XV. Una contienda de cerebros

PARA no poner en situación embarazos a Viví y Tellerk mientras en su tienda reían su primera risa, Papik había llevado a los niños a casa de Ivalú para tomar una escudilla de té.

Cuando Tellerk y Viví los alcanzaron más tarde encontraron la choza llena de gente. Estaba también el famoso Solo, de paso por Monte Grávido, que había ido en visita de conveniencia, a ver a Ivalú con toda su familia: hombre prudente que como tal mantenía buenas relaciones con todos los angakok.

Solo tenía renombre de gran cazador y de extraordinario marido.

Desde hacía años había sido capaz de alimentar a tres esposas sin compartirlas con nadie, reemplazando periódicamente a la que había gastado sus dientes para masticar las vestimentas de la familia, por una más joven o, por lo menos, de dientes intactos. Una vez había tenido que ahogar a sus futuros suegros antes de desposar a la hija, y lo había hecho con tal discreción que la policía fue incapaz de obtener las pruebas. Naturalmente, todos los maridos lo envidiaban. Las mujeres, en cambio, no lo veían con buenos ojos; aun cuando no censuraban la poliandria, que tenía el crisma de la tradición, la poligamia las escandalizaba.

Si una demostración de fuerzas entre Papik y Tellerk resultaba inevitable, antes o después, la presencia de Solo fue lo que acortó el plazo.

Aunque no se lo habían confesado siquiera a sí mismos, Papik y Tellerk se sentían inferiores a Solo puesto que cada uno de ellos ostentaba una sola esposa, y para mayor menoscabo una de éstas era chiquita.

Especialmente Tellerk sufría como una ofensa personal la presencia de ese hombre con su trío de mujeres y, para colmo, con un varoncito lactante.

—Llevarse bien con una sola esposa es ya bastante difícil —le dijo en cuanto lo encontró en casa de Ivalú—. ¿Cómo haces para llevarte bien con tres?

—Es fácil —contestó Solo lanzando un escupitajo que después de trazar un arco elegante fue a parar al otro extremo de la habitación—: Un marido ha establecido una regla: cuando él habla todas las esposas deben callar. Y cuando las esposas hablan, él no escucha.

Determinada así la superioridad intelectual de Solo, Tellerk resolvió atacarlo frontalmente con una importante cuestión: la del alimento.

—Tus buenas señoras —sonrió maliciosamente—, son bellísimas y tienen una elegancia suprema pero dan la impresión de estar un poco hambrientas.

Solo acusó el golpe.

—Alguien ha llegado sin provisiones —replicó secamente—. No obstante, invita a todos a una abundante comida, entre una y otra vuelta del sol, después de haber dormido un poco.

—¿Una abundante comida? —se asombró Tellerk—. ¿De qué? Como ahora vas a dormir, ciertamente en compañía de las tres lindas señoras.

Solo quiso ignorar la explosión de hilaridad que siguió a esas palabras. Cuando se desvanecieron las risas retiró el dedo de su caverna nasal y dijo con estudiada indiferencia:

—Alguien irá a cazar después del reposo.

—Aceptamos tu invitación si tú aceptas la nuestra —manifestó Tellerk.

Enfadado, Solo se levantó y salió seguido por las tres mujeres que reían a carcajadas.

Tellerk se dirigió a Papik:

—Ahora está en juego el honor de alguien. Debemos procurarnos bastante carne como para avergonzar a ese Solo de una vez por todas.

Papik no respondió. Estaba enfurecido porque Tellerk durante la conversación no le había dado ocasión de mostrarse brillante, y seguía tomando aún la iniciativa. Viví, de su intercambio de risas con el yerno, había emergido más bella que siempre, y sólo para él tenía ojos y oídos, y le aplaudía las salidas menos afortunadas con su risa de marfil.

—Iremos a la Bahía del Gran Oso a buscar morsas —prosiguió muy dueño de sí Tellerk—. Según Ivalú allí el hielo es firme, y una morsa es justo lo que necesitamos para hacer morir de envidia a esa vejiga hinchada que es Solo.

—¡Un momento! —le contuvo Papik—. ¿Quién dijo que iremos a la Bahía del Gran Oso?

—¿Cómo quién lo dice? ¿No oíste quién ha sido? —inquirió Tellerk, burlón.

Papik tragó saliva.

—¿Quién decide la caza?

Tellerk fingió sorpresa.

—Alguien lo ha decidido.

—¡El que decide es este hombre! —estalló Papik.

—No es así.

Por una vez nadie rió. Cada uno comprendía que ése era un momento peligroso. Jadeando, Papik se levantó, tomó la lanza de la pared y apuntó al ombligo de Tellerk.

—Alguien jamás ha recibido órdenes. Dejemos que la lanza decida.

Tellerk palideció.

—¡Esperad! Ya sabéis que si uno mata al otro, los dos querrían que eso no hubiera sucedido. Dejemos que resuelva el tambor —gritó Ivalú.

Los cantos que se acompañan con el tambor, duelos de la inteligencia, representan el único modo honroso de dirimir una controversia, y es una diversión para todos menos para el que pierde.

—Es lo mejor —confirmó Viví.

—Un hombre está preparado —dijo Tellerk y se apresuró a asir un tambor.

—¡Porque tienes miedo de la lanza! —exclamó Papik.

—Escucha, Papik —intervino Ivalú—: si os medís con la lanza el perdedor quedará muerto y el vencedor querrá morir. Si os medís con el tambor el perdedor sólo hará un mal papel y el vencedor será aplaudido.

Papik no quería confesar que prefería mil veces la muerte al mal papel. Solamente dijo:

—Un hombre no le tiene miedo a la lanza.

—¿Pero le tienes miedo al tambor? —preguntó Viví.

—¡Un hombre no le tiene miedo a nada!

Bien podía suceder que Papik fuese el más grande cazador sobre la frontera de los perros; pero nadie, ni siquiera él mismo, hubiera osado afirmar que él fuese el mejor verseador; y era estro poético lo que se precisaba para salir victorioso de la contienda de cerebros que en seguida tuvo lugar en la casita de Ivalú, atestada hasta las costillas de ballena del techo, de espectadores excitados.

Únicamente Solo y sus esposas no habían sido molestados en su sueño.

El habitáculo era sofocante por la presencia de tantas personas apretadas como merluzas en la red. El sudor goteaba de los pechos untados de los contendientes sobre los pequeños tambores, que cada uno asía con una mano y percutía con la otra haciendo oscilar y columpiar el tórax mientras cantaba los estribillos destinados a herir al rival, provocando la hilaridad del público, último arbitro en caso de que ninguno de los dos se considerase derrotado. Los espectadores, de pie contra la pared o acurrucados en el suelo, les dejaban escaso lugar a los duelistas, que permanecían plantados para no tropezar y se limitaban a contorsionar el tórax.

Afortunadamente para Papik, la capacidad poética de Tellerk se reveló apenas superior a la suya.

—¡A través de sus focas un hombre habla contra ti, aiaiai! —gemía Tellerk según el rito—. ¡A través de las focas que ha matado, más numerosas que las que mataste tú, aiaiai!

—¡Aiaiai! —respondió Papik en tono de lamento—. ¿Dónde están las focas de que habla este desconocido? ¡Alguien ve sólo ojos esperanzados y barrigas vacías que hay que llenar, ya que este desconocido no lo ha logrado, aiaiai!

—¡Este Papik es tan delgado que uno podría colgar el arco en sus costillas, aiaiai! —replicó Tellerk, provocando risas que ciertamente hubieran sido más estruendosas si Papik no estuviese a punto de reventar de tanta grasa y músculos como sucedía siempre en la estación estival.

—¡Oh! —replicó Papik con aire de desprecio contoneándose como una morsa enamorada y haciendo retumbar su tambor de piel de foca.

—¡Tellerk tiene que atar los hocicos de sus perros y amarrarlos a un palo; si no, lo devorarían para sobrevivir, aiaiai! ¡Pobre Tellerk! ¡Pobres perros, aiaiai!

Aunque habían asistido a contiendas de cerebros más memorables que ésa, los presentes querían divertirse a toda costa y alimentaban el fuego aplaudiendo las salidas aun más trilladas; en cuanto a la mímica y contorsiones de los contendientes, fueron superiores al texto y a la música. Bien pronto cada uno de los dos empezó a contravenir las reglas interrumpiendo con su propia réplica el versito del otro, tratando de superarlo con el vigor de la voz ya que no era posible con la gracia del talento.

Cuando Papik cantó:

—¡Aiaiai! Alguien es inteligente como un zorro y fuerte como un buey almizclero —Tellerk le golpeó el tambor con el suyo y respondió:

—¡Es cierto! ¡Pero ese alguien no es Papik, el cual, aiaiai, tiene la fuerza del zorro y la inteligencia del buey!

Después de lo cual arrojó el tambor a la cara de Papik.

Resentido por la explosión de risas que siguió a su gesto, Papik se abalanzó inclinado sobre su rival y le dio un cabezazo en el pecho. Tellerk le respondió golpeándolo con su cabeza en plena cara, y para inmenso solaz de los presentes le partió una ceja y le sacó un poco de sangre. Papik reaccionó rompiéndole el tambor en el cráneo, y después aferró de la cintura a su aturdido rival, lo levantó por los aires y lo golpeó repetidas veces contra el cielo raso haciendo retemblar los puntales de ballena y haciendo caer una lluvia de fina tierra sobre todos. Todavía sangrando, decía con voz de trueno:

—¿Esta sería la fuerza de un zorro? ¿Eh, eh?

—¡No, no! —lloriqueó Tellerk, que había empezado también él a sangrar—. ¡Es la fuerza de un buey almizclero!

—¿Y la inteligencia?

—¡Tienes la inteligencia del zorro!

—¿Y entonces quién dirige la caza?

Como la respuesta se hacía esperar, Papik lo golpeó un par de veces más contra el cielo raso, y Tellerk se apresuró a responder:

—¡Tú!

Entonces Papik le dejó caer a los pies de los entusiastas espectadores. Pero después le ayudó a levantarse y le estrechó la mano para demostrar que no le guardaba rencor, ya que después de un duelo de cerebros es obligatoria una reconciliación total.

Mientras Tellerk se consolaba con una taza de té, Ivalú le preguntó al hermano:

—¿Y bien, adónde iréis a cazar?

—A la Bahía del Gran Oso —respondió Papik.

—¿Y no era ésa la propuesta de Tellerk?

—Cierto. Pero él tenía que aprender que el jefe de la familia es el que ordena la caza, y también reconocer quién es el jefe de la familia.

Papik pensaba que resolviendo la cuestión de la caza lo resolvía todo, estableciendo las premisas para una vida familiar armoniosa y serena.

Pero pronto se vio enfrentado a un problema de naturaleza absolutamente distinta.