ELLOS tienen dos modos de limitar los nacimientos.
El primero es la lactancia prolongada, que en las mujeres de los hombres con frecuencia impide durante su duración el retorno de las menstruaciones y, por consiguiente, la facultad de concebir. Muchas madres llegan a amamantar a un hijo hasta la edad adulta y a inhibir con ello la propia fertilidad para no tener que recurrir a la única alternativa que conocen: el infanticidio.
Por el momento, Viví y Papik estaban exentos de tal preocupación. Desde que decidieron ofrecer a Utunia a los hombres blancos, Viví nuevamente tenía urgencia de concebir. De modo que se apresuró en desacostumbrar a la niña reduciéndole gradualmente el pecho y aumentándole el aceite de hígado de foca y de pescado que hacía gotear en su garganta con su propio dedo, y la carne, que ponía en su boca con sus propios labios después de haberla masticado largamente. Su leche cesó en breve tiempo; pero necesitó una estación entera antes de que sus reglas se reanudaran.
La pequeñuela florecía vigorosa con esa alimentación carnívora completada con palpitantes frutos de mar hallados en el vientre de las focas, sangre espumosa de vida y ojos de pez, capaces de ver todavía. Y podía divertirse con un juguete —lujo extravagante, el único objeto no indispensable— que la madre había traído al cabo de tantos viajes estériles: un sonajero compuesto de tres estómagos de perdices blancas, disecados e hinchados como globos, y que contenían las últimas semillas engullidas por las aves y que producían ese maravilloso rumor que hace las delicias de la infancia.
Era un iglú feliz.
Asiduas risas resonaban bajo la breve cúpula blanca manchada de sangre mientras invernaba sobre el hielo marino en las proximidades de la costa. Padre y madre gritaban de alegría cuando se lanzaban uno a otro ese juguete grácil que se llamaba Utunia y que aprendía a sonreír a cada momento.
Papik hubiera podido abandonarse al sueño invernal permitiéndole a su cuerpo vivir a expensas del capital de grasa acumulado bajo su piel durante el verano; pero como las criaturas no pueden sobrevivir a un letargo, también él permaneció despierto. Un hombre encuentra siempre algo que hacer en un iglú. Ante todo, podía reír con su mujer. Además podía extirparse la escasa pelusa de la cara para evitar la acumulación de humedad que se habría convertido en hielo. Reparar los instrumentos. Decorar la lanza y el arpón con grabados, puesto que los animales se dejan matar más dócilmente con armas atractivas, como sucede con nosotros. Y en el intervalo se aseguraba que Utunia fuese alimentada hasta la nariz toda vez que se ponía a gritar, cosa que ocurría con frecuencia; la pequeñuela todavía era toda boca y barriga, y no conocía otras actividades que llorar o reír a carcajadas, comer o eliminar.
O bien podía arrojarse a la cara un puñado de grasa de foca semiderretida, de la que había junto a la lámpara, y salir a explorar.
Así fue cómo en el corazón de la noche, avistó un oso vagabundo sobre el banco de nieve. La oscura costa se recortaba sobre un fondo de firmamento centelleante en el que remaba la Estrella Polar, y los iceberg, las islitas y las crestas de hielo arrojaban sombras de un azul intenso sobre el mar de madreperla. El oso era un animal tardo y descarnado, con el hocico en punta. Su manto velludo, habitualmente amarillo en contraste con el hielo, aparecía blanquísimo bajo la claridad de las estrellas. Para atraerlo, Papik emitió voces de foca oprimiéndose la garganta. Hacía demasiado frío para desembarazarse de la pelliza y conformarse con el vestido de pájaros negros. La delgada sábana nevada que recubría la costa marina crujía bajo sus botas. Otras señales del intenso frío eran la total ausencia de viento y el olor del ozono suspendido en el aire, y que Papik creía llovido de las estrellas, porque era siempre más perceptible cuando el cielo aparecía inundado de astros, como en ese momento.
Haciendo una fuerte exhalación oyó claramente el estallido de la humedad en el aliento, congelado en el acto.
Indudablemente, no hacía nada de calor.
Hombre y oso empezaron a rondar observándose con circunspección; su hálito refulgía argentado por la luz de las estrellas. Papik pensó que los osos ya no eran los de otros tiempos, y entonces golpeó a su antagonista con un pedazo de hielo, y la bestia le volvió la espalda, mirando de reojo alrededor para asegurarse de que no había testigos de su cobardía. Papik lo siguió con la intención de provocarlo en un ataque frontal. No podía bloquearle la retirada sin el auxilio de los perros y, como de costumbre, no podía renunciar a él.
Bamboleándose, el oso avanzaba tranquilamente a lo largo de la costa, hasta que husmeó algo que le interesó y se puso a excavar. Papik, al acercarse, lo vio extraer de la costra helada un glotón grande como un perro robusto, dormido quién sabe desde cuándo, con el pescuezo ahora sangrante. Pero a la vista de Papik que lo amenazaba con la lanza en alto, el oso se retrajo y abandonó su presa al hombre.
El glotón es la criatura más voraz y sanguinaria pero también la más astuta y valiente; en comparación, tanto el oso como el hombre son rústicos y torpes. En toda su vida Papik jamás había logrado capturar uno; en cambio, como tantos, con frecuencia había sido víctima de la malicia de los glotones, que no tienen otra cosa en la cabeza que hacer fechorías a los seres humanos. Por eso, cuando llevó a la casa ese raro trofeo, Papik se sintió orgullosísimo, aun debiéndoselo a un oso. Con su espesa piel Viví podía confeccionarle a Utunia la más abrigada de las chaquetas. La carne resultó de pésimo sabor, como había que esperar de un animal tan maligno; pese a ello, Papik devoró el hígado y el corazón para asimilar su coraje. En cuanto al cerebro, pensó que Viví lo precisaba más que él y la obligó a comer más de la mitad. Viví le hizo probar también a Utunia para asegurarle la astucia de que la niña tendría tanta necesidad en el loco mundo de los hombres blancos al que estaba destinada.
En cambio, el maxilar fue sepultado en el hielo porque sus aguzados dientes podían transmitir la rabia a que son tan propensos estos animales.
Papik jamás le tuvo tanta confianza al futuro como después de haber consumido las partes vitales del glotón. Era verdad que su ángel custodio había regresado. Viví había vuelto a sonreír y también a reír. Ya no estaban amenazados por el espíritu de Siorakidsok, ni por los tabúes de los hombres blancos, ni por sus castigos. Tenían que vérselas sólo con los peligros normales: maremotos y roturas de hielo, congelamientos invernales, inundaciones estivales, carestía, osos, y los caprichos de sus propios espíritus.
Lo que dejaba en cada verdadero hombre alguna esperanza de llegar a la estación venidera.
El optimismo de Papik fue justificado cuando al surgir el alba Viví advirtió que estaba encinta.
A pesar de que aún estaban lejos de Cabo Miseria, no avanzaron mucho el verano siguiente porque más convenía cazar que seguir andando. Ante todo, era preciso procurarse el alimento y almacenar carne. Con el resultado de que terminado el breve día, prefirieron permanecer en la costa marina en vez de internarse por un suelo demasiado frío para invernar y más aún para viajar por su superficie accidentada, con un niño en el capuchón y otro en camino.
La presencia de Utunia confería una nueva fascinación a sus iglús invernales. Cuando el océano sepulto daba sus voces guturales acunando dulcemente el habitáculo bajo y semiesférico engarzado en la banquisa para desafiar mejor a las tormentas, Papik se preguntaba preocupado qué sería de la niña si a él lo hubiera engullido el hielo dejándola en orfandad. Cuando se aventuraba afuera, la visión de la burbuja de nieve que resplandecía en las tinieblas con una luz íntima y mortecina, lo inundaba de un calor dulce como si se encontrara en su interior, porque sabía que allí dentro estaba Utunia. Y se sentía agradecido a Viví por haberlo puesto en la situación de tener que ahorrar esa pequeña vida.
Y, sin embargo, una vez que la necesidad lo obligó a arriesgarla peligrosamente, no vaciló.
—¿Cómo es posible? —se asombró cuando Viví le comunicó que las provisiones estaban agotadas.
Tenía la impresión de que sólo hubiese transcurrido un sueño desde que habían deshelado una foca entera sepultada en las vecindades, algún año antes; aunque, a decir verdad, no se trataba de una foca demasiado grande. Y para decir toda la verdad, la gravidez de Viví, ya avanzada, había triplicado el apetito de ella e, inexplicablemente, redoblado el del padre; por no hablar de los perros, más famélicos cuanto menos alimentados.
Se desencadenó una disputa memorable.
—¡Un hombre se mata cazando de noche! —exclamó Papik plantado delante de su mujer—. Y entre una salida y otra afila las armas, arregla los instrumentos, le da de comer a la traílla. Pero cuando quiere concederse un merecido sueñito, oye que le dicen: «¿Sabes? La despensa está vacía».
Tan mal había imitado el tono y los modos de Viví, que ella, los puños en los flancos, respondió enojada:
—Si una mujer come un poco más de lo acostumbrado es porque un cierto oso goloso que nosotros conocemos ha querido reír exageradamente, y ahora ella se encuentra con un hijo que le está devorando la barriga. ¡Y se gasta los dientes masticando las botas de su marido, y le derrite la nieve, y embucha a la niña, y cuida la lámpara! ¡Se arruina los dedos fabricando agujas y cosiendo vestidos! ¡Se queda con la espalda rota después de raspar las pieles! ¿Y qué gana? ¡Críticas!
—¡Alguien descubre que ha sido burlado! —Papik jadeaba de rabia—. ¡En vez de una mujer le tocó una foca sin dientes y sin cola! Que no hace otra cosa que quejarse y nunca está con ánimo de risa. Pero la culpa es mía. ¿Por qué tomé una mujer del ridículo Sur? ¿Una mujer del agua?
—¿El ridículo Sur? —repitió indignada Viví.
Ella podía soportar las acusaciones más injustas referidas a su propia persona, como la de no tener jamás ganas de reír, pero no la denigración de su pueblo, que era el más noble de todos. Aferró con ambas manos el objeto que tenía más cerca —una bota todavía dura y helada que colgaba del secadero— y empezó a pegar a Papik. El primer golpe le cogió de sorpresa y le hizo salir sangre de la nariz, y los siguientes fueron a dar en sus brazos levantados.
Entre los verdaderos hombres, como entre los animales salvajes, sólo la mujer pega al otro; el macho no golpea jamás a la hembra. Puede suceder que un macho mate a la hembra; eso es todo. Pero el caso es raro. Mientras tanto, los insistentes aunque vanos esfuerzos de la mujer por modificarle las facciones, pronto convirtieron la ira de Papik en hilaridad. Y como había poco lugar para retroceder, al querer esquivar la arremetida de Viví tropezó y cayó en el lecho de nieve sobre Utunia, que se puso a gritar.
Y fue la niña quien obtuvo la victoria, sin dificultad alguna.
La riña había aguzado el apetito de los cónyuges, empeorando la situación, y Papik quemó un resto de grasa de foca y destapó la boca de ventilación para hacer salir el cautivante aroma con la esperanza de atraer algún oso. Si no había ninguna garantía de que el ardid resultase, sí había la absoluta garantía de que la abertura congelara el iglú y a todos sus ocupantes. Pero el riesgo ya estaba calculado.
Se durmieron a la espera del oso hasta que los despertó el ladrido de los perros. Habían dormido largamente: las botas ya se habían secado. Papik se vistió de prisa y se aventuró en la noche.
En efecto, había un oso, bastante hambriento como para desafiar a los perros pero no tanto como para acercarse al hombre. Se le puede arrojar al oso una bola de grasa que oculta en su interior una punzante lámina córnea de ballena, bien enrollada, y que cuando la grasa se disuelve, se le abre en el estómago; después hay que seguir al oso hasta que pierda sus fuerzas; pero Papik no tenía suficiente grasa y carne bajo la piel como para una larga persecución en ese frío. En cuanto a las hojas afiladas, revestidas de grasa y clavadas en el suelo para que la presa las lama y se corte una y otra vez la lengua en su propia glotonería hasta morir desangrada, sólo podían ser empleadas con éxito con lobos y con algún zorro.
Pero el oso es demasiado astuto.
Éste observaba, plácidamente sentado en sus peludas ancas, insensible al frío. Cuando Papik se le aproximó, el oso se batió en retirada, aunque sin huir, conformándose sólo con mantener la distancia. Entonces Papik regresó al iglú y le ordenó a Viví vestir a la niña.
Viví lo miró asustada.
—¡No la usarás de señuelo!
—¡Vístela! Antes de que el oso se vaya de pesca.
Hasta entonces Utunia sólo había visto el mundo de fuera desde la perspectiva del capuchón en donde su madre la llevaba. Cuando se encontró por primera vez al abierto, sola bajo las estrellas, sin tener siquiera un hocico de perro que le hiciese compañía, se puso a gritar, agitada.
Papik estaba tendido a cierta distancia, a tiro, empuñando la lanza. Aquel singular bulto de piel de foca y de glotón que vociferaba y se debatía sobre el hielo acabó por vencer la desconfianza del oso, que además de ser uno de los animales más cautos es uno de los más curiosos. Pero cuando se fue acercando y empezó a oliscarla, Papik no pudo arrojar la lanza porque la niña estaba en su trayectoria.
Esperó, a sabiendas de que el oso, como todo cazador prudente, antes de echar el zarpazo a un animal desconocido lo examina con atención, dando alrededor una vuelta completa. Pero en el instante en que el oso presentó su flanco y Papik se preparó al lanzazo, los distrajo a ambos un grito que salía del túnel: era Viví que acudía en ayuda de su niña blandiendo una enorme hacha, los ojos llameantes.
El tiempo que necesitó Papik para echar una rápida mirada a su mujer, le bastó al oso para adueñarse de Utunia tomándola con los dientes de la pelliza, y poder alejarse con ella al trote.
Papik, sin perder tiempo, sin siquiera mirar, arrojó la lanza confiándola a su ángel custodio. Y el ángel no falló; aunque no del todo. La punta de sílice atravesó un tendón posterior del fugitivo, que se encorvó pataleando. El peso del arma que arrastraba lo relajó, pero no soltó la presa. Papik lo persiguió con su paso de ánade, y Viví fue en seguimiento de Papik, también con las puntas de los pies separadas, chillando como una gaviota.
El oso se sacudía y pataleaba hasta que pudo librarse de la lanza, después de lo cual dejó caer el botín para lamerse la herida, entre uno y otro salto. Corriendo y resbalando y vuelto a incorporarse, Papik recobró la lanza, alcanzó al oso que renqueaba, lo paralizó con un golpe en la espina dorsal y lo terminó con el cuchillo.
En el momento en que el oso se había posesionado de ella, Utunia había dejado de llorar. Ahora reía y gorjeaba mirando las dos caras ansiosas que se inclinaban sobre ella. Nunca se divirtió tanto.
Al revés de su madre.
Cuando se hubo asegurado de que la niña no había sido dañada, Viví se dobló en dos apretándose el vientre con las manos como presa de náuseas o de dolor. En realidad padecía ambas cosas.
Su susto había dado comienzo a los trabajos del parto.
El recién nacido tenía todo lo necesario para su adaptación a la vida en los hielos. Un cuerpecito macizo para no perder calor, orejas adheridas y facciones chatas para eludir los mordiscos de la helada, el pliegue mongólico sobre los hundidos ojitos para reducir la superficie expuesta, narices angostas para calentar mejor el aire inhalado; y en la base de la espina dorsal campeaba la mancha azul: señal de garantía de que el recién nacido era hijo varón de un verdadero hombre.
Digno de llevar el nombre de Ernenek, padre de Papik. Se le veía aún rojo y delicado como las entrañas de las que había salido para caer en el agujero abierto en el hielo; y Viví, después que lo hubo limpiado con la lengua y untado con grasa de la lámpara, lo acostó sobre el cubrecama con nada encima, salvo la cola de zorro en la ingle; al igual que los adultos, que dentro del iglú no vestían otra cosa que un breve triángulo de piel. El cuerpecito del recién nacido debía acostumbrarse cuanto antes a las temperaturas rígidas, y con el andar de los años mudaría esa tierna epidermis en una corteza coriácea capaz de protegerlo del frío, y no sólo del frío, como las pieles protegen a las bestias.
Cuando en los primeros albores del año la familia se preparó a reanudar el viaje, hubo que resolver un grave problema: dónde situar a Ernenek. O dónde poner a Utunia.
Si el recién nacido no podía prescindir del capuchón materno, tampoco se podía dejar de vigilar constantemente a Utunia, ya que ahora era capaz de trasladarse con sus propias fuerzas, y además no pensaba en otra cosa. Por lo tanto, en el momento de la partida, Viví le presentó a Papik un capuchón que había confeccionado a escondidas.
Papik lo saludó con una carcajada burlona y le anunció a su mujer y al mundo que ella seguramente había perdido la razón si creía que un hombre se disponía a llevar un niño a la espalda como cualquier mujer.
Viví estaba demasiado atareada como para escucharlo. Cuando terminó de cerrar los escasos bultos y de vestir a los hijos, se puso el recién nacido a la espalda y le entregó la niña a Papik, el cual atónito miró a su hijo, después a su mujer, y después a la hija de su mujer.
Y al fin, hablando entre dientes, metió a Utunia en el capuchón nuevo.
La preocupación primordial de Papik mientras surcaban el mar todavía grisáceo y apenas nevado, era que alguien lo viese reducido a cargar con una niña y difundiese la noticia al resto del mundo.
—Pero si no hay nadie a la vista —Viví trataba de tranquilizarlo en vano.
Papik había notado que los perros lo miraban con cierto desprecio, y para prevenir una eventual insurrección los apaleó duramente antes de que cometieran cualquier inconveniencia. Pero más que todo le inquietaba la posibilidad de que alguna foca hiciese conocer su deshonra a todas las criaturas marinas que, como almas nobles que eran, no se dejarían aprehender por semejante hombre.
Una primavera cálida y la precoz rotura de los hielos bloqueó a la creciente familia sobre una costa equivocada. Usar a los perros de tiro como perros de carga y caminar penosamente sobre la tierra firme accidentada e inaccesible, cada uno con un niño detrás del cuello, no era su manera de viajar. Por lo tanto levantaron la tienda de pieles para poder andar de caza y poner trampas en la espera del deshielo.
Así transcurrió otro breve estío.
Cuando Papik iba a la busca del buey almizclero o del reno, y Viví constantemente con Ernenek en el capuchón estaba ocupada en sus tareas domésticas, ahora redobladas, a Utunia, por precaución, la ataban a un palo. Por otra parte, Papik la había provisto de un bastón más alto que ella, y le había enseñado a esgrimirlo con todas sus fuerzas sobre el hocico del perro que se le acercase.
Hasta que la manada aprendió no sólo a amar a la hija de su amo sino también a respetarla.
El cuidado de los dos niños ocupaba mucho a Viví. Y como para permanecer estéril no debía dejar que cesara la afluencia de su leche, se puso a amamantar también a Utunia, disminuyendo los bocados de carne masticada.
Mientras tanto, Papik se tomaba un gran trabajo para educar a Ernenek a la manera de los hombres. Aun antes de que la mancha mongólica comenzara a desvanecerse, en cuanto aparecían lágrimas en los ojos del pequeño, Papik lo tomaba sobre las rodillas y le ordenaba:
—¡Cara sin gracia! ¡No llores!
Como su propio padre solía hacer con él. Pero el tono áspero y la cara ceñuda que lo dominaban con su aire tormentoso, no surtían otro efecto que el de aterrorizar al pequeño y aguzar sus gritos.
Hasta que Papik estallaba en risas y renunciaba a sus esforzados intentos educativos.
La idea de que pronto deberían separarse de la niña entristecía a Papik y no menos a Viví.
Ernenek ya denotaba una fuerte personalidad, especialmente al mamar, ya que además de leche, exprimía sangre del seno de la madre con sus dientitos incipientes, hasta tal punto que Viví debía introducirle un hueso entre las mandíbulas para no perder un pezón. En cuanto a Utunia, ya era una personita completa, con sus simpatías y sus aversiones. No obstante, la pareja, a medida que los chicos crecían, y con ellos sus necesidades, se iba convenciendo cada vez más de que uno de los dos debía irse. Con un suspiro de alivio y un peso en el corazón, llegaron a Cabo Miseria hacia fines del invierno.
Papik detuvo el trineo a la vista del puesto de Tor y Birgit, y Viví se dio a la tarea de engalanar a la niña cuidadosamente para el encuentro con sus futuros padres.