LA primavera había vuelto, y ellos estaban viajando sobre la banquisa costera ante los dos conos de granito denominados Senos del Diablo, cuando Viví sintió el anuncio del parto. Un hombre puede ayudar a su mujer en esta circunstancia.
Mientras ella está de rodillas, él de atrás le ciñe la cintura y le ayuda a presionar. Pero Papik se había alejado al avistar a un joven reno perdido y Viví se encontraba totalmente sola al abierto, sintiendo las primeras contracciones; lo único que pudo hacer fue improvisar un refugio colocando el trineo sobre uno de sus flancos.
La experiencia le había enseñado a llenarse de aire los pulmones a cada calambre y después contraer el abdomen para acelerar la expulsión. Y como contra el dolor no había nada que hacer, lo mejor era sufrirlo de golpe y lo más pronto posible para desembarazarse de él.
Cuando las contracciones fueron más rápidas y tan punzantes que se le nublaba la vista, salió la cabeza del recién nacido, martirizándola y proporcionándole a la vez un inmenso alivio; y cuando le siguió el cuerpecito, la cabeza golpeó ruidosamente en el agujero cavado en el hielo; pero Viví confiaba en que ese cráneo de tal manera joven fuese bastante elástico o bastante inteligente como para absorber ese golpe sin dañarse mucho.
No era el cráneo lo que preocupaba a la madre.
Viví había apartado una conchilla para cortar el cordón; la misma que usara para la niña. Pero llegado el momento no la encontró. Encorvándose, sin prestar atención al relampagueante dolor que le producía ese movimiento, se valió de sus dientes para separar el cordón umbilical, que no obstante ser mórbido y viscoso, ofreció una inesperada resistencia.
Un buen síntoma de la tenacidad del recién nacido.
A causa del tajante cierzo Viví no se puso a limpiar con la lengua el montoncito de carne rosa que había traído al mundo, pero en seguida lo guareció bajo su pelliza, al contacto de su propia piel. Después se quitó los pantalones y se tendió a la espera de la placenta.
Como no había limpiado su fruto no había establecido su sexo.
O tal vez prefería postergar el descubrimiento.
Al poco tiempo sintió las contracciones que anunciaban la expulsión final. Viví, preocupada por los perros, los había atado al otro lado del trineo en cuanto tuvo los primeros calambres. Pero el olor a sangre los había excitado.
Por suerte, no había perdido también la maza con que los apaleaba.
Cuando advirtió la viscosidad bullente de la placenta sobre los muslos, ya dos perros se habían soltado y se acercaban babeando. Muchas mujeres devoran su propia placenta todavía caliente; no sólo porque comen de todo sino porque saben que esa masa vascular rica en vasos sanguíneos, es materia vital, ideal para nutrir primero al feto y después a la madre; y al decir de muchas mujeres, capaz de distender los nervios y también de aliviar el dolor. Pero Viví no estaba en vena de hacerlo, y abandonó su placenta a los dos perros. Y mientras éstos se la disputaban, los otros enloquecían en la tentativa de romper las ligaduras.
Viví confiaba en que Papik no tardase.
Estaba extenuado cuando volvió. Doblado en dos hacia adelante, llegó arrastrando con una correa puesta en un hombro un joven reno que iba dejando sobre el hielo la señal de un hilo rojo. Ahora hubiera tenido que acostarse, dejando toda iniciativa a su mujer, a la que le incumbía preparar el botín y cebar al cazador.
Pero esta vez no.
Acurrucado en la nieve, Papik observaba con estupor a su mujer acostada. La hinchazón que antes tenía bajo los pantalones, en su ausencia se había trasladado bajo la chaqueta.
—¿Has parido? —Viví asintió y Papik preguntó con ansia—: ¿Y bien?
—Un varón —declaró Viví a ciegas.
Olvidada la fatiga, Papik dio un salto y su pulular jubiloso enmudeció de estupor a la traílla, que había empezado a ladrar a la vista del botín.
Cuando Papik se puso de hinojos para frotarle la nariz, Viví levantó su chaqueta y le dedicó una ojeada a la carita recién nacida.
—¡Es rubio! —exclamó Papik desconcertado—. ¡Y tiene los ojos claros… aunque un poco oblicuos!
—Tal vez con el tiempo se volverán azules.
El fuerte maxilar de Papik pareció desarticularse.
—¿Es hijo de un hombre blanco? ¿De Cabo Miseria?
—No es imposible.
Tampoco era imposible que Papik hubiese preferido un hijo de su sangre o, por lo menos, engendrado por un verdadero hombre; de todos modos, cualquier varón era preferible a una mujercita y él no cabía en sí de la alegría que le daba el deseo cumplido.
Tenía ante sí a un pequeño blanco que llegaría a ser un verdadero hombre.
El recién nacido no era más feo que otros, con su carita mofletuda y su frente arrugada. A primera vista, no obstante sus colores más claros, se lo podía tomar por el hijo de un verdadero hombre, tal vez por el corte asiático de sus ojos trazado por la herencia materna.
Cuando Viví levantó su saco, la criatura, expuesta al viento gélido, se puso a gritar, y a Papik le hizo reír el recuerdo del famoso incidente que había signado su propio nacimiento. Sus progenitores ignoraban que los seres humanos, a diferencia de las bestias, vienen al mundo desprovistos de dientes y cuando descubrieron las encías desguarnecidas del recién nacido quedaron espantados. Era un golpe cruel y había una única solución: el pequeño monstruo desdentado fue de inmediato puesto sobre el hielo, por humanidad.
Menos mal que la abuela materna lo salvó justo a tiempo, aclarando el error, antes de ir a morir por su propia voluntad.
Para no ser una carga, ya que la joven pareja tenía que criar un hijo.
Era una suerte que Papik ya no experimentase cansancio después de la buena noticia, por las muchas cosas que tenía que hacer. Había que atar a los perros que se habían soltado, levantar la tienda de pieles a caballo sobre el trineo, de modo que Viví pudiese lamer el cuerpecito sin temor de que se congelase antes de untarlo con grasa; y desollar y descuartizar al reno antes de que el frío lo endureciese. En su entusiasmo, Papik corría de un lado a otro deseoso de hacer todo a la vez y el resultado fue que el viento voló la tienda antes de que fuera debidamente fijada al trineo obligando a Papik a erigir un sólido iglú de nieve.
Pero mientras iba a iniciar la construcción, las fuerzas lo abandonaron de improviso, y se adormeció apoyando la cara sobre la nevada costra. Casi siempre esa posición le causaba una molesta tortícolis, y Viví le puso el mango del cuchillo bajo la mejilla para separarla de la nieve, después de lo cual, no soportando más su incertidumbre, levantó su chaqueta e inspeccionó el sexo del recién nacido.
Mujercita.
—Una mujer quiere llamarlo Utunia —estaba diciendo Viví.
—¿Por qué no Ernenek, como mi padre?
—No es imposible que una tonta mujer sepa lo que debe hacer: ha murmurado los nombres de varios de nuestros antepasados en la oreja del chico para que el alma y la sabiduría de alguno pudiesen entrar en su cuerpo. Pero Utunia era el nombre de mi abuelo, que a veces se me aparece en sueños temblando de frío. Quiere decir que su nombre todavía no ha encontrado un cuerpo, y una mujer quiere dárselo a este niño.
Un alma se asemeja a una persona, en pequeño, con el agregado de alas. Cuando un hombre muere su alma intenta entrar en el primer recién nacido disponible. Un nombre se parece a un alma, pero es aun más diminuto. Cuando un hombre muere, su nombre vaga en el aire helado, solitario y tembloroso, hasta que alguien le asigne una nueva criatura que le dé calor. Almas y nombres carecen de sexo.
—Hemos llamado Ernenek a una de tus perras, por tu padre —le recordó Viví a Papik.
—Una perra que se ha perdido.
—Pero que todavía puede estar viva. ¿Tu padre acaso se te apareció en sueños tiritando de frío?
—No últimamente —admitió Papik.
—Quiere decir que su nombre está caliente y seguro.
También lo estaba la pequeña familia en el iglú que Papik había levantado al despertar. No había sido fácil construirlo en medio de la tormenta de viento, sin la ayuda de Viví que se sentía un poco débil después del parto y que además no quería arrancar al niño del calor de su seno.
Por primera vez en un iglú de la pareja nada faltaba.
Había lo indispensable. El bloque de nieve potable que cerraba la entrada. El elevado lecho de nieve recubierto de pieles. El secadero formado por una lanza y el arpón hundidos en la cúpula. La llamita color salmón que se espejaba en la pared circular. El receptáculo cavado en el hielo para la orina destinada a los lavados. La provisión de carne situada junto al candil para apresurar su ablandamiento. El arco y las flechas, los raspadores para las pieles y el cuchillo doméstico de hoja redonda que sólo exigía un movimiento de la muñeca más que del codo, lo cual hubiese sido incómodo en tan angosto recinto.
Todos sus iglús precedentes habían sido idénticos a éste, construidos según cánones dictados por la necesidad y, por lo tanto, inmutables. Pero a este último lo completaba algo que había faltado en los otros.
Utunia.
La ingle de la pequeña estaba constantemente protegida por una cola de zorro porque según Viví el corte aún no había cicatrizado; pero Papik abrió desmedidamente los ojos cuando vio las diminutas nalgas.
—¿Dónde está la mancha azul? —preguntó alarmado, porque todos los varones de los hombres en los primeros meses de vida exhiben la mancha mongólica en la base de la espina dorsal.
—Recuerda que es hijo de un hombre blanco; por eso no tiene mancha.
La calmada respuesta de Viví lo tranquilizó. La criatura era toda boca y barriga, y Papik se solazaba viéndola chupar y eructar en brazos de la madre, la que tajantemente se negaba a entregársela con el pretexto de que un recién nacido no podía dejar de recibir el calor materno ni siquiera por un instante. A Papik sólo le estaba permitido un cosquilleo en las gordísimas mejillas, en sus repetidas tentativas de hacerla reír hasta que al fin se ponía a llorar, o bien dejar caer en la pequeña caverna desdentada gotas de aceite de foca y mínimas porciones de hígado debidamente masticadas y cubiertas de saliva.
Y cuando llevado por el entusiasmo le daba demasiado alimento de una sola vez, la criatura era lo bastante inteligente como para devolverlo todo conjuntamente con la leche.
Papik se sentía tan consciente de sus responsabilidades paternas que prefirió no emprender en seguida otro viaje. En realidad, no había prisa. Ya no necesitaba el consejo de un angakok. Y aunque el otoño estuviese muy avanzado y oculta casi toda la fauna, Papik con frecuencia permanecía afuera para explorar la costa nevada en busca de algún retrasado vagabundo.
La cima del mundo ya se había teñido de un gris oscuro, y los ojos de Utunia de un azul claro, cuando sobrevino lo inevitable.
De improviso Papik tuvo la sospecha. Al despertar de un breve sueño, lo asaltó la idea de que Viví no parecía una madre tan feliz como era lícito esperar. Saltó del lecho y, mientras Viví se estaba restregando los ojos con restos de sueño, arrancó la cola de zorro de la ingle de Utunia, después de lo cual permaneció de rodillas mirando con horror eso que el Cuervo Negro hacedor de los hombres no había creado para ser mirado con horror.
Y aunque jamás en su vida Viví había sido golpeada, levantó instintivamente los brazos para proteger su rostro. No tuvo por qué hacerlo. Papik, anonadado, a duras penas encontró fuerzas para lamentarse:
—La venganza del hombre de la luna…
—¡Una tonta mujer lo quiere conservar! —y Viví estrechó contra su pecho a la criatura, dispuesta a la lucha.
—Sabes que no se puede —dijo Papik fríamente—. Pronto seremos viejos y se necesitan muchas estaciones para que un hijo sepa cazar. Sólo entonces podremos criar una mujercita, si es que aún la quieres. Pero ante todo, el varón.
—Una madre no dejará morir a Utunia.
—Es preciso. —La desilusión de Papik era profunda así como grande había sido su regocijo—. Y ahora es peor que si lo hubiéramos hecho en seguida. También para ella. Y por tu culpa.
Bruscamente, Viví pasó al ataque.
Los ojos hinchados, llenos de lágrimas, agarró a Utunia por las piernecitas y la arrojó sobre Papik que alcanzó a cogerla. Se acurrucó en el lecho y rompió a llorar. Pero en el acto se levantó estremecida, arrancó a Utunia de los brazos de Papik, y gritó:
—¡Entonces hazlo ahora mismo! ¡Rápido!
Se echó cabeza abajo en el túnel empujando delante de sí a la pequeña, que no habituada a semejante trato chillaba hasta hacer temblar las paredes.
Un vez afuera, Viví la acostó desnuda sobre la costra helada y le llenó la boca de nieve. Papik dirigió la vista a otra parte pero Viví le gritó a la cara:
—¡Mira!
—Alguien te lo ha dicho: había que hacerlo en seguida —dijo Papik turbado.
Viví le aferró la barbilla y dirigió su cara hacia Utunia. La niña había dejado de llorar. Estaba masticando nieve y gorjeaba divertida.
—¡Mírala bien! Es la última niña mía que ves morir. Porque una mujer no reirá más. ¿Comprendes? ¡Nunca más!
Papik se ensombreció. Jamás la pequeña le había parecido tan graciosa ni le había despertado tanta ternura: daba puntapiés y reía echando de su boca bolitas de nieve semiderretida. O tal vez fue la amenaza de «huelga» de Viví lo que le hizo reflexionar.
—Podría haber una solución —murmuró pensativo.
Viví se maravilló hasta el desconcierto. Esa era la primera demostración de que Papik no era rígido, y se tiró sobre el suelo de fragmentos rocosos. Frenéticamente se puso a frotar con puñados de nieve el cuerpecito de la niña, que abrió la boca y retuvo el aliento como si hubiese sido acuchillada.
Papik aferró de los hombros a Viví y la empujó hacia atrás.
—¿Qué haces? ¿Te ha mordido un glotón?
Viví se soltó y siguió arrojando nieve sobre la pequeña.
La nieve que se derretía sobre el cuerpecito caliente era de inmediato convertida en hielo por el viento, y Papik tomó a la criatura y la entró en la casa.
Viví fue detrás de él, las mejillas grises de lágrimas congeladas, las pestañas emblanquecidas por la escarcha.
—Se me ocurre una idea —dijo Papik mientras desprendía la costra de hielo del cuerpecito—: El tabú de los hombres blancos contra dar muerte a los semejantes vale también para las mujercitas recién nacidas. A ellos confiaremos a Utunia.
—¿Y si no la quieren?
—¿Por qué no escuchas? No pueden dejarla morir. Es tabú.
El significado de tales palabras penetró con lentitud el entendimiento de Viví, demasiado sacudida. Cuando hizo callar a la niña al calor de su seno, sus lágrimas seguían brotando y derretían el hielo de sus mejillas.
—Se lo dejaremos a ese que ha reído contigo —prosiguió Papik—. ¿Quién es?
Como hombre orgulloso que era, a la par que bien educado, jamás le había hecho esa pregunta.
Viví reflexionó profundamente antes de responder.
—Podría ser Tor. ¡Sí, justamente él! Utunia estará en buenas manos con Tor y Birgit. Es gente que vale. —Los ojos se le iluminaron y empezó a sonreír a través de las lágrimas—. Son buenos y gentiles por ser forasteros. Especialmente Birgit. ¡Verás que enloquecerá de alegría cuando le ofrezcamos a la niña de Tor!
Después de tal resolución la olvidada risa volvió a resonar en el pequeño iglú.