ESTABAN sentados en el puesto de trueque después de los saludos y las ceremonias. La acogida de Tor y Birgit había sido calurosa, así como entusiasta la complacencia por la prole de la pareja. Mientras los grandes se intercambiaban cumplidos y sonrisas, Ernenek dormitaba sobre el seno de Viví chupándose el pulgar, y Utunia, en el suelo, mordisqueaba las botas de gala de su madre.
—La pequeña Utunia es realmente espléndida —decía Birgit.
Tor agregó:
—Verdaderamente una lindísima niña.
—Os la damos —exclamó Papik; pero no queriendo humillar a los dueños de casa con una real ofrenda, añadió—: Aceptaremos, a cambio, algún cuchillo y tal vez algún paquete de té.
—A una tonta mujer le gusta el té —confesó Viví ruborizándose.
—No se reciben niños en este puesto de trueque —respondió Tor.
—Si queréis té, nos complacerá regalároslo —dijo Birgit sin avergonzarse de tomar una decisión en lugar del marido—. Los dos nos habíamos aficionado mucho a Viví. ¿No es cierto, Tor?
—No queremos regalos —dijo Papik terminantemente—. Entretanto, no ha sido fácil mantener a esta niña junto al varón. Por eso, tal vez querréis cambiarla por algo. ¿Qué nos dais?
—Nada —afirmó Tor.
—¡Trato hecho! —y Papik, radiante, sentó a Utunia en el banco.
—¡Te he dicho que no tomamos niños!
Tor estaba vagamente inquieto.
—Si una tonta mujer puede hablar —manifestó Viví dirigiéndose a él—, te recuerda que una vez dijiste que aquí se permuta cualquier cosa, también una mujer vieja por dos jóvenes.
Tor se puso más nervioso aún.
—¡Pero si era una broma!
—Tú sabes que no podemos llevar con nosotros a la niña teniendo también un varón —le dijo Papik—. Por eso debéis aceptarla.
—¿Y por qué justamente nosotros? —inquirió Birgit.
Papik miró con maliciosa intención a su mujer.
—¿Se lo decimos?
—¡Digámoslo! —contestó Viví sofocando una risita.
En medio de carcajadas Papik se dirigió a Birgit:
—¡Porque Tor es el padre!
Tor parecía de fuego y Birgit de hielo. Durante unos instantes sólo se oyeron las risitas de la pareja del Norte. Birgit daba la impresión de haberse congelado, pese a que hacía calor como lo demostraba la cara de Tor, que sudaba copiosamente. Papik se sintió en el deber de precisarle:
—¿Recuerdas? Cuando ella vivía con vosotros.
—Queremos mucho a Utunia —prosiguió Viví—. Nos duele separarnos de ella. Pero la dejamos en buenas manos.
Birgit no oía. Miraba fijamente a Tor, que tragaba saliva; después le habló en la lengua de ellos y él balbució una respuesta, y de pronto su conversación se volvió muy animada.
—Puede suceder que no aprecien nuestro ofrecimiento —le susurró Viví a Papik al oído.
—¡Si no la quieren es que no la merecen! —se enfureció él.
—Tal vez sean locos.
—¿Crees?
—No es imposible. Y en tal caso sería peligroso dejársela.
—¿Qué haremos entonces?
Viví, antes de responder, se mordió largamente el pulgar sin prestar atención a la pareja forastera.
—¿Quién dice que el padre es Tor?
—Tú.
—Una tonta mujer se habrá equivocado. ¿Crees realmente que yo reiría con un viejo vulgar como él? Debe de haber sido otro.
Papik se rascó la cabeza y miró a su mujer.
—¿No lo recuerdas?
—¡Ha pasado tanto tiempo! Y ahora no te pongas a gritar y a arruinarlo todo haciéndome hacer un mal papel, te lo ruego. Recuerda que no había modo de pedirte permiso, y tú no veías el momento de que yo quedara encinta.
—¿Y bien? ¿Con quién has reído?
—Tal vez con Lars. A veces una mujer le ponía en orden la casa, aquí al lado. Lars no tiene una esposa que le pueda decir lo que debe hacer y a quién no aceptar.
—¡Vamos a ver a Lars!
Lars, un joven rubio, representante del lejano gobierno de los hombres blancos, habitaba una pequeña choza de madera pintada de amarillo y barnizada por fuera, y empapelada con viejos diarios por dentro. Pareció sorprendido al volver a ver a Viví, y embarazado ante la presencia del marido, y aún más estupefacto al ver que se le ofrecía una hija cuya existencia había ignorado. Creía no haber entendido bien, ya que a duras penas comprendía la lengua de ellos, e hizo sonar una campana para llamar a Tor.
Mientras aguardaban su llegada, Viví se paseaba por la habitación observando con curiosidad todos los objetos misteriosos y superfluos que provocan esa incomodidad tan amada por los hombres blancos. En una maceta colocada en la ventanita había dos grandes flores amarillas. Viví las cortó, le dio una a Papik y la otra se la comió ella. Los hombres tenían no sólo el derecho sino el deber de servirse los alimentos que hallaban en las viviendas ajenas para cumplimentar así a los dueños de casa, y esas dos flores eran los únicos comestibles a la vista. Viví se abstuvo de hacérselas probar también a los niños, cuyos reducidos estómagos exclusivamente carnívoros no estaban todavía en condiciones de soportar vegetales.
Cuando llegó Tor, parecía turbado. Y daba la impresión de sentirse más confuso ahora que Viví le atribuía a otro la paternidad de Utunia.
—¿Cómo es eso? —refunfuñó como si considerase esa mudanza una afrenta personal.
—Cualquiera que me da carne es mi padre —sonrió Viví.
Después de haber hablado con Lars en su idioma, Tor les dijo:
—Ante todo, Lars está molestísimo porque habéis comido sus flores. Ha esperado un año para verlas crecer, con semillas y tierra hechas traer expresamente de abajo de la frontera de los perros. En cuanto a la niña, dice que pronto vuelve a la frontera de los árboles para casarse, y que la mujer que lo espera ciertamente se pondría a gritar si lo viera aparecer con una hija. Pero está dispuesto a haceros un hermoso regalo, y yo también os daré algo si os vais de aquí sin hacer alboroto.
—No queremos regalos —dijo Papik—. Queremos sólo un padre para la niña.
Tor se puso ceñudo.
—No puedo hacer nada.
—En la casa donde los chicos están sentados había otro hombre blanco —manifestó Viví.
—¿Quieres decir Gaah, Aquel Que Enseña?
—¡Sí! Gaah.
—Ha sido reemplazado.
—Un momento —dijo Papik—. Si Aquel Que Enseña ha reído con Viví, la niña pertenece a Aquel Que Enseña aunque en este intervalo haya sido cambiado. —Tor parecía incapaz de seguir este simple razonamiento, y Papik, después de escupirle en las botas, le advirtió—: Si dejáis a la niña con nosotros es como hacerla morir. ¡Y esto para vosotros es tabú!
También Tor se enfureció.
—¡Recuerda, Papik: si dejas morir a la niña serás castigado!
Después de haberle pedido al marido el permiso para exponer su propio punto de vista, dijo Viví:
—Una tonta mujer quisiera ver lo mismo a Aquel Que Enseña. Tal vez podrá persuadirlo de aceptar a Utunia.
Tor sacudió la cabeza.
—Mucho me asombraría. En el lugar de Gaah ahora hay una mujer. Os será difícil convencerla de que ella es el padre de la niña.
Papik perdió la paciencia.
—¡Vosotros sabéis encontrar más escapatorias que un glotón! ¿Hay otros hombres blancos en esta aldea?
—Solamente Knut —dijo Tor—, que bebe agua de fuego y en el poco tiempo que le deja la bebida hace de policía. Pero no creo que quiera cargar con una hija, menos si no es suya.
—Una tonta mujer quiere probar —dijo Viví desesperada.
Knut era el policía que había asistido al proceso. Fueron todos a su choza y lo encontraron en un momento de sobriedad, pero para nada dispuesto a ser padre antes de haberse asegurado una esposa.
—Una tonta mujer comprende sus razones —le dijo Viví a Tor—. Pero infórmale que dada la escasez de mujeres, sucede con frecuencia que un hombre se casa con una niña y la cría.
Aunque fuese un hombre alto y recio y pelirrojo, Knut quedó profundamente sacudido cuando Tor le tradujo esas palabras.
—¡No seré yo quien se case con una niña! —dijo con voz de trueno dándole un manotazo a la botella.
Mientras tanto Utunia había empezado a tener hambre y a dar otras muestras de inquietud, y cuando mojó el piso y se puso a llorar, Papik se impacientó y la instaló sobre la mesa.
—¡Es vuestra! —dijo perentorio—. Nosotros nos vamos.
—¡Con la niña! —gruñó Tor bloqueándoles la salida.
Papik se dirigió a Viví:
—En la aldea de Aaghe hay una casa para huérfanos que acepta niños.
—¿Y les dan de comer?
—Ciertamente. Tanto que allí todos quisieran volverse huérfanos. Pero está en un territorio al que no se puede llegar sin una de las naves los blancos, y ellos no te llevan a bordo si no has matado a alguien.
—Recuérdalo, Papik —dijo Tor—: Knut informará a todos los policías, y si abandonas a Utunia, serás castigado por homicidio.
—No nos queda otra cosa que probar con Ivalú —sugirió Viví.
—Pero Milak ya habrá vuelto o ella habrá tomado otro marido —dijo Papik—. Además el viaje es largo.
—Tal vez esté todavía aguardando. Es la única esperanza.
Papik tiró su capuchón al suelo, lo escupió y lo pisoteó.
—¡Un hombre no transporta más a la niña! Si Utunia nos sigue, bien. Si se queda atrás, peor para ella. Diga lo que diga la policía. —Y con su voz vibrante de rabia gritó—: ¡Fuera los pies! ¡Ninguno de vosotros es digno de ser el padre de Utunia!
Estaba de tal manera encolerizado que se alegró cuando cada uno de los hombres blancos le ofreció hospitalidad, a él y a su familia, dándole la oportunidad de humillarlos, a uno tras otro, con un brusco rechazo; y salió, la frente alta, sin mirar a nadie. Viví, que cargaba a Ernenek, tomó en brazos a Utunia y fue tras él.
A los hombres blancos les parecía mentira que la pareja hubiese decidido partir; la acompañaron presurosos y la ayudaron a atar a los perros; y cuando gritaron sus saludos y agitaron pañuelos en dirección al trineo, que se ponía en marcha, Papik hizo algo que jamás había hecho en su vida: saludó también él.
Ya que esta vez la separación no le entristecía.