HABÍAN obtenido una victoria sin igual.
En alguna época de la prehistoria, restos de una tribu asiática expulsada de su territorio natural, habían salido triunfantes de su titánica lucha de adaptación a una región no creada para acoger a ningún ser humano, sólo a poquísimos animales. Pero habían quedado sojuzgados por su propia conquista, que asegurándose la totalidad de sus esfuerzos, había congelado su desarrollo cultural manteniéndolo en el estado primitivo en que se conserva aún hoy día.
Su lucha no conoce fin; tampoco su esclavitud.
Si bien no deben someterse a ninguna ley humana, tampoco pueden sustraerse a la dictadura de su hábitat. Como la fauna salvaje evita al hombre, están condenados a vivir en grupos singularmente reducidos y a trasladarse continuamente con sus bajísimos trineos hechos de huesos, carnes congeladas y leños encontrados a la deriva, tirados por perros semisalvajes y perennemente hambrientos. Y dado que la llama de la vida arde con intensidad en los hielos polares y la vejez sobreviene precozmente, su principal ambición, además de la continua e inmediata de procurar el alimento, consiste en procrear lo más pronto posible un varón, es decir, un cazador más.
Así lo dicta la ley de la supervivencia.
Pero no obstante sobrellevar la existencia más ardua que se conoce, son los más alegres entre todos los hombres, y tal vez los más felices. Ríen de todo. Excepto por la muerte de un niño.
Para Papik y Viví todo estaba andando de la mejor manera cuando de pronto tuvieron que afrontar lo peor. Entonces su trineo construido con los huesos y la carne congelada de la primera ballena que por fin Papik consiguió matar, danzaba alegremente sobre el Océano Glacial, inclinando sus patines cubiertos de hielo, impulsado por el viento septentrional que soplaba casi sin interrupción, como siempre sucedía en primavera; y la pareja debía aferrarse al armazón para no ser expelida. A cada vuelta un trozo de sol siempre más grueso asomaba en el horizonte y la oscuridad jamás era completa; pero el frío perduraba y un dosel de niebla producida por el calor de los cuerpos se extendía constantemente sobre el trineo y el grupo de perros.
Con frecuencia Papik y Viví permanecían con el pecho descubierto para disfrutar de la luz sobre la piel, y succionar el sol a través de los dientes.
Tras de Toctú, el jefe, la traílla se había abierto en abanico; cada perro había sido atado individualmente al trineo con correas de diversa longitud, como se hace en las grandes extensiones privadas de árboles. Tiraban fuerte y velozmente porque eran flacos y estaban hambrientos. Un grave ulular de la garganta del amo los hacía virar a la izquierda. Un sonido agudo, a la derecha. Pero si divisaban heces o cualquier residuo comestible hacían oídos sordos a las voces de mando y se volvían insensibles a los golpes hasta no haber acabado con todo; y si uno de los amos descendía del trineo en busca de un refugio, el otro, con el bastón, debía defenderlo de la traílla impaciente por atrapar una humeante golosina.
No obstante estar el hielo en lento, continuo movimiento también en invierno, el período nocturno había sido el de mayor calma, ya que los mismos elementos estaban paralizados por el frío. La primavera lo había cambiado todo. Sobre el Océano Glacial se habían desencadenado los espíritus del aire, mientras abajo Sedna, la vieja reina del mar, volvía a mezclar las ingentes masas de agua, tan profundas como altas son las montañas. Al chocar, las corrientes surgían golpeando la costra helada que las aprisionaba y que cedía a veces estallando con inmenso fragor y lanzando al aire enormes témpanos que se pulverizaban en grandes montones de hielo centelleante, derribados y nuevamente esparcidos hasta improvisar casi metrópolis como devastadas por terremotos en medio de la blanca llanura.
Mediante una flecha con punta de sílice lanzada con su arco de ballena, Papik cazó durante el trayecto una zorra azul, el único animal que en invierno no cambia de pelo y que es fácil de avistar sobre la blancura excesiva. Al descuartizarla, Viví comprobó que estaba preñada como todas las hembras en primavera. La pareja devoró el cachorrito a punto de nacer, más tierno que la madre, despedazada por los perros.
Poco después de que fuera matada la zorra azul, el ángel custodio de Papik se perdió.
Todavía estaba la pareja lamiéndose la sangre de la zorra en los dedos, cuando una tormenta se abatió de improviso. Descendió la temperatura y el viento duro y recto como una lanza, estalló en ráfagas violentas que irrumpían de cada lado agitando acompasadamente a la traílla y levantando del sutil manto de nieve copos leves y secos que impedían la visibilidad con su envolvente agitación. A fin de disgustar a las rachas de viento, Papik la emprendió a escupidas, y aquellas respondieron de la misma manera.
Cuando una escupida lo golpeó en un ojo Papik se enfureció en serio y echó mano a su cuchillo. Tampoco entonces las ráfagas se dieron por enteradas y en vez de irse se tornaron más insolentes. Debido a que los perros comenzaban a cruzarse, con riesgo de enredar las correas, Papik arrojó el ancla a la primera cresta de hielo contra la que se acumulaba la nieve, lo que él necesitaba para erigir un refugio.
Inclinándose ante la tormenta que cortaba el aliento, Viví se afanaba en transponer un pequeño fardo, y de pronto una fuerte punzada como un calambre menstrual la dobló en dos.
Ella sabía que sólo la alegría se comparte, no el dolor, y no pronunció palabra. La primera contracción fue breve. Poco después hubo una segunda. Después otras, cada vez más rápidas. Entonces reconoció los dolores del parto.
Papik se encontraba cortando los bloques de nieve detrás del trineo levantado sobre un flanco a modo de mampara, cuando advirtió que Viví estaba asediada por los perros; algunos, indiferentes a los golpes, le lamían las botas. Acudiendo en su ayuda vio que ella perdía sangre y que ésta caía de sus pantalones.
—¿Está llegando el hijo? —le gritó al oído, excitadísimo, librándola de la corte que le hacía Karipari con un puntapié que al perro le enseñó a volar.
—¡No es imposible!
Los perros insistían, nerviosos a causa del olor de la sangre, y Papik se vio obligado a inmovilizarlos poniéndole a cada uno una de las patas en el collar, antes de volver a su tarea.
—Una mujer te causa una gran molestia —gritó Viví al viento.
—Un hombre ya está acostumbrado —replicó Papik galante—. Además es para nuestro hijo. ¡Su primer iglú!
Viví no respondió. Pasando sobre las hileras iniciales de bloques puestas en redondel, se arrodilló para abrir el pequeño envoltorio, pero pronto quedó rendida, apoyó la abrasada frente sobre la nieve y apretó los ojos.
Mientras tanto, Papik proseguía su tarea de erigir un refugio para los dos no más alto ni más grande que un hombre; y vio a Viví bajarse los pantalones y excavar un agujero en el hielo debajo de sí misma para hacerle un lugar a la cabeza del recién nacido. Pero por el momento sólo sangre caía en el agujero.
Mientras, agregaba un bloque tras otro a la pared circular estrechando las hileras para formar una cúpula, Papik perdió de vista a su mujer arrodillada en el interior. Cuando hubo completado el reducido iglú, entró arrastrándose por el angosto pasaje y se le reunió. La encontró tendida sobre una mancha de sangre apretando contra su seno un diminuto bulto de pellejos.
Lloraba, silenciosa.
En la quietud del iglú se oía el rumor del mar, que estaba debajo y que levemente acunaba el habitáculo de nieve; desde fuera, apagado por la espesa pared en círculo, llegaba el desencadenamiento de la tormenta.
—No llores —dijo Papik; pero viendo que Viví era incapaz de frenarse, fue presa del pánico y preguntó—: ¿Otra vez una niña?
Viví frunció la nariz en señal de negativa mientras sus lágrimas no dejaban de caer, lentas y abultadas como gotas de sangre.
—¡Entonces es un varón!
—Era. Porque ha muerto.
—Pero si lo sentíamos patalear…
—Ya no, desde hace un tiempo. Una mujer no quiso decírtelo.
Sólo entonces Papik recordó que durante varios giros del sol Viví había estado taciturna. Se refugió junto a ella y dejó caer sus brazos con desconsuelo:
—Habremos violado algún tabú. Debemos consultar a un angakok. Pero tú no debes llorar.
—¿Reír, entonces?
—No. Pero tampoco llorar. Tendrás otro hijo.
Viví frunció la nariz.
—Una mujer no reirá más. Nunca más.
—No digas tonterías…
—Una mujer no quiere perder otra vez un hijo. Ni una niña. Una mujer se siente mal. Para ti ella es sólo un peso muerto. Toma el trineo y los perros y déjala morir en paz junto a su chiquito.
Papik se mostró preocupado:
—¿Qué te pasa? ¿Te mordió un glotón?
—¿Por qué no? ¿Acaso tú no te desembarazaste de mi madre?
—¿Qué tiene que ver? Tu madre era vieja y enferma y no hacía otra cosa que lloriquear. Alguien le ha hecho un favor arrojándola al mar.
—¿Y cuando tu madre se quitó la vida? Nadie se lo impidió.
—Es natural. Había perdido ya muchos dientes y también el marido. Además no quería ser peso para nadie. No es tu caso. Alguien tiene necesidad de ti.
Viví le oprimió débilmente una mano.
—¿Es cierto?
—¡Cierto! ¿Quién mastica mis botas y raspa mis ropas hasta volverlas blandas? Pero debes aprender a no llorar.
Cuanto más se lo decía Papik, más lloraba Viví.
—Escucha cómo alguien aprendió ya desde pequeño a no llorar —continuó Papik—. Esta fue la primera orden que me impuso mi padre: «No llores». Sucedió que una vez la banquisa se rompió a causa de un maremoto y mi brazo quedó aprisionado en el hielo; mi padre se disponía a amputarlo. Mi madre me acariciaba y se mordía los labios hasta hacerlos sangrar, pero no lloraba. Cuando fue afilada el hacha un muchacho estalló en lágrimas. Entonces mi padre se sentó a un lado diciéndome: «Muchacho, tú no debes oponerte al dolor. Cuanto más lo combates más se hace sentir. Has visto muchas patas de zorros, de visones, que quedaron en nuestras trampas arrancadas a mordiscos por los mismos animales que querían recuperar su libertad. Ellos no lloran, sin embargo sus dientes hacen sufrir más que un hacha afilada. Y debes decirte siempre que un hombre puede soportar todo lo que puede soportar un animal».
Sin dejar de llorar, Viví le acarició la mano mientras Papik proseguía:
—Mi padre dijo: «Quien sufre se siente solo. Pero no es así. El mundo está lleno de dolor. Y si lo deseas, alguien te acompañará en tu dolor». Y mi padre se hizo un tajo en el brazo, tan profundo que un muchacho vio los tendones blancos antes de que la sangre los cubriese. «No creas que un padre no sufre el dolor. Lo que quiere es que te sientas menos solo en el tuyo. Pero si no dejas de llorar en seguida, nosotros nos iremos, y después, si quieres quedar con vida, deberás cercenarte el brazo a mordiscos, tú mismo, como hacen los zorros. Siempre que de eso no se encargue un oso». Entonces el muchacho, que había dejado de llorar para escuchar, le pidió al padre que tomara el hacha.
—¿Y tu brazo? —le preguntó Viví que también había dejado de llorar para escuchar.
—Sucedió la cosa más cómica —rió a carcajadas Papik—. El muchacho se desvaneció, tal vez de miedo, y los padres no se dieron cuenta. Cuando volvió en sí y se vio con la espalda dolorida envuelta en pieles ensangrentadas, estaba convencido de no tener ya su brazo. El hielo se había abierto con la rapidez con que antes lo había apretado, y cuando después de varios sueños le fueron quitadas las pieles él descubrió con estupor que el brazo continuaba en su sitio. Mientras tanto, había aprendido a no llorar.
—Una mujer no ha llorado cuando trajo al mundo una niña, ni este varoncito —dijo Viví con voz sorda—. Ha llorado cuando los ha perdido.
Papik le acarició los párpados.
—No importa. Debes aprender. Pero tal vez no sea culpa tuya que te resulte difícil, ya que eres mujer del agua. Eres del Sur, donde el mar se descongela cada verano. Pero si quieres hacer de madre a un verdadero hombre debes aprender a no llorar. De lo contrario ¿cómo podrías enseñárselo?
Le restregó la nariz con la suya, le secó las lágrimas con sus mejillas y le olió la cara. Poco después se alejó, turbado por el miedo, porque recordó que un iglú en el que alguien ha muerto debe ser abandonado de inmediato.
—Todavía no era en realidad una persona —trató de tranquilizarlo Viví—. Una madre está segura que un espíritu tan pequeño no nos hará daño. Además fuera hay tormenta.
Los párpados le pesaban y se abandonó al sueño con su diminuto bulto apretado al pecho; y dejando que Papik se las viera solo con esa alma recién desligada. La cual le infundía mucho mas terror que la vieja reina del mar que rezongaba bajo el hielo, y que los enfurecidos espíritus del aire.
—¿Por qué no? —preguntó Papik cuando el temporal hubo perdido su fuerza y la pareja se aprestaba a proseguir el viaje.
—Los perros devoran todo lo que dejamos caer y un día nos devorarán también a nosotros. Sin embargo, una tonta madre no quiere ver a su hijo acabar en boca de los perros; prefiere que repose tranquilo en éste su primer y último iglú.
Papik no quiso discutir. Viví se sentía mal. La hemorragia no había cesado. Él la olisqueaba.
Cuando todo estuvo preparado selló la entrada con un bloque de nieve. El pequeño iglú, convertido en sepulcro por un fragmento humano que había dejado de vivir antes de nacer, había cambiado de aspecto bajo la furia del huracán. Pronto la tramontana lo haría desaparecer de la vista de los hombres, cubriéndolo de una nieve que con el tiempo se convertiría en hielo y conservaría al hijo de ellos en el frío polar.
Tal vez para siempre.