LA primera vez que Viví rehusó reír, Papik comprendió que estaba grávida, aunque los dos ignorasen la razón por la cual la preñez en las mujeres de su raza imponía su rechazo al hombre. El motivo no es otro que no dañar la prole, tal como sucede entre los animales.
Por otra parte, desde que la larga noche polar cubriera de oscuridad y silencio la cima del mundo, Papik había tenido más deseos de dormir que de reír.
Cuando los primeros albores de la primavera penetraron la pared circular del pequeño iglú, la pareja salió de la pereza invernal como en un acto de resurrección; sus cuerpos habían quemado totalmente sus grasas y debido a que sus provisiones se habían agotado era preciso, como siempre, pensar en la subsistencia, en la nutrición inmediata y en el hijo en camino. Sin embargo, no era el alimento lo que preocupaba a Viví, ni tampoco la criatura que pataleaba como si quisiera echar abajo, a puntapiés, la puerta materna.
—Una tonta mujer otra vez se ha despertado en lágrimas soñando con su niña —dijo con aire culpable mientras ayudaba a su marido a ponerse las botas.
—La olvidarás en cuanto nazca el varón —le aseguró Papik sin evidenciar la menor duda ya que los vuelos de los cormoranes durante el otoño pasado habían pronosticado claramente el nacimiento de un varón—. Ahora alguien va en busca de carne.
Y salió del iglú arrastrándose a lo largo del angosto túnel. En cuanto su nariz quedó al descubierto sintió el mordisco de la helada en los ojos, la única parte de su persona que no podía revestir de grasa o de pelo. Permaneciendo de bruces en el suelo escrutó el ilimitado desierto de hielo trastornado por las corrientes ventosas y marinas. Los rayos del sol aún escondido enrojecían los picos más elevados. De no ser así, el glacial panorama hubiese sido lívido. Aquella era la cima del mundo. El país de las sombras largas. Donde todo es distinto: hombres, bestias, y la naturaleza misma. El mar es sólido. Nieva sólo en verano ya que en invierno el intenso frío impide toda precipitación. Donde el sol está bajo aun cuando alcance el vértice, pero en compensación no se pone hasta el otoño. Donde los perros son los mejores enemigos del hombre. Donde existen pájaros que no vuelan, mamíferos que viven en el mar, animales acuáticos que se arrastran por tierra, y algunos seres humanos que el mundo llama esquimales, o sea, comedores de carne cruda, si bien ellos se definen simplemente como Inuit: los hombres.
Pues se consideran los únicos dignos de llamarse así.
Papik no había salido totalmente de la boca del túnel y ya su aliento le había escarchado las cejas y el borde del capuchón. Cuando estuvo en pie escupió y oyó el ruido seco del hielo al caer sobre el hielo.
No hacía calor.
Ante la agresión del frío, los perros hambrientos ladraban y gruñían en dirección al amo, erizando su pelo en el que se había incrustado la escarcha, mostrando los dientes quebrados a golpes de piedra. En cuanto Viví hubo librado del túnel su vientre grávido, los apaleó sin razón alguna, menos a Toctú que era el jefe. Cuando el grupo de perros se persuadió de la necesidad de hacer silencio, se oyeron lejanos soplos provenientes de los agujeros de aire que las focas mantienen abiertos en la costra del mar helado. Papik no había sabido encontrarlos las pocas veces en que, sacudiéndose la pereza invernal, había salido en medio de la noche polar a sus exploraciones.
A Viví se le iluminó el semblante mientras se golpeaba el vientre: «¡El chiquito tiene hambre!»
Viví era bella, especialmente cuando sonreía, lo que en los últimos tiempos sucedía muy de cuando en cuando. Su palidez de fines de invierno hacía resaltar sus ojos oscuros y vivaces. Los labios carnosos y los pómulos altos acentuaban los rasgos asiáticos de su fisonomía. Era alta, y cuando no estaba encinta, era bastante esbelta para ser esquimal.
—¡Escóndete! —le ordenó Papik—. Y haz callar a los perros. Alguien quiere regresar antes del sol. —Y se encaminó sobre el Océano Glacial con su paso de joven ánade, los pies separados, a causa de las ceñidas botas de foca que le llegaban a la ingle.
La costra marina resonaba bajo sus pasos y él tuvo que volver más elástico su andar hasta sentirlo casi silencioso.
Antes de llegar a los agujeros de aire avistó una forma familiar tendida sobre un banco de hielo; una forma hinchada, oscura, ahusada. Una hembra mañanera ya salida del mar, le ahorró a Papik un acecho que podía durar toda una eternidad junto a una abertura de ventilación, a riesgo de quedar congelado.
No tenía más que acercarse y matarla.
La vista de las focas es débil pero su olfato agudo, y Papik llevaba encima tanta grasa de foca que olía más a foca que a hombre. Antes de entrar en el campo visual de la presa, a menos de trescientos pasos, se quitó la pelliza de oso blanco que la habría espantado y avanzó de bruces, sólo cubierto por su ropa interior de pájaro. Compuesta exclusivamente por pequeñas pieles negras, cosidas por mujeres que no medían el tiempo en horas sino en estaciones, esa indumentaria era escudo insuficiente contra la helada; pero ayudaba a quien la vestía a asemejarse a una foca.
Por otra parte, Papik había dejado de reparar en el frío. Desde el momento en que había divisado la presa, la fiebre de la caza se le había encendido en las venas hasta tal punto que empezó a babear; le temblaba el mentón, hilos de saliva pendían de las comisuras de su boca y se congelaban hasta volverse opacos, quebrándose cuando él movía la cabeza.
La foca estaba encogida entre dos agujeros de aire, pronta a sumergirse a la primera señal de peligro. Agotada por la larga vigilia del invierno durante la cual había debido roer la costra helada para mantener abiertos los agujeros, trataba ahora de recuperarse con pequeños, brevísimos sueños y algunas palpitaciones. Entre uno y otro cabeceo giraba el pescuezo para inspeccionar el hielo o se rascaba con una aleta o se sacudía sobre su grueso vientre, desplazándose sólo algunos palmos.
Cuando su cabeza permaneció en alto dirigida hacia donde él estaba, Papik comprendió que había sido descubierto.
Se enmascaró la cara con un largo mechón negro y se ocultó, boca abajo, como una foca adormecida. Después, miró en torno a él moviendo la cabeza; empezó a mugir estrechando los brazos y el arpón contra su cuerpo, se rascó con un pie y avanzó moviéndose sobre su vientre.
Cuando el resplandor del sol ausente recorrió un buen tramo de horizonte, la foca pareció fascinada; Papik ya se encontraba a tiro; no podía arriesgarse a fallar y tuvo que recurrir a toda la fuerza de su voluntad para frenar la propia impaciencia. Sólo cuando estuvo tan cerca de su presa hasta el punto de poder mirar sus grandes ojos redondos y negros, arrojó el arpón, convencido de haberse asegurado la comida.
Ilusiones.
No había advertido al oso blanco en acecho, el único animal que sobre los hielos puede vencer al hombre.
Tampoco la foca había husmeado su presencia, distraída por el galanteo de Papik. Pero cuando vio levantarse el brazo armado se precipitó hacia la salida segura saltando sobre las aletas a sorprendente velocidad.
El arpón fue más veloz.
Mientras la correa se desenrollaba, la punta en forma de garfio penetró en la nuca del animal que no por esto detuvo la huida. Pero antes de que pudiera zambullirse, una gran garra blanca y velluda le arrojó desde atrás un bloque de hielo y la aturdió, inmovilizándola. Luego el resto del oso salió al descubierto.
Era un macho de gran tamaño, pobre en carnes pero rico en experiencia. Como desde lejos hubiera bastado su hocico negro para traicionar su presencia sobre la blancura, el oso se lo había enharinado restregándolo sobre la costra marina. Se acurrucó plácidamente sobre el hielo; en señal de posesión apoyó una zarpa sobre la foca que estaba como muerta y yacía, la cara vuelta hacia abajo, y se puso a examinar al hombre que, estupefacto, lo observaba a su vez. Más aún, observaba a ambos.
Porque los osos se habían convertido en dos.
El macho había llevado tras de sí a la hembra, evidentemente preñada, y también ella había salido al descubierto. Sin duda la pareja, riendo sarcásticamente bajo sus bigotes, había espiado al hombre en espera de recoger los frutos de sus esfuerzos.
La mano de Papik corrió en busca del cuchillo pero los dedos rígidos, no lograron extraerlo; la vista se le empañó y a causa del miedo se le doblaron las rodillas. Enseguida se dio cuenta por qué había fracasado: no llevaba consigo los amuletos de caza. Eso explicaba todo. Para su seguridad Viví se los había cosido a la chaqueta que se había quitado. Ahora se encontraba a merced de los osos. En su estado no habría podido burlar su ataque; además el arpón había quedado metido en la foca. Sintió el cansancio de golpe y todo el frío en el que antes no había reparado, ese aire glacial que le había penetrado profundamente, hasta la médula. Tuvo una fugaz visión de Viví: la vio congelarse lentamente, esperando su regreso, junto al niño que llevaba en las entrañas. La cima del mundo tiene esparcidos sobre toda su superficie pequeños iglús convertidos en sepulcros.
Mientras tanto, los osos parecían satisfechos de su botín. De pronto se olvidaron totalmente de Papik porque la foca, reponiéndose, empezó a temblar bajo la garra del macho que con sus uñas, a modo de abanico, le desgarró el vientre. Salió a la luz un cachorrito rosado que se contorsionaba en la grasa humeante, con ojos sanguinolentos y ciegos bajo la frente huidiza y llena de arrugas. La osa se adelantó, aferró por la nuca el goteante feto y se alejó para devorarlo sin ser estorbada.
Pésimo perdedor, Papik quiso replicarle a la bestia que se había mofado de él: un macho que le permitía a la hembra sustraerle el mejor bocado, simplemente debía esconderse. Vano consuelo; sobre todo porque él mismo no se comportaba en forma distinta con Viví. Aunque sólo en ausencia de testigos.
Viví no manifestó su júbilo cuando Papik volvió a casa, así como no había evidenciado su preocupación cuando lo vio partir. Él jamás debía saber lo que ella sentía cuando se quedaba sola en la cima del mundo con los perros famélicos que gruñían en el túnel y un niño impaciente que pataleaba en sus entrañas.
Preguntándose si el marido regresaría.
Papik se sacudió sobre la piel que recubría el levantado lecho de nieve y permaneció inmóvil mirando la baja cúpula interior convertida en hielo durante el invierno. Viví no había encendido el pabilo para economizar la grasa de foca que da más calor cuando se quema en el cuerpo, y el iglú estaba neblinoso por la humedad que produce la epidermis humana. Con la piedra de sílice y la yesca de hongos secos dio fuego al pabilo de heces resecas de perro, y a medida que en el velón de esteatita la grasa se derretía, creció la diminuta llama devorando la niebla y atacando el frío.
Ayudándose de manos y dientes Viví consiguió, al cabo de un gran esfuerzo, quitarle las botas heladas al marido.
Casi siempre el cuerpo de Papik, todo carne y grasa, irradiaba más calor que un candil y bastaba para calentar el iglú. Pero ahora no era más que una masa fría e inerte. Viví se bajó los pantalones y oprimió con sus muslos los pies helados colocando las plantas en sus partes más cálidas. Mientras tanto le sonreía, aunque sin obtener respuesta.
Entonces le lamió los dedos de los pies para hacerlos entrar en calor. Y dado que Papik no reaccionaba le tocó la cara y advirtió que estaba dura como un hueso.
Su sonrisa se desvaneció.
Con los nudillos le martilleó las mejillas hasta que la capa de grasa rígida se rompió como una máscara de creta. Entonces vio la nariz con las manchas blancas de hielo y la tomó con la boca insuflándole calor y frotándola dulcemente con su propia nariz; insistió mucho tiempo.
Cuando la nariz se volvió mórbida y los ojos se hicieron más vivos, Papik lanzó un largo suspiro y farfulló, la mandíbula todavía endurecida:
—¡Si supieras lo que ha sucedido! ¡Como para reír!
—Una mujer se lo estaba preguntando. —Tranquilizada, Viví se apoyó contra una pared y puso los pies de Papik sobre su propio vientre bullente.
—Escucha. Alguien consigue arponear una foca grande, y ya piensa en la espléndida comida. Después llega una pareja de osos y alguien pierde no sólo la foca sino también el arpón. ¿Has oído alguna vez una cosa más cómica?
Viví debió haber oído historias más cómicas porque mientras Papik se dislocaba los maxilares, ella consiguió esbozar una sonrisa.
—¡Y ahora deberemos matar a uno de nuestros perros! —continuó Papik maravillándose de que Viví no riera también a mandíbula batiente—. ¡Como si tuviésemos de sobra! ¡Es como para reír!
Cuando el calor femenino comenzó a excitar a Papik, quitando de sus miembros los residuos del frío, y él le sugirió sacarse los pantalones, Viví frunció la nariz en señal de negativa, indico el ventanuco de hielo transparente encastrado en la pequeña cúpula de nieve y exclamó alarmada:
—¡El sol!
Papik y Viví estaban atentos fuera del iglú, las caras al viento, untadas de frescura. Ahora importaba sólo una cosa: no faltar al primer rayo de sol que afloraría sólo brevemente en aquella primera aparición del año. Quien no se hiciera presente para darle la bienvenida en primavera no llegaría con vida para verlo desaparecer en el otoño. Entre el cielo de sangre y el mar de hielo ya se veía un pequeño espacio verdoso, cada vez más intenso y brillante.
Mientras tanto, los perros molestaban a la pareja con sus protestas recordándole que estaban famélicos; y que era preciso matar a uno.
Papik había decidido prender a Karipari, siempre el más indisciplinado, pero el pícaro se le escapó. Atrapó a otro y lo remató de una cuchillada. Le extrajo sólo una tajada de hígado para él y para Viví, puesto que sus estómagos todavía estaban restringidos después del largo ayuno, y además porque la carne de perro era poco agradable. Dejó el resto a la traílla.
Puede ser que lobo no coma lobo. Pero carne come carne, después de haberle sido quitada la piel.
Los perros ya habían arrancado toda la carne del compañero y estaban royendo los huesos con los dientes rotos, cuando el grito triunfante de Papik resonó en la banquisa:
—¡El sol!
—¡El sol! —le hizo eco Viví—. ¡El sol que verá nuestro hijo!
En el horizonte el espacio verde se había transformado en un gajo dorado que crecía a simple vista tiñendo la inmensidad congelada de un tenue rosa que se expandía con enconada obstinación y arrojaba larguísimas sombras detrás de toda saliente. Papik y Viví permanecieron rígidos e inmóviles, ávidos de ese sol, respirando a plenos pulmones, fascinados por la marea rosada que se avecinaba, hasta que el rocío bañó sus botas, trepó a sus ropas, y envolvió sus rostros untados en una ilusión de calor.
—¡El sol! —gritó una vez más Papik. Se desnudó y arrojó sus ropas al viento.
Viví lo imitó.
Ella tenía senos sólidos que no habían conocido otro sostén que los músculos fortalecidos por los trabajos pesados, ahora henchidos por su gravidez.
Cantando a viva voz Papik la tomó de los brazos y se puso a saltar y a dar vueltas, acompañado por los ladridos de los perros escandalizados.
Pocos osos blancos sabían bailar con mayor gracia que Papik. Todos los hombres lo decían y ningún oso jamás había afirmado lo contrario.
De golpe Papik detuvo la música y, ansioso, miró por un instante la boca riente de Viví. Después la obligó a arrodillarse y la tuvo inmovilizada, de bruces, oprimiéndole la nuca. Viví intentó desligarse, disolviendo un montón de hielo que tenía bajo las rodillas, si bien había intuido que esta vez Papik no se dejaría rechazar; aun no sabiendo el porqué.
Papik hubiera podido decírselo.
Era la primera vez que la veía reír desde la primavera pasada cuando los dos mataron a su pequeña hija.