XIV. El matrimonio

LA primavera siguiente, mientras todavía viajaba por Cabo Miseria procedente de la Bahía de la Masacre, la pareja se encontró casualmente con el fantasma de Milak, marido de Ivalú.

Apareció en pleno día y de tamaño natural, más bien grácil por tratarse de un hombre, como siempre, pero muy atrayente, pescando inclinado sobre un agujero abierto en el hielo, en compañía de un hombre y de una mujer. Al oírse llamar, se volvió bruscamente, y observó a Papik y a Viví sin dar muestras de reconocerlos, y dijo con la misma voz de Milak:

—Alguien se llama Panipciuk.

—¿No eres el marido de Ivalú?

El hombre frunció la nariz y con movimiento de su cabeza señaló a la mujer.

—Nuestra esposa —dijo.

Entonces Viví le tiró de la manga a Papik y le susurró:

—¡Escapemos!

Y los dos huyeron horrorizados.

Porque eso sólo podía significar que Milak había muerto y retornado a la vida con su apariencia anterior —inclusive tenía sobre los labios las dos cicatrices, recuerdo del ataque de una morsa— pero con otra alma: aterrorizador descubrimiento como todos los fenómenos inexplicables, que impulsó a la pareja a exigirles a sus perros la máxima velocidad.

En la primera parada, mientras esperaba conciliar el sueño, Viví tuvo una extraña sensación que la hizo estremecerse: sintió que un soplo helado le rozaba la nuca. Y en cuanto se lo dijo a Papik, él tuvo la misma sensación. Durante mucho tiempo a partir de entonces, ninguno de los dos se atrevió a dormirse sin que el otro montara guardia.

Descubrir que Milak había muerto les preocupó sobre todo por Utunia: si también Ivalú hubiera tenido noticias de ello, nada le habría impedido volver a casarse.

Y en ese caso no querría cargar con la niña.

El viaje, que debía seguir un itinerario indirecto, dictado por la caza y las estaciones, duró más de un año. O acaso más de dos. No estaban seguros. Sólo supieron con certeza que cuando se reunieron con Ivalú era pleno verano porque Monte Grávido se había vuelto una isla circundada por aguas oscuras y límpidas, consteladas de hielos flotantes. Se veían alineadas sobre la orilla algunas umiak, las grandes embarcaciones de piel de morsa sobre armazón de costillas de ballena, recuerdo de los tiempos en que Monte Grávido era una base de balleneros: ahora servían para asegurar la comunicación con el territorio vecino y para la caza de la foca y la morsa durante el breve período de navegabilidad.

Encontraron a Ivalú instalada en una nueva casita de tierra y huesos de ballena, todavía en la confiada espera de su Milak.

Toda la aldea recibió con un suspiro de alivio la noticia de que durante ese tiempo el hombre de la luna se había vengado dándole a Viví una hija, una mujercita, por lo que nadie ya tenía que censurar la presencia de la pareja.

—¿Qué nuevas tienes de tu marido? —preguntó Papik a su hermana, guardándose bien de nombrar a Milak, porque si su nombre todavía estaba vagando sin cuerpo sufriría y podía vengarse.

Ivalú respondió con una ancha sonrisa:

—Milak todavía no ha vuelto. Una tonta mujer ha oído decir que él ha muerto y vuelto a la vida con otro nombre. Pero son estúpidas habladurías, de gente que quiere mal a una mujer. Es eso.

—Es eso —le hizo eco Papik.

—Hemos visto un hombre que se le parecía —se apresuró a decir Viví antes de que Papik pudiese contenerla—. Y que se volvió en cuanto lo llamamos.

—Pero dijo llamarse Panipciuk —le aseguró Papik a la hermana. Ivalú miraba el infinito y sonreía, a ninguno en particular, remota como siempre mientras decía:

—Existen hombres que se parecen a Milak.

—Tenía su voz y también las dos cicatrices sobre el labio —insistió Viví.

—Pero no su alma ni su nombre. De lo contrario hubiera vuelto.

—Mientras esperas su regreso —prosiguió Papik—, podrías ocuparte de Utunia. Así nos será fácil criar al pequeño Ernenek. Se asemeja mucho a nuestro padre, y no sólo en el aspecto. También tú querrás que crezca bien protegido. Y dentro de pocos años, cuando no debamos vigilarlo más, podrás desembarazarte de Utunia.

—Milak en cuanto vuelva querrá emprender otro viaje después de asegurarse un hijo varón —dijo Ivalú—. Y entonces, ¿qué haremos con Utunia?

—Puedes tenerla hasta el regreso de Milak —contestó Viví—. Después la puedes abandonar.

Ivalú la miró absorta.

—¡Hablas como si no creyeses en su vuelta! ¡Como si estuviese muerto! ¡Eres mala!

—¡No, no, chiquita! —intervino Papik riendo—. Viví quiere una sola cosa: saber a Utunia segura, contigo.

—Es imposible —dijo Ivalú rígida. Pero después, leyendo la desesperación en la cara de Viví, añadió—: Escuchadme: no es imposible que alguien tenga un marido para Utunia, dispuesto a mantenerla mientras la cría. No es una pretensión exagerada ya que escasean las mujeres.

—¡Cierto! —exclamó Viví—. ¡Si uno quiere una mujer que se la críe!

—Un poco de paciencia. El hombre en cuestión se fue a cazar.

Tellerk era un esquimal polar que se había aventurado en el Sur principalmente para encontrar una mujer, dado que las únicas hembras de dimensiones adecuadas que hubiera podido encontrar en la cima del mundo eran las osas blancas. En ocasión de su primer matrimonio había dado pruebas de saber ser un marido ejemplar además de un verdadero hombre.

Por eso Ivalú lo había propuesto.

Tiempo atrás había partido para cazar, dejando en una aldea a su primera mujer y a su hijo recién nacido. Durante su ausencia los habitantes del lugar sucumbieron a una de las tantas epidemias importadas por el hombre blanco y que son letales sólo para los esquimales. Cuando Tellerk volvió de la caza, quien podía moverse había huido, mientras perros y lobos devoraban los cadáveres aguardando a que muriesen los últimos enfermos.

A través de la ventanita de la choza, Tellerk vio a su mujer tendida en su lecho de muerte, amamantando al hijo. Por miedo a la infección, en ningún momento traspuso ese umbral pero se quedó cazando en aquel paraje para poder arrojarle comida a su mujer por la ventanita. Sólo cuando la vio muerta, con el pequeño que succionaba desesperadamente el pecho congelado, Tellerk decidió abandonar esos lugares.

—Te ayudaremos a olvidar a tu primera mujer —le prometió Ivalú en una de esas sonrisas que habrían conmovido hasta a un corazón de glotón—. El hermano de una ha llegado hace poco con su hija y no es imposible que te la dé como esposa, si prometes mantenerla.

Tellerk dudaba de sus propios oídos.

—¿Tienes un hermano? ¿Y él una hija?

Poseía buena índole Tellerk, un solo ojo válido, y, en compensación, cantidad de dientes; era menos morrudo pero más alto que Papik.

Ivalú asintió.

—Una hija mujer. ¿Prometes mantenerla?

—¿Es joven?

—Jovencísima.

—¿Linda?

—Si es fea podrás restituirla.

Tellerk se puso a caminar de un lado a otro para demostrar que nadie lo apuraba; pero sólo hasta que Ivalú le dijo:

—Está bien, Tellerk. Eres el primero en recibir este ofrecimiento pero no el último si no te decides.

Tellerk dio de inmediato su consentimiento; e Ivalú le informó que ahora sólo faltaba el de los padres de la esposa. A los redobles de su pequeño tambor, Papik y Viví, que estaban detrás de la casa, aparecieron prodigando sonrisas.

—¡Este es Papik, el hermano de una!

—¿Y ésta es la esposa? —preguntó Tellerk regocijado.

—¡No, no! —rió Ivalú—. Es la madre. ¿Qué das para sellar el pacto?

—¿Dónde está la hija?

—En la tienda —dijo Papik—. Duerme.

—¿Tiene todos los dientes? —quiso saber Tellerk.

—Casi todos —afirmó Viví.

—¿Sabe coser?

—Todavía no, pero aprenderá.

—Entonces, ¿qué puedes dar? —urgió Ivalú a Tellerk. Él no era hombre de dejar escapar un negocio.

—Una mandíbula de tiburón nueva que corta el hielo como si fuese grasa de foca, y un largo arpón en el cual un hombre ha trabajado casi todo el invierno. ¡No os vayáis! ¡Alguien corre a buscarlos!

Después de que el esposo volvió con la dote y Papik la hubo aceptado, ambas partes quedaron comprometidas al cumplimiento del pacto. No quedaba sino presentar a la esposa.

Cuando Viví reapareció con la niña profundamente dormida en sus brazos, Tellerk abrió exageradamente ojos y boca por el estupor.

—¡Aquí está Utunia! —anunció jubilosa la madre levantando aún más en alto a la criatura—. ¡Es toda tuya!

—Para protegerla y mantenerla —le recordó Papik.

—¡Qué espléndida pareja! —dijo Ivalú conmovida.

—Pero… pero… —Tellerk empezaba a encontrar alguna fuerza para balbucir y acurrucarse en el lecho.

—¿No es hermosa? —preguntó Viví.

—De aspecto no está mal, pero es demasiado chica —contestó Tellerk, humillado.

—Muy grande no es —dijo Papik—, pero es simpática.

—Y crecerá —prometió Viví.

—Ya habías sido informado que es muy joven —le recordó Ivalú—. ¿A Kresuk lo conoces, no?

—¿Qué tiene que ver Kresuk? —estalló Tellerk.

—Se casó con su mujer antes de que naciera. Y con el tiempo su unión ha resultado muy feliz.

—Está bien. Pero un hombre esperaba otra cosa.

Viéndolo dudar, Viví decidió intervenir con vehemencia.

—¿Por qué debemos criar a una mujercita sólo para complacer a un extraño? ¿Me lo puedes explicar? —preguntó agresivamente.

Papik atacó al yerno por el otro lado:

—¿Y dejársela llevar en cuanto se le han formado los músculos y ha aprendido a coser y a rascar?

—¡Qué egoísta eres! —le increpó Ivalú.

Bajo aquel fuego cruzado Tellerk tomó un aire tan entristecido y culpable que los otros se apiadaron de él.

—No deberás cargar tú solo con la pequeña Utunia —lo animó Papik—. Viajaremos todos juntos, si quieres. Viví se ocupará del iglú y de la niña mientras nosotros dos vamos de caza.

—Serás como un huésped de mi hermano —precisó Ivalú. Al oír estas palabras, Tellerk levantó la cabeza y vio que Viví le sonreía con dientes casi nuevos y ojos relucientes que iluminaron el repentino rubor de sus mejillas y de golpe, la idea de ese matrimonio dejó de asustarlo.