XVI. La viuda

REGRESARON con una robusta morsa, y el gran cazador Solo quedó de tal manera ofendido por la cantidad de hígado y carne que le ofrecieron Papik y Tellerk, en cuanto fue despertado, que ordenó a sus esposas hacer los bultos, y dejó Monte Grávido bullente de cólera y con el estómago vacío.

Papik y Tellerk habían sacado provecho de los consejos de Ivalú y dado crédito a sus poderes misteriosos, aunque ella, en su habitual modestia, los atribuyese a su conocimiento de la isla. El final del verano, cuando empezaba el frío, aun antes de que la costa se solidificase, era un pésimo período para la caza. Los pájaros habían partido hacia el sur y los animales salvajes hacia abajo de la tierra, excepto pocas focas y alguna morsa; pero no había manera de cazarlas. Las frágiles embarcaciones de pieles no podían aventurarse en el mar por el peligro de las masas siempre más imponentes de los hielos flotantes que venían del Norte; y la costra marina que permanecía helada en alguna bahía no era de consistencia como para soportar el peso de un hombre.

Con una sola excepción.

Ivalú, que desde largo tiempo vivía en Monte Grávido y que siendo una mujer polar entendía de caza como ninguna otra en la aldea, sabía que en la Bahía del Gran Oso el hielo se mantenía lo suficientemente sólido como para sostener a un hombre, porque el sol no lo tocaba jamás. Si otros lo sabían, bien se guardaron de informar a Solo; de modo que no fue durante su breve estancia en Monte Grávido cuando él pudo dar pruebas de su habilidad.

Después de la partida de Solo también Papik y Tellerk dejaron la isla, ya demasiado poblada de animales.

La caza continuó absorbiendo todas sus energías, pero no en vano.

Dos cazadores en sociedad cobran mayor botín que separadamente. Mientras uno atraía hacia sí la atención de una foca, el otro la sorprendía por el lado opuesto. O bien uno restringía un área de respiradero cerrando un agujero tras otro, menos el que su compañero estaba acechando.

Y también podía hacer uso del arpón largo, traído como dote por Tellerk y cuyo empleo requería dos hombres.

En verano se aventuraban tierra adentro para cazar al buey almizclero y al reno. Engullían cuanta carne sus estómagos podían retener, y con frecuencia aún más, y sepultaban la sobrante con la esperanza de volverla a encontrar en cualquier ocasión futura.

La imprevista dificultad que surgió entre los dos hombres fue a causa de Viví. Papik trataba a Tellerk no sólo como a un yerno sino como a un huésped, mientras Tellerk se comportaba como si fuera socio del matrimonio de Papik, quien una vez, al volver a casa, oyó que Viví reñía ásperamente con él.

Desvanecida la fascinación de la novedad, Viví había vuelto a ser una esposa como tantas, sometida al marido y atenta a sus propios deberes. Educada según los criterios más austeros, ella no olvidaba jamás que si una mujer puede ser prestada, vendida o regalada, nada debe acaecer sin el consentimiento de su marido. Nadie ignoraba esta norma básica del vivir en paz; pero había quienes la olvidaban.

Tellerk era uno de éstos.

—¿Por qué molestas a Viví? —le preguntó Papik irritado.

Tellerk se estaba restregando una hinchazón en la frente que mostraba las señales de un golpe de puño. No obstante, respondió sin ninguna cortedad:

—Deberías interceder ante Viví. Ella pretende cada vez tu autorización. Pero hay momentos en que la cosa es urgente y tú no estás siempre en casa.

—¡Claro que se necesita la autorización! ¡Y cada vez! —estalló Papik.

—¿Y por qué? Nadie te la gasta.

—No es porque la gastes. ¡Es por principio! Si uno no puede confiar en ti en las cosas pequeñas, ¿cómo puede fiarse de ti para las cosas más importantes?

—¿Como cuáles? —dijo Tellerk en tono de mofa; y dado que la respuesta se hacía esperar, manifestó ceremoniosamente—: Un hombre te pide ahora el permiso. ¿Harías el favor de salir? Quisiera intercambiar algunas risas con Viví.

La ironía no hacía mella en Papik, que replicó con un seco no.

—¡Más que avaro! —estalló Tellerk. Y Papik enrojeció tocado en lo más vivo; era la primera vez que había merecido tal epíteto. Pero un hombre no puede dar marcha atrás.

—Viví no es tu mujer y no puedes disponer de ella a voluntad. Utunia irá creciendo. Mientras tanto, alguien te echará una mano pero sólo cuando él lo diga.

—¡Un hombre no quiere ayuda!

Y Tellerk corrió afuera para desahogar su ira con los perros, mientras Viví, ruborizada por haber causado un litigio doméstico, se afanaba en las tareas de la casa.

A partir de entonces Tellerk demostró claramente que jamás, por nada del mundo, se rebajaría a pedirle otro favor a Papik. Tampoco sus relaciones con Utunia eran muy buenas: entre los dos no existía intimidad ni comunicación alguna.

—Utunia no quiere jugar conmigo —se quejó Tellerk una vez—. Me da puntapiés en la ingle.

—Siempre ha sido un poco huraña con los extraños —le aseguró Viví—. Con el tiempo te tomará confianza, verás. Debes tener paciencia.

Pero la paciencia era la cualidad que en menor grado poseía Tellerk. Se enfurruñó y renunció a toda ulterior tentativa de ganar el afecto de su mujercita o, por lo menos, su estima. Pero se preocupaba porque fuese debidamente alimentada, y con frecuencia la examinaba minuciosamente para verificar su crecimiento; y siempre le parecía que los progresos eran mínimos o nulos.

Pero estaba en un error.

Los dos niños se desarrollaban maravillosamente gracias a la leche materna y a la sangre burbujeante y a los peces vivos y al aceite de hígado; y recibían asimismo bocados ya masticados de carne corrompida que sus inocentes estómagos rechazaron al principio pero que después, a fuerza de insistir, aprendieron a retener.

Mientras el pequeño Ernenek ya dejaba traslucir un temperamento vivaz e impetuoso, Utunia se mostraba más tranquila y reflexiva.

El cobre reluciente de sus largos cabellos lacios sueltos sobre los hombros, y los ojos levemente estrábicos, y azules como las grietas del hielo, conferían a su carita redonda de altos pómulos asiáticos, la fascinación de lo insólito. La delicada pelusa que al nacer había adornado sus miembros se había reforzado con el crecimiento —característica casi ignorada entre los esquimales que por lo general permanecen imberbes aun en el púber—. Salvo en presencia de extraños, la niña se mostraba voluntariosa y segura de sí misma, tal vez porque el pequeño Ernenek la miraba como ejemplo y como a alguien que enseña a vivir.

Las únicas lamentaciones provenían del marido que, evidentemente, había esperado ver madurar un fruto recién brotado, de la noche a la mañana.

Tellerk se ensombreció tanto que Papik se conmovió, y una vez, antes de dejar el iglú, lo tomó de un brazo y lo llevó ante Viví pronunciando el tradicional: «¡Uníos!». Tellerk quiso ignorar el ofrecimiento y conservar el gesto ceñudo, y Papik tuvo que recordarle que ningún hombre podía ofender así a una señora sin perder la propia reputación. Tellerk estuvo de acuerdo y por fin la armonía familiar fue restablecida. Por lo menos durante un período.

Criar dos niños al mismo tiempo representaba una empresa casi imposible, como todos los expertos lo sabían, y no se podía tener éxito sin el apoyo continuo de los ángeles custodios.

Fuera del iglú o del pezón materno un niño está constantemente en peligro. El hielo es un elemento que traiciona con sus infinitas trampas, los maremotos y los canales que de improviso se abren y se cierran. En primavera, con la licuefacción de la costra, los peligros se multiplican. Ni el verano es una estación segura, con tanta agua por todas partes y el riesgo de la caza bajo la superficie. Además las traíllas representan una amenaza constante. A fuerza de golpes los perros pueden aprender a respetar a los niños, a los cuales se les enseña a valerse de un garrote en cuanto tienen fuerza para empuñarlo. Pero si un niño cae, los perros fingen creer que se trata de una comida arrojada al suelo para ellos y en instantes lo despedazan.

Viví tenía también otro problema.

La presencia de un segundo hombre en la casa había duplicado su trabajo. Debía atender a los dos niños y además desollar y descuartizar las presas de dos cazadores, coser y rascar y masticar y recomponer las botas y las pellizas de oso y las ropas de pájaro y los guantes de todos, incluidos los propios.

Y el cansancio empezaba a hacerse sentir.

Mientras los hombres roncaban, fatigados pero satisfechos, recuperando sus fuerzas, Viví no conseguía dormir plenamente. Uno u otro de los hijos la despertaba siempre.

A veces sólo para bromear, o porque quería jugar, o comer, o hacer lo contrario. Y ella lo secundaba, entontecida y somnolienta, o bien feliz de ser tan requerida. Era como si el buen humor y las fuerzas que paulatinamente la abandonaban no se perdieran y se transmitieran a los hijos.

Y se mostraba alegre sólo con ellos.

—Una mujer no quiere reír más con Tellerk —le confió una vez a Papik.

—¿Por qué? ¿Te falta al respeto?

—No, no. Pero sucede que una estúpida mujer está cansada, y además acostumbrada a un hombre solo, y no le gusta dividirse continuamente.

—Estos pequeños sacrificios son necesarios para nuestra niña.

Viví no podía oponerse a semejante argumento. Ya no le hacía eco a la hilaridad de los dos hombres, pero se sometía en silencio, por deber y, por lo mismo, con resentimiento.

Hasta que, inesperada, la muerte visitó a la familia.

Ocurrió al alba de un nuevo día, más de dos años después del matrimonio de Utunia, mientras la familia y los elementos estaban resucitando del entumecimiento de la estación. Los espíritus del aire azotaban el Océano Glacial y la reina Sedna sublevaba las aguas, cuando Papik, asomándose al túnel, avistó un oso y le siguió el rastro.

El iglú familiar había sido semiexcavado en el hielo marino junto a la costa, y el oso se dirigía a un promontorio donde el peligro de que la costra helada se abriese era mayor que en cualquier otro sitio durante una tempestad.

Pero Papik no resistía a la atracción del oso, especialmente en primavera. Y tampoco Karipari, que precedía al amo desgañitándose.

—¡Vuelve atrás! —gritó Tellerk de pie junto al túnel del que emergían los otros uno a uno.

Viví se puso a correr con su paso de ánade en pos de Papik, para llamarlo, y los chicos corrían detrás de la madre por la fuerza de la costumbre, y la traílla detrás de su jefe; y Tellerk se quedó solo delante del túnel.

Y en ese momento la costra se abrió debajo del iglú que fue engullido junto con Tellerk.

Toda la familia volvió a la carrera sobre sus pasos, en la esperanza de salvar al último de sus miembros. Si hubiese sido posible pescarlo, Tellerk habría salido con vida. Su vestimenta, de materiales impermeables y cosida con tendones de foca, que se dilataban al contacto del agua, no la dejaba pasar. Pero el canal se había cerrado de inmediato por la presión del hielo circundante, y lo único que quedaba de Tellerk era el mango de su cuchillo hendido en la costra, como una lápida funeraria.

Tellerk no merecía terminar de ese modo, sino Papik por haberse aventurado en la zona insegura. Pero los espíritus son caprichosos.

Fue así como la pequeña Utunia conoció la amargura de la viudez antes de probar las dulzuras del matrimonio.

Papik y Viví no perdieron tiempo e hicieron todos los exorcismos necesarios para resguardarse del fantasma de Tellerk.

Lamentaron su prematura desaparición con voz estentórea, magnificando sus virtudes y callando sus defectos. Esparcieron trocitos de carne alrededor del sitio de su partida para congraciarse con su espíritu, y también en la secreta esperanza de que él los ayudase en sus cazas futuras. Después huyeron, apaleando sin piedad a la traílla, y deteniéndose sólo de vez en cuando para dejar tras ellos simulados cepos y trampas, para asustar al fantasma por si tuviera intención de seguirlos.

Es normal que un muerto odie a los vivos y que éstos deban congraciarse con su fantasma proclamando con vehemencia el dolor causado por su muerte. Pero la desesperación de que dio muestras la pequeña Utunia les pareció exagerada a los padres. La niña no se daba paz; ni siquiera cuando se le aseguró que se habían tomado todas las precauciones y que no había nada que temer. Seguía derramando ríos de lágrimas, y cuando le fue brindado el pecho materno, ofrecimiento que siempre la había calmado, en un acceso de ira empezó a golpearlo con sus puños.

Los padres ya no sabían qué hacer. Utunia era una niña inteligente y más precoz que el común de los hijos de los hombres; pero, después de todo, ella no debía tener más de seis o siete años, y hasta ese día había demostrado más afición por uno de los cachorritos de Karipari que por cualquier ser humano.

—¿Que el fantasma la haya alcanzado y le esté haciendo daño? —conjeturó Viví.

Papik escupió de rabia y se puso a pisotear el hielo.

—¡Esto nos faltaba! ¡Es preciso reemplazar cuanto antes los instrumentos que desaparecieron en el agua con el iglú, y también debemos preocuparnos por el fantasma de un hombre y la cólera de una niña!

Desvelaron el misterio poco después de haber levantado otro refugio.

Iban a acostarse cuando advirtieron que Utunia se había alejado en la caliginosa mañana. Y como la pequeña no obedecía a sus llamadas fueron a buscarla y la llevaron a la casa, en brazos, mientras ella se debatía y pataleaba, gritando entre sollozos:

—¡Dejadme! ¡Alguien quiere morir!

—¿Por qué tendrías que morir, chiquita? —le preguntó Viví lamiéndole las lágrimas y limpiándole la nariz con la suya.

Utunia no respondió pero siguió con sus sollozos hasta que el sueño venció al llanto, después de lo cual los padres se adormecieron. Pero, de golpe, Viví se despertó y sacudió a Papik para anunciarle:

—¡Utunia se ha escapado! ¡Está decidida a morir!

—¿Cómo es posible? ¡No parecía aficionada a Tellerk!

—Ella sabe que tu madre se ahogó cuando quedó viuda, y tal vez se crea en el deber de imitarla. Es una niña muy impresionable.

—¿Impresionable Utunia? ¡Ah! ¡Lo mismo que una cabeza de oso congelada!

En tanto, Papik se había vestido apresuradamente. Le entregó el pequeño Ernenek a Viví, que no quería permanecer en la casa a esperarlo, y juntos fueron tras las narices de Karipari, guía más segura que las leves huellas de la niña en la costra barrida por el viento.

Mientras avanzaban mecidos por las ráfagas, la ausencia de Tellerk se hacía sentir. El pequeño Ernenek pesaba sobre la espalda de Viví pero no lo podían dejar solo en el iglú por temor de que despertara y hallara el modo de salir.

O la traílla el modo de entrar.

Cuando de lejos avistaron a Utunia que yacía boca abajo, desataron a Karipari y corrieron tras él.

Utunia estaba bien, no así la presa por ella arponeada en el agujero de hielo burbujeante de sangre. Viví recibió un codazo en el estómago cuando intentó abrazar a la niña, que no quería soltar su presa, y que Papik sacó del agua después de agrandar el respiradero. Se trataba de una foca barbuda cuya piel es la más adecuada para tiras y arreos.

Papik estaba trastornado.

—¿Qué has hecho?

Utunia se le plantó delante, las piernas abiertas y empuñando el arpón.

—¡Ahora hay otro cazador en la familia! —dijo—. No me dejaréis morir.

—Pero chiquita, ¿quién te quiere dejar morir? —le preguntó Viví frotándole la naricita.

Utunia la rechazó.

—¡Una niña ha oído vuestras conversaciones! ¡Y vosotros creíais que dormía! La habéis conservado con vosotros sólo porque tenía marido.

—¡Te encontraremos otro!

—Los hombres no quieren niñas flacas y chiquitas. Quieren viejas gordas como tú.

—¡Ah, las mujeres! —vociferó Papik—. ¡Justo en un momento como éste! —Se golpeaba la cabeza con los puños, con tanta fuerza que su cráneo sonaba a hueco—. ¡Nuestra hija ha ultrajado a las focas y ahora todo el mundo marino nos evitará! ¡Estamos desahuciados!

—¿Por qué? —preguntó Viví, estupefacta—. ¿El tabú también vale para las niñas?

—La ofensa es todavía más grave: ¡una foca matada no sólo por una mujer, sino por una tan pequeña!

—Utunia no lo podía saber. ¿Qué podemos hacer ahora?

—Una sola cosa —refunfuñó humillado Papik—: ¡escapar y no detenernos nunca!