XVIII. Los hombres

PASARON los años y la familia siguió sobreviviendo.

Los padres envejecieron precozmente, así como precoces crecieron los hijos, moldeados en cuerpo y alma por un inflexible hábitat, semejantes a otros verdaderos hombres que en la seguridad de sus fortalezas de hielo calcan aún hoy los patrones de sus predecesores desafiando el frío polar en esa suerte de burbujas de nieve calentadas únicamente por la tibieza de los cuerpos humanos; practicando el infanticidio, la eutanasia, el suicidio, el incesto, la superstición, la poliandria, la comunidad de los bienes y la terapia del reír, sin la exclusión de un ocasional homicidio o un acto de canibalismo.

Y amando la vida sin temer la muerte.

Para Papik y Viví era como tener dos hijos varones. Desde el día en que Ernenek fue capaz de empuñar las armas del padre, le fue permitido manejarlas. Si se cortaba, eso le servía de lección. En poco tiempo, el muchacho aprendió a saludar la presencia de su propia sangre con una breve risa puesto que se le había prohibido llorar y aprendió a llevar a la casa pieles repletas de garzas abatidas; y muy pronto también arponeó su primera foca.

Utunia se había convertido en una cazadora completa mucho antes de que su hermano la igualase en estatura. Pero un caso afortunado que le valió su primer oso, suscitó en ella una excesiva confianza en su ángel custodio, hasta que otro suceso le enseñó que no siempre se puede confiar en los ángeles.

En invierno, cuando escasean las provisiones, los hombres a veces van en busca de osos con la ayuda de un perro. El mísero final de muchos valientes osos está designado por el amor, a cuyo dictado excavan una cueva en el hielo para los cachorros y para entretener a la esposa después del parto. A la guarida del oso se penetra por un túnel secreto, muy curvo, que deja entrar el aire y no el viento y que los hombres han copiado para sus propios iglús.

El perro es como un chico; no es astuto ni prudente como los demás animales del Ártico, hasta tal punto que sin el hombre no hubiera podido sobrevivir. En su desbordante impetuosidad, el perro que olfatea la presencia de un oso, pone en peligro a su amo conduciéndolo directamente a su cueva y causando el derrumbamiento del techo. Papik conoció a un tal Nessark que había encontrado de ese modo la muerte; por eso, en cuanto Utunia fue lo bastante fuerte como para llevar un perro enlazado, la mandaba para hacer el reconocimiento, confiando en que la niña no se hundiría a causa de su leve peso; y mientras Utunia aguardaba sobre el techo de hielo, con el perro que rascaba y gruñía, Papik localizaba la entrada e irrumpía en la cueva, lanza y cuchillo en mano.

Pero Utunia crecía; y una vez se precipitó juntamente con el perro en una cueva de oso.

Cuando Papik corrió en su ayuda, Utunia ya había clavado al macho en la pared atravesándole las fauces mientras la hembra se las veía con el perro. Incapaz de retirar la lanza hincada en la pared de hielo, Utunia había echado mano al cuchillo; pero ninguna niña puede abatir una tonelada de oso con un cuchillo de sílice; y a Utunia la salvó tan sólo la repentina intervención del padre, el cual, a partir de entonces, recurrió a Ernenek, más liviano, para reconocer cuevas de oso, con inmensa alegría del niño.

Como Utunia no se consideraba inferior a ningún cazador, se volvió tan temeraria que constantemente Papik debía aconsejarle prudencia.

Mientras tanto, el gobierno de la casa pesaba enteramente sobre las espaldas de Viví, y cada tentativa que hacía para atraer a la hija al cumplimiento de los deberes femeninos, era terminantemente rechazada.

—Si no aprendes a coser jamás encontrarás marido —la amonestó una vez la madre.

—¡Quien sabe cazar no necesita marido!

—Pero tendrás necesidad de vestidos. ¿Y quién te los coserá?

—Si no quiere un marido podría buscarse una esposa —sugirió el pequeño Ernenek, y las risas que siguieron a sus palabras por poco provocaron el derrumbamiento del iglú.

—Bueno —prosiguió Viví—, una que cose para ti no estará siempre.

Alarmada, Utunia se refugió en los brazos de su madre.

—¿Por qué? ¡Tú no te irás!

—Antes o después, todos se van, chiquita.

—Pero tú no. ¡Siempre estás en casa!

—Todos se van —Viví la estrechó fuertemente y empezó a mimarla como cuando era pequeña—. Pero no debes preocuparte. Tú dejarás a tu madre antes de que ella te deje.

—¡Una muchacha no te dejará nunca!

—Sí que me dejarás cuando descubras que un marido cuenta más que un padre y que una madre, y que los hijos todavía más. Y entonces te arrepentirás de no saber coser.

—¡Nunca!

No obstante el afecto que le tenía Utunia, a la madre le faltaba su ayuda en la casa y con frecuencia el consuelo de su compañía. Los dos hijos permanecían afuera cazando con el padre durante períodos tan largos que Viví no podía seguir amamantándolos con la regularidad necesaria, y para que no cesara su leche y, por lo tanto, su esterilidad, les daba a los cachorritos sus pezones, alargadísimos y llenos de grietas por la ininterrumpida lactancia.

Utunia volvía a casa extenuada como todos los cazadores. Si el mal tiempo le impedía salir, aprovechaba para dormir o trabajar en la reparación de los utensilios, como el padre y el hermano. Hablaba, si es que hablaba, sólo de caza, jamás de tareas domésticas. Las pocas veces que encontraban casualmente otro trineo o un iglú, y conseguía vencer su propia timidez, discurría con los hombres ya que con las mujeres no tenía nada de qué hablar. Decidida a ser considerada un varón, sofocaba todo asomo de femineidad. Hablaba en alta voz, bruscamente, e insistía en descuidar sus cabellos, que dejaba caer sobre los hombros, sueltos y enmarañados, recubiertos de grasa y hollín, como su padre, en vez de lavarlos regularmente en orina y peinarlos con una espina dorsal de salmón, como su madre, que siempre estaba compuesta a la perfección aunque no había nadie a quien quisiera gustar fuera de su marido.

Y esto todo el año.

Jamás habían tenido noticias de Aaghe ni visto a alguien procedente de esa lejana ciudad pesquera. Pero estaban informados acerca de los hombres de la propia raza gracias a los ocasionales encuentros con otros nómadas. Las noticias no eran recientes ni precisas, pero su infrecuencia las volvía siempre interesantes y, a veces, sensacionales. Como ciertos rumores sobre Ivalú.

Según más de un trineo y más de un iglú, la hermana de Papik había traído al mundo un hijo; pero nadie fue capaz de precisar si Milak había vuelto o había sido reemplazado.

Otra noticia, picante, se refería a Solo, el excelso cazador tan dado a las mujeres: había terminado ahogado; pero según las voces mordaces, es decir todas, antes de caer al agua de un tumbo, aquel ladrón de corazones había sido asesinado, justamente por los cinco solteros que después se encargaron de consolar a las tres viudas.

Nadie había sentido hablar más del viejo Ammaladok y de Egurk, su mujer, de modo que el iglú en que Papik y Viví los habían dejado, años atrás, seguramente se había convertido en su tumba y estaba ya fundido con el hielo.

El deseo es que nada dure, ni siquiera las tumbas. Sin embargo, no es imposible que aquéllas desfondadas en los hielos polares duren eternamente.

La familia de Papik encontró uno de estos sepulcros congelados una vez que, carentes de víveres, buscó provisiones que habían sepultado en el hielo algunos años antes. En lugar del escondite encontraron un iglú idéntico a uno de los suyos, a excepción de los cuerpos de los ocupantes, una pareja con un varoncito, perfectamente conservados, que parecían de cuero, un cuero violeta y lustrado, y los instrumentos que comprendían un objeto misterioso: un colmillo del tamaño de un hombre, muy curvo, de un animal desconocido. No obstante el peso y el estorbo, Papik lo cargó en el trineo, con la esperanza de que se tratase de un poderoso talismán.

O bien podía ser un objeto nefasto, ya que la caza siguió siendo mísera; el hecho es que Papik se libró de él bien pronto.

En cuanto Ernenek dejó de ser chico y entró en la pubertad, manifestó su intolerancia a la autoridad y a los modos condescendientes de su hermana. Ya había descubierto la diferencia entre los sexos y sus divergencias y definidos deberes; las demás niñas no pasaban todo el tiempo de caza y ningún varón se dejaba mandar por una mujer.

En otro tiempo su hermana había sido dos veces más alta y tres veces más astuta que él: óptimas razones para respetarla y obedecerla. Pero después que Utunia dejó de crecer y Ernenek casi alcanzó su estatura, y descubrió que ella no tenía casi nada que enseñarle, el muchacho se dijo que esa subordinación ya carecía de motivos para continuar. Su rebelión hizo que se encendiera un feroz antagonismo entre ambos, que competían para emular al padre y merecer su consideración.

Y al cual esta rivalidad le costó tres dedos de una mano.

Desafiando la prohibición paterna de alejarse sola del iglú, mientras todos dormían Utunia se fue tras los talones de un oso que había divisado en la oscuridad otoñal. El astuto fingió no reparar en ella y la condujo a un glaciar que no presentaba dificultades para grandes zarpas munidas de hirsuto pelo y de garras, pero sí para botas de foca. Tomando un atajo que la pondría cara a cara con su presa, Utunia quiso saltar una estrecha grieta, resbaló y cayó dentro.

Las grietas de los glaciares son bellísimas desde afuera pero feas vistas desde su interior: tajos cuneiformes que brillan en la blancura con un azul intenso, angostos y profundos como tallados por los golpes de un hacha gigantesca y que se restringen en lo hondo y aprietan a quien se precipita como en un gélido torniquete.

Cuando Papik la encontró con ayuda de un perro, Utunia estaba casi sentada, perdida su capacidad de hablar. Y la hallaron gracias al oso, que había invertido los papeles, convirtiéndose de presa en cazador. Estaba sobre la hendidura y movía la cabeza estudiando el modo de llegar al botín.

Papik tuvo que rasgar su propia chaqueta en tiras, que anudó hasta formar una correa, y tuvo que recurrir a toda su fuerza y pericia para extraer a la desdichada.

Después de sustituir sus guantes helados por los propios, la cargó en sus hombros y se quedó con las manos descubiertas.

En el iglú la familia y los cachorros se amontonaron sobre la muchacha para infundirle calor, y fue sacrificado un perro para que sus manos congeladas se hundieran en el vientre humeante. Mientras tanto, los padres intentaban provocarle hilaridad, no menos eficaz que la ira para generar calor desde adentro. Papik consiguió por fin hacerla reír narrándole la historia de aquel explorador a quien sus compañeros de viaje, todos hombres blancos, le habían frotado con tanta fuerza la cara congelada para reactivar su circulación que la nariz se le había desprendido como un trocito de hielo. Y se necesitaron aún varios sueños para que Utunia estuviese completamente restablecida.

Pero no Papik.

Exhausto, él se había adormecido con los pies rígidos apoyados sobre el cálido vientre de Viví, olvidado de la insensibilidad de sus manos. Cuando despertó era demasiado tarde. Tres de sus dedos no se recobraron nunca. Con el tiempo se riñeron de azul, atacados de gangrena. Y cuando fue preciso amputarlos, Papik le ordenó a Utunia que lo hiciera, como castigo. Y la muchacha obedeció, torciendo apenas los labios en el momento de descargar el hacha de un golpe, sin pronunciar una palabra.

Para demostrarle al padre que ella era un verdadero hombre.

Mucho antes de que decrecieran las fiebres y el dolor, Papik trató de hacer bromas sobre su infortunio, diciendo que era mejor perder tres dedos que dos pies. Después de todo, todavía podía contar hasta diecisiete. Pero una parte de su alegría se había ido para siempre con esos dedos. El incidente le había recordado que tampoco él era indestructible, y le hizo notar algunos de los inconvenientes de la edad.

Se sentía menos ágil para ponerse en pie después de una caída. Y con mayor frecuencia los hijos tenían razón cuando aseguraban que lo que él había tomado por un bloque de hielo era un oso, o que lo que a él le había parecido un hocico de foca que asomaba en el agua era sólo un trozo de madera a la deriva. Y además de sus propias deficiencias notó que Viví había ensanchado y que el marfil de sus dientes se había desgastado y oscurecido a fuerza de masticar pieles.

Pero la vejez tenía una compensación: ver crecer a los hijos.

Ernenek se parecía siempre más a su abuelo cuyo nombre estaba orgulloso de llevar. Y cuando sobrepasó en altura a la hermana, después de haberla superado en vigor, recobró el espíritu alegre del verdadero hombre que durante un tiempo había perdido.

En cuanto a Utunia, su figura pronto sufrió los esperados cambios. Sobre su tórax, que antes parecía el de un muchachito, despuntó un par de senos que desafiaban la ley de gravedad, con la complicidad de músculos pectorales no demasiado voluminosos pero sí fuertes. El estómago saliente, característica de todo verdadero hombre, se restringió a la par que el apetito, mientras que, por el contrario, las nalgas planas desarrollaron ciertas curvas que ni siquiera los pantalones de oso lograban disimular; y el vello que por un tiempo le había sombreado las extremidades, desapareció para concentrarse en otro sitio.

Viví hizo el descubrimiento de todo esto de un día para otro, durante el raspado anual a que sometía a sus familiares cada primavera, después que ellos se hubiesen desnudado para que los besara el sol recientemente vuelto.

Nuevos y turbadores instintos habían comenzado a agitar la sangre de la muchacha, aguzando sus nervios y alarmándola en la medida en que ella no conseguía explicárselos. A nadie hizo confidencia alguna y tomó una actitud taciturna y sombría. Viví no tenía necesidad de explicaciones. En vano exageraba la deficiencia de su vista y el endurecimiento de sus dedos con la esperanza de poder iniciar a la hija, por fin, en los trabajos de la casa.

Utunia seguía comportándose como si tocar una aguja o un raspador fuese tabú.

Aunque Monte Grávido se encontraba lejos de su itinerario habitual, Viví expresó su deseo de volver a visitar a Ivalú después de tantos años de separación; ante todo, para poner a Utunia en contacto con la gente, y también para satisfacer su propia curiosidad sobre los muchos hijos que, según los rumores, Ivalú habría traído al mundo, aunque aún faltara toda información acerca del marido. Ese misterio habría bastado para justificar la más pronunciada desviación de la ruta consuetudinaria.

Llegaron a Monte Grávido en la oscuridad del invierno, cuando el hielo de la bahía estaba constelado por el cálido centelleo que irradiaban todas las pequeñas semiesferas de nieve erigidas sobre la costra marina. En uno de estos iglús encontraron a Ivalú, poco cambiada en su aspecto, salvo un cierto engrosamiento de su cintura y sus mejillas, y al calor de no menos de cinco niños —tres mujercitas y dos varones, sin contar otro próximo a nacer— y a cuyo mantenimiento toda la comunidad contribuía, deseosa de estar en buenas relaciones con su angakok. Otros dos hijos de Ivalú habían muerto, uno a causa del frío y el otro ahogado. Con todo, ningún indicio de marido. Pero seguramente Ivalú podía explicarlo ampliamente.

—¿Los has adoptado, o distraídamente te expusiste a la luna llena? —quiso saber Papik, recordando que el claro de luna es responsable de muchas preñeces, como tantas mujeres pueden testimoniar.

—No es imposible que haya sido la luna —respondió Ivalú con su sonrisa ausente—. Pero una mujer piensa que también puede ser a causa de Milak, que vuelve siempre en mis sueños, como lo había prometido. Pero esto debe quedar en secreto.

—¿Por qué?

—Podrían empezar las habladurías de la gente, y la idea de que hubo interferencias del cielo, y todo eso no me atraería sino molestias.

Papik y Viví prometieron guardar el secreto, y se alegraron de verla disfrutar, serena y contenta, de su vivero de varoncitos y mujercitas. Se enteraron también de que hombres provenientes de distintos lugares se presentaban de continuo para consultarla y también para persuadirla de que se fuera con ellos sin los niños. Pero Ivalú no renunciaba a su prole y no aceptaba las proposiciones por más atrayentes que fueran.

—¿Y Utunia? —preguntó—. No hay un soltero en el mundo que no se sentiría feliz de tomarla como mujer, y ahora está en condiciones.

Viví, que hasta ese momento se había deleitado en la conversación, se puso sombría:

—Utunia no está en condiciones. No sabe coser y rehúsa aprender. Una madre espera que encuentre alguno que le cambie el corazón.

—¡Una muchacha no quiere un marido que la mande! —estalló Utunia.

—Llegará el momento en que querrás un hijo. Ya lo verás —le dijo la tía.

—¡Nunca jamás! ¡Los niños son sucios y barulleros y sólo dan molestias!

—Hay cosas que no se pueden comprender antes de haber crecido completamente. Te arrepentirás de no haber escuchado a quienes saben.

Utunia levantó la barbilla en señal de desafío y frunció la nariz.

Y al año siguiente se cumplió la profecía de Ivalú del modo más inesperado.