—¡TRABAJÁIS para otros! ¡Sirvientes! —Papik trataba de mantener un tono jocoso mientras Viví lo acompañaba a la casa.
Aún estaba enyesado y se apoyaba en un bastón.
—No hay caza —se justificó Viví—. El mar se ha abierto. No podemos partir antes de que se cierre y que Indalerak declare curada tu pierna.
Papik no perdió tiempo en derrumbar la casita construida sin los beneficios de su consejo y en reconstruirla como era debido. Se quejaba por la ausencia del hijo, que no se encontraba allí para ayudarlo.
—Alguien tenía que hacer —se excusó Ernenek cuando por fin apareció—. Dice Putú que tal vez a fines del verano un muchacho tendrá un fusil. Y entonces podremos matar muchos osos sin esfuerzo.
Papik apoyó el puño sobre la cadera enyesada.
—No es imposible que cuando tengas el fusil necesites balas.
—Alguien cambiará pieles por balas.
—Las pieles sirven para vestirse.
—Alguien matará otros osos y se comprará un saco de nylon.
—En el que morirás congelado —Papik se esforzaba porque su tono no fuese despreciativo para los espíritus de los antepasados que moraban en el cuerpo del hijo.
—Un estúpido muchacho matará más osos todavía y comprará una estufa para calentarse.
—Entonces se necesitarán más pieles para comprar el material que quema.
—Con el fusil es fácil.
Papik frunció la nariz.
—En los alrededores de casi todos los puestos de trueque la policía te quita el fusil si matas más de dos osos al año, y más de tres o cuatro focas, aunque ellos mismos maten focas en cantidades impresionantes y sin restituirle los huesos a Sedna.
—Debe haber alguna razón.
—Siempre la hay. La razón es que están locos, tanto, que creen que sólo lo que ellos hacen tiene sentido. Por eso nos conviene estar lejos de ellos, sobre el gran hielo en donde nos encontramos seguros. Perdona a un estúpido padre si te dice lo que sabe.
—Perdona a un estúpido hijo que querría, al menos por una vez, cazar al oso con un fusil, y llevarse una gran máquina de hierro para divertirse —dijo Ernenek con una sonrisita cohibida.
El reglamento de la Compañía prohibía a los esquimales poseer armas de fuego. Ante todo, existía el peligro de que uno, especialmente si había bebido, sin motivo alguno se dejase arrastrar por el frenesí de los hombres y empezase a hacer fuego alocadamente. Otra de las razones era que una vez obtenido un fusil, cualquier verdadero hombre habría dejado plantado el trabajo para irse de caza. En efecto, ninguno de los esquimales de Blancanieves, excepto Putú, había poseído jamás un fusil; todos trabajaban para poder comprar uno. Pero no lo recibirían antes de que Aquel Que Paga declarase terminada la estación laboral.
Walonga, un mestizo que administraba la proveeduría de la Compañía, tenía en exposición un lindo fusil para inducir a los trabajadores a ser perseverantes.
La compañía estaba muy interesada en que las tareas programadas para el verano fuesen concluidas puntualmente. Debían ser instaladas ciertas máquinas y construido un muelle antes de que el mar se cerrase, de modo que el verano siguiente las naves pudiesen descargar directamente en tierra el material destinado a Blancanieves, sin tener que trasbordarlo en barcas.
En cuanto se quebró la costra marina, una nave rompehielo de la Compañía, después de abrirse paso con la proa de acero a través de los fluctuantes témpanos, trasbordó una infinidad de cajas y barricas en las chalupas, descargadas después en la playita todavía cubierta de nieve. De la nave habían desembarcado también varios trabajadores blancos que se habían comprometido a cumplir doce horas diarias de labor los siete días de la semana para aprovechar al máximo el breve verano.
Mientras la nave estaba anclada, y en el aire había olor a algas, gasolina y pescado, Blancanieves se llenó de ruido y actividad, y el movimiento aumentó también en la enfermería. Muchos trabajadores se hacían tajos, o dejaban caer grandes pesos sobre sus pies, o bien se daban puñetazos en el lugar donde la gente se emborracha, y a veces cuchilladas.
Era un período excitante.
Era también el período en que el doctor Hendrik tenía más necesidad de su enfermera y menos lograba encontrarla, porque Igah prefería la compañía de los blancos válidos a la de los heridos y enfermos. Los acechaba a la salida, cuando terminaba su turno, y se iba con ellos a tomar cerveza o a ver cómo vivían en esos pabellones de hierro. Igah no era joven ni bella, y sólo cordial cuando había bebido mucha cerveza o jarabe para la tos; pero era abordable, y los hombres no buscaban otra cosa, tanto los blancos como los verdaderos. Y el doctor Hendrik cada vez más asiduamente debía recurrir a Utunia, que no desertaba.
En cuanto a Papik, su resentimiento con los hombres blancos llegó a un nuevo vértice. Lo ignoraban, nadie le pedía consejos que él de buen grado hubiese dado. Esos salvajes parecían evidentemente más interesados en su esposa que en él.
—Algunas mujeres han recibido el permiso para reír con los hombres blancos —le informó una vez Viví.
—Hay una mujer que no tiene el permiso —respondió Papik bruscamente.
Viví insistió con una sonrisa seductora:
—Los hombres blancos saben ser gentiles. Les dan bonitas cosas a las mujeres y también dinero a los maridos.
—Un estúpido marido puede procurarte todo lo que necesitas —exageró Papik—. ¡Y harás bien en recordarlo!
Viví bajó los ojos compungida.
—Cierto. Una mujer pensaba que era su deber informarte. Nunca se sabe.
—¿Y Utunia? ¿Ha sido puesta en guardia?
—Utunia nunca ha sonreído a un hombre antes de ahora, tanto que una madre empezaba a preocuparse. Pero ahora sonríe a Indalerak, el angakok blanco; y sólo a él.
—Un hombre se ha dado cuenta en el lugar donde la gente se desviste y espera que le hayas dado las instrucciones del caso.
—Utunia sabe muy bien que no debe reír con ninguno, ni mirar la luna llena antes de haberse asegurado un marido que le dé un hijo.
—¿Por qué debe sonreír precisamente a un forastero? —preguntó irritado Papik—. Todos tienen feas enfermedades y llevan una vida estúpida y loca en tierras que no son apropiadas para ningún hombre.
—Utunia lo sabe. Pero el corazón, ¿quién puede mandarlo?
Viví le tocó el pecho e hizo un gesto tierno.
—En su juventud una tonta mujer se enamoró de un oso llegado del Norte. Sus padres le decían que jamás hubiese podido vivir allí. Ella ahora no quisiera morir en otro sitio.
Papik respondió a esta declaración con un gruñido y fue en busca de su equipo de pesca.
Varios bancos de hielo procedentes de la costra marina, ya casi toda desaparecida, encallaban en el codo de la angosta playa hasta que la llegada de otros los empujaba nuevamente hacia el mar abierto. Papik se ponía a pescar sobre una de esas superficies flotantes confiando en que una repentina corriente no arrastrase aquélla en la que él se había aventurado. De todos modos, valía la pena arriesgar la vida para procurarse un poco de comida decente.
Debía apelar a toda su experiencia y habilidad. Esparcía migajas de comida en el área del agujero que había abierto. Se inclinaba sobre el espejo del agua y provocaba burbujas soplando dentro para suscitar la curiosidad de los peces. Permanecía inmóvil, boca abajo, la nariz sobre el hielo, soportando estoicamente los calambres que torturaban su flanco agredido, todavía enyesado. Y una vez consiguió arponear una merluza grande.
Pero después que la nave de la Compañía hubo descargado su sucia gasolina en esas aguas puras, no obtuvo otra presa que un joven escualo: alimento de perros. Sin embargo, algo comió, y no sólo las partes gustosas, las mejillas y los ojos. El resto se lo dio a la traílla.
De pronto un golpe de fortuna lo puso en situación de asalariado de la Compañía sin la mortificación de tener que trabajar realmente. Después que hubo desaparecido el fusil exhibido en la proveeduría en concomitancia con la partida de una pareja, y que también empezaron a desaparecer de los estantes tarros de avellanas, Papik fue el encargado de montar guardia y cuidar la mercancía cuando el administrador Walonga se iba a dormir.
Aquel Que Paga solía garabatear minúsculas cifras en un cuaderno que registraba las sumas que la Compañía debía a cada uno de sus empleados, y las sumas que los empleados adeudaban a la proveeduría, que a la vez era propiedad de la Compañía. Sólo al terminar la estación cada trabajador sabría si su crédito superaba su deuda y, en ese caso, si le alcanzaba para comprar un fusil.
Papik no había aceptado ese empleo porque deseara un fusil sino porque Walonga le había asegurado que si descubría al delincuente que le robaba las avellanas, podía matarlo, y que al matarlo se ganaría el favor de los espíritus blancos, los cuales, a diferencia de los espíritus de los hombres, consideraban pecaminosa la apropiación de alimentos ajenos. Bastó esta información para despertar en Papik el instinto de la caza, y de inmediato afiló sus flechas, ajustó el nervio de foca que comprimía el arco e instaló un catre en la proveeduría, cerca de los tarros de avellanas.
Como su organismo estaba acostumbrado a sumirse en el sueño cuando no tenía nada importante que hacer, siguieron desapareciendo las avellanas mientras él estaba de guardia, y Walonga se burló de él delante de los demás, para su oprobio.
Por fin Papik logró descubrir a un ladrón de avellanas. Pero indudablemente no atravesaba un período afortunado, porque la persona que sorprendió en falta era Ernenek, su hijo; así que cerró el ojo que había abierto cautamente al primer rumor sospechoso y fingió dormir.
No solamente el sol daba vueltas sin interrupción; también los esquimales, que prefieren permanecer despiertos durante el breve verano, y no hacen como los forasteros cuando ven en sus relojes que ha llegado el momento de sentirse cansados; y fue justamente durante uno de esos períodos de reposo de los hombres blancos, que un grupo de esquimales, reunidos en la playa para fumar y discutir los asuntos del mundo, enmudeció de improviso al ver un brillante iceberg que iba a la deriva peligrosamente.
Desde que la costra helada había sido arrastrada por el viento y las corrientes, el mar licuado transportaba aislados hielos de toda forma y dimensión y que variaban del tamaño de una astilla al de ingentes masas como verdaderas islas. Algunos de estos hielos chocaban con la pedregosa playita de Blancanieves antes de continuar a la deriva.
El iceberg que atrajo la atención del grupo era diferente de todos los que habían visto ese verano: bullía de osos blancos.
Los osos no le dignaron a Blancanieves una sola mirada; bailaban despreocupadamente sobre su montaña de hielo flotante que la luz solar sombreaba de azul, o se zambullían para pescar en las aguas de zafiro, o se solazaban nadando a lo largo de los bordes, o bien descansaban de tantas fatigas exponiendo al sol los trocitos de hielo que se formaba en su peludo vientre al salir del agua.
La presencia de toda una tribu de osos que se divertían en un crucero estival, volvió febricitantes a todos los verdaderos hombres y trastornó el campamento.
Sordos a los gritos de Putú que ordenaba a todos no moverse, los esquimales corrieron a equiparse. Los primeros que volvieron armados de lanzas, trataron de botar al agua las dos chalupas de la nave que estaban en seco en la playa. Alertados por los gritos algunos hombres corrieron para detenerlos, desencadenando una gran confusión.
Otros esquimales, viendo que no conseguían apoderarse de las chalupas, se precipitaron directamente sobre los bancos de hielo bloqueados por el codo de la playa.
En ese momento Aquel Que Paga salió, somnoliento y alarmadísimo, de su casa de hierro ondulado, abotonándose la peluda chaqueta sobre los calzoncillos de lana, y ordenó a Putú que le recordara al personal que estaba prohibido dejar el trabajo antes de que el contrato venciera. Pero por más que Putú repitiese con voz estentórea una y más veces la admonición, y en la verdadera lengua, ningún esquimal lo oyó.
Durante el verano, Aquel Que Paga había advertido, aun no comprendiendo la razón, que Papik tenía un fuerte ascendiente sobre los demás esquimales; y estaba persuadido de poder contar con el apoyo de alguien que tenía toda la familia empleada en la Compañía. Por eso se dirigió a la carrera hacia la casita de Papik, arrastrando también a Putú.
Papik estaba acostado en el lecho, ocupado en reponer fuerzas después de una larga pesca infructuosa, y en preguntarse qué pecados había cometido la familia para merecer tan mala suerte. Porque nadie recibía un castigo sin razón. Como si tal cosa, Viví había puesto carne y pescado en un mismo recipiente; es que los pecados son una especialidad de las mujeres. O quizá los hijos habían matado un reno blanco sin que él lo supiera. O bien los espíritus finalmente habían descubierto el ardid de Utunia, que había osado asesinar focas en vez de quedarse en su casa, y ahora se vengaban.
Pero esta conjetura era demasiado horrible para detenerse en ella, y Papik prefirió descartarla en seguida. En cuanto el mar empezara a congelarse reabriendo la estación de los viajes, sería conveniente consultar a Ivalú, cuya reputación como angakok, según todas las informaciones, había ido en aumento conjuntamente con su número de hijos.
En extremo humillado, Papik no hacía caso de la baraúnda que le llegaba de afuera. Pero cuando el viejo Putú irrumpió en su casa junto con Aquel Que Paga, farfullando algo sobre hombres y osos, Papik se enardeció. Se puso en pie de un salto, agarró la pelliza y la lanza, y renqueando se precipitó afuera.
Vio el iceberg hirviente de osos. Vio a los hombres circundados de perros alborozados que se dirigían a los témpanos de la playa, y a Utunia que abandonaba la enfermería y corría a la casa para armarse.
En cuanto a Ernenek, se había asido al comerciante Walonga y le imploraba un fusil sin esperar a que la estación terminase. El muchacho no habría podido elegir un momento peor. Aquel Que Paga, que había llegado al lugar, lo tomó del cuello y lo tuvo inmovilizado con la ayuda de Walonga y Putú, sin darle explicación.
Saltando de un hielo a otro, Nualik y Kuzikizok, los dos maridos de Kio, fueron los primeros en alcanzar el témpano más cercano, y después trataron de separarlo de los adyacentes sirviéndose de las lanzas y los pies. Aún en movimiento, el banco de hielo chocaba contra los vecinos permitiendo que otros hombres lo abordaran antes de desplazarse.
Sin dejar de renquear sobre su yeso pero apoyándose en la lanza para dar saltos más largos, Papik fue el último de los cinco hombres que consiguió subir.