CUANDO el tiempo mejoró y el hielo incrustado en las ventanitas fue raspado y arrojado afuera, Papik y su familia tuvieron ocasión de observar más de cerca algo que hasta ese momento habían visto sólo raramente y a gran distancia: aviones. Los que habían visto antes unían los continentes, surcaban el cielo ártico, y parecían minúsculos. Los que veían ahora eran mucho más chicos y, sin embargo, parecían más grandes porque pasaban cerca de la ventana antes de aterrizar, con esquíes montados en el lugar de las ruedas, sobre la faja costera que la pala mecánica había aplanado gentilmente para ellos.
En aquel campamento los forasteros eran casi todos angakok, porque llegaban del cielo y partían por la misma vía haciendo un ruido infernal. El campamento, bautizado con el nombre de Blancanieves por la Compañía que lo había establecido allí un par de años atrás, se estaba preparando para un breve verano de actividad intensa. No sólo los forasteros alojados en los edificios de cemento y de hierro sino también los esquimales que trabajaban para ellos o vivían en torno al Centro, eran tan numerosos que Papik era incapaz de contarlos, ya que no le bastaban los dedos de las manos y los pies que tenía a su disposición; y ni siquiera los de Viví, que no carecía de ninguno.
En realidad, no tenía el menor deseo de hacerlo, ya que se encontraba aún bajo el efecto de las inyecciones de Igah.
Puesto que la familia había viajado, como de costumbre, con escasas provisiones, los hijos enseguida quisieron salir de caza; pero los esquimales del lugar les habían informado que el estrépito de las máquinas que resonaba lejísimos sobre la extensión helada, había hecho huir a la fauna salvaje, y asimismo los animales marinos evitaban esas aguas desde que una nave de la Compañía, el verano anterior, había descargado un aceite particularmente nocivo.
Mientras Viví y sus hijos se ocupaban de levantar un habitáculo de tierra, piedra y nieve, recibieron la ayuda de una tal Kio, una mujer tan ancha como alta, de cara grande y redonda y de modos amables; una verdadera mujer de los hombres. Para ser precisos, de dos hombres: Nualik y Kuzikizok, que al igual que tantos hombres polares encontraban conveniente compartir a la esposa.
Otras mujeres se agregaron al grupo, para ayudarlos e intercambiar noticias y habladurías. Nadie sabía, y tampoco les importaba mucho, qué era lo que los hombres blancos buscaban en Blancanieves, y por qué estaban perforando el suelo helado con máquinas tan grandes y estruendosas. Debía haber algo que ellos habían perdido y a lo que le daban mucho valor porque era evidente que a los forasteros no les gustaba vivir en las regiones árticas, y tan cierto era, que para que se quedaran la Compañía debía desembolsar importantes sumas. Y nadie recordaba haber visto una mujer blanca en esos parajes, salvo las imágenes de las revistas con que los forasteros tapizaban las paredes de su alojamiento para aislarlas de las corrientes de aire.
La familia se enteró además que la Compañía acusaba a sus dependientes esquimales de poco rendimiento en el trabajo, naturalmente, una vil calumnia. Un esquimal era capaz de trabajo regular como cualquier otra persona; a menos que avistasen un oso, lo que ocurría muy raramente en los últimos tiempos, o se fatigara, o sintiese sueño o hambre, o se aburriese de su trabajo. Entonces, por supuesto, lo interrumpía. Pero cada vez que la fantasía de un esquimal lo impulsaba al trabajo, nadie podía pararlo.
Más bien eran los esquimales quienes tenían razón para quejarse de los hombres blancos. Como en todas las sociedades libres, ellos no estaban acostumbrados a aceptar órdenes sin discutirlas, pero sí a analizar cada problema en grupo y a escuchar el parecer de cada uno. Los hombres blancos seguían un sistema opuesto: impartían órdenes y pretendían ciega obediencia. Con frecuencia, si un esquimal preguntaba el porqué o bien proponía una solución diferente, el hombre blanco se enfurecía, se ponía rojo y empezaba a vociferar.
Los esquimales no se ofendían pero compadecían al individuo diciéndose que debía haber nacido con mal carácter y no podía dejar de comportarse así.
Si un esquimal no soportaba esos modos arbitrarios, se iba, limitándose, en señal de protesta, a renunciar a la paga que se le adeudaba.
La Compañía se esforzaba porque la estancia de sus dependientes fuera agradable, para que permanecieran. Por eso el Centro de Blancanieves incluía una proveeduría que se reabastecía en verano cuando llegaba la nave, y donde además se podía escuchar música a todo volumen, jugar a la baraja, comer alimentos envasados y tomar cerveza en botella; y había también una reducida sauna capaz de disolver la costra más inveterada de la piel de un hombre. Todo en aquel Centro —sillas, mesas, catres, y las paredes mismas— provenía de la tierra de los hombres blancos; y había una iluminación como de día producida por un ruidoso equipo electrógeno.
Lo que menos coincidía con la naturaleza de los esquimales era tener que respetar un determinado horario, además del hecho de que no sabían descifrar el reloj, y se guardaban bien de aprenderlo para no tener nada que ver con la magia negra de los hombres blancos. Ni los animales salvajes ni el tiempo atmosférico observaban un horario fijo; por lo tanto, tampoco los esquimales habían sentido su necesidad. Estaban habituados a cazar cuando tenían hambre, o no había nada mejor que hacer; a comer hasta reventar cuando la carne abundaba para preservarse de los inevitables períodos de carestía; y a dormir cuando estaban cansados o el mal tiempo los confinaba en la casa, en vez de hacerlo cuando lo ordenaban las agujas del reloj, como sucedía con los hombres blancos.
—¿Obedecen al reloj también para reír? —quiso saber Viví, provocando una gran hilaridad, aunque no tanta como cuando la mujer respondió afirmativamente.
Los hombres blancos, por otra parte, les reprochaban a los esquimales la falta de todo sentido de la economía; no comprendían por qué ellos no se preocupaban, ante todo, de cancelar sus deudas en la proveeduría y se apresuraban, en cambio, a gastar el salario en cerveza para emborracharse.
Una de las razones por las cuales los esquimales se embriagaban era porque encontraban incomprensibles los tabúes de trabajo de los hombres blancos. Y no era que la borrachera los volviese más comprensibles: sólo les ayudaba a no pensar en ello. Uno de los tabúes de los hombres blancos prohibía a los esquimales realizar ciertos trabajos bien remunerados, aun cuando los supieran hacer mejor que los hombres blancos. Estos debían pertenecer a un sindicato, es decir, habían tenido que someterse antes a ciertas iniciaciones para estar autorizados a cumplirlos. A los esquimales sólo les eran permitidas ciertas tareas simples como trasladar cajas pesadas o alcanzar los utensilios a los asalariados blancos. Los esquimales aprendían con sorprendente facilidad cualquier trabajo, sobre todo si se trataba de mecánica, gracias a su sentido práctico y a la velocidad mental de la raza; pero esos singulares tabúes de trabajo no permitían a la Compañía emplearlos en labores más responsables y entretenidas.
Los esquimales no siempre conseguían ocultar lo que pensaban de los forasteros, como cuando descubrieron que aun cumpliendo las mismas tareas que un esquimal, el hombre que llegaba del exterior recibía un salario mayor sólo por ser blanco. Esa vez algunos debieron taparse rápidamente la boca para no reírse en la cara de Aquel Que Paga. He aquí una tribu de hombres ricos y poderosos que atravesaba en vuelo las nubes haciendo un fragor endiablado; y que siempre estaban calculando, papel y lápiz en mano, y que, no obstante, no se habían dado cuenta de que los esquimales cumplían la misma faena mejor y más rápidamente, capaces de trabajar durante más tiempo que sus colegas blancos, y que por lo mismo hubieran merecido una paga no más baja que los forasteros sino más alta…
—¡Qué risa!
Todo esto y mucho más supo la familia por boca de las mujeres que llegaron para retrasar la construcción de la choza con sus charlas. Kio quería llevar a Viví, en seguida, a que la viera Aquel Que Paga, el hombre blanco que todos consideraban propietario de la Compañía porque era el que desembolsaba el dinero. Seguramente éste les daría trabajo, ya que los dependientes esquimales desertaban con frecuencia al encontrar algo mejor que hacer, por lo que siempre había necesidad de nuevos asalariados. Y con el dinero se podía adquirir comida en la proveeduría del Centro.
Viví debía pedir la autorización a Papik. Pero no había prisa. Antes era preciso terminar la casita y remendar las indumentarias; mientras tanto, podían comerse el trineo, que pronto se habría descongelado en caso de no poder dejar esos lugares.
La segunda vez que el doctor encontró a los familiares de Papik en la enfermería, hizo una mueca y les informó por boca de Igah, que antes de poner los pies en ese sitio hubieran debido darse un baño.
—¡En tal caso nos vamos! —declaró alarmado Papik.
—Nunca más podrás caminar si te levantas ahora —dijo Igah.
—¡Pero ninguno de nosotros se bañará!
Si los esquimales no cesaban de maravillarse de las rarezas de los hombres blancos, también el doctor tenía de qué asombrarse; como la vez que encontró a Utunia desnuda, acostada en el piso de la enfermería mientras la madre la raspaba con el raspador de hueso con que ellos vuelven mórbidas las vestimentas endurecidas al secarse. Su pudor frente a los extraños y, sobre todo, frente a un angakok blanco, la hizo cubrirse inmediatamente.
—¿Que diablos hacen? —preguntó el doctor en cuanto recobró el habla.
—Anticipan la limpieza de la primavera —rió Igah, nuevamente de óptimo humor porque acababa de beberse otro frasco de jarabe para la tos—. Para librarse del baño.
—¿Y por qué lo temen tanto?
—Porque el agua debilita la piel.
—¡Superstición! —El doctor se descubrió el velludo antebrazo—. Pregúntele a este hombre si mi piel es débil.
Papik pellizcó el brazo del doctor y sentenció:
—No es fuerte.
El advenimiento del verano trajo la ininterrumpida luz solar mitigada por ocasionales nevadas, la rotura de la costra marina, la sinfonía de las garzas que llegaban en apiñadísimas cantidades para pescar en los sombríos canales ensanchados en el hielo fundido, y nubes de mosquitos sedientos de sangre que hacían estragos en las epidermis blancas pero que no conseguían mellar la dura corteza esquimal; y trajo la desmañada corte de un doctor rubio y una muchacha polar, a cuya peregrina fascinación había sucumbido.
Y ella, a su vez, se estremecía inquieta en presencia del angakok forastero.
Mientras Papik permanecía confinado en su lecho a la espera de que sus huesos se soldaran, sus familiares comenzaron a participar de la vida del campamento. Aquel Que Paga fue, en verdad, felicísimo al tomarlos como dependientes, ya que su asistencia era segura por lo menos durante el tiempo en que el jefe de la familia estuviese atado al cielo raso de la enfermería.
Este pagador era un individuo de escasa estatura, muy nervioso en compensación, de piel y cabellos rojos, y munido de un cinturón militar hirsuto a causa de las lapiceras y lápices de diversos colores que ocupaban el lugar de los cartuchos. Y como no hablaba la lengua de los hombres, había puesto como jefe del personal esquimal a uno de ellos, un tal Putú, un viejo que había vivido largamente con una tribu de hombres blancos bajo la frontera de los perros, y que podía servir de intérprete todas las veces que no estaba ebrio.
Viví fue destinada al refectorio —que los esquimales denominaban «el lugar donde la gente se emborracha»—, más exactamente, a la cocina, otra palabra ausente en esquimal, y que se convirtió en «el lugar donde se quema la carne», y que se hallaba en un ángulo de la misma sala. Viví debía ayudar a otra indígena que venía de vez en cuando, en las tareas propias de la mujer aunque en las más pesadas, como lavar los cacharros y transportar los bidones del combustible y el hielo para la provisión de agua potable.
Por lo general, indígenas y forasteros estaban de acuerdo, especialmente si nadie terminaba asesinado; pero existían inocuos conjuros tanto en unos como en otros.
Los hombres blancos pretendían que sus cacharros fuesen lavados con agua, como en los países donde el agua está al alcance de la mano. Cada lavado, en Blancanieves, era una cuestión de estado porque desdeñaban usar orina; ante todo, había que buscar el hielo potable, romperlo con un pico y después transportarlo a la cocina y por fin derretirlo. De modo que las mujeres esperaban que los hombres blancos estuviesen ocupados en otro lugar o durmiendo, y seguían el método de siempre, que era el más razonable: sacaban los cacharros por la ventana y los perros los limpiaban mejor que cualquier mujer.
En tanto, una simpatía cada vez más cálida unía a Viví y Kio, la buena gorda, que para hacerle compañía ayudaba a su nueva amiga, sin remuneración, en el lugar donde se quema la carne. Y Viví, que veía poco a su familia, se regocijaba con esa amistad.
Utunia, demasiado orgullosa para trabajar, pasaba su tiempo en la enfermería consolando al padre, intolerante a la obligada inmovilidad, y le ayudaba a reparar los arreos; y muchas veces el doctor le pedía que le echase una mano ya que Igah se hacía ver cada vez menos en el lugar donde la gente se desviste y siempre más en donde la gente se emborracha.
El joven doctor le pidió a Utunia que no lo honrase más con el apelativo de «viejo sabio» y que lo llamara por su nombre, que era Hendrik, pero que los labios esquimales no podían pronunciar de otra manera que Indalerak.
Sin embargo Utunia, como todos los de su raza, aprendía con facilidad el idioma de los hombres blancos, que era simple comparado con el de los hombres. Más heroica fue la decisión del doctor Hendrik de aprender el esquimal, que por lo común escapa al entendimiento de los forasteros. Pero Utunia, y todo cuanto le atañía, lo atraía con la fascinación de lo ignoto o tal vez con la atracción del vacío; y él deseaba explorar ese territorio virgen, cualesquiera fuesen los peligros que escondía.
Una vez el doctor Hendrik le pidió uno de esos pequeños y afiladísimos cuchillos con los que hacía incisiones en la carne humana, y le recomendó que lo tuviese bien limpio. Utunia tomó uno, lo olisqueó y después lo lamió solícitamente antes de entregárselo con una amplia sonrisa. Lo que determinó que el doctor Hendrik pronunciara una apasionada conferencia sobre la higiene que poco convenció a la muchacha, ya que ella y toda su familia hubieran tenido que estar muertos desde hacía tiempo si hubiera sido verdad tan sólo la mitad de lo que había comprendido. No obstante, ella adoraba observar ese cómico rostro y la articulada nariz que se movía agitada cuando él hablaba. Y las veces que el doctor Hendrik advertía que ella lo miraba con la boca abierta, embobada, no atinaba a permanecer serio y estallaba en carcajadas a las que Utunia en seguida hacía eco. Pero la muchacha trataba de seguir las directivas del doctor aun cuando él no la veía.
Viví le hacía bromas a causa de él. Sin embargo, poco tiempo después Utunia no quiso hablar más de Indalerak, y se ponía triste y taciturna si la madre la interrogaba.
Sólo el espíritu ingenuo de Ernenek se había dejado fascinar sin reservas por las novedades foráneas, y en su pensamiento poco sitio quedaba para su familia mientras descubría el mundo de los hombres blancos. Siempre exuberante e impetuoso, en el recorrido de un breve giro del sol, el muchacho había probado el alcohol, el tabaco y la sauna comunal, que había representado el primer baño en su vida.
Y eso no era todo. Putú, el esquimal antepuesto a los esquimales, lo había destinado al hangar que servía de refugio a los aviones pequeños y a la gran niveladora, para ayudar a los mecánicos blancos a desmontar y volver a armar los aparatos y a usar la grúa y otros mecanismos.
Ante un pedido del muchacho, que quería ver cómo estaba hecha por dentro la excavadora, Putú le prohibió abrir el motor. Los hombres le habían asegurado que desmontar una máquina era un juego de muchachos, y Ernenek no se dio paz hasta que no hubo probado. Una vez, mientras los hombres blancos dormían o tal vez se encontraban en el lugar donde los hombres se emborrachan, se introdujo en el hangar y desarmó solo el imponente motor del monstruo, ayudándose con la grúa y colocando las piezas en torno a él en el orden en que las sacaba, sistemáticamente, para estar seguro de volverlas a armar como correspondía. Y lo hizo sin excesivas dificultades.
Le sobraron solamente un par de piezas.