Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
12 de enero de 2012, a las 07:34
De rodillas en el rincón de siempre, brazos en cruz y recitando las mismas palabras. El dolor se traga mi voz.
—¡Gabriel, no te oigo! —me grita desde la cocina.
Elevo el tono, pero la voz no suena. No se escucha ninguno de los Diez Mandamientos. No soy capaz de pronunciar ni una sola sílaba. Noto la garganta seca y mi lengua es un trapo inerte.
—¡Gabriel, lo vas a lamentar si me haces ir! ¡Señor, dame fuerzas para corregir a esta criatura que pusiste en mis entrañas! ¡Dame fuerzas, te lo ruego, Señor!
La oigo avanzar por el pasillo. Me tiemblan las piernas. Los brazos me pesan y las manos me palpitan como si tuviera diez corazones. Rezo al Niño Jesús para que me ayude. Concentro todas mis energías en las cuerdas vocales. «Amarás a Dios sobre todas las cosas. No tomarás el nombre de Dios en vano» —repito. Pero mi voz no suena.
Noto su presencia detrás de mí. Las lágrimas brotan sin poder evitarlo.
—Y el Señor le dijo a Abraham: «Toma a tu único hijo, Isaac, a quien tanto amas. Ve a la tierra de Moriah y ofrécelo allí». Y Abraham contestó:
«Heme aquí, Señor».
Me giro. Su silueta se recorta bajo el quicio de la puerta. No puedo ver su cara. Lleva algo en la mano. No consigo despegar la lengua del paladar, tampoco puedo abrir la boca. Niego con la cabeza. Gimoteo. Ella levanta las manos y mira al techo.
—Heme aquí, Señor, atendiendo a tu desafío diario. ¿No soy buena cristiana, Señor? ¿Tanto he pecado? ¿Cómo puedo demostrarte mi devoción? —grita con voz quebradiza, rota por el lamento—. Pero nada me apartará del camino. En el nombre de Yahvé, cumpliré mi compromiso con la cruz.
Distingo la hebilla. Niego enérgicamente con la cabeza. Es un ruego. Si bajo los brazos, será peor. Me giro y aprieto con fuerza los párpados. Si cierro los puños, los alfileres se me clavarán más; trato de tenerlo muy presente. Noto que mi corazón se acelera y me cuesta respirar. Elevo los hombros y agacho la cabeza esperando el primer latigazo; ese es el que más duele. No puedo hacer otra cosa sino llorar.
—¡Amarás a Dios sobre todas las cosas! ¡Repite!
Abrí los ojos y me incorporé como pude. Tenía la camiseta totalmente pegada al cuerpo. Todo mi cuerpo despedía un hedor a sudor vitalicio. Apestaba. Noté mis ojos humedecidos y pasé el dorso de la mano por las mejillas para secar las lágrimas.
Entonces, vi los zapatos.
Sin mover un músculo, recorrí su fisonomía con la mirada en sentido ascendente: piernas, cintura, abdomen y torso hasta topar con sus ojos; azules, abominables. Me sentí desnudo e indefenso.
—Estás hecho una mierda —sentenció.
No fui capaz de articular palabra, como en la pesadilla.
—Nos vamos al juzgado en veinte minutos. ¿Has valorado mi propuesta? —quiso saber el inspector.
Tardé en reaccionar. Negué con la cabeza. Me examinó durante unos segundos sin pestañear una sola vez. Luego, se dio la vuelta y desapareció.
Solté el aire que tenía retenido.
El corazón volvió a latir.
Exteriores del Juzgado de Instrucción N.º 3
Calle Angustias (Valladolid)
Se fijó en una que tenía forma de dragón, o eso interpretó.
El comisario Olafsson se quitó las gafas y se pasó la mano por la cara. Las molestias en el hombro habían disminuido considerablemente, tanto como los aullidos de la jauría. Llevaba más tiempo sin probar el alcohol del que era capaz de recordar. Se sentía bien y, sin embargo, notaba una sensación en el estómago nada halagüeña desde que se había levantado de la cama.
—Comisario, se te va a quedar frío el café —le advirtió Erika asomando la cabeza por la puerta.
Cuando entró, se sumó a la conversación que Gracia Galo y Erika mantenían sobre sus planes.
La triestina mencionó la necesidad de volver a casa, de estrechar a Sandro entre sus brazos, de regresar a la normalidad. Erika habló de sus ganas de aislarse frente a la obligación moral de recuperar el tiempo perdido con su madre. Cuando le llegó el turno al islandés, cambió el tercio.
—¿Qué sabemos de Sancho? —preguntó antes de probar su café frío.
—Hablé con él hace media hora —dijo Gracia—. Acababan de traer a Augusto e iba a entregar las diligencias al juez instructor. Después, se encontrará con nosotros aquí. Le he notado cansado, toda esta situación le está consumiendo.
Ólafur hizo una mueca de desconfianza.
—¿Qué piensas? —quiso saber Erika.
—No sé —carraspeó—, tengo un mal presentimiento.
Justo en ese instante, Sancho empujó la puerta del bar. Tenía la tez pálida y el gesto serio, pero mudó la expresión cuando se cruzó con las miradas de sus colegas.
—Ya está hecho —observó antes de besarlas a ellas y estrecharle la mano a él.
—Sancho…, tienes un aspecto horrible —valoró la inspectora jefe Galo—. Necesitas dormir.
—Sí, lo sé. Un café solo, por favor —pidió al camarero.
—¿Y qué vas a hacer?
—Esperar.
—¿Hasta cuándo? —insistió ella.
—Esto va así: esta mañana solo hay dos detenidos, pero el tocho que le he regalado al juez es considerable. Calculo que no le tomará declaración hasta la una de la tarde y mucho me temo que o le acorralan en la declaración y Augusto flojea, cosa poco probable, o el fiscal va a pedir libertad con cargos. No queda otra. La fiscalía siempre juega a caballo ganador y, si no lo ven muy claro, se salen de la partida. El juez le retirará el pasaporte y le pondrá en la calle —el inspector hablaba a más velocidad de lo normal—, y eso sucederá más o menos sobre las dos. A esa hora, yo estaré esperándole fuera. Después, me iré a descansar. ¿Cuáles son vuestros planes?
Nadie se atrevió a contestar.
—Yo me marcho a Madrid a lo largo del día —anunció Erika por fin—. Mañana cojo un vuelo a Ámsterdam, donde pasaré unos días con mi madre.
—¿Comisario? —preguntó Sancho poniendo la mano en el hombro del islandés.
—He de incorporarme a mi puesto de trabajo el próximo lunes. Es posible que, antes, pase unos días en Londres.
—Y tu vuelo sale a las 16:30, eso ya lo sé —comentó el inspector volviéndose hacia Gracia Galo—. Es momento para las despedidas —proclamó con voz adusta.
—Eso parece —apuntó la triestina—. Todos necesitamos recuperar nuestras vidas. Cuídate mucho, Sancho.
Ella le acarició una mejilla y le besó en la otra.
Con un breve e incómodo «Estamos en contacto», se despachó del resto. La media sonrisa no disfrazó la entera desazón con la que subió al primer taxi que pasó por delante de la cafetería.
Sancho la observó con la misma expresión con la que la había seguido con la mirada esa noche en Londres, cuando se despidió de ella sin pronunciar palabra, cuando notó por primera vez que estaba dejando escapar a la mujer de su vida. A pesar de ello, no hizo nada por evitarlo. Así lo exigía lo que habría de ocurrir en las próximas horas.
—Muchas gracias por todo, estoy en deuda con vosotros. A Augusto le retirarán el pasaporte, así que parece que la mala hierba no podrá salir de mi jardín. Me toca a mí arrancarla. Nos mantenemos en contacto.
El abrazo con Erika rozó lo paternal y el que compartió con Ólafur sobrepasó con creces la camaradería.
—Tengo que irme, Peteira está esperándome —anunció Sancho.
—No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí estas últimas semanas acogiéndome en tu casa, ayudándome con mi problema…
—Ólafur, compañero, sobran las palabras —afirmó con una sonrisa.
—Sobran. Ya. No hagas ninguna estupidez —le pidió el islandés. Sancho se volvió con gesto reservado antes de interpretar una mueca de complicidad.
—¿A qué ha venido eso último? —preguntó Erika.
—A la inquietud que me ha provocado comprobar que el hierro que lleva en la espalda no es, precisamente, su arma reglamentaria.
Exteriores del Juzgado de Instrucción N.º 3
Calle de la Torrecilla (Valladolid)
El mundo se detuvo mientras esperaba a que abrieran aquel maldito portón. Aferraba con todas mis fuerzas la miserable bolsa de plástico en la que me habían devuelto mis pertenencias, ejemplar de Crimen y castigo y caja de música incluidos.
Tentado estuve de escuchar su melodía una vez más, pero finalmente resolví posponer tal deleite.
Mi abogada alegó que ambos objetos tenían un alto valor sentimental y el juez no se opuso, dado que no representaban ninguna prueba para el caso.
Elena Blasco no se equivocaba: su valía era infinitamente superior a la de todas sus miserables vidas juntas.
El proceso había transcurrido como esperaba; sin embargo, me encontraba absolutamente turbado, descompuesto. Durante la vista, respondí a todas y cada una de las preguntas haciendo alarde de una sangre fría que no creí poseer entre mis atributos. Reconozco, no obstante, que me temblaban las piernas cuando aquel maldito vejestorio leyó el auto de imputación sin privación de libertad. Me costó mantener la verticalidad, casi tanto como contener la carcajada en cuanto me comunicó, con forzado tono admonitorio, que debería presentarme todos los viernes de 10:00 a 14:00 en el juzgado. Supuse que el ilustre juez Sanz San Antonio justificaba su decisión en la máxima de los primeros legisladores romanos: ante la duda, es preferible que el peso de la justicia no caiga sobre el presunto culpable a que aplaste al inocente.
Las ambiguas y subjetivas leyes de los hombres: necedad por millones.
El ruido del portón hizo que un intenso temblor me recorriera la espalda. Mientras se abría lentamente, la claridad del exterior ganaba su contienda contra la oscuridad y fue haciéndose dueña de ese espacio en una batalla en la que el tiempo transcurría a su favor, aunque mucho más despacio de lo que yo quería. Di los primeros pasos hacia mi recobrada libertad sin esperar a que mis pupilas se adaptaran a la nueva coyuntura lumínica. Mirando al suelo, avancé hacia la salida.
Cuando pude levantar la mirada, choqué de nuevo con aquellos ojos azules, abominables. Mi instinto me forzó a dar un paso atrás en un gesto autodefensivo.
Estaba inmóvil, con el semblante neutro y las manos a la espalda.
Agresivamente inexpresivo.
Aterrador.
Aeropuerto de Barajas, T4 (Madrid)
Gracia Galo tenía toda su distracción puesta en las letras amarillas de los paneles de información como si estuviera esperando una señal, un mensaje claro y conciso que explicara la extraña sensación que se había apoderado de ella. Era una ligera opresión, como un leve aplastamiento de sus entrañas que tenía su prolongación y reflejo en los músculos faciales: contraídos, circunspectos.
Si troceaba la situación con su cerebral cuchillo y la pasaba por el tamiz de sus circunstancias personales, llegaba siempre a la misma conclusión; esa que le hacía poner distancia. Sin embargo, hacía ya tiempo que la inspectora jefe había aprendido que los kilómetros no alejan los problemas, sino las soluciones.
Los gritos de un grupo de estudiantes silenciaron sus reflexiones.
Miró el reloj de la terminal de salidas.
Había llegado la hora.
Exteriores del Juzgado de Instrucción N.º 3
Calle de la Torrecilla (Valladolid)
El inspector mantenía una postura hierática, como si formara parte del mobiliario urbano.
Yo estaba paralizado por el miedo.
Eludí la confrontación con su mirada; cobardemente.
Bajé la cabeza y me odié por ello mientras me alejaba todo lo despacio que fui capaz de desplazarme, como si estuviera huyendo de un perro de presa a punto de abalanzarse sobre mí.
Deseando que nada sucediera, rogando que no reaccionara.
—Hasta pronto, Augusto —le escuché decir a mi espalda.
«Hasta pronto, inspector», pensé.
—J-1 en la puerta de los juzgados. A todos los indicativos: empieza el baile —anunció el subinspector Peteira desde el interior del bar—. Sale el bicho. A pie. Lleva la misma ropa: pantalón vaquero, cazadora azul con capucha y deportivas.
—Tengo contacto visual —dijo Áxel Botello, con el indicativo de J-2, agachando levemente la cabeza para hablar por el micro prendido en la solapa de su cazadora—. Gira en Fray Luis de Granada. Va a pasar por delante de comisaría, el hijo de la gran puta.
—Comunicados cortos —le reprendió Peteira.
—Entendido. Le sigo a pie por Fray Luis de Granada.
—J-3 en posición —comunicó Garrido desde el vehículo camuflado conducido por el agente Gómez y aparcado en la calle Angustias.
—J-1 en águila —dijo Peteira subiéndose a la moto que conducía el agente Navarro—, en movimiento. Dos, nos vas cantando el recorrido. —Le sigo a unos veinte metros. Se dirige hacia la plaza de San Pablo. Cabecea. Va cabreado. Paso normal.
—Parece que se dirige a su casa. Nosotros vamos a San Quirce con Esteban García Chico. Garrido, ponte en movimiento.
—Recibido —corroboró.
—Está cruzando por el paso de peatones —informó el agente Botello—. Atención, se ha parado. Ha mirado su reloj y se ha metido por la calle Felipe II. Le tengo a la vista.
—Venga, que no te muerda, dale aire, que nosotros estamos llegando a San Quirce —indicó el subinspector Peteira.
—Acelera el paso.
—No lo pierdas. Vamos a dar la vuelta hacia San Miguel. No pierdas al bicho, por tu padre —insistió Peteira elevando el tono.
—Le sigo a unos quince metros por la acera contraria. ¡Atención, empieza a correr!
—¡No lo pierdas!
—J-3 en la plaza de Santa Brígida, ¿apoyamos?
—Negativo. Mantened esa posición. J-2, ¿lo tienes a la vista?
—Lo tengo, lo tengo —confirmó Botello jadeando—. Atención: se ha metido en el estanco de la calle Felipe II esquina con calle San Blas.
—No entres, J-2. Espera fuera —ordenó Peteira.
—Vale. Tranquilos. Ha corrido para llegar antes de que le cerraran el estanco.
—Entendido, avisa cuando salga.
—Vamos a pasar por la puerta en veinte segundos —dijo el subinspector.
—Atención, ya sale —informó Botello—. Se dirige por San Blas hacia la plaza de San Miguel, acera de la izquierda.
—¿Te ha mordido? —quiso saber Peteira.
—¡Ni de coña! Atención, acelera el paso. Se ha metido en el bar Trapecio. Pierdo contacto. Tengo que entrar.
—¡Espera, espera!
—Ya no puedo. Entrando.
El establecimiento era de escasas dimensiones, con la barra a la derecha. El agente Botello divisó al objetivo al final de la barra cuando el camarero le estaba poniendo una cerveza. Hizo lo propio y susurró:
—Contacto visual.
—Boca cerrada hasta que vuelvas a salir. J-3, quiero un relevo para el 2 en las inmediaciones del bar.
—Tardamos cuatro minutos —informó Garrido.
Cuando sirvieron la caña al agente Botello, Augusto se dirigió a la puerta precipitadamente. El policía, que no se esperaba esa reacción, tiró dos euros encima de la barra y salió tras él.
—El prenda ha salido. Me pongo en movimi…
A tres metros, parado frente a él, Augusto encendió un Moods y, tras dedicarle una fingida mueca de asombro, dio la vuelta y siguió caminando.
—Me ha mordido —reconoció Botello, consternado—. ¡Me cago en mi puta madre! Le sigo por la calle San Blas hacia la plaza de San Miguel.
El subinspector Peteira contuvo sus ganas de gritar por el equipo de transmisión.
—Aguanta un poco hasta que J-3 te haga el relevo. ¿Dónde estás, tres?
—Llegando al bar Trapecio. ¿Instrucciones?
—Venga. Ya da igual, que le den por el culo.
—¿Que le den a quién? —preguntó Garrido.
—Al objetivo, joder, al objetivo. Tú no te bajes del coche y acércate a la posición de Áxel.
—Entendido.
—Atención, acaba de meterse en Sonytel —informó Botello.
—¿Ves el interior desde fuera, J-2? —preguntó Peteira.
—Afirmativo.
—Quédate ahí hasta que salga.
—Venga.
Doce minutos más tarde, Augusto salió de la tienda de electrónica con una bolsa en la mano.
—Ya sale. El bicho va por la calle Gardoqui hacia la plaza de Santa Brígida —reportó Botello.
—¿Qué ha comprado?
—No tengo forma de saberlo. Si quieres, lo detengo y le pregunto.
—J-2, déjate de chorradas, cojones —le reprendió el subinspector—. Nos dirigimos a la entrada de la plaza del Viejo Coso por la calle San Quirce. J-3, quiero bien cubierta la entrada de la plaza por la otra calle, que no recuerdo cómo carallo se llama.
—Calle de San Ignacio. Entendido.
—Entrando en la plaza de las Brígidas —informó Áxel Botello.
—Encima, encima.
—Atención —observó Botello—, no gira hacia la entrada de la plaza por la calle de San Ignacio.
Baja hacia San Quirce.
—Tranquilos todos, está jugando —se percató Peteira—. J-2, confirma que se mete en su portal si entra en la plaza del Viejo Coso. Es el número ocho. El resto de indicativos, mantened la posición.
—Cruzo de acera para ganar visibilidad —dijo Botello—. Se acerca a la entrada de la plaza por calle San Quirce. Le sigo. Un segundo… Sí, se ha metido en el portal número ocho. Espero instrucciones.
—Para todos: respiramos un poco. El bicho está en su puta casa. J-3, controladme el portal y el acceso de San Ignacio. J-2, para ti el de San Quirce. Ojos bien abiertos.
Peteira se tragó las ganas de mandar a tomar por culo sin billete de vuelta a Botello; sin embargo, el gallego sabía por experiencia propia que nadie está libre de una buena mordida. Sacó el móvil y llamó al inspector.
—Sancho.
—Está en casa.
—Era de esperar. ¿Alguna novedad?
—Nos mordió.
—¡Joder, Álvaro! En fin, no quiero saber a quién. ¡Cojones tiene! A ver si somos capaces de que no se siga descojonando de nosotros. Estoy llegando a casa, se me cierran los párpados. Quiero dormir un par de horas, llámame sobre las cinco o en cuanto el objetivo se mueva. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Álvaro, cuento contigo. Lo sabes.
—Lo sé. Descansa.
Después de colgar, tuvo unos minutos para digerir el tortazo con la mano abierta que suponía que Augusto se hubiera percatado del dispositivo a las primeras de cambio. Salió del ascensor como si, durante el trayecto desde el garaje, le hubieran absorbido la poca energía que le quedaba. Aun así, miró su reloj y visualizó a Gracia Galo en el aeropuerto de Barajas. Se sentó en la primera silla de la cocina que encontró y, sin pensarlo demasiado, marcó el número de la triestina.
—¡Hola, Sancho! —contestó ella con un tono más jovial del que esperaba.
—Gracia…, escucha.
—¡Menuda voz que tienes! ¿Todavía no has dormido?
—Estaba a punto, pero no quería meterme en la cama sin decirte algo importante.
El silencio se impuso a las palabras.
—Siento mucho la forma en la que me he despedido esta mañana. En realidad, quería abrazarte, pero me cuesta. ¡Joder si me cuesta! Si ya se me hace difícil expresarme a solas, con público… En fin, que lo siento mucho —resumió.
—Disculpas aceptadas. Mi turno. Voy a decirlo todo seguido: cuando hayas terminado con ese figlio di troia, quizá podamos pasar una temporada juntos. Nos merecemos una oportunidad.
Aquello no se lo esperaba, y su capacidad de reacción estaba absolutamente hipotecada.
—¡Hay que joderse, Gracia! ¡Si te tengo delante, te arranco la ropa! —acertó a decir.
Una risa nerviosa sonó al otro lado.
—Nos están llamando para embarcar. Cuídate mucho, Sancho.
—Lo haré, te lo prometo.
Los nueve minutos que estuvo bajo la ducha no sirvieron para borrar la expresión de quinceañero que se le pintó en la cara. Estaba dormido antes de rozar la almohada.
Plaza del Viejo Coso (Valladolid)
—Botello, me preguntan por aquí si te ha dado tiempo a acercarte.
—¿Adónde?
—¡A la clínica veterinaria, a que te examinen ese mordisco! —soltó Jacinto Garrido.
—No me ha hecho falta. Tu hija me la ha lamido entera y, después, la herida.
—¡Oye, oye, que yo solo soy el mensajero! Díselo a Arnau.
—Mira la mosquita muerta, ¡cuánto ingenio esconde tras su carita de pánfilo comepollas!
—J-1 para todos los indicativos: se acabaron las gilipolleces. Ojos abiertos y bocas cerradas. J-3, cuéntanos.
—Por aquí transita más gente que por la plaza Mayor. Hace un rato, ha estado un grupo de turistas de no sé dónde, chinos o japoneses, qué sé yo. Del portal solo han salido cuatro personas y entrado dos. Sin más novedades. El jambo debe de estar recuperando horas de sueño —lucubró Garrido.
—Eso parece —corroboró Peteira—. Quietecitos todos, que el que se mueva no sale en la foto y me lo calzo. No quiero más cagadas.
Algo más tarde, el equipo de transmisión de Peteira escupió con voz metálica: «Z-20, Z-20, diríjase a la plaza del Viejo Coso. Un vecino asegura que hay un individuo extraño merodeando por la plaza. Compruébelo» —se escuchó decir a la operadora de la sala del 091.
—H-20, aquí J-1, indicativo de la brigada en una operación de vigilancia. Comunique a la «requiriente» que el merodeador es un agente de paisano en prevención del robo de pisos, que deje de dar la puta barrila —informó el subinspector con hastío.
Se escucharon algunas risas contenidas por los equipos de transmisión. Áxel Botello se mordió la lengua y tragó veneno.
—J-3, cambia de posición, que te están retratando.
—Entendido.
Permanecieron en silencio durante las siguientes horas excepto para realizar las comprobaciones periódicas que hacía el subinspector. Cerca de las ocho de la tarde, el agente Arnau rompió la calma.
—Hay un taxi en la puerta de San Ignacio.
—Todos los indicativos atentos —ordenó Peteira.
—J-3 desde la plaza. El tipo sale del portal. Repito, está en movimiento. Pantalón vaquero oscuro, cazadora negra, calzado negro y mochila. Se dirige a la salida de San Ignacio.
—Todos en marcha. J-3, recoge al indicativo a pie y nos vais cantando el recorrido. Me incorporo con el indicativo águila. El dos, que se mantenga en la plaza.
—Entendido —certificó Botello.
—Skoda Octavia, matrícula 4558 GHT. En movimiento. Tenemos otro vehículo delante —detalló Garrido desde el interior del automóvil camuflado.
—No lo perdáis.
—Isabel la Católica dirección plaza de Zorrilla.
—Contacto visual. Descolgaos un poco. Nosotros nos encargamos —decidió Peteira—. ¡Tira, Dani! —animó al conductor de la Motorizada.
El recorrido les llevó hasta el centro comercial Carrefour situado en el barrio de Parquesol, muy cerca del estadio José Zorrilla. Previamente, se detuvo en la oficina de Correos de la calle Ciudad de La Habana durante algo más de un minuto. Por el camino, Peteira trató de contactar con Sancho en dos ocasiones; sin éxito. El teléfono sonaba, pero no lo cogía.
—Se ha bajado del taxi en la entrada principal.
Le sigo a pie. Garrido, verificad qué hace el «peseto» y pillad posición en ambas entradas.
Todos atentos y a la escucha.
—J-3 a pie —se identificó Garrido—. El taxista ha estacionado en el aparcamiento y se ha bajado del coche para fumar un cigarro. Parece que va a esperarle.
—¿Desde tu posición puedes ver la entrada principal y el taxi?
—Afirmativo.
—Mantén esa posición —le indicó Peteira.
—Recibido.
El móvil volvió a sonar sobre la mesilla de Sancho. Esta vez, su cerebro reaccionó dando la orden de alargar el brazo y de verbalizar algo parecido a «Sancho».
—Lo tenemos localizado en Carrefour, haciendo la compra. Todo bajo control, solo te llamaba para mantenerte informado. Tengo que dejarte, te llamo luego.
Colgó.
Sancho tardó algunos minutos más en ubicarse en el tiempo y el espacio; seguidamente, se propuso recuperar la información que le había transmitido el subinspector Peteira. Se lavó la cara y se puso un café muy cargado. Mientras se vestía como un autómata, una alarma empezó a parpadear muy despacio en algún lugar de su subconsciente; sin embargo, no localizaba el origen del problema que la había hecho saltar. Los primeros sorbos de café no hicieron sino agudizar aquel molesto zumbido, pero no dio con ello hasta abrir su frigorífico.
«¿Carrefour?», se preguntó.
Cuando registraron su casa y revisaron el frigorífico, los alimentos no eran precisamente de esa marca; definitivamente, Augusto no daba el perfil del tipo de cliente de ese hipermercado.
«¿Qué cojones hace allí?».
Un mal presagio le hizo llamar a Peteira. Al sexto tono, colgó.
«En cuanto pueda, le devuelvo la llamada», se dijo el subinspector dos cajas más allá de la once, por la que Augusto estaba pasando su compra.
—Atención a todos los indicativos: está pasando por caja, lleva el carrito lleno.
—El taxista no se ha movido —informó Garrido—. Se ha fumado tres cigarros apoyado en el coche.
—Atentos todos: va a salir por la puerta principal empujando un carrito que está hasta arriba.
—Ya lo veo —confirmó Garrido.
—Que te recoja en la puerta principal y listos para salir de nuevo.
—Entendido.
—Águila. Puerta principal.
—Treinta segundos —calculó el agente Navarro.
El móvil de Peteira vibró de nuevo. Era Sancho.
—J-3 en vehículo. El bicho está descargando la compra en el maletero del taxi.
—Dime —contestó el subinspector subido ya en la moto y haciéndole un gesto con la mano para que avanzara.
—Escucha —pronunció el inspector con tono preocupado—, no dejo de preguntarme qué cojones hace Augusto Ledesma en Carrefour.
—La compra —contestó el gallego.
—¡No me jodas, Álvaro! ¿Te encaja? ¿Qué ha comprado?
—De todo. Se ha recorrido el supermercado entero.
Sancho se frotó la barba con cierta ansiedad.
—Que no, que no me cuadra. ¿Tienes contacto visual?
—Ahora no. Garrido está con él.
—Confírmame.
Álvaro Peteira habló por el micro del equipo de transmisión.
—J-3, confirma que tienes contacto visual con el bicho.
—Ha ido a dejar el carrito. Estamos esperando a que vuelva al taxi.
—J-3, mueve el culo fuera del coche y confírmame que lo tienes a la vista.
—Voy.
El subinspector sintió que el corazón le latía con fuerza durante la espera.
—J-3, dime que le tienes.
—Negativo, no lo veo.
Peteira dio dos golpes en la espalda a Dani Navarro y le indicó con la mano que regresaran a la entrada principal.
—Garrido, ¡encuéntramelo ya! ¡Garrido!
—No lo veo. ¡Me cago en mi puta vida! ¡No lo veo!
—El taxi sigue aquí —informó Arnau desde el vehículo.
—A todos los indicativos: hemos perdido contacto visual con el objetivo. Todos a pie. ¡Encontradme a ese cabrón!
Peteira tragó saliva antes de retomar la conversación con Sancho.
—Sancho —pronunció—. Sancho, ¿estás ahí?
—Aquí estoy. Álvaro, no me lo cuentes, que ya lo he escuchado. No me lo cuentes. ¡Me cago en la madre que me parió! ¿Qué cojones habéis hecho? ¿Le habéis dado carrete? ¿Pensábamos que era un puto robacarteras? ¡No me jodas, Álvaro, no me jodas! —repitió elevando el tono.
—Estábamos encima, la hostia. Nos la pegó con el carrito, el hijo de puta. Nos la pegó, joder, pero no te preocupes. Vamos a echarle la red cagando hostias. No te preocupes, Sancho.
—¡No me digas que no me preocupe! ¡Menuda cagada! Ya estás llamando a la sala del 091 y que se comuniquen con los municipales y Guardia Civil. Que todo el mundo tenga una descripción detallada y la fotografía de la reseña. Quiero difusión nacional por si decide salir de la provincia. Que le marquen un control específico de vigilancia discreta. Localización y aviso. ¿Estamos? Envía agentes a la estación de Renfe, a la de autobuses, manda gente a su puta casa. Quiero a todo el grupo en la puta calle y ni Dios se va a casa hasta que no localicemos a Augusto Ledesma. Y que no lo detengan, que se trata de tenerlo controlado, a ver si de postre nos vamos a comer una detención ilegal. Estoy de camino, no tardo. Espérame en la entrada principal.
Colgó.
Ciento treinta y cuatro segundos más tarde, Sancho se bajaba de su turismo. Peteira le estaba esperando con gesto atribulado mientras seguía dando órdenes por el equipo de transmisión.
—Álvaro —dijo Sancho.
—Lo siento. No sé cómo hostias se nos ha podido esca…
—Escucha, cabrón: te pido disculpas por las voces de antes —se excusó agarrándole por el hombro—. Nos ha cagado en el bocadillo. A todos —matizó—. Yo no estaba aquí, así que nos comemos este marrón entre todos, que tocamos a menos.
—¡Joder, Sancho! Siento mucho que se nos haya pirado, pero…, carallo, metió la compra en el taxi y…, fue solo un segundo. Me la metió hasta el fondo, el hijo de puta.
—Vale, ya no importa. Centrémonos en recuperarlo. ¿Has hecho lo que te he pedido?
—Sí. Ya está todo el mundo en marcha, pero deberás avisar al comisario para que autorice el despliegue.
—Yo me encargo. ¿Es ese el taxi? —preguntó sabiendo la respuesta.
—Ese es —confirmó el subinspector.
—Dejó ahí la compra, lo iba a revisar ahora.
—Vamos. No está dentro, ¿verdad? —preguntó Sancho al tiempo que revolvía dentro de las bolsas.
—Tengo a dos tíos recorriendo cada rincón y a otros dos cubriendo las salidas, pero no creo que lo agarremos ahí.
—Yo tampoco. ¡¿Qué coño es esto?! —expresó Sancho en interrogativo sin querer preguntar nada—. ¡Qué hijo de la gran puta!
Sancho le señaló un pósit pegado en un gran paquete de comida para perros en el que se podía leer:
«Para que matéis un poco el hambre».
Bar Bantú
Calle Juan García Hortelano (Valladolid)
Me metí en el Bantú a recuperar el aliento.
Todo iba sobre ruedas.
En cuanto abandoné el carro, empecé a correr.
Ya sabía que la clave iba a estar en cruzar las primeras fases de chalés cuanto antes. Fueron apenas dos minutos, pero me desfondé.
Afortunadamente, conocía muy bien toda la zona gracias a las ocasiones en que visitamos a las amistades de mi padre, vecinos muchos de aquella privilegiada zona de la ciudad. Antes de cruzar el descampado hasta las escaleras que subían a los adosados de la calle Hernando de Acuña, tuve la precaución de dar la vuelta a la cazadora. El llamativo forro naranja era una atracción para las miradas, pero no para las de mis perseguidores.
Derrochando esfuerzo, pero sin percance alguno, alcancé mi siguiente objetivo y, ya andando, crucé la calle a la altura del hotel Trip Sofía. Valoré meterme en la cafetería, pero luego me acordé del Bantú, un precioso garito que estuve frecuentando durante una época, en el que ponían gin-tonics en condiciones y cuyo interior no se podía ver desde la calle. Tal privacidad, y que estaba ubicado justo enfrente de la meta, me hizo decidirme por el Bantú. Crucé el parque caminando a buen ritmo y con los ojos muy abiertos. Cuando empujé la puerta del bar, intuí que había elegido el sitio perfecto: atmósfera tenue, discreta y con cierto estilo. El interior estaba salpicado de elementos decorativos propios de la santería africana, piezas que, sin duda alguna, me ayudarían a prepararme para mi último ritual. Mi Hublot marcaba las 20:44, disponía de casi una hora. Me vi tentado de comprobar por última vez mis perfiles en Twitter, pero no podía encender el móvil; todavía no. Ya sabía que sobrepasaba el millón de seguidores, pero me hubiera gustado conocer el número exacto.
Todo bajo control.
Antes de salir de casa, había programado la fecha y hora de la autopublicación del site y, por supuesto, me había asegurado de que todo funcionaría a la perfección llegado el momento; tan solo tenía que apretar el botón de enviar. El vídeo que me disponía a grabar era la chispa adecuada que encendería la mecha, la cual iba a provocar una explosión en cadena que se propagaría viralmente infectando la red en menos de veinticuatro horas.
Todo estaba dispuesto, y con tal convicción me levanté para acercarme a la barra.
Comprobé mecánicamente que llevaba lo necesario en mi mochila: el Astra 357, el iPod y los altavoces tipo Dock recién comprados en Sonytel, la pistola de ganzúas, los rotuladores indelebles, mi kit de herramientas, cocaína y mis dos objetos más preciados. Todo en orden.
En el cristal de la mesa, vi reflejada mi propia sonrisa. Blanca, espléndida; veraz.
—Un gin-tonic de Hendrick’s con Fever Tree, guapa.
La Solera Berciana
Calle Juan Martínez Villegas.
Barrio de Parquesol (Valladolid)
Erika y el comisario Olafsson acudieron a la llamada de Sancho. No les costó distinguir la pelirroja barba y las ojeras del inspector entre el resto de parroquianos.
—Gracias por venir —se anticipó Sancho.
—Me has pillado en el taxi hacia la estación de trenes —contó Erika—. Ya me había despedido del vikingo, pero, mira, nuestros destinos corren en paralelo al final. Me voy con él en el de las ocho de la mañana.
—Siento el lío. Debo bajar a comisaría dentro de un rato para explicarle al comisario que el jefe del Grupo de Homicidios es un cateto de cojones. Tengo a todo el mundo en la calle, solo me falta movilizar a los GEO y a los putos pitufos, pero no damos con él. Nada. Se ha esfumado. ¡Pluf! —verbalizó—. Necesito otra cerveza.
—A todos nos han dado esquinazo alguna vez. No tienes por qué torturarte. Te toca aguantar un sermón de tus superiores, es algo que va con el cargo —argumentó el islandés mientras Erika se sentaba con dos cervezas y un botellín de agua.
—No estoy preocupado por eso. En este momento, me importa una mierda lo que piensen mis superiores. El problema es que estoy convencido de que Augusto ha trazado un plan para esta noche. Quitarse la vigilancia de encima es solo el comienzo del mismo.
—¿Por qué estás tan seguro? —intervino ella.
—Estos últimos días he hablado tanto con él que creo haber entrado en su mente. Lo último que me dijo es que iba a regalarme un trofeo. Un trofeo —repitió con rabia contenida—. Y ya sabemos qué tipo de trofeos le gusta regalar a este hijo de puta.
—Augusto no mutila para coleccionar trofeos. Otros asesinos en serie sí lo han hecho, pero él no. Él mutila para corregir defectos o para castigar. No creo que, cuando te ha hablado de regalarte un trofeo, se refiera a enviarte los párpados de su última víctima por correo certificado —opinó Erika.
Sancho se frotó el mentón.
—Hay que joderse… —expresó con desdén—. Entonces, ¿qué cojones ha querido decirme con eso? Os aseguro que estaba tratando de contarme algo, pero creo que yo estaba demasiado cansado y algo mamado para entenderlo.
—Ese es el problema, Sancho —terció Ólafur—. En tu estado, eres incapaz de pensar con claridad. Hace días que no duermes y, aunque no creo que sea yo el más indicado para decirte que bebes más de lo que deberías…
—Tienes razón —reconoció Sancho—. No deberías ser tú quien me diera lecciones con la bebida.
El comisario Olafsson asintió con la cabeza como si eso le ayudara a digerir el comentario de Sancho.
—Perdona, joder. Discúlpame, Ólafur, tienes razón. No soy capaz de razonar con claridad, pero no creo que tenga mucho que ver con esto —aventuró levantando el botellín por el cuello—; o sí. ¿Yo qué cojones sé?
—Escuchadme, estoy de acuerdo con Sancho. Yo también creo que tiene un plan, y lo tiene desde hace más tiempo de lo que imaginamos —aseveró Erika—. De hecho, diría que ha vuelto a Valladolid a cerrar el círculo, para escribir el último capítulo de su obra. Tenemos que ponernos en su lugar.
—En una ocasión —intervino Sancho—, tu padre me explicó que los sociópatas narcisistas, llegado el momento, se ven en la necesidad de hacer al mundo partícipe de sus hazañas. ¿Y de qué forma alcanzaría Augusto el gran orgasmo intelectual?
—¡Divulgando su obra, sus malditas poesías! —contestó Ólafur—. Ese es el trofeo que va a regalarte antes de retirarse a algún rincón para disfrutar de su victoria.
Sancho cabeceó, gesto que alternó con mitigadores masajes en las sienes y encolerizadas rascadas de barba durante la media hora en la que se dedicó a escuchar los planteamientos de Erika y Ólafur.
—Ningún medio local va a publicar nada sobre él —aseveró Sancho al fin—. Se ha decretado el secreto de sumario y eso no se lo salta un gitano.
—No tiene por qué ser local, ni siquiera de este país. Augusto piensa a lo grande —objetó Erika.
Sonó el móvil del inspector. Era el subinspector Peteira.
—Sancho.
—Tenemos a un hombre que asegura que, a esa hora, cuando estaba paseando a su perro, vio a un sujeto cruzando el descampado de la parte de atrás de Carrefour como si le persiguiera el diablo. Coincide con la descripción de Augusto, pero dice que llevaba una cazadora naranja; por eso le llamó tanto la atención.
—Naranja. Un forro.
—Sí, eso pensamos aquí. Le perdió de vista subiendo de tres en tres las escaleras que llevan a…
—Ya, ya sé de qué escaleras me hablas.
—Y eso fue sobre las ocho y media, ¿no?
—Sí. Ha pasado más de una hora y cuarto.
—¿Hemos localizado su móvil?
—Muerto.
—¡La hostia! ¿Algún resultado con la central de radio-taxi?
—No. Bueno, sí. Ningún taxista cargó en la zona a nadie que concuerde con la descripción que les hemos pasado.
—¿Alguna denuncia de robo de vehículo?
—Ninguna.
—Si va a pie, debe de estar escondido en algún sitio cercano. ¿Habéis mirado en cafeterías, bares y restaurantes?
—Estamos en ello —contestó el gallego—. De momento, nada.
—Seguid con ello, Álvaro. No puede haber ido muy lejos.
—Una cosa más. Garrido quería disculparse contigo por…, ya sabes.
—Dile que no se preocupe, que se centre en lo que estamos. Ya habrá tiempo para disculpas. Hablando de disculpas, ¡joder, voy a llegar tarde a la reunión con Copito! ¡Hay que rejoderse! Te dejo. Mantenme informado de cualquier novedad.
—Cuenta con ello.
Al colgar, inhaló aire como si quisiera cargarse de vigor.
—Chicos, debo irme ya. Si no os veo, que tengáis un buen viaje. Os iré contando cómo evoluciona esta puta mierda.
—No dudes en llamar si necesitas algo más, ¿vale? —dijo Erika.
El inspector dejó veinte euros en la mesa, un «Gracias por todo» y una mueca de dolor.
Desapareció de tres amplias zancadas bajo la compasiva mirada de sus colegas.
Bar Bantú
Calle Juan García Hortelano (Valladolid)
Volvía después de meterme una generosa raya de coca y tenía recién puesto el cuarto gin-tonic. Dejé que se enfriara unos minutos y quité los hielos para poder tragarlo mejor, como me enseñó ese tal Miñambres.
Había llegado la hora.
Me invadió una sensación difícil de entender, imposible de explicar, parecido a eso que deben de sentir las personas cuando, tras una vida de esfuerzo, están a punto de alcanzar un sueño; miserables.
Inhalé profundamente, despacio, poco a poco.
Tenía que centrarme, aislarme de lo mundano. No podía fallar. Decisión y coraje, me repetí. Metí la mano en el bolsillo para revisar el material. Todo en orden. Exhalé e hice sonar mis nudillos liberando la innecesaria tensión. Diez de diez, excelente presagio.
Crucé la calle fumando un Moods y, tras recorrer los apenas cien metros que me separaban de mi destino, saqué el móvil y fingí mantener una conversación. A pesar de que podría haber apostado el alma que nunca tuve a que no estaría en casa, quise cerciorarme y pulsé el timbre del portal varias veces. Nadie. Los edificios del barrio de Parquesol destacan por disponer de una característica muy favorable para mis propósitos: la cantidad de viviendas que albergan y el tránsito que registran sus portales. En menos de tres minutos, estaba dentro del portal. El ascensor me llevó hasta el octavo piso, donde saqué mi pistola de ganzúas y, confiando en que mi pericia no hubiera disminuido por la falta de práctica, me dispuse a allanar su morada. Cerradura de pistón metálico, como esperaba. Solo los que temen por su seguridad o tienen mucho que proteger se preocupan por instalar otro tipo de sistemas de seguridad; no era el caso. Al cuarto intento, saltaron los cilindros; la puerta se abrió tras girar la herramienta. Primera fase completada.
Encendí la luz del pasillo y me quité la mochila.
La curiosidad me empujó a recorrer la vivienda.
Era sencilla y funcional, como había supuesto. No tenía tiempo que perder y no sabía de cuánto disponía. En ese momento, lo prioritario era inmortalizar mi obra y, como había imaginado, aquel cuarto de baño sería mi Capilla Sixtina.
Calculé la superficie de la que disponía y saqué el rotulador indeleble de punta fina y color negro.
Llevaba otro de color blanco por si el azulejo era oscuro; previsión.
Empecé al lado del espejo con mi primera creación: Afrodita. Mis labios susurraban decenas de palabras convertidas en estrofas, frases en versos, como si todas aquellas letras hubieran nacido para unirse en mis creaciones poéticas.
Cuando escribí la última línea, me di cuenta de que tenía los ojos anegados de lágrimas. La siguiente fue Clitemnestra, de tan grato recuerdo.
Busqué su propio espacio y cerré los ojos.
En aquel preciso instante, supe que todo había merecido la pena.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
La conversación con el comisario Herranz Alfageme estaba transcurriendo por unos derroteros poco beligerantes. Copito solo quería asegurarse de que el jefe del Grupo de Homicidios tenía la situación bajo control y que estaba en las mejores condiciones psíquicas para seguir al frente del caso. Tras cincuenta minutos, Sancho buscaba la forma de poner fin al encuentro sin parecer demasiado brusco. La llamada de Peteira llegó como agua de mayo.
—Sancho.
—Le han visto hace menos de una hora en el bar Bantú, en la calle Juan…
—¡García Hortelano! —completó de un grito incorporándose de la silla—. ¡¿Estáis seguros?!
—La camarera le ha reconocido de inmediato, afirma que llegó entre las ocho y media y las nueve, se tomó cuatro gin-tonics y se marchó entre las nueve y media y las diez.
—Ese cabrón sigue en Parquesol. Espérame ahí, subo en quince minutos.
—Comisario —dijo tratando de administrar la euforia—, ha sido visto en Parquesol no hace mucho. Debo marcharme.
—Avísame con cualquier novedad.
—Por supuesto —aseguró el pelirrojo desde el pasillo.
Conduciendo por la avenida de Zamora a mucha más velocidad de la que indicaban las señales, Sancho arrastraba la sensación de estar mirando sin ver nada. No dejaba de repetirse lo mismo: rendir cumplido homenaje, un trofeo, cerrar el círculo, escribir el último capítulo de su obra… A continuación, llegó el turno de las preguntas: «¿Por qué Carrefour? ¿Por qué soltar la vigilancia el mismo día en que le ponen en libertad? ¿Qué le corre tanta prisa hacer? ¿Qué hace tomando copas en un bar de Parquesol? ¿Podría ser que solo esté jugando con nosotros? ¿Para demostrarnos que es mejor? ¿Que puede darnos esquinazo cuando quiera para tomarse unas copas tranquilamente? No, no creo que sea solo eso —se contestó a sí mismo—. Demasiadas molestias. ¡Hay que joderse! ¿Qué cojones va a hacer? ¿Qué trofeo me quiere regalar? ¿El privilegio de divulgar su obra? ¿Quiere que yo dé a conocer su puta obra? No, sabe que eso es imposible. Antes, le vuelo la cabeza con el Anaconda. ¡Me cago en su puta madre! ¡Me cago en tu puta madre! ¿Qué planeas, Augusto? ¿Dónde cojones estás?».
Un lugar para cada verso y cada verso en su lugar.
Prácticamente no queda espacio libre en los azulejos. Giro trescientos sesenta grados sobre mi propio eje para admirar mi imponente obra.
Embargado por la emoción, empleo unos segundos en reponerme.
Vuelvo a leer los títulos de mis poemas.
Ahora sí, enciendo el móvil. No tardarán en localizarme, comienza la cuenta atrás.
Una fotografía para cada poema y un poema en cada fotografía. Todas se suben correctamente al site y, en ese momento, noto que el círculo se ha cerrado:
—Consummatum est —pronuncio en voz alta—. Consummatum est —repito absolutamente embargado por la emoción.
Mi Hublot marca las 23:52. Ruego a Átropos que aguarde solo unos minutos más para cortar el hilo. Necesito extinguirme durante las primeras horas del día 13, como tú, mi admirado amigo.
Conseguirlo es lo único que perturba mi alma.
Tengo todo preparado. Pase lo que pase, mi obra verá la luz mañana a las 15:00.
Termina mi vida mortal y empieza mi existencia inmortal. Tal certeza me calma.
Más cocaína.
Recorro la casa en busca del escenario en el que terminará mi estancia en la Tierra. Compruebo de nuevo que todo funciona correctamente.
Comienzo el viaje que me llevará a recorrer el inframundo hasta el Tártaro. Allí me reencontraré con Orestes y culminaré mi némesis.
Cierro los ojos y escucho el latido. Sé quién soy. Nací el 22 de marzo de 1978, mil veces me mataron y mil veces creí renacer siendo ya cadáver.
Es la hora.
Enciendo el iPhone, pero no lo usaré para escuchar música esta vez, solamente para que puedan dar conmigo e inmortalizar el momento.
Conecto el iPod a los altavoces y selecciono la lista de reproducción que he creado para que me acompañe durante este tránsito. Modo aleatorio, que sea la diosa Fortuna quien decida durante esta tensa espera.
Suena Maldita dulzura, de Vetusta Morla.
Hablemos de ruina y espina,
hablemos de polvo y herida,
de mi miedo a las alturas,
lo que quieras, pero hablemos
de todo menos del tiempo,
que se escurre entre los dedos.
Hago balance.
Sereno, satisfecho tras haberme impuesto a mis contrincantes.
Solo quedas tú, hermano, y voy a tu encuentro.
Sancho deja el coche en doble fila y se baja de él como si fuera a explosionar de un segundo a otro.
Fuera, le esperan Peteira y Matesanz.
—¿Qué tenemos? —pregunta el inspector.
—Más bien poco —informa el gallego—. Apenas quedan garitos abiertos, y ya los hemos recorrido todos.
—Tampoco se ha alojado en ningún hotel, hostal o pensión de Parquesol —añade Matesanz sin sacar las manos de los bolsillos.
Sancho se frota el mentón buscando la fórmula.
—Vamos a centrarnos. Se le ha visto por última vez entre las 21:30 y las 22:00. ¿Habló con alguien?
—No. Se sentó en una mesa y se cepilló cuatro gin-tonics, eso fue lo último que hizo.
—¿Nadie le vio salir?
Peteira niega con la cabeza.
—Tenemos que ponernos en su lugar. ¿Adónde iríais?
—Arnau y García también han visitado las casas de citas más cercanas, pero no hemos obtenido ningún resultado —expone el veterano subinspector.
—No estaba mal pensado —reconoce Sancho—. Sabemos que consume cocaína. ¿Tenemos a algún camello fichado por aquí cerca?
Suena el móvil de Álvaro Peteira.
—Alguno habrá, pero nadie viene a ponerse por aquí. No creo que ese camino nos lleve hasta él —sentencia Matesanz.
—Era Montes desde comisaría —informa el gallego—. ¡Acaban de localizar el móvil en el repetidor de Doctor Villacián! Como dijiste, el hijo de puta no ha salido de Parquesol.
—¿A qué hora lo han pillado? —quiere saber Sancho mirando su reloj.
—Hace nada. Le dije a Carmen que llamara a su número cada cinco minutos y que me avisara en cuanto diera señal.
—Bien pensado. Digamos, entonces, que lo ha encendido sobre las 11:45. ¿Por qué?
La pregunta recibe gestos de desconcierto por respuesta.
Las primeras notas del bajo de Puscifer en Momma Sed me sacan de mi subconsciente creativo y me devuelven a este pasillo ajeno aguardando el desenlace y revólver descargado en mano.
Compruebo la hora: las 00:01.
Día 13.
Conseguido.
No consigo retener las lágrimas.
Wake up, son of mine, momma got somethin’ to tell you.
Changes come.
Life will have its way with your pride, son.
Take it like a man.
Hang on, son of mine,
a storm is blowin’ up your horizon.
Changes come, keep your dignity,
take the high road, take it like a man.
Contrariamente a la reacción que cabría esperar en cualquier otro ser humano, yo me relajo. No existe ninguna variable que pueda estropear el epílogo.
Arrastro una silla del salón hasta el final del pasillo. Agarro el Astra 357, me siento y apago la luz.
Este será el lugar. Aquí terminará mi vida mortal y empezará mi existencia inmortal.
Ya no me queda sino aguardar. Olfateo por última vez las páginas de mi ejemplar de Crimen y castigo, que desprenden la esencia del triunfo del intelecto. Abro mi caja de música, escucho como epílogo las notas que en el pasado eran ecos de derrota; hoy son los compases de la victoria.
Deposito los presentes sobre la mesa del salón y les dedico una última mirada.
Traslado mi alma al interior de la caja de música, allí dentro nada puede hacerme daño.
Mis ojos se humedecen de nuevo.
Changes come.
Life will have its way
with your pride, son.
Take it like a man.
Vibra el móvil del inspector, que contesta sin mirar el identificador e, inconscientemente, se aparta unos metros de los subinspectores.
—Sancho.
—Soy Erika. El comisario y yo hemos seguido dando vueltas al asunto y no hemos dejado de preguntarnos por qué querría soltar la vigilancia el primer día. Se nos ha ocurrido revisar las efemérides y… ¿a que no sabes qué?
—Erika, por favor…
—Hoy no hemos visto nada especial, pero mañana, 13 de enero, es el aniversario de la muerte de James Joyce, ¿recuerdas?
—El broche —pronuncia el inspector—. El jodido broche. Tiene sentido. Prepara algo y está aquí, cerca, escondido como una rata en algún rincón, esperando ese preciso instante.
—Se mostrará en algún momento —apunta ella.
—Eso me dijo él —rememora el inspector.
—¿Qué exactamente?
Sancho inicia la búsqueda en su disco duro. Sus erráticos pasos le siguieron alejando de la puerta del Bantú.
—Que no le vería hasta que él se mostrara. No —dice apretando los párpados con fuerza—. Que estaría delante de mis narices después de desaparecer, pero que no le vería hasta que él se mostrara.
Cuando abre los ojos, Sancho se encuentra frente al Edificio Lisboa, el bloque de viviendas en el que ha vivido desde que regresó de San Sebastián.
—Mi regalo. ¡Su puta madre! ¡Claro, joder! ¡¡Mi puto regalo!! —es lo último que escucha Erika antes de que se corte la llamada.
Sancho cruza la calle al tiempo que saca las llaves del bolsillo y se palpa el bulto de la cintura para cerciorarse de que lleva encima el Colt Anaconda. Entra en su portal con la mirada cargada de irritación e incredulidad. Es solo una corazonada, pero tiene sentido dentro del caos que preside sus días. En el ascensor, su parte racional se niega a dar crédito a la posibilidad de que Augusto Ledesma le esté esperando en su propia casa; sin embargo, la irracional le hace comprobar que su revólver está cargado y tensa el percutor.
Un sonido agudo anticipa la apertura de puertas y, como un astado pisando el ruedo, sale al descansillo agarrando el arma con ambas manos.
Enciende la luz. Nada extraño. Su domicilio está a la derecha. Avanza aguzando el oído, pero no es ese el sentido que hace saltar todas las alarmas.
El olor a tabaco de vainilla le paraliza momentáneamente. Seguidamente, cree escuchar música en el interior. Lo verifica: hay música en su casa. Clava los ojos en la puerta como si quisiera traspasarla.
Manos húmedas y boca seca.
La descarga de adrenalina provoca el incremento de la frecuencia cardíaca como respuesta a la mayor demanda de oxígeno. El estado de alerta máxima se ha declarado en su sistema nervioso.
El móvil vibra.
Sin bajar el arma, lo busca en el bolsillo trasero de su pantalón con la mano izquierda. En una milésima de segundo, desvía la mirada al identificador de llamada, es Peteira. Como si se tratara de una llamada inoportuna, aprieta el botón de rechazar y, llave en mano, pone en marcha la coctelera.
Ingrediente primero: se escucha música dentro de su domicilio. Ingrediente segundo: huele a tabaco de vainilla. Ingrediente tercero: su instinto le pide precaución. Conclusión primera: su oído no suele fallar. Conclusión segunda: su olfato no suele fallar. Conclusión tercera: su instinto no suele fallar. La suma de indicios le invita a pensar que Augusto está dentro de su casa. Receta: a la mierda con la receta.
Introduce la llave y la gira. Empuja la puerta con el pie sin cruzar el umbral. Estira la mano para alcanzar el interruptor de la luz del pasillo. Necesita ver.
—Aquí, inspector —escucha en el interior.
Reconoce la voz de Augusto Ledesma y siente en la nuca que se le eriza el cabello del cual carece.
Sancho lucha contra el miedo y ejercita los dedos como si quisiera cerciorarse de que no le van a fallar en el momento clave. Se toma un segundo antes de asomar la cabeza con un rápido movimiento volviendo a la posición original. La silueta de su enemigo se recorta al final del pasillo; está erguido, con los brazos pegados al cuerpo y parece que porta un arma con su mano derecha. No se percata del objeto de pequeño tamaño que lleva en la izquierda.
No piensa más. Actúa.
Se agacha y da un paso lateral apuntando con ambas manos en dirección al blanco. El índice presiona el gatillo del Anaconda, pero el cerebro no registra una amenaza que le obligue a completar el recorrido.
—Tranquilo, inspector, tan solo quiero charlar con usted un par de minutos.
Augusto permanece inmóvil a unos cinco metros de distancia. Sancho certifica que sujeta un arma apuntando al suelo. Es un revólver.
—¡Tira el arma!
—Tranquilo, inspector. Será cuestión de minutos, créame.
—¡Tira el revólver de una puta vez o juro que te meto un cartuchazo en la cabeza como a tu jodido hermano! Tienes un segundo.
—Inspector, ya le habría disparado si hubiese querido hacerlo. Lo sabe. Insisto, no represento ninguna amenaza para usted. Solo permítame que le diga algo, se lo ruego.
Su voz suena extrañamente firme y sosegada. En los altavoces conectados al iPod, empiezan a sonar las primeras notas de Song to Say Goodbye, de Placebo.
Sonríe. Ninguna canción podría haberle acompañado mejor en este final.
You are one of God’s mistakes.
You crying, tragic waste of skin.
I’m well aware of how it aches.
And you still won’t let me in.
—¡Qué oportuno! —comenta para sí justo cuando aprieta disimuladamente el botón de grabar vídeo en el iPhone que lleva en la mano izquierda.
—Augusto, o sueltas el arma ya mismo o te aseguro que voy a apretar el gatillo. Es la última vez que te lo digo.
—No. Todavía no, inspector —asegura usando un tono cercano, como suena la voz de una madre que quiere calmar a su hijo—. Todo a su debido tiempo, y este me pertenece. Me he permitido ilustrar las paredes de su cuarto de baño con mi obra. Es el regalo del que le hablé. Encontrarán mis huellas en el rotulador que he utilizado. Así, podrá pasar página. También le he dejado mis dos posesiones más preciadas como muestra del respeto que le tengo. No encuentro mejor dueño para ellas que usted.
—Augusto, déjate de hostias y tira ese revólver de una puta vez. No quiero escuchar ni una sola palabra más.
Before our innocence was lost,
you were always one of those.
Blessed with lucky sevens,
and the voice that made me cry.
—Estamos terminando. Solo una cosa más, inspector. Los acontecimientos podrían haberse desarrollado de otra forma, pero el resultado hubiera sido el mismo. Usted y yo nacimos para encontrarnos y recorrer juntos parte del camino que ahora se bifurca.
Augusto contrae los músculos de la cara y su expresión muda desde la hostilidad al afecto en un viaje fugaz.
—Gracias por todo, inspector.
You were mother nature’s son,
someone to whom I could relate.
Your needle and your damage done,
remains a sordid twist of fate.
Algo se espesa en los ojos de Augusto.
Entonces, Sancho termina de encajar las piezas del anárquico puzle antes incluso de que empiece a elevar el brazo en el que lleva el revólver.
—¡Augusto, no! —vocea Sancho desesperado—. ¡No tiene por qué acabar así!
Los gritos de Sancho se solapan con la voz de Brian Molko, pero Augusto ya solo se preocupa del dedo pulgar de su mano izquierda. Es el momento crítico, y no puede fallar.
Before our innocence was lost,
you were always one of those.
Blessed with lucky sevens,
and the voice that made me cry.
Otra advertencia del inspector. Su índice parece no poder con la resistencia que ofrece el gatillo del Colt Anaconda. Es el maldito subconsciente y su reticencia a quitar vidas.
Un último aviso de Sancho precede a las dos detonaciones.
Estruendos secos, fugaces.
Dos truenos.
Luego, un molesto y continuo pitido en los oídos del inspector.
Sancho se acerca al cuerpo de Augusto, que ha quedado tendido boca arriba tras retroceder casi un metro por los impactos. El revólver ha quedado en el suelo. Sin dejar de apuntarle con el Anaconda, lo aleja con el pie hacia atrás, taloneándolo como si llevara el número 2 en una melé. No le llama la atención el hecho de que todavía sujete el móvil en la mano izquierda.
El inspector puede leer en sus ojos que la vida se está escapando del cuerpo de Augusto, el cual intenta evitarlo tapando con su mano derecha los dos agujeros del calibre 44 que le ha abierto en el pecho. Entre los dedos, burbujea la sangre de un rojo brillante muy vivo; de su boca, brota con una tonalidad más apagada y densa. Sancho sabe que tiene los pulmones perforados, son heridas definitivas. Aun así, saca su móvil para dar parte al 112.
Augusto desvía la mirada hacia su móvil y esboza una espontánea y repentina mueca de felicidad. Su tez palidece por segundos. Tose esparciendo por el suelo pequeñas gotas de color púrpura. Trata de hablar. Tose de nuevo con más fuerza, como queriendo hacer sitio en su garganta para las palabras.
—¡Que empiece el viaje ya! —trata de pronunciar Augusto entre tosido y tosido mientras alarga el brazo buscando la reacción del inspector.
Hay tanto padecimiento en su rostro como reposo en su mirada.
Sancho resopla molesto. No es por compasión, pero algo le fuerza a cogerle la mano.
Un tosido que suena diferente precede a la relajación muscular. Sus pupilas se dilatan como preludio de un viaje que le llevará hasta la morada de Hades.
Un alma inmortal liberada de un cuerpo inerte. Una existencia infernal encerrada en un cielo sin suerte.
Sancho no puede apartar sus ojos de los de Augusto, como si fuera a dar con alguna razón que explicara lo incomprensible en aquella negra opacidad. Como tantas y tantas otras veces, solo halla infinidad de preguntas buscando algunas respuestas.
A su espalda, una voz le hace volver a la realidad.
—¡Sancho!
El subinspector Peteira, con los ojos totalmente abiertos, interpreta instantáneamente la escena final sin haber asistido al último acto.
Ramiro Sancho baja el telón.
—Suicidio policial —define con voz mortecina antes de incorporarse—. Todo se ha acabado.
Avisa tú, por favor.
—¡Carallo! No dábamos con tu piso —se justifica.
Matesanz entra después. Se limita a examinar la vivienda y, cuando entra en el baño, su nervio óptico registra tanta información que no es capaz de despegar la mirada de las paredes.
—Sancho, deberías ver esto —dice al fin.
El inspector contiene el aliento y lo convierte en un ensalmo de tres palabras.
—Hay que joderse.
Aún no ha amanecido, pero ya falta poco. El papeleo se ha dilatado hasta bien entrada la madrugada y, al finalizar, no ha podido declinar la invitación de Álvaro Peteira y Áxel Botello, aunque solo han sido dos copas.
Hace demasiado frío para estar parado; sin embargo, los músculos del inspector no están dispuestos a ponerse en movimiento hasta que llegue la orden desde instancias superiores. Se siente agotado, pero no es la fatiga física ni la falta de sueño lo que le impide dar el primer paso.
Tiene las manos en los bolsillos y la mirada puesta en el final de la calle Santo Domingo de Guzmán, una vía por donde han ido desfilando muchas caras y demasiadas emociones, más de las que un tipo sencillo, honesto y reservado es capaz de gestionar; excesivas para un hombre de campo atrapado en la ciudad, un castellano viejo.
Inspira muy hondo, despacio, y siente cómo el aire gélido va quemándole por dentro en su trayecto hasta los pulmones. Lo retiene como si fuera a zambullirse en el empedrado y cruzar buceando bajo los adoquines.
Únicamente se escucha el eco de sus pasos en la noche vallisoletana; firmes, decididos.