Norte, y empujarlos a los mares cálidos, lo cual habría significado el fin, tanto de la masa de hielo como de sus navegantes.
—Primero se come: después nos preocuparemos —dijo Papik terminante, sonriendo intencionadamente con la boca llena de hígado.
Todos, incluido Nualik, aplaudieron esta propuesta, y comieron hasta el hartazgo para postergar el momento de la preocupación. No obstante la impaciencia causada por el hambre, ninguno olvidaba las buenas costumbres si alguien le ofrecía uno de los mejores trozos, con cumplidas palabras como éstas:
—Después de ti, si aún queda.
Y cuando se saciaron hasta más no poder, la preocupación fue olvidada del todo. Fue tal vez por eso que Amainalik, mientras se disponía a dormir, cayó al mar. Despertó a todos con sus gritos pidiendo ayuda, en tanto se debatía con el oleaje; pero sus compañeros no pudieron hacer otra cosa que saludarlo con calurosos ademanes de adiós.
Por lo general, quien ve un hombre en situación de ahogarse debe afrontar un cruel dilema. Si pesca al náufrago, ofende a la reina Sedna que se ve despojada de una víctima, y si no interviene se arriesga a ofender a los familiares. Pero por suerte no se podía invertir el derrotero del iceberg, por lo cual les fue ahorrado a los cuatro lo dificultoso de una decisión.
Y se consideraron doblemente afortunados porque navegaban a tanta velocidad bajo el impulso del viento que difícilmente el fantasma habría podido alcanzados a nado.
Antes de que el sol completara su vuelta tras las nubes, el cuarteto tuvo que hacer otras cosas en lugar de preocuparse por un muerto. La presencia humana excitaba a los osos, que ya no se aventuraban en la pesca, y cuando el hambre sobrepasó su prudencia natural, avanzaron y cercaron a los hombres. Algunos giraban, otros se habían acurrucado y los observaban con los astutos ojitos inyectados en sangre, exhalando volutas de vapor blanco con fuerte olor a pescado.
Los perros, que casi siempre se abalanzaban sobre los osos sin reflexionar mucho, estaban hartados con los restos del oso abatido por los hombres y querían hacer creer que tenían otras cosas en qué ocuparse.
Los cuatro cazadores, lanza en ristre, asumieron la formación defensiva aprendida de los bueyes almizcleros, colocándose en posición cuadriforme. Naturalmente, los bueyes almizcleros no se equivocan. Pero entre los hombres hay siempre uno que malgasta la prudencia para emerger sobre sus pares. Papik estaba frenado por el yeso y por sus huesos todavía dolientes. Pero Kuzikizok, el otro marido de Kio, que por ser el más anciano del grupo hubiera tenido que ser el más sensato, de improviso decidió dar una prueba de virilidad; tal vez porque se sentía próximo a perderla. Rompió la formación con un grito y se arrojó con la lanza levantada sobre uno de los osos, que eludió el golpe y con un zarpazo desplomó al agresor, al que un segundo oso le clavó los colmillos en la ingle, un tercero lo desfiguró con las garras y un cuarto se lo llevó arrastrando.
Después de lo cual, con gran alivio de los tres cazadores sobrevivientes, todos los osos se dirigieron a la cima más alta del iceberg, para comer a Kuzikizok sin que nadie los molestara, y sin perder de vista a los otros cazadores; éstos resolvieron mostrarse malhumorados con sus adversarios. Mientras tanto, evocaban los estragos de oso que habían hecho en otros tiempos, hablando muy fuerte para hacerse oír. Pero los osos fingían no enterarse.
Cuando el iceberg tocó una franja de banquina costera, los tres cazadores se trasladaron rápidamente, abandonando a los osos a su crucero estival.
Y saludos.
Si fue fácil evadir la monotonía de la vida familiar, el regreso fue más dificultoso. El trío sobreviviente, compuesto por Papik, Nualik y un tal Kugutikak, no encontró focas ni maderos a la deriva, a lo largo de la costa. Avistaron una colonia de morsas, inalcanzable sin una embarcación. Internándose en un suelo casi desprovisto de nieve, con los pocos perros que les quedaban, mataron algunos zorros, un buey almizclero y un par de renos.
Estaban en la plenitud del breve verano, y bajo ese sol cercano y rasante que alargaba y disminuía las pálidas sombras y que no se ponía nunca, los hombres sudaban en exceso. Y parecía que también sudaba el suelo, abigarrado como estaba de nieve y hielo derretidos, que entre la vegetación enana y las rocas pulidas por el viento habían formado una infinidad de pequeños lagos, pantanos y aguazales, y arroyos tortuosos como cerebro de glotón. El accidentado terreno estaba cubierto por un sutil tapiz multicolor que iba del liquen crema como la tonalidad del reno a la oscuridad de una tierra bituminosa, salpicado de prímulas amarillas, de niviarsiak violetas y escarlatas y de brezos azules: pétalos carnosos y cargados de color que cubrían ínfimos tallos. Los hombres recogieron almizcle verde, bueno para desecar y poder utilizar como pabilo, o como aislante térmico en las botas, en lugar de pelos de perro.
Cuando empezó repentinamente el frío otoñal, quisieron ganar la costa con los perros cargados de trozos de reno que debían servir como material del trineo. Pero cuando por fin llegaron al océano congelado estaban tan hambrientos que se comieron el trineo antes de usarlo.
Justamente en aquel período el yeso de Papik, ya agrietado, lo abandonó definitivamente, con inmenso alivio para él; y sus compañeros rieron a carcajadas al ver que la pierna salía torcida, adelgazada y más coja que antes.
Cuando tuvieron listo otro trineo de peces congelados, encontraron una escarpada banquisa; la oscuridad ya recubría la cima del mundo. La traílla no era suficiente para tirar de un trineo en aquel suelo accidentado, y pasaron buena parte del invierno en un refugio de nieve, entrampando algunos zorros; y una vez descubrieron un escondrijo de pájaros y huevos, hecho por algún animal. No conocían bien esa región, y la extensión del banco de nieve los obligó a permanecer en una de sus costas cuando el nuevo sol disolvió la costra marina.
Se sintieron mucho más seguros después de haber abatido una enorme morsa; pero por poco tiempo. Se inquietaron bastante cuando se vieron constreñidos a pasar largos días aún haciendo trabajos de mujer —obtener agujas de hueso de los pájaros e hilo para coser de nervio de morsa, y remendar sus propias indumentarias— en vez de cazar. Y a Kugutikak le fastidió de tal manera discutir cada problema con los compañeros, que un buen día se fue de la casa furioso para tomar una bocanada de aire, y nadie nunca lo volvió a ver.
Cuando Papik regresó a Blancanieves aún renqueaba bastante, y su vestimenta estaba en un estado calamitoso, pero se sentía exuberante y feliz. Mientras tanto, había vuelto el inmenso frío porque el sol se había abismado desde hacía tiempo, pero cada uno de sus giros todavía expandía en un breve trecho un poco de luz.
Los cazadores habían estado afuera durante más de un año; la nave de la Compañía ya había hecho otra breve escala, corrompiendo las aguas y reintegrando la provisión de cerveza; los aviones habían vuelto a partir o estaban escondidos en los hangares, y Blancanieves se preparaba para otra larga noche.
El buen humor de Papik duró poco. Pero no porque durante su ausencia hubieran desaparecido todos los utensilios y armas que tantos esfuerzos le habían costado; cada uno tenía el derecho de apropiarse de lo que efectivamente no se usaba. Lo que le irritó fue que la esposa y la hija sólo pudieran darle una apresurada bienvenida en la casa común, y que Ernenek no se hubiera precipitado para recibirlo.
Viví estaba atareada en el lugar donde se quema la carne, Utunia todavía hacía de aprendiz de hechicera en el lugar donde la gente se desviste, y Ernenek estaba ocupado en la casa donde se doman las máquinas. El único que no tenía nada que hacer era Nuna, el jefe de la traílla.
Durante la breve estación laboral, concluida hacía poco, los familiares de Papik habían sido los únicos esquimales todavía empleados en la Compañía. Aquel Que Paga sabía que no habrían abandonado Blancanieves porque aguardaban al padre, y por eso con ellos había hecho una excepción ante la prohibición reciente de la Compañía de contratar esquimales. Por la misma razón también hubiera empleado a Kio, pero la buena gorda había rehusado para no ofender a Viví, orgullosa de mantenerla. En cuanto a los demás esquimales, habían partido casi todos.
Mientras Viví y Utunia ponían a Papik al corriente de la situación, Kio, que se encontraba también en la casa común con Nualik, no sabía cómo manifestar al mismo tiempo su júbilo por el regreso de un marido y su dolor por la muerte del otro. Y Viví no podía aconsejarla puesto que estaba discutiendo con Papik.
—Putú te puede explicar que no es vergüenza aceptar dinero y comida de los hombres blancos a cambio de trabajar para ellos —le decía.
Y Utunia:
—De ellos podemos aprender muchas cosas.
—Dime una —exigió Papik.
—Que es importante lavarse siempre porque el aire y nuestra piel están llenos de minúsculos animalitos que sólo se ven con instrumentos mágicos, y que nos traen las enfermedades y los dolores y mueren cuando nos lavamos.
Papik rió con ganas.
—¡La más estúpida de las supersticiones! ¡Los dolores y las enfermedades no provienen de animalitos invisibles y sí de los espíritus malignos que nuestros angakok ven perfectamente!
Utunia osó contradecir al padre.
—Si matamos esos animalitos a tiempo, no nos enfermamos.
—¡Pero si nosotros no nos enfermamos, chiquita! Nos basta con estar lejos de los espíritus forasteros. ¿Y Ernenek?
—Casi ha aprendido a domar las máquinas. Y al terminar la estación ha obtenido un fusil.
—¿Un fusil? —preguntó Papik, preocupado.
Viví asintió.
—No se separa nunca de él. Ni siquiera para dormir.
Papik se levantó para ocultar su disentimiento y conservar su sonrisa.
—¿Otras malas noticias?
—Sí —contestó Utunia bajando los ojos y ruborizándose—. Una tonta muchacha quiere casarse con Indalerak, el angakok blanco.
Papik se dirigió a su mujer, y su sonrisa le partía la cara de oreja a oreja.
—Un hombre empieza a perder el oído ¿Tal vez es hora de que vaya a morir?
—Has oído bien —dijo Viví—. Utunia esperaba tu consentimiento. Y no se lo puedes negar.
Papik pareció incapaz de responder. Trasladaba su peso de un pie a otro y tragaba saliva mientras los ojos se le ponían brillantes.
Asombrada, Viví lo tomó de un brazo.
—¡Papik! ¿No te pondrás a llorar?
—¿A llorar? ¡Si estoy riendo! —y tuvo un estallido de incontenible hilaridad—. ¡Piensa en todo lo que hemos hecho por esta criatura! —Hablaba entre una y otra risa—. Alguien ha perdido tres dedos por ella. Tú te has curvado la espalda para transportarla, has reído hasta terminar con las piernas torcidas para complacer al marido de ella cuando era chica; te has consumido los dientes y los dedos para vestirla. ¡Y ahora nos deja! ¡Y para colmo por un hombre blanco! ¿No es para reír?
Utunia le echó los brazos al cuello y lo husmeó.
—Por eso una muchacha no ha sido feliz durante mucho tiempo. Su corazón no quería dejarte por un extraño. Pero sabía que no podría hacer menos.
—¡Pobre mundo! Indalerak no es un cazador. Es débil e ignorante y tiene un olor feo.
—Debe gustarle a ella, no a ti —Viví le recordó.
—Te habrá embrujado —prosiguió Papik—. Con una de sus inyecciones.
—Es lo que una le repite siempre —contestó Utunia—. Cuando está al lado de él, una muchacha tiembla. Pero según Indalerak, es al revés: él ha sido embrujado. Estaba por volver bajo la línea de los árboles donde lo espera otra muchacha, de una tribu sedentaria como él. Pero ahora no quiere partir. Dice que tiene en el Norte a alguien que no desea dejar. Tal vez vayamos adonde están los renos, porque una muchacha que es una muchacha no puede matar focas pero sí cazar renos.
Papik creía que ya se habían terminado las malas noticias.
Hasta que llegó Ernenek, fusil en mano, y con un gabán de nylon sobre los hombros.
El muchacho saludó al padre con una ancha sonrisa, y los dos se estrecharon las manos, manteniéndolas en alto mientras se inclinaban, baja la cabeza; Ernenek por respeto al padre, y Papik por respeto a su padre cuya alma albergaba el hijo.
—¡Ha crecido! —exclamó Papik—. Y se asemeja cada vez más al abuelo. La misma mirada. El mismo mentón. Los mismos hombros.
—Es más alto que Utunia —dijo Viví—. Y todavía está creciendo.
—Ernenek, no debes trabajar más para los hombres blancos —dijo Papik—. El mar está duro, hay buena luz. ¡Partimos!
Ernenek se ensombreció.
—A un estúpido muchacho le gusta desarmar las máquinas. Y escuchar música fuerte en el lugar donde la gente se emborracha.
Esta vez Papik no rió.
—¡Y bebe agua de fuego y come alimento en cajas… y probablemente se lava con agua y jabón!
—También con vapor, en la sauna —confesó Ernenek—. Pero mientras tanto, aprende cosas, y no es imposible que dentro de poco lleve a pasear a la misma máquina que te rompió el costado.
—¿No quieres viajar? ¿Prefieres un lugar de hombres blancos?
—¡No, no! Pero alguien quiere aprender algo más sobre las máquinas. Algunas son capaces de llegar hasta la luna.
—También nuestros angakok saben ir.
—Pero los nuestros no me dicen cómo se hace. Los hombres blancos me lo dirán.
—Tal vez Ivalú también te lo dirá si se lo pides —dijo Papik—. Pero debes saber que existen dudas sobre los viajes lunares de los hombres blancos.
—¿Quién lo dice?
—El cuñado de Nualik. Dijo que nuestros angakok jamás han encontrado huellas de hombres blancos en la luna. Ni siquiera eso que todos deben dejar en el suelo.
—De todos modos, un estúpido muchacho quisiera llevar de paseo una de esas máquinas, aunque sólo una vez.
—Esperemos ese día —intervino Viví—. Se dice que los hombres se cansan pronto de conducir las máquinas y vuelven a la caza. Ese día partiremos.
—Algún otro —dijo Papik— ha oído que viviendo largamente con los forasteros los hombres se vuelven demasiado débiles para irse. Partimos ahora.
Viví se mordió los labios.
—Hay otra cosa que debes saber, Papik. Nos hemos comprometido a trabajar aquí también la próxima estación, porque no sabíamos si volverías, ni cuándo. Y gracias a Aquel Que Paga, Walonga le ha anticipado a Ernenek el fusil y este saco de verdadero nylon.
—¿Ernenek no los ha comprado con lo que ha ganado?
—El dinero ganado se le ha ido en cerveza, cajitas y tabaco. Y también una tonta mujer ha tomado muchas cosas que todavía debe pagar.
—Devuelve todo.
—¿Cómo hace para devolver la cerveza que han tomado ella y Kio? ¿El tabaco que han fumado? ¿Los bizcochos que se han comido? Debemos pagar más de cuanto hemos ganado.
Papik empezaba a enardecerse.
—¡No importa! Nadie puede detener a un hombre. Ernenek restituye el fusil y partimos.
—Todavía no —dijo Ernenek. Rehuía la mirada del padre pero su tono era decidido.
—Somos demasiado viejos para viajar sin un hijo —manifestó Viví.
—¿Demasiado viejos? —dijo indignado Papik—. Aquel Que Paga los ha trastornado. ¿Dónde está?
—Donde la gente se emborracha —dijo Ernenek.
—¡Alguien quiere hablarle! —Agitado, Papik empezó a ponerse otras ropas y Viví a asustarse.
—¡Cuidado, Papik! Sabes que tendremos muchos problemas si matas a un hombre blanco o arruinas sus cosas.
—¡Un estúpido hombre sabe todo! —vociferó Papik.
Adelantándose a él velozmente, Viví aferró la lanza con la que había llegado y que era la única arma que le quedaba, la quebró en dos sobre sus rodillas, arrojó los pedazos al suelo y como buena medida los escupió. Pero preocuparse por las acciones de una mujer no hubiera sido cosa de un verdadero hombre.
Por eso Papik se precipitó fuera sin hacer caso.