CON el advenimiento de la noche, el hielo había vuelto a ser el territorio de los hombres. Blancanieves estaba enmudecida, envuelta en tinieblas y paralizada por el frío. Pájaros y aviones habían emprendido vuelo hacia climas más suaves. El campito de aterrizaje yacía abandonado. Las máquinas hibernaban, a excepción del grupo electrógeno, que de tiempo en tiempo dejaba oír su zumbido. Y casi todos los forasteros se habían marchado de regreso bajo la línea de los árboles.
De ellos sólo habían quedado Aquel Que Paga, que debía vigilar las instalaciones de la Compañía, y el angakok Indalerak, es decir, el doctor Hendrik.
Nadie sabía por qué no se había ido. Poco era lo que tenía que hacer. Los raros casos que exigían su intervención eran quemaduras en muslos y nalgas esquimales; y sólo cuando empezaba el invierno. Los hombres que acechaban sobre los agujeros abiertos en el hielo para pescar, se guarecían del frío de la noche recubriéndose con una capa de pieles colocada como una campana, bajo la que ardía un candil para darle calor al pescador y a los peces la ilusión de que la primavera había vuelto y era, por lo tanto, el momento de salir a la superficie para dejarse clavar el tridente. Casi siempre los hombres abandonaban esa posición sólo cuando habían apresado un pez o se había prendido fuego a su ropa. Pero con el avanzar del invierno la costra helada se volvió más espesa y sólo las focas podían perforarla para respirar, de modo que cesó la actividad pesquera.
Después de lo cual el doctor Hendrik no tuvo más quemaduras para tratar.
La fauna escaseaba. Los raros osos blancos que vagabundeaban por aquellos parajes eran tan difíciles de avistar en la noche de hielo como los zorros blancos que delataban su propia presencia con ladridos secos y cortados como golpes de tos; y las focas no habían vuelto después de que la nave, una vez más, contaminara las aguas antes de zarpar, puesto que no se oían los soplidos y los gargarismos que denuncian la presencia de sus respiraderos.
Para colmo de males, Walonga había agotado las reservas de cerveza, ya que el consumo durante el verano había superado las previsiones. Después de lo cual la mayor parte de esquimales que habían permanecido se fueron, abandonando sus pertenencias y sus deudas.
Pero mientras algunos partían, otros llegaban en esa estación de los viajes, con trineos o con perros de carga, o bien a pie, caminando doblados hacia adelante, cada uno cargando un gran bulto en la espalda, amarrado con la correa que le ceñía la frente, para cambiar pieles por armas de fuego o tabaco o posiblemente por algo de beber.
Los esquimales no son la única raza rica en recursos. Hacía tiempo, algunos hombres blancos le habían revelado a Walonga que existen infinitos medios de producir bebidas alcohólicas en caso de necesidad. Y como el tabú de la Compañía contra el consumo de licores regía sólo durante la estación laboral, Walonga había revisado sus armarios y puesto a fermentar harina de patatas, fruta seca, azúcar y levadura en un tonel que había contenido petróleo y que añadió a la mixtura su delicada fragancia.
Fue un extraordinario éxito.
Walonga fue el primero en embriagarse, por espíritu de responsabilidad, para asegurarse de que el producto no era dañino. El segundo fue un viajero recién llegado que bebió a más no poder, y cuando volvió a su trineo, perdió el conocimiento y fue devorado por su propia traílla, sin enterarse.
Su desgracia hizo la felicidad de otros dos hombres que dejaron Blancanieves llevándose a los perros y a la viuda del desdichado.
Los esquimales habían descubierto que Aquel Que Paga no era el propietario de la Compañía, sino que también él era un servidor; y que sus patrones —que jamás se aventuraban tan al norte y que a su vez eran servidores de otros— habían decidido no tomar trabajadores esquimales en la estación venidera porque el programa del verano anterior no había sido ni lejanamente realizado. Y Aquel Que Paga no había encontrado nada mejor que endilgarles toda la culpa a los asalariados esquimales, sólo porque algunos habían abandonado su trabajo o se habían comportado con negligencia.
Los hombres se divirtieron en grande cuando Putú les informó sobre eso que probaba, una vez más, la ignorancia de los forasteros. Cualquier persona inteligente se habría sentido orgullosa y contenta de la ayuda de un esquimal.
Para permanecer en las proximidades del Centro de la Compañía, los pocos esquimales que habían quedado se habían construido una casa común de tierra y piedra, antes de que la superficie del suelo se congelara; ahora se sentían seguros y cómodos en esa construcción semihundida en la tierra y enteramente obtenida de ella, entre los olores de la grasa de foca que se consumía en las lámparas, de las vestimentas de cuero colgadas para secar, orina, cachorros, cuerpos humanos y carne ablandada.
Pero todo esto no bastaba para hacer feliz a Viví.
Cada vez que se despertaba entre extraños, y privada de su familia casi siempre, se sentía perdida. Por eso se amparaba cada vez más en Kio, la cual se creía en el deber de mostrarse doblemente más triste que Viví, ya que acusaba la falta de dos maridos, partidos con Papik ambos; y por no hablar del hijo, un muchacho ya grande, que había dejado Blancanieves la primavera anterior en busca de caza y que no había vuelto más.
Varios hombres habían empezado a cortejar a Viví y a Kio en cuanto se encontraron solas, pero ellas los habían rechazado. Le aconsejaban a cada pretendiente aguardar el regreso de los maridos, si es que sólo deseaban reír con ellas un par de veces, o bien la noticia confirmada de su muerte si es que querían tomarlas por esposas. Pero lo decían, sobre todo, para no ofender a los enamorados con una negativa terminante; las dos estaban convencidas de que sus maridos retornarían.
Había poco trabajo en el lugar donde se quema la carne, y pocas eran las ropas que cuidar cuando los hijos hacían vida sedentaria, y ambas señoras mataban su tiempo durmiendo un largo sueño invernal, fumando en pipa, o bien se ponían a jugar a las cartas o se bebían el licor fabricado por Walonga; actividades todas que Viví había aprendido a apreciar gracias a su amiga, ya iniciada. Kio carecía de dinero debido a que anteriormente los dos maridos y el hijo grande la habían tenido demasiado ocupada como para trabajar también ella en la Compañía. Ahora Viví pagaba por las dos y estaba orgullosa de poder hacerlo; pero se esforzaba por no hacer pesar su propia generosidad.
Como la familia de Viví todavía debía retirar salarios atrasados, Walonga le proporcionaba sin discutir todo el licor y el tabaco y el alimento seco o envasado que ella le pedía; después le pasaba la notita a Aquel Que Paga.
Las dos mujeres resultaron óptimas fumadoras de pipa, pero siempre tenían que improvisar nuevas reglas para las partidas de naipes, incapaces de recordar las reglas del juego; por otra parte, las partidas resultaban siempre más interesantes si se cambiaba continuamente el reglamento. Mientras tanto, bebían el licor de Walonga en el lugar donde la gente se emborracha, comparando su situación y confiándose sus preocupaciones.
—Los hombres han partido con demasiada prisa, sin equipos adecuados ni suficientes perros —se lamentaba Viví—. Pero la falta de amuletos, sobre todo, es lo que podría resultar desastroso.
Kio no quería ser menos y observaba:
—No tenían siquiera una lámpara, ni lo necesario para coser, ni una mujer para calentar sus pies y remendar sus ropas, que ya estarán hechas pedazos. Basta que resbalen o pongan una pierna o un brazo en el agua y es el fin.
—Los huesos de un marido todavía no se habían acomodado bien. —Viví no se atrevía a nombrar a Papik, pese a estar convencida de que él aún seguía vivo; pero la prudencia nunca es demasiada.
También Kio pensaba de la misma manera y no nombraba a Nualik y a Kuzikizok.
—Mis maridos están envejeciendo —suspiraba.
—También otro marido que, para peor, es cojo —le contestaba Viví para animarla.
—¡No, no! Los míos son mucho más viejos. Ya están francamente tambaleantes. Y los dos renquean, pero sólo en casa. Es un secreto. No lo divulgues.
Y seguían interminablemente en el mismo tenor, hasta que los vapores del alcohol volvían neblinoso el recuerdo de los familiares ausentes, y las adormecían, las mejillas apoyadas sobre los naipes desparramados en la mesa de madera.
Utunia estaba cada vez más nerviosa. Y a veces tan irritable cuando se encontraba en la casa que su madre prefería que volviese al lugar donde la gente se desviste. Pero su humor era mutable como el tiempo ártico, y de pronto podía mostrarse alegre y radiante como la vez que le confió a su madre:
—No es imposible que una muchacha quisiera tener un hijo.
Viví abrió desmesuradamente los ojos.
—Una vez decías que los niños son nada más que un estorbo.
—¿Tal vez no es así?
—Cierto. Mírate a ti misma.
Y el diálogo terminó con una fuerte risa y un abrazo estrecho. Para Utunia la vida en la enfermería era turbadora e interesante al mismo tiempo. En efecto, era interesante por lo turbadora. El doctor Hendrik le había pedido que ocupase definitivamente el puesto de Igah, cuya desaparición de Blancanieves había coincidido con la partida de uno de los trineos.
Utunia no sólo estaba aprendiendo cómo tratar un dedo aplastado y a hablar el idioma de los hombres blancos sino también, y sin la ayuda de nadie, a perder el aspecto de varón y a adquirir el de una muchacha. Llevaba todavía los cabellos largos y lacios, sueltos sobre los hombros, a la manera masculina, pero ya empezaba a peinarlos con cuidado, como las mujeres.
Era la primera vez que se preocupaba por su apariencia física y aún no sabía qué pensar de la imagen rubia que la escrutaba con ojos azulísimos y levemente estrábicos, desde el espejo de la enfermería.
¿Era en verdad una belleza rara, como con frecuencia aseguraba el doctor Hendrik oprimiéndole la pequeña nariz roma y recorriendo con su suave dedo de angakok el trazado perfecto de los labios carnosos y ligeramente levantados?
No era imposible, aun cuando nadie se lo hubiera dicho, porque entre los esquimales jamás se le hacen cumplidos a una muchacha, para ahorrarle el azoramiento que inevitablemente provoca todo elogio.
Utunia estaba fascinada y también asustada por la turbación que le causaba no sólo la proximidad del doctor Hendrik sino el pensar en él; y que no era de índole sexual. Por lo menos, ella así lo creía. Porque nada de lo que atañía a la vida sexual era un misterio para quien había crecido en la intimidad de un iglú.
Lo que la llenaba de ansiedad y maravilla era el tumulto que advertía en su corazón.