MÁS bello que desafiar un huracán de nieve en la cima del mundo es disfrutar del calor de un sólido iglú y compadecer a los pobres diablos de afuera.
Una vez, mientras caminaban sobre el Océano Glacial, a fines del invierno, cuando los resplandores policromos de la aurora boreal por momentos empalidecen a las estrellas, la familia había advertido varias luces en la costa oscura, azotada por el viento. Las luces los guiaron hacia un grupo de edificios como jamás habían visto: bloques angulares de cemento y pabellones semicilíndricos de hierro ondulado, que sólo podían significar la presencia de hombres blancos, aunque nunca los habían encontrado tan al norte, pero pertenecientes a una tribu diferente de la de Aaghe, que construía casitas de techo puntiagudo, o bien edificios de madera, largos y bajos. Vieron, amontonados alrededor, infinidad de cajas y de bidones; y semihundidos en el suelo, había también algunos iglús de nieve.
Cuando llegaron al lugar, las luces se habían apagado y nada se movía, como si todos se hallaran durmiendo.
Estaban cansados y poco presentables, por lo que detuvieron el trineo, improvisaron un iglú, suspendieron del secadero las vestimentas mojadas, y se acostaron.
Dormían dándose calor, y la luz algodonosa del día naciente se filtraba por la pared circular, cuando Viví, de pronto, fue despertada por el concierto de ladridos de los perros, dirigido con autoridad por Nuna, el nuevo jefe de la traílla. Viví quedó estupefacta al advertir un oscuro fragor y el suelo que temblaba, ya que estaba segura de que no habían erigido el iglú sobre la costra marina sino adentro, en la proximidad de los edificios. Mientras intentaba despertar a Papik pellizcándole el espeso cuero del vientre, se rompió el iglú y un monstruo de acero lo atravesó de un lado a otro, llenando el aire de un infernal estruendo y de un olor acre, y reduciendo la pequeña semiesfera a un montón de polvo blanco en el que las formas humanas, aún somnolientas, se movían lentamente.
El monstruo destructor era una gigantesca pala mecánica.
Y como era más larga que el iglú, y éste estaba parcialmente hundido, los cinturones metálicos pasaron por arriba sin tocar a quien estaba acostado; pero Papik saltó con tal rapidez que la máquina le rozó un flanco fracturándole algunos huesos y haciéndole sangrar un poco.
En cuanto comprendió que el hombre blanco que conducía la bulldozer no había querido ofenderle y que, por el contrario, se sentía muy mortificado por lo que había ocurrido, Papik se disculpó por haberse puesto en su camino y se esforzó por sonreírle entre sus muecas de dolor.
Fue trasladado a un pabellón destinado a enfermería, con infinidad de botellitas, frascos y estuches mágicos situados en diversos armarios, y misteriosos instrumentos de metal luciente suspendidos de sus paredes de hierro, y provisto de un angakok blanco y de una de esas asistentes que pinchan a los que yacen con largas agujas. Al igual que en la ciudad de Aaghe, también esta enfermera era esquimal.
El pabellón, como todas las casas del Ártico, comprendía un único recinto; en éste se veían cuatro catres de los cuales uno solo estaba ocupado. Y por Papik. Y nuevamente él vio lo que los hombres blancos eran capaces de realizar con sus instrumentos mágicos. Por ejemplo, hacer desaparecer el dolor más fuerte con un solo pinchazo. Esto lo asustó. Quien era capaz de tanto debía ser aliado del demonio.
Con el cual los hombres, aun en sus más tremendos dolores, jamás habían logrado una relación amistosa.
Después de despertar del sueño en que se había sumido tras la inyección, sintiendo que la cabeza le giraba, Papik experimentó un nuevo pavor al ver al angakok blanco y a la enfermera inclinados sobre él con los rostros cubiertos de máscaras blancas que dejaban ver sólo los ojos; hasta que recordó haber visto similares máscaras en la ciudad de Aaghe, cuando estuvo yacente en el lugar donde la gente se desviste, y se tranquilizó. Ciertamente servían para ahuyentar a los espíritus malignos que causan el dolor.
Después notó que la pantorrilla y el muslo heridos estaban enyesados y por el aire, suspendidos del cielo raso mediante una cuerda; un exorcismo del cual él había oído hablar, practicado por los hombres blancos en casos de fracturas.
—Tienes suerte de que aquí se encuentren ellos —dijo la enfermera riendo—. De lo contrario, ¿quién arreglaría tus huesos?
Papik se sentía demasiado débil para contestar y se consideraba más o menos afortunado por la presencia de los hombres blancos.
El recinto estaba sobrecaldeado por una estufa de hierro en la que ardía un combustible maloliente, y pese a ello el doctor no se quitaba la pelliza ni cuando trabajaba con el enfermo; en cuanto se sacó la máscara, también su cara apareció provista de pieles que tenían la forma de una barbita rubia; en cambio Papik estaba inmerso en un baño de sudor aunque no tenía puesta otra cosa que el yeso.
En busca de consuelo miró hacia las ventanitas incrustadas de hielo.
Se había ido el doctor, y el sol ausente ya había cumplido más de media vuelta antes de que Papik tuviese fuerzas para pedirle a Igah, la enfermera, que le permitiese ver a sus familiares que habían quedado fuera esperando, en el trineo cubierto con la tienda para protegerse del frío gélido.
Entonces Igah los hizo entrar.
Nuna, el cabeza de la traílla, saltó sobre su amo ladrando, y se puso a lamerle la grasa de la cara, mientras la familia se volcaba en la habitación olfateando los extraños olores que reinaban allí, y todos se sacaban la nieve de las botas. La vista del jefe de la familia desnudo sobre el catre, bañado en sudor y con una de sus extremidades suspendida del cielo raso, suscitó irrefrenables carcajadas. Después se quitaron las ropas mojadas y las colgaron de la lámpara para secarlas, y de todo sitio en donde hubiera algo que pendiera.
Mientras Ernenek percutía experimentalmente el yeso del padre, Utunia le ofreció una escudilla con carne reblandecida, que en el ínterin se había congelado conjuntamente con su moho. Pero la infección le había quitado al paciente no sólo el dolor sino también el hambre, con gran regocijo de los familiares que se dividieron la exquisitez y después le tiraron los huesos a Nuna.
Desde el momento en que habían entrado, la enfermera Igah se había mostrado poco sociable, criticando todo lo que hacían y tratando de echar al perro a puntapiés; y ellos se asombraron ya que Igah era una esquimal y, como tal, no podía contar con el atenuante de desconocer las buenas maneras. No habían descubierto todavía que los estados de ánimo de la enfermera estaban condicionados al alcohol, que era su debilidad. Cuando Papik había despertado de la operación, Igah se había mostrado alegre y cordial porque instantes antes había bebido un frasco de jarabe para la tos. Ahora, en cambio, estaba sobria y, por lo tanto, malhumorada.
Afortunadamente, Papik les había enseñado a los suyos que hay que soportarlo todo cuando se está de visita, por lo que respondieron a las provocaciones de Igah ignorándolas —estrategia bastante eficaz.
Cuando la enfermera se fue en actitud altiva, golpeando el piso con sus botas y cerrando con violencia la puerta, los visitantes suspiraron aliviados. Abrieron de par en par las ventanas para que entrara el aire puro y salieran los desagradables olores. Ernenek se acostó al lado del padre y Viví trató de tenderse junto a él del otro lado. Pero el catre no estaba previsto para tres personas, a duras penas para una sola, por lo que se rompió quedando por tierra con sus ocupantes, menos Papik que quedó colgado de la pierna enyesada. Todos gritaron. Papik, de dolor.
Pero en seguida también él se asoció a la hilaridad general.
Hubiera sido una grata visita si Igah no la hubiese arruinado volviendo poco después con el doctor a remolque.
Los hijos, que por primera vez habían visto hombres blancos mientras aguardaban en el trineo, y no de cerca, le clavaron los ojos.
Ellos no eran los únicos estupefactos. El doctor miró con asombro el catre deshecho, las goteantes vestimentas que colgaban de todas partes, los huesos esparcidos sobre el piso, el perro que se había puesto a ladrar furiosamente, ya que nunca había olfateado a un hombre blanco, y después se dirigió a la enfermera con tono irritado. Por suerte, la familia no podía comprender. Una vez más intervino Igah y fue para traducir sus palabras.
—El angakok blanco dice que ustedes son sucios y hediondos —les comunicó a las consternadas visitas.
En cuanto se repuso del estupor, Viví replicó:
—¡Ustedes son los hediondos!
Y le escupió las botas a Igah.
El doctor sólo conocía tres palabras de la lengua de los hombres —niño, mujer y afuera— y con gestos elocuentes las usó todas. Viví se arrepintió en seguida de haber sido descortés y temió males peores.
—Llevemos a tu padre fuera de aquí —le susurró a cada uno de los hijos al oído—. Esta gente es peligrosa.
—No lo dejaremos ir antes de que pueda caminar —dijo Igah.
—Te daremos toda la comida que llevamos en el trineo y después iremos a cazar para ti si nos ayudas a llevarlo afuera.
Igah no pudo dejar de sonreír.
—No entiendes. Aquí tu marido no corre ningún peligro. Los hombres blancos se sienten responsables y no pueden dejarlo ir antes de haberlo curado.
—¿Eso sería un tabú?
—Justamente.
Viví, resignada, dejó caer los brazos. Contra los tabúes no se podía luchar.
—¡Fuera, mujer! —repitió el doctor indicando la puerta—. ¡Fuera, muchacho! ¡Fuera, muchacho!
Utunia lo miró con la boca abierta, rascándose la cabeza.
—¿Muchacho? —Frunció la nariz y le dijo a Igah—: Alguien es una muchacha, no un muchacho.
—¿Qué dice? —preguntó el doctor.
—Que no es varón sino mujer —contestó Igah.
El doctor volvió a mirar a Utunia con aire incrédulo, le pidió a la enfermera que repitiera lo dicho, y después estalló en una carcajada; y por el esmalte de los dientes y la rosada frescura de las encías, Utunia comprendió que ese hombre blanco debía ser muy joven, a pesar de la barba. Tenía una cara divertida, con una cómica nariz articulada cuya punta se levantaba cuando reía.
Utunia no esperaba tanta alegría en un hombre blanco después de todo lo que le habían referido. Al principio se sintió ofendida porque esa hilaridad la tomaba por motivo. Pero la risa era tan cálida y exenta de malicia que se decidió, aunque tímidamente, a hacerle eco, ya que permanecer en silencio hubiera sido poco gentil.
O tal vez la razón era otra. Estaban en la estación en que las focas, presintiendo el deshielo, se aprestan a salir del agua para buscar un compañero, dispuestas a desafiar cualquier peligro.
Y para Utunia aquélla era la primera primavera desde que se había hecho mujer.