XVII. Los hijos

PARA reconciliarse con el mundo de las focas hicieron cuanto pudieron. Ante todo, Papik fue en busca de un poco de hielo dulce. Los iceberg son potables por ser hijos de los heleros, nacidos de nieve que con el tiempo se solidifica; pero los que Papik vio aprisionados en el Océano Glacial estaban demasiado distantes. Por otra parte, también la costra marina pierde su condición salobre y se vuelve potable cuando permanece largamente helada, ya que la sal retenida por los cristales con el tiempo se precipita. Papik ignoraba todo esto pero sabía diferenciar el hielo dulce, oscuro y transparente, del salado que es blanco y opaco.

Disolvió en su boca un buen puñado, con el que después roció la garganta de la foca muerta, para congraciarse con ella, puesto que los animales que viven en aguas saladas indudablemente tienen sed. Después, cada miembro de la familia comió trocitos del corazón y del hígado, convencidos de que si la foca volviese a la vida sedienta de venganza, no atacaría a las personas de quienes ya se había vuelto parte integrante. Probar los órganos vitales de una víctima es un rito que los hombres casi siempre ofician sólo con los cadáveres humanos, después de un homicidio; pero la gravedad de la ofensa perpetrada por Utunia era tal que Papik no quería omitir nada. Y como buena medida, en vez de restituir a Sedna sólo los huesos de la foca, arrojó al agua el esqueleto con su carne, con la esperanza de que su gesto generoso conmovería a la vieja reina del mar.

Después de eso hizo correr a los perros hasta que se desplomaron.

Durante varias vueltas del sol la familia vivió con gran miedo de que en el mundo marino se difundiese la voz del horrendo crimen de Utunia, la cual se sentía siempre más culpable y preocupada por la desaprobación de los padres quienes, en su presencia, demostraban haber olvidado todo.

En su infantil ignorancia de los tabúes, Utunia pensó que lo único que quedaba era hacerles creer a los espíritus que ella era un varón, y en ese caso la familia no debería sufrir las consecuencias de su acción tan desconsiderada. ¿En qué se distinguen las mujeres de los hombres? Las mujeres hablan con voz sumisa, cosen, rascan, descuartizan la caza, se sientan en silencio detrás de los hombres cuando éstos discuten cosas importantes; las mujeres cuidan su cabellera levantándola a manera de torre, como Viví, o dejándola caer sobre el pecho en dos trenzas, como Ivalú, o componiéndola alrededor de la cara como un mórbido marco. Los hombres, en cambio, hablan rudamente, sacan vientre y mentón, descuidan sus cabellos dejándolos crecer como de estopa y enmarañados, en desorden, a lo sumo cortan con el cuchillo los que bajan sobre la frente e impiden la visión.

No saltan a la vista otras diferencias, ya que hombres y mujeres visten del mismo modo, y Utunia confiaba en que los espíritus no tuvieran la secreta sagacidad como para distinguirlos.

Poco tiempo antes la niña había comenzado a aprender a coser y a preparar las pieles; pero después del desastroso suceso no quiso tocar una aguja ni desenvolverse en ninguna clase de trabajo doméstico. Dejó de lavarse los cabellos y de peinarlos, y empezó a comportarse y a hablar con rudeza, a sacar estómago y barbilla, y decidió acompañar al padre todas las veces que iba de caza.

Se hizo una lanza, y a fuerza de ejercitarse aprendió a servirse tan bien de ella, que Papik le fabricó un pequeño arco de hueso y tendones y numerosas flechas diminutas con que abatir a los pájaros en vuelo. Sólo después que Papik no encontrara ninguna dificultad al cazar focas y que Utunia arponeara otra, él se convenció de la eficacia de la estratagema urdida por la niña.

Y admitió, por lo tanto, que la familia no estaba condenada.

El siguiente año, mientras iban con el trineo por el fiordo helado conocido como Lengua de Oso, en busca de la madera que va a la deriva, y posiblemente a la pesca de otro soltero para Utunia, se cruzaron con un trineo de necillik, portadores de un mensaje de Ivalú.

Los necillik surcan la cima del mundo con sus trineos de carne o pescado congelados, no menos asiduamente que los hombres polares, a los cuales se considera superiores; por eso Papik, cada vez que encontraba a uno, debía contenerse para no estallar y reírse en la cara.

—¿Eres realmente Papik, hermano de la angakok Ivalú? —le preguntó el necillik.

—No es imposible. ¿Por qué?

—Tenemos un mensaje para la sobrina de Ivalú. Pero un hombre ve sólo dos varones. ¿Dónde está la mujer?

Utunia y Ernenek estaban uno a cada lado de Papik, los dos con sus pantalones de oso, el torso desnudo, bruñidos por el continuo sol, los cabellos al viento, empuñando sus lanzas incrustadas de sangre. El delicado pelo y los ojos azules de Utunia eran particularmente claros en verano, a la luz del día y en contraste con su piel bronceada; Ernenek, en cambio, poseía cabellos gruesos, de un negro azulado, y los ojos humosos de los padres.

Antes de responder, Papik observó alrededor para asegurarse de que no había ningún animal marino que pudiese oírlo.

Después dijo:

—Estos son nuestros hijos. La que tiene el aspecto más rudo es la mujercita.

El necillik sonrió maliciosamente y se rascó la cabeza.

—¿La rubia? ¿La engendró un hombre blanco?

—No es imposible —rió sarcásticamente Papik mientras Viví y la otra mujer se cambiaban miradas y sofocaban sus risitas—. ¿Qué mensaje?

—Ivalú quiere cuanto antes a esta sobrinita en Monte Grávido.

—¿Por qué?

—¿Quién sabe? Hemos recibido el mensaje de otro trineo.

Conjeturaron que Ivalú hubiese tenido conocimiento de la muerte de Tellerk y ya tuviese otro esposo para la niña. O bien, que Milak había retornado y que ella lo había persuadido de la conveniencia de tener a Utunia hasta el nacimiento de un varón. En ambos casos, era preciso apurarse. Pero también era necesario sobrevivir. Como debieron asegurarse la caza, quitarle el cuero, devorarla y sepultar el sobrante, esperar a que el mar se endureciese, y después, que llegara a su fin la noche profunda, tardaron otro año en arribar a Monte Grávido.

La sonrisa de Ivalú parecía más vacía que nunca y más remota su mirada.

Dijo que Milak había vuelto a ella: pero sólo en sueños. Por lo que no era imposible que hubiese muerto. No obstante, Ivalú se negaba a unirse a otro hombre ya que Milak le había prometido regresar otras veces en sus sueños. Por lo tanto, nada le impedía ocuparse de Utunia. Segura en su posición de angakok, se sentía feliz de poderle quitar un peso al hermano y a la cuñada.

Cuando Utunia comprendió que sus padres partirían sin ella, estalló en un desgarrador llanto que sólo consiguió frenar la amonestación paterna al expresar que el llanto no es de hombres. Crecida en el seno de la familia y unida a ella como un brazo al cuerpo, la niña no podía concebir la idea de separarse ni de cambiar de vida. Renunciar al trineo tras la traílla anhelante, a las afanosas construcciones de los refugios de nieve desafiando al repentino huracán… A las silenciosas exploraciones junto a las botas del padre… A la instalación de las trampas, a los encuentros con los osos, al adiestramiento de los perros, a la manufactura de armas y utensilios en la intimidad del iglú azotado por la tormenta y mecido por el mar… A los suculentos amasijos masticados por su madre que todavía, de vez en cuando, le daba de comer de su propia boca mórbida, por no hablar de la dulce y caliente leche de su pecho mientras el pequeño Ernenek succionaba el otro pezón mirando a su hermana con sus ojos de hollín y tocándole con un dedo la mejilla henchida…

—Cuando llegue el invierno —Ivalú quiso consolar a Utunia—, nos construiremos un iglú sobre el hielo de la bahía.

¡Linda diversión! La tía y ella.

—Y tendrás compañeras para jugar —prosiguió Ivalú con seducción—. Te enseñarán a usar un kayak y a dar vueltas y vueltas en el mar con la ayuda de un remo y sin embarcación; a recoger cantidad de huevecitos sobre los despeñaderos, y a participar en la competencia por la captura de pájaros.

¡La competencia por la captura de pájaros!

Entonces se unió a dos niñas de la aldea, armadas de largas pértigas con una red en el extremo para cazar pingüinos y garzas marinas que en extraordinarias cantidades anidaban en las rocas derrumbadas provocando una continua algarabía; pero fue únicamente para no ser descortés, forzando su naturaleza rebelde. El pequeño Ernenek no obtuvo el permiso para acompañarla, ya que sus padres no querían quitarle los ojos de encima. No se podían arriesgar a perder el hijo varón.

Cuando después de un largo acecho sobre un borde rocoso, la primera garza cayó en la red, las niñas la suspendieron por el pico de un hilo tendido entre dos estacas, y permanecieron inmóviles a la espera de otras garzas que llegaron atraídas por el aleteo de la primera. Cada nueva presa se ponía junto a las precedentes, hasta que el lugar fue un inmenso aletear y un griterío de pájaros que seguían atrayendo a otros.

Al fin las niñas habían capturado tantos que era imposible transportar a todos.

A Utunia le pareció grotesco alegrarse por un puñado de garzas, pero no abrió la boca. No consideraba a estas niñas dignas de recibir una confidencia que seguramente las habría hecho palidecer: que ella esperaba, desde hacía tiempo, la ocasión de abatir un oso, macho y adulto, sin ayuda de nadie, mientras sus padres estuviesen durmiendo. Esta sí hubiera sido una empresa de la que una niña de su edad podía sentirse orgullosa, y que ciertamente habría suscitado también la admiración del padre, cazador de osos.

Utunia no tenía la menor aspiración de impresionar a pescadores ni a cazadores de pájaros.

En casa de Ivalú los adultos dormían pero Utunia velaba. No quería abandonarse al sueño por miedo a despertar y encontrarse sin su familia.

Miró en torno, en la penumbra de la habitación. Su padre estaba roncando como una morsa. Su madre se agitaba en un sueño inquieto. Ivalú dormía serena y sonriente, tranquila en su dulce locura, tal vez soñando con su Milak. ¿Y el pequeño Ernenek?

Ernenek había desaparecido.

Utunia no quiso despertar a sus padres por miedo de que al hacerlo, se apresurase su partida. En cambio, tomó la lanza y con Karipari enlazado se dirigió a los despeñaderos de los pájaros. Ernenek había quedado muy ofendido cuando le prohibieron ir.

Y fue allí donde Utunia lo vio, agarrado a una pared derrumbada sobre un pantano en el que una familia de morsas estaba al acecho.

El muchachito se arrastraba en precario equilibrio a lo largo de una cornisa baja hacia una fila de pequeñas garzas alineadas en tan perfecto orden que parecían artificiales.

Utunia le gritó que no se moviera, pero él se limitó a sonreírle y prosiguió avanzando. Tras dejar lanza y perro, Utunia trepó por la pared rocosa.

Las garzas esperaron que Ernenek se les acercase y emprendieron el vuelo sólo a último momento. El pequeño extendió una mano hacia la que más tardó en volar, perdió el equilibrio y se precipitó en el pantano de las morsas.

Utunia se arrojó del lugar escarpado para volver a coger la lanza, desollándose las manos en las rocas, y después vadeó el pantano donde su hermano estaba gesticulando enmudecido por el miedo. Sorprendidas, las morsas habían interrumpido sus juegos. Al ver llegar a Utunia, un macho grande y bigotudo avanzó hacia ella.

La carga de una morsa, que pesa más que diez focas juntas, podía poner en aprietos también a Papik. Utunia llegó a tiempo para aferrar a Ernenek y sacarlo del agua, y lo arrastró a lo largo de la pedregosa playita.

La morsa, pez en el agua, se movía un poco mejor que un pez en la tierra.

Después de la difícil prueba, los dos niños se detuvieron riendo por haber escapado del peligro. Estaban mojados, ya que vestían las ropas de la casa, y en cuanto tomaron aliento Utunia se llevó al hermanito a la carrera por una pendiente para que entrara en calor.

Karipari los seguía haciéndoles fiestas.

Ya en la cuesta, por poco fueron a dar contra una pareja de osos y dos ositos. En verano, tal como lo hacen los hombres polares, los osos blancos también se aventuran tierra adentro atraídos por el peligro de lo ignoto.

Utunia estaba convencida de que un día u otro abatiría un oso; pero también estaba segura de que ese día aún no había llegado. No quería soltar al hermanito, que no sabía correr por sus medios y no se daba cuenta del peligro; antes bien, reía apuntando a los osos con su pequeña lanza.

Karipari, gruñendo, se abalanzó sobre el oso que se le acercaba y le clavó los colmillos en la garganta. El oso lo agarró y le hundió los suyos. Utunia sintió que sus rodillas se volvían líquidas. Si no hubiese sido responsable de su hermanito, habría corrido en auxilio de Karipari y habría tratado de inmovilizar al oso atravesándole un tendón o perforándole la delgada piel de debajo de la mandíbula. En cambio, ni siquiera podía batirse en retirada. La habían cercado.

El enorme macho dejó caer al perro moribundo y avanzó hacia los dos niños.

Nunca como entonces Utunia lamentó tanto ser aún una niña. Sabía que los osos evitan al hombre si no están hambrientos; y éstos no parecían hambrientos. Por otra parte, no se mostraban atemorizados por los dos niños. Tal vez, a causa de sus dimensiones, no los consideraban seres humanos, ya que iban hacia ellos en vez de alejarse.

Se esforzó por recordar las enseñanzas del padre: «No grites si un animal te ataca. Háblale con el tono sumiso y cálido de una madre. Confúndelo. Asómbralo».

Levantó a Ernenek sobre sus espaldas y le ordenó erguirse y agitar los brazos. El muchachito reía estrepitosamente. Jamás se había divertido tanto. Y con él a horcajadas sobre sus hombros, Utunia parecía altísima.

—Pequeño oso —dijo pensando en los consejos de Papik—. Tal vez fue tu padre el que mató al abuelo Ernenek. —No importaban las palabras y sí el tono—. Tu hígado es exquisito si se come caliente, como tu lengua y tus jamones. Pero tu carne es mejor helada. Por ahora te los puedes guardar. Como tu enorme corazón, pequeño oso.

En ese instante Ernenek arrojó la lanza.

Rebotó en la gruesa piel sin cortarla, pero el oso, asustado, retrocedió de un salto. También los otros se habían desconcertado ante esa figura en forma de torre con muchos miembros, y Utunia se retiró lentamente. Los osos la siguieron a distancia un breve trecho; después volvieron atrás para observar el cadáver de Karipari.

Utunia se sentó con un hondo suspiro de alivio. Y le dijo al hermano:

—¡Nunca más vuelvas a salir!

—¡Alguien quiere matar un oso! —contestó Ernenek, divertido—. ¡Y también un lobo!

—Ya llegará el momento. Ahora no.

—¡Ahora! ¡Este es el momento de los lobos!

Ernenek tenía razón: una manada de lobos los había seguido.

Cuando los padres los descubrieron, escoltados por toda la traílla, los niños se habían refugiado en una caverna y habían bloqueado la entrada. El pequeño Ernenek se divertía tirando piedras a los sitiantes, y Utunia daba golpes de lanza a cada lobo que se asomaba.

Mientras los perros atacaban a los lobos, Viví abrazó a sus hijos.

—¡Una madre no te dejará nunca, chiquita! —le dijo a Utunia—. ¡Eres un verdadero cazador! ¡Necesitamos de ti!

Pero mientras Ernenek dejó que su madre lo oliscase y le frotara la nariz, Utunia, que todavía no la había perdonado, la rechazó enfadada.