LA verdad es que los hombres no pueden vivir sin una guía, y si no la tienen la crean.
Puede bastar un pronóstico que se cumple para despertar la sospecha de que se poseen conocimientos secretos o poderes mágicos; hasta que otras coincidencias y el auxilio de la astucia convierten la suposición en certeza.
De los que pudiesen recordar los comienzos de Siorakidsok no había nadie con vida. Diferente fue el caso de Ivalú.
Para la hermana de Papik, la carrera de angakok en Monte Grávido se había iniciado con la acertada predicción de una tormenta, en franca oposición con la opinión de los hombres. Entonces alguien recordó su parto milagroso, varias estaciones atrás, cuando ella vivía en la aldea de la ensenada que desde hacía más de un año se había quedado sin un solo hombre, salvo el misionero. Advertida desde su pubertad, Ivalú jamás se había expuesto a la luna llena, justamente para evitar el riesgo de una preñez. Y pese a que el mismo misionero, sin duda experto en la materia, desechase la posibilidad de que se trataba de un milagro, las mujeres de la aldea, todas convertidas recientemente y, por lo tanto, henchidas de un entusiasmo de neófitos, habían atribuido dicha concepción a la interposición divina, en un momento en que Ivalú había perdido los sentidos y bebido el agua de fuego de que estaba provista la Misión para el caso de enfermedades graves.
También en Monte Grávido Ivalú negaba la posesión de poderes sobrenaturales. Pero cuanto más insistía en no tenerlos, en mayor grado era reverenciada por la gente; cuanto más declaraba no haber visto jamás al hombre de la luna, más convencidos estaban los demás de que ella volaba con frecuencia a su encuentro mientras todos dormían.
Y que el hombre que vivía en la luna la estimaba singularmente.
Papik y Viví tuvieron noticias de todo esto antes de volver a ver a Ivalú. Se habían detenido en el primer habitáculo de Monte Grávido para preparar el regreso a la patria y recoger informaciones. Monte Grávido era una isla pero durante once meses al año sólo los peces se percataban de ello. Cuando se unía a la vecina tierra firme del mar congelado semejaba una montaña en medio de una blanca llanura.
La pareja llegó cuando un gris invadido de frío ya anunciaba el invierno. La casucha ante la que se habían detenido era una de las moradas semipermanentes que los hombres se construyen con tierra y piedra en los rocosos sitios escarpados, después de haberse internado para la caza estival, y antes de erigir los invernales iglúes sobre el hielo marino, que gracias al agua que tienen debajo son más cálidos que la tierra congelada en profundidad. La choza estaba habitada por una extraña pareja: un hombre maduro y un jovencito de movimientos mórbidos y ojos lánguidos que Papik y Viví tomaron por mujer hasta que le vieron el tórax descubierto. Después de lo cual se miraron riendo. Ya habían oído hablar de Noluk y de su joven compañero que le cosía las ropas y le preparaba la comida.
—¿Qué hace Ivalú, mi hermana? —inquirió Papik después de haberle permitido a Viví arrodillarse ante él para rasgarle las botas.
—Espera siempre el regreso del marido —contestó Noluk.
A Milak, marido de Ivalú, nadie lo había vuelto a ver después de que se alejara en un banco de hielo en busca de osos. Tres años son muchos para darle caza al oso, por lo menos desde el punto de vista de una esposa; pero no era insólito. Cada primavera muchos hombres parten sobre témpanos que navegan y que, arrastrados por las corrientes circulares del noroeste, los hacen arribar a centenas de kilómetros más al sur; y no es que cada otoño encuentren el viento propicio para volver.
Ivalú estaba convencida de que su Milak retornaría, pese a que otros hombres continuamente trataban de convencerla de lo contrario. Muy comprensible: Ivalú poseía una carita graciosa y un cuerpo todo músculos; pero mucho desazonaba a sus cortejantes el que también fuera una mujer seria.
—Sonríe a todos pero no ríe con nadie —fueron las palabras de Noluk, quien después refirió los poderes misteriosos que la aldea había descubierto en ella.
—¡Un angakok desenmascarará a esa embustera! —gritó Siorakidsok cuando también él hubo entendido.
Noluk lo miró con desprecio y se dirigió a Papik:
—Éste debería tener más respeto a su edad. El que calumnia a Ivalú quiere que su lengua sea usada como yesca de osos.
—¡Cuidado con tu lengua! —le gritó Papik al angakok, al oído—. ¡Está en peligro!
Siorakidsok se sentía de tal manera sacudido por el descubrimiento de una competencia que consideraba desleal, que no honró ni con una mirada la espléndida tajada de hígado descompuesto, bullente de gusanitos blancos, que le trajera el muchacho.
Papik no prestaba atención al angakok y menos aún a la comida.
—¡Rápido! —le ordenó a Viví que se había quedado sin aliento a fuerza de pulirle las botas—. Alguien está impaciente por volver a abrazar a su hermana.
Hacía algunos años que no se veían y por un instante, hermano y hermana permanecieron en la penumbra de la pequeña habitación observándose en silencio.
Ivalú vivía demasiado sola en una choza semipermanente de piedra y tierra reforzada con costillas de ballena. Era una verdadera mujer polar, menos esbelta, más robusta que Viví. Su carita redonda de ojos ardientes y oscuros como el hollín, tenía mucho encanto. Desde que se había convertido en mujer de Milak, había renunciado a su peinado a manera de torre de las mujeres del Norte a cambio de trenzas sujetas en la frente con una cinta y que caían sobre el pecho, a la usanza del Sur. Y en vez de llevar pieles de oso y de pájaro, vestía con el mismo rebuscamiento meridional que en un tiempo la hacía reír: mórbidas pieles de reno revestidas de zorro y visón y ornadas con diminutas cintas y perlas multicolores.
En cuanto se recobró de la sorpresa voló a los brazos de Papik, y los dos se frotaron la nariz y se olieron intercambiándose jubilosos gorjeos y voces guturales.
Sólo después de haber restregado la cara de Viví, Ivalú advirtió la presencia de Siorakidsok, depositado en el umbral junto a su piojoso tapete, y lo reverenció, inclinándose profundamente y emitiendo hacia él grititos festivos.
Pero el viejo la agredió en seguida con voz estridente:
—¡Eres una falsa angakok pero una impostora auténtica!
—Es lo que una tonta mujer les dice continuamente a todos. Pero nadie lo cree. Tal vez tú podrás convencerlos —respondió Ivalú con una sonrisa cálida.
Siorakidsok, que no había entendido, le replicó a los gritos:
—¡No me llames viejo embrollón, vieja embrollona!
Mientras tanto habían entrado en la casa una pareja que había visto el trineo, y el hombre preguntó irritado ante las palabras de Siorakidsok:
—¿Quién es el propietario de este perro? ¡Echémoslo a puntapiés! Aunque sea viejo.
—¡No, no! —rió Ivalú—. Es Siorakidsok, el gran angakok, el cual puede confirmar que una tonta mujer no lo es.
—¡No le hagáis caso! —vociferó Siorakidsok.
Pero cuando por fin comprendió que Ivalú era amiga y que además tenía un gran ascendiente sobre todos, en un brusco echarse atrás se transformó en una fuente de sonrisas, desdentadas pero amplísimas, y aseguró haber intuido en el pasado que Ivalú incubaba poderes; le prometió su apoyo, ganándose así la aprobación general.
Excepto la de Ivalú.
—Una tonta mujer es escuchada sólo porque no ha errado algunas veces —dijo—. Y si alguna pizca de buen sentido hay en su cabecita, es porque hace tiempo Siorakidsok le regaló algunos de sus piojos.
Era cierto. Una vez que Ivalú había manifestado su envidia por la sabiduría del venerado angakok, éste había inclinado la cabeza invitándola a sacarle algún que otro piojo para transmitirle un poco de su saber al pequeño e ignorante cerebro de la joven.
—¡Deja de contradecirme! —gritó el viejo que esta vez tampoco había entendido bien—. Mejor es que escuches: alguien te hará una propuesta. Pero las visitas están invitadas a alejarse.
Los visitantes se fueron pero la proposición de Siorakidsok tuvo que esperar. El grupo familiar lo arrastró sobre su tapete hasta el rincón más apartado, bajo los zorros desollados que colgaban del cielo raso y junto a medio pecho de la ballena congelada, y después se pusieron a conversar entre ellos a sabiendas de que el angakok no podía oírlos.
También él lo sabía, por lo cual decidió dormir.
—Por favor, no me digáis que Milak seguramente volverá —empezó diciendo Ivalú con una amplia sonrisa, una sonrisa demasiado abierta—. Una mujer ya lo sabe. Después de todo, ¿qué son tres años y un poco más?
Mientras tanto, había puesto a licuar un poco de nieve en la escudilla de esteatita, agregándole alguna hojita de té de la tundra —un bello ejemplo del lujo en que se vive en el Sur— y las narices de Viví palpitaron en la pregustación de su bebida predilecta.
Papik respondió con una breve risa.
—¡Cierto! ¿Qué son unos pocos años para uno que parte sobre un banco de hielo?
Y evocó varios casos de otros hombres que habían partido sobre hielos flotantes y regresado después de años y años; e Ivalú escuchaba con una sonrisa vaga, como si ese razonamiento no fuese referido a ella.
—Y admitiendo que Milak no tuviese que volver —prosiguió alegremente Papik—, encontrarías otros maridos, no temas. Eres forzuda y sabes coser ropas impermeables en caso de que un hombre termine en el mar.
Ivalú no abandonaba su sonrisa y miraba el vacío, y cuando la nieve de la vasija estuvo disuelta, ofreció la bebida que pasó de mano en mano.
Después del primer sorbo Viví se dirigió resueltamente a su cuñada:
—Una mujer tiene un problema. El hijo que le crece en el vientre tiene que nacer varón porque será su último parto. Una madre no puede olvidar a la niña que ha debido morir.
Ivalú aprobó, la mirada vaga como en un sueño, siguiendo quizá lejanos pensamientos; y dijo:
—Una mujer sabe qué significa perder un hijo. El mío era un varoncito fuerte y sano, un verdadero pequeño hombre. Esa pérdida fue aún más dolorosa que la tuya.
—¡Viví no termina nunca con esa niña! —intervino bruscamente Papik—. ¡Después de todo era tan pequeña! Y un padre no la ha estrangulado, como hacen tantos. Se tomó el trabajo de exponerla al viento recién nacida, desnuda y goteante, y le ha llenado la boca de nieve para hacerla morir lo antes posible. Mientras tanto, la tenía de las manitas para darle coraje. Se durmió casi en seguida, sin tener siquiera tiempo de llorar. No existe muerte más dulce. Un hombre que ya ha estado varias veces a punto de helarse lo puede decir. Después decapitamos un perro y dejamos su cabeza junto a la pequeña muerta, para que la guiara al paraíso de los niños.
—No encontró el camino —dijo Viví, la cara ensombrecida—. Se presenta siempre en los sueños de una madre, temblando de frío. Y una mujer no abandonará en los hielos su próximo hijo, aunque se trate de una mujercita.
Papik se levantó, escupió y con un pie golpeó la tierra.
—¡Necesitamos ante todo un varón, un cazador! No se pueden criar dos niños de poca edad al mismo tiempo. Tú puedes cargar uno solo en tu espalda. ¿Y qué hace el segundo cuando un hombre se va de caza? Lo devoran los perros, o cae en un agujero o se pierde.
—¿Qué harías en mi lugar, Ivalú? —preguntó Viví a su cuñada— ¡Tú que eres tan sabia!
—Lo dicen los otros. Una mujer jamás lo ha dicho.
—Y es lo que dicen los demás lo que cuenta. ¿Qué harías en mi lugar?
—Si tienes fe tendrás un hijo varón —contestó Ivalú recordando su adoctrinamiento cristiano y desmemoriada de su resultado desastroso.
—¿Y si nace una mujercita? ¿Tú qué harías?
Ivalú permaneció muda.
—¡Responde!
La respuesta no se hizo oír. En el grave silencio una voz estridente que salía del rincón olvidado, hizo sobresaltar al trío. Siorakidsok había despertado.
—¡Ivalú! Un angakok hablará con el hombre en la luna para pedirle por la criatura de Viví. ¡Pero con una condición!
—Veamos.
—Si un angakok vuelve con vida de su peligrosa misión, debes persuadir a este rebaño de ignorantes que creen en ti, de que él es el único que merece ser reverenciado, escuchado y alimentado. Y con la mejor comida de la tierra. Si lo prometes, un angakok intentará saber del hombre que está en la luna dónde se encuentra tu marido.
—¿Cómo podrá decírtelo? —preguntó Ivalú abriendo desmesuradamente los ojos—. Él sólo se ocupa de mujeres y de preñeces.
—¡Superstición! ¡Ignorancia! Su posición elevada le permite ver todo lo que sucede en la tierra. Pero, como es sabido, con ofrecimientos importantes se le pueden sonsacar las respuestas. —Avanzó un poco hacia ellos y preguntó con ansiedad—: ¿Es posible conseguirlos?
—No es imposible.
Como numerosas muchachas pueden confirmarlo, el espíritu del que dependen las preñeces es despreciativo y no hay que ahorrar esfuerzos para congraciarse con él.
Ivalú y Viví fueron de choza en choza ofreciendo a todos la posibilidad de mostrarse generosos con su contribución a la empresa espacial y, naturalmente, nadie dejó perder semejante ocasión. De modo que las dos cuñadas recogieron lo mejor que los habitantes habían conservado: humor viscoso de pájaros, tripa de morsa, carnes reblandecidas, y también la suprema golosina: una piel de foca rellena con su propia grasa y pequeñas garzas marinas sin desplumar; si se conserva sepultada bajo el hielo por lo menos durante un año al amparo del sol para que la putrefacción sea más lenta, el contenido se amalgama en una pasta violácea que tiene el sabor del queso y la fragancia de un cadáver, y que a cualquiera le haría agua la boca; también, ciertamente, al hombre de la luna.
Las demás mujeres ayudaron a las dos cuñadas a masticar todas esas golosinas, porque el hombre de la luna, dada su avanzada edad, no tiene dientes, pero sí buen apetito, tan bueno que Siorakidsok juzgó insuficientes las ofrendas y volvió a mandar a las mujeres en busca de otras. No una vez sino dos.
—Los espíritus no son como eran —suspiraba—. Cada año ese vejestorio se vuelve más imposible.
Cuando por fin quedó satisfecho, el intrépido angakok se dejó encerrar con todos los dones en un refugio levantado expresamente para él fuera de la aldea y provisto de un agujero en el techo para que su alma pudiera volar en cuanto todos se hubiesen alejado.
Hasta que el sol no cumpliera tres vueltas, la duración de un vuelo lunar, nadie podía acercarse a ese sitio ya que al común de los mortales les está prohibido descubrir los secretos de los angakok.
Bajo pena de muerte atroz e inmediata.
A la espera de que Siorakidsok volviese a poner los pies en la tierra, Papik se fue de caza por las inmediaciones con los dos únicos hombres que se encontraban en la aldea; Viví se quedó con Ivalú a remendar y raspar indumentarias y a intercambiar habladurías. Vencido el término, los habitantes se dirigieron en grupo a ver si el angakok había retornado.
Les aguardaba una sorpresa.
Siorakidsok había logrado regresar de la peligrosa aventura pero no había podido sobrevivir a la fatiga. Una verdadera pena, dado que los manjares habían sido consumidos hasta las migajas: prueba de que el hombre de la luna los había probado y, por consiguiente, respondido a las peticiones.
Pero ésta fue una conclusión apresurada. Una inspección más completa reveló que los había ingerido el mismo angakok, por lo menos parte de ellos aunque en cantidad ya que los había devuelto, como lo demostraba el exiguo tórax todo salpicado.
Fuese lo que fuese, Siorakidsok se había llevado al más allá su último secreto.
Tampoco Ivalú podía decir qué había ocurrido en el espacio. Tal vez el hombre de la luna, después de todo, no había agradecido las ofrendas de los hombres y en uno de sus famosos accesos de ira las había arrojado sobre el embajador, el cual pensó seguramente que sería un pecado desperdiciarlas. Además de estas conjeturas había una certeza: el hombre de la luna debía estar encolerizado.
Y eso no presagiaba nada bueno.
La presión continua del presente dejaba poco tiempo para ocuparse del porvenir o rememorar el pasado. Lo urgente, ante todo, era desembarazarse del muerto. El modo más seguro era dárselo a los animales para que se lo comieran; así le habría sido más difícil volver a la tierra con la misma forma y hacer malignidades.
Como tocar un cadáver con las manos desnudas significa inevitablemente la muerte, y en caso de usar guantes hay que tirarlos, los habitantes de la aldea arrastraron a Siorakidsok al abierto mediante una correa que circundaba las tibias, sin tocarlo. Descubrieron en esa ocasión que las ropas roñosas del angakok no habían sido sus únicas posesiones terrestres. Mientras lo conducían a destino, de sus pieles de perro cayó una bolsita que contenía todos los dientes que el viejo había perdido en el curso de su vida. Después arrojaron el cadáver a un precipicio y lo siguieron con la mirada mientras rebotaba de roca en roca, para asegurarse de que alcanzaba el fondo. Después de lo cual hicieron rápidamente todos los conjuros necesarios para exorcizar al fantasma.
Cuanto más viejo es un hombre, más le contraría dejar éste, el mejor de los mundos.
Terminada la ceremonia, todos estaban cansados y fueron a hacer adiestramiento de sueño en vista del invierno inminente.
Esa era la estación en que cada vuelta del sol determina un período de oscuridad mucho más largo que el de la luz; y los primeros en despertar hicieron un tremendo descubrimiento que los llevó a arrancar del sueño también a los otros: el cadáver había desaparecido sin que hubiese la menor señal de animales en el fondo del precipicio. Ninguno tuvo el coraje de bajar para examinar el terreno. Todos tenían la convicción de que Siorakidsok ya había vuelto a la vida, acechante.
Dispuesto a golpear.
Mientras los demás experimentaban preocupación simplemente, Papik y Viví se sentían aterrados. Las primeras víctimas del angakok habrían sido ellos por haber provocado el fatal viaje. Y toda la comunidad estaba asustada ante la pareja, por lo que fue consultada Ivalú.
Como sabia mujer que era, Ivalú no tardó en llegar al veredicto inevitable: Papik y Viví debían partir cuanto antes para bien de todos. Pero cuando ella fue a buscarlos ya habían desaparecido.
Evidentemente, los dos habían llegado por sí mismos a idéntica conclusión y se habían ahorrado una despedida con lágrimas.