Soy grito y soy cristal

Calle de La Platería (Valladolid)

11 de enero de 2012, a las 20:40

Gracia Galo caminaba con las manos metidas dentro del abrigo sin perder detalle de cuanto les rodeaba mientras escuchaba hablar a Sancho en un tono más átono que tónico.

—Esta es una de las calles más antiguas de la ciudad. Fue destruida dos veces; primero, por un incendio, y después, por una inundación. Pero ya ves, los castellanos somos difíciles de doblegar.

—Tú eres buena prueba de ello. Pocas personas más… ¿Cómo se dice? —preguntó cerrando los ojos—. Eso, «testaduras».

—Testarudas —corrigió él.

—¿Testarudas? Creía que el término venía del italiano testa y «dura».

Sancho liberó una carcajada que era más fruto de la tensión que de la risa.

—No, proviene de «atestar», de rellenar algo con fuerza.

—Hacía tiempo que no te veía… ridere così tanto.

—Es una forma de desahogarme, un sustitutivo del grito. ¿Y tú? Ya estás mezclando parole. ¿Estás nerviosa? —preguntó Sancho cambiando de tema intencionadamente.

—Puede. No sé cómo interpretar tu reacción de esta tarde.

—No me queda más remedio que aceptar los hechos después de hablar con la Científica y con el comisario. El juez pondrá en libertad a Augusto y vuelta a empezar. De nuevo, al punto de partida.

—A eso me refería con testarudo. ¿Te puedo preguntar algo?

Sancho se giró ofreciéndole un gesto cortés.

—¿Hasta cuándo crees que podrás resistir esto?

Ramiro pensó la respuesta.

—Mira. San Pedro Regalado, patrón de la ciudad. Nació en esta casa.

Gracia elevó la mirada hacia la fachada que indicaba su pelirrojo colega. Las balconadas con ventanales de carpintería pintada en verde no le parecieron suficientemente interesantes y suspiró con notable desgana.

—Perdona —dijo Sancho agarrando con delicadeza la nuca de la triestina—. Aquí cerca ponen la mejor sepia del mundo. Déjame invitarte a una ración y dos vinos, que la sinceridad es muy tierna cuando está la panza llena.

El bar La Sepia envolvió a Sancho de recuerdos, de emociones infantiles con olor a matinal de domingo y zapatos incómodos. Muy poco había cambiado con respecto a aquellos días en los que su padre, siguiendo el ritual de cualquier festivo, les llevaba a todos a comer sepia tras la misa de doce en la catedral. Dos claretes y dos mostos acompañaban a la ración.

—Allí hay un hueco en la barra —indicó él.

Dos medias raciones de sepia y varios riberas después, Sancho se lanzó a contestar la pregunta.

—Tengo que poner punto final a esta macabra historia, Gracia. Mi forma de ser no me permite mirar hacia otro lado ni, mucho menos, dar la espalda a un problema.

—Esa no era mi pregunta —observó ella tras limpiarse la comisura de los labios con una servilleta de papel—. No sé si has valorado lo que vas a perder por el camino durante la persecución.

—Lo que ya he perdido, querrás decir —repuso con tono más grave de lo habitual.

—Además de lo que ya has perdido —puntualizó.

—¿Y qué más se puede perder? Mi madre está muerta y mi hermana me odia por haber puesto en peligro a su familia. Están pasando por momentos muy complicados tras el cambio de residencia, su marido casi pierde el trabajo, las niñas todavía no tienen colegio y siempre llevan dos escoltas pegados al culo. Hace más de un año que estoy siguiendo un rastro de cadáveres que no me lleva a ningún sitio, y son ya demasiados meses los que llevo sin poder dormir más de dos horas seguidas.

Bebo mucho más de lo que debería, he pasado por la cárcel, mi valía como investigador está más que en entredicho y no tengo a nadie cerca con quien llorar. Dime, ¡¿qué más se puede perder?!

Gracia ganó unos centímetros de distancia y Sancho captó la señal.

—Hay que joderse… Perdona, no quería elevar la voz.

—Está bien —musitó ella—. No pretendía provocarte esa reacción, no debí meter el dedo en la herida.

—En la llaga —corrigió Sancho elevando sus pobladas cejas y dulcificando el tono.

Gracia relajó los músculos de la cara y él quiso ver las primeras grietas en la presa. Sancho alargó el brazo y se adentró con los dedos en la espesura capilar de la inspectora. Se infiltró hasta la parte posterior de la cabeza, donde empezó a trazar círculos con las yemas de los dedos como queriendo aflojar la solidez del dique. Evitó cruzarse con su mirada, no quería enfrentarse a la posibilidad de encontrar alguna muestra de firmeza. Se centró en los labios, rectilíneos, finos, bien perfilados. Sintió la imperiosa necesidad de borrar ese rojo cereza y, sin buscar su consentimiento, encontró el lugar exacto para poner la dinamita y volar la estructura. La detonación fue algo timorata, pero se abrieron las primeras vías de agua. Gracia no puso impedimento alguno al acto de sabotaje, y un torrente de pasión contenida se desbordó ante la atónita mirada de un matrimonio de avanzada edad.

A no mucha distancia de allí, Michelson estaba terminando de detallar a Erika los pormenores de la operación.

—Lo ha solicitado él. Su defensa alega varias enfermedades para retrasar el juicio. Toma decenas de pastillas al día. A nadie le extrañará que una especialista cardiovascular le cambie la medicación. Tu identidad y expediente ya figuran en la base de datos de autorizados en La Haya, no debes preocuparte por eso.

—¿Cuánto tiempo tardará en producirse el colapso? —quiso saber ella.

—Si sigue el tratamiento al pie de la letra, entre diez y quince días. Muerte súbita. Con el historial que tiene, nadie va a extrañarse.

Ella asintió.

—Y, a partir de aquí —continuó Michelson—, eres tú quien decide cuándo.

Erika se mordió el labio.

—Voy a fumar —señaló visiblemente alterada.

—Te acompaño.

La cercanía del río Pisuerga con la plaza de Poniente hacía que sus árboles fueran presa fácil para la niebla; en pocos minutos, todo el recinto se vería irremediablemente invadido por su hálito plateado.

Hasta que terminó de liar el cigarro, no pronunció palabra.

—Lo mejor es hacerlo cuanto antes —sentenció.

—Es decisión tuya —insistió el de la Interpol.

—Pero quiero pasar a ver a mi madre antes —expresó soltando el humo—. Le voy a pedir que salga de viaje una temporada, así estaré más tranquila.

—Me parece una buena idea —respondió él frotándose las manos—. Si nada cambia esta noche, mañana pondrán a Augusto en la calle. Lo habitual en estos casos es que trate de desaparecer del mapa. Él sabe que va a haber muchos ojos observándole. El problema es que, si sale en libertad sin cargos, le devolverán el pasaporte y le perderemos la pista más pronto que tarde. Creo que no sabremos nada de él hasta que él lo decida.

—No sé, me confunde. Antes de hablar con él, pensaba que había decidido quitarse la vida, pero ahora creo que lo prioritario en su listado de necesidades es terminar su obra. No termino de entrar en su mente… y dudo de que lo haya hecho alguna vez. ¿Qué crees que hará Sancho?

—Perseguirle. Sancho va a arruinar su vida como lo hicimos otros antes. Estamos hechos de la misma mierda —aseguró Michelson sin pretender dramatizar.

Erika inclinó la cabeza para exhalar el humo hacia arriba.

—Mañana, si no hay ningún cambio, buscaré una fecha para que puedas ir preparándolo todo —informó ella.

—De acuerdo, solo una cosa más.

Erika se volvió para encontrarse con su mirada.

—En el momento en que consigas entrar en el complejo carcelario, mi parte del trato habrá terminado y nunca volverás a pedirme nada más al respecto. Voy a solicitar la jubilación anticipada en junio, lo cual intuyo que alegrará a más de uno y a más de diez —anunció apretando los labios para formar una forzada sonrisa—. Quiero recuperar a mi familia. Quiero volver a tener mi vida, necesito una oportunidad. ¿Entiendes lo que te estoy pidiendo?

—Lo entiendo perfectamente: que me olvide de ti.

—Si decides seguir el camino de tu padre —aclaró—. Si es esa tu decisión, no quiero saber qué haces, dónde estás ni a quién persigues. Solo quiero vivir mi vida. O, por lo menos, intentarlo. Además, me vas a permitir que te…

—¡No! —le interrumpió ella elevando la voz—. No te atrevas a darme consejos sobre cómo orientar mis pasos. Si he llegado hasta aquí, no ha sido por gusto, así que seré yo quien tome la determinación de dejarlo. Si es que lo dejo algún día —apostilló.

Michelson asintió.

—Me voy a descansar. ¿Quieres que te acompañe al hotel? —se ofreció el de la Interpol.

Erika lanzó la colilla contra el suelo.

—No, gracias. Me quedaré un rato más por aquí. Necesito ordenar mis ideas.

—Espero tu llamada. Cuídate.

Erika se colocó un papel de liar entre los labios y manoseó el tabaco mientras observaba cómo Michelson se arropaba en su gabardina preparándose para ser engullido por la niebla. Al desaparecer, una espesa sensación de soledad se la tragó a ella.

Comisaría de distrito

Barrio de las Delicias (Valladolid)

Faltaban cuatro minutos para las diez de la noche cuando Sancho llamó a Peteira para notificarle que los esperaba a todos en El Mesón Castellano.

Tras el primer acercamiento hormonal con Gracia Galo, se despidieron hasta el día siguiente con la promesa de mantener una charla tranquila antes de que ella volviera a Trieste. Realmente, no tenía claro cómo afrontar la situación, pero, siguiendo los consejos de su padre, no quiso distraerse con asuntos del corazón. Después, había conversado por teléfono con el comisario Olafsson durante más de media hora. Sancho declinó su ofrecimiento de unirse a aquel brainstorming policial con el resto del equipo. El inspector le explicó que no quería que su gente sintiera que un agente externo estaba invadiendo su intimidad, y el islandés lo comprendió al instante. Quedaron en verse por la mañana, a la salida de los juzgados.

No era la primera vez que ese típico bar de barrio se convertía en improvisada sala de reuniones durante una de las noches blancas del Grupo de Homicidios, así que el subinspector solo contestó: «Bajamos». Durante la primera ronda de cervezas, tortillas, croquetas y torreznos, los asuntos triviales se mezclaron con el olor a fritanga que provenía de la cocina. Sancho, con ensayado semblante descargado, comentaba con la agente Montes la noticia del guardia civil que había reconocido haber simulado un atentado en el cuartel navarro de Leitza. Pasados unos minutos más, Sancho se aclaró la voz y se dirigió a sus compañeros.

—Muchachos, vamos a sentarnos en esas mesas. Pedro —añadió dirigiéndose al dueño—, otra ronda, por favor.

A medida que tomaban asiento, las voces se fueron apagando y las miradas encendiendo. Todas iluminaban en la misma dirección. Sancho dio un trago al botellín de cerveza y lo puso sobre la mesa.

—Muchas gracias a todos por haber acudido, tengo que reconocer que estoy al mando de un equipo cojonudo. Sois los mejores. Por vosotros —brindó levantando su botellín y provocando la misma respuesta en los dos subinspectores y cinco agentes que le acompañaban—. Mañana será un día muy jodido. En menos de doce horas, si no lo evitamos, un asesino en serie va a poner de nuevo los pies en la calle.

Hizo una pausa. Su voz sonaba desgastada y su tono era mesurado, casi podría decirse que sonaba a indiferencia.

—No tengo ninguna duda respecto al trabajo que hemos realizado. Os he visto a todos en un nivel de implicación absoluto y, por tanto, nada podemos reprocharnos. Sin embargo, no hemos conseguido encontrar pruebas de peso para que Sánchez Serra pueda construir una causa sólida contra Augusto Ledesma. Nos ha fallado esa dosis de fortuna que siempre necesitamos, pero ya me habéis oído decir otras veces que la constancia decisiva al final supera a la suerte esquiva. Precisamente por este motivo os he convocado hoy, para pediros a todos que aportéis vuestros puntos de vista sobre el caso antes de que nos encerremos en comisaría para revisar informes, fotos, declaraciones, pósit, corazonadas…, todo. Absolutamente todo.

Sancho terminó el botellín y lo dejó sobre la mesa con fuerza provocando un ruido seco que sonó a pistoletazo de salida. Nadie quiso perder la oportunidad de aportar su granito de arena, pero aquella playa ya había sido azotada por el oleaje de un mar muy bravío y apenas quedaba sitio para extender la toalla. Solo Patricio Matesanz hizo un comentario que provocó en Sancho cierta reacción positiva:

—Puede que este hijo de la gran puta no haya valorado que, en la próxima tirada, sabemos desde qué casilla saldrá.

Por unos instantes, el inspector pensó que quizá hubiera llegado el momento de olvidarse de retener a Augusto y pensar en tejer un dispositivo de seguimiento para controlar su actividad. Áxel Botello se adelantó a todos y pagó la cuenta. Como si de una cofradía de penitentes se tratara, los ocho cubrieron los cincuenta metros que les separaban de la comisaría en formación de a dos, cabizbajos y en silencio.

Tres horas más tarde, rozando las dos de la mañana, empezaron a aflorar los primeros signos de cansancio. Carlos Gómez bostezó sin reparos ni amortiguación sonora frente a los archivadores;

Álvaro Peteira se frotó los ojos revisando los listados de llamadas proporcionados por la compañía de telecomunicaciones; Jacinto Garrido sorbía con desgana el tercer cortado de máquina sin azúcar y Ramiro Sancho dedicaba muchos más minutos a pensar en la última conversación que iba a mantener con el detenido que en el informe que tenía que presentar ante el juez al día siguiente. A las tres y media de la mañana, empezaron a escucharse las primeras blasfemias, golpes en las mesas y demás signos nacidos de la frustración.

Cuando aquello ocurría, Sancho sabía que no quedaba más de una hora. A los cuarenta minutos, tamborileó con los nudillos en la mesa y se levantó.

—¡Muchachos! Se acabó por hoy, todos a la ducha —anunció levantando la voz—. Aquí no hay vencedores ni vencidos, solo es un partido más y mañana os quiero descansados y preparados para el siguiente.

Un murmullo rebotó en las paredes de las dependencias del Grupo de Homicidios y estalló en un silencio prolongado al tiempo que el inspector despedía a cada uno de los integrantes con un apretón de manos. Cuando llegó el turno del subinspector Peteira, este le dijo:

—Te espero.

—No, márchate a casa. No sé cuánto me va a llevar —expresó con gesto serio y tono reservado.

—No hagas ninguna tontería, ¿me oíste?

—Tranquilo —contestó Sancho golpeándole amigablemente en el hombro.

Muy lejos de estar tranquilo, el gallego se ciñó su cazadora de cuero y se marchó. Apenas había cerrado la puerta, el inspector levantó el teléfono y marcó la extensión de vigilancia del calabozo.

—Sancho, de Homicidios. Subidme a mi cliente. Sí, arriba —precisó con rudeza antes de colgar.

Sancho abrió la ventana para coger la lata de cerveza sin marcar y se sentó en su silla. Mientras aguardaba la llegada del detenido, recogió los tacos de papeles que conformaban su particular Manhattan sobre la mesa. Apiló los rascacielos como pudo dentro de su cajonera y adoptó una postura cómoda: espalda recta bien apoyada sobre el mullido respaldo de la silla, codos sobre el tablero y manos con los dedos entrelazados.

Me sobresalté cuando fueron a buscarme. No tenía forma de saber qué hora era, pero intuí que bien pasada la medianoche. Hacía no mucho que había conseguido quedarme dormido. Me notaba agotado físicamente, aunque con el ánimo necesario como para mantener un penúltimo enfrentamiento con el inspector Ramiro Sancho. Pedí agua a los funcionarios, pero ni siquiera me miraron. Notaba mi propio olor, que era, posiblemente, lo que más me irritaba de mi paso por los calabozos; eso y el frío que me transmitía el metal de los grilletes a través de mis muñecas. De nuevo, me alivié imaginando a aquel simio con uniforme atado de pies y manos, mis herramientas y yo. Me sorprendí cuando pasamos por delante de la sala de interrogatorios y me dijeron: «Tú tira». No sentí temor, aunque sí cierta incertidumbre. Notaba la garganta seca. Subimos las escaleras, y no comprendí la situación hasta que pude distinguir su figura a través del cristal. En cuanto sentí el aroma a tabaco que reinaba en el pasillo, se me despertaron las ganas de fumar. Luché contra ello.

Los funcionarios golpearon la puerta y un «Adelante» grave, casi roto, se escuchó desde el interior.

—Quitadle los «grillos» y esperad fuera —ordenó.

El funcionario de los dientes amarillentos estuvo a punto de objetar, pero sus cuerdas vocales no se atrevieron a producir sonido alguno.

Me senté frente a él sin separar mi mirada de la del pelirrojo. Percibí algo distinto en aquellos ojos azules carentes de brillo y enterrados en unas ojeras de color violáceo oscuro. Sin mediar palabra, se incorporó y pude escuchar a mi espalda cómo manipulaba las persianas. Lo entendí como parte de la escenificación.

—¿Augusto o Gabriel? —preguntó ocupando de nuevo su sitio.

—Quien usted prefiera, inspector —contesté despacio, sosegadamente.

—El que esté citado mañana a las diez con el juez Sanz San Antonio.

—Augusto Ledesma Alonso.

—Correcto. Quería tener una última charla contigo ahora que ya está todo el pescado vendido. Otros decidirán tu suerte.

Alea jacta est.

—Alea mis cojones —masculló apretando los dientes—. No estoy yo esta noche para muchas hostias contigo. He tratado de tenderte la mano y ofrecerte una salida digna. Solo te he hecho llamar para que tengas algo muy presente. Escúchame bien, hijo de puta. ¿Ves esas latas de ahí? —señaló extendiendo el brazo.

Desvié la mirada sin necesidad de girar el cuello.

—Las veo —confirmé con voz neutra.

—Son nuestros trofeos. Cada una de ellas lleva grabada una fecha que nos recuerda el día en que cerramos un caso. Hay unas cuantas, ¿no crees?

—Diecisiete, exactamente —puntualicé.

—Diecisiete clientes más para nuestros centros penitenciarios. Diecisiete malnacidos menos en la calle. Esta lata —me mostró— es la que hemos guardado para ti. Pondrá «12 de enero de 2011», y seré yo quien tenga el privilegio de grabarla con mi llave de casa. Mañana vas de cabeza a la trena, date por jodido.

Sus palabras sonaron muy veraces, pero sabía muy bien qué papel jugar.

—Siendo así, le traslado mi enhorabuena, inspector. Aprovecho para decirle de corazón que ha sido usted un buen rival. Constante, obstinado, metódico y… hasta me atrevería a decir que inteligente. De hecho, he pensado mucho en la forma de rendirle cumplido homenaje y he dado con la fórmula hace apenas unas horas. El trofeo que pienso obsequiarle dejará sin brillo toda esa chatarra que acumula sobre el armario.

—¡Cuán honrado me siento! —teatralizó con escasa brillantez artística—. Escucha, hijo de puta, iré a visitarte cuando estés en el penal de El Puerto solo para comprobar cómo te luce la sonrisa. Allí es donde he recomendado tu encarcelación por motivos de seguridad. Te va a encantar. Es el mayor complejo penitenciario de Europa, y por él pasaron el Lute y el Vaquilla. Verás qué nivel cultural más selecto. Enseguida vas a destacar con tus expresiones en latín y tu lenguaje refinado, hasta que te agarren dos comunes de Cádiz y te revienten ese precioso culito por turnos mientras te cantan una chirigota. Allí vas a saber lo que es comer botellas y cagar cristales.

No quise interrumpirle, entendí que era su forma de desahogarse por el fracaso.

—Tienes toda la noche para pensar si prefieres cantar tú o que te canten. Psiquiátrico o El Puerto, tú decides. Mañana, yo mismo te llevaré a los juzgados. Vendré antes por si entras en razón.

—Mañana nos vemos, y no será la última vez —le anuncié—. La última será cuando yo decida, después de desaparecer. Estaré delante de sus narices, pero no me verá hasta que yo me muestre.

El inspector me aguantó la mirada durante unos segundos en los que pude degustar animadversión pura, fruto de la frustración. Sin embargo, me pareció que quería decirme algo más que, finalmente, no pronunció.

—¡Agentes! —voceó.

Esa fue la primera vez que llegué a conectar emocionalmente con el inspector Ramiro Sancho de forma absolutamente veraz. En ese momento, tuve la absoluta certeza de que ese hombre jamás podría olvidarse de mí. Me recorrió una sensación parecida al orgullo que elevó mi dignidad y, por correlación de ideas, vino a mi mente una canción que escuché por vez primera pocas semanas antes de iniciar mi obra: Karma Police, de Radiohead.

La guitarra acústica y el teclado empezaron a sonar en mi cabeza y, sin querer evitarlo, empecé a silbar el estribillo. Cuando llegué a los calabozos, no podía quitarme esa melodía de la cabeza.

Recordé la letra muchos minutos después y, como si se tratara de una plegaria, la recité unas veinte veces, posiblemente más, hasta que me quedé dormido.

Karma Police. Arrest this man, he talks in maths.

He buzzes like a fridge, he’s like a detuned radio.

Karma Police. Arrest this girl, her Hitler hairdo is

making me feel ill, and we have crashed her party.

This is what you get.

This is what you get.

This is what you get when you mess with us.

Karma Police, I’ve given all I can,

it’s not enough.

I’ve given all I can, but we’re still on the payroll.

This is what you get.

This is what you get.

This is what you get when you mess with us.

For a minute there, I lost myself, I lost myself.

For a minute there, I lost myself, I lost myself.

Calles del barrio de Parquesol (Valladolid)

Conducía muy despacio con la mirada fija en el vacío de una ciudad desierta. Subiendo por la calle Hernando de Acuña, la niebla parecía disiparse como las esperanzas del inspector Sancho de dar con lo que se les estaba escapando.

Durante su última conversación con Augusto, estuvo a punto de informarle sobre el asunto que, día tras día, ganaba peso en la habitación de un hospital de Polonia solo por ver su reacción, por disfrutar abriendo una pequeña grieta en el muro.

Al final, se impuso el buen criterio y tuvo que digerir la noticia dentro de la boca.

Observó el reloj digital del coche: 04:55.

Parado en el semáforo de la esquina con Juan García Hortelano, rememoró las palabras del comisario Mejía aquel día en el que un juez decretó la libertad sin cargos —por falta de pruebas— para un rumano de cuyo nombre no quiso acordarse. El individuo era sospechoso de haber matado a navajazos a un compatriota suyo por un asunto de drogas. Sancho estaba tratando de masticar el revés cuando el comisario se plantó frente a su mesa y le dijo:

—Tranquilo, estos desgraciados suelen tener a bien regalarnos más oportunidades para que les encerremos.

Poco después, aquel hombre apareció en el madrileño barrio de Usera con tres disparos en el pecho, pero Sancho no se sintió aliviado por ello.

La cafetera bien cargada era una inequívoca declaración de intenciones y, repitiéndose aquello de «tiempo dormido, tiempo jodido», fue directamente a la ducha. Intentó dejar la mente en blanco mientras el agua caía con violencia sobre su despejada cabeza. No lo logró. Desnudo, se miró al espejo y se vio bastante más delgado. Los músculos abdominales volvían a mostrarse en su sitio, como cuando jugaba al rugby. Ahora bien, el resto del tren superior se correspondía más con el de un ajedrecista. La tupida barba rojiza y sus profundas ojeras rivalizaban entre sí por ser principal rasgo facial. De ese modo, tras realizar un examen visual completo, el inspector llegó a una conclusión irrefutable: estaba hecho un asco.

El sonido de la cafetera le atrajo a la cocina, donde se sirvió una generosa taza antes de sacar la hielera de su hábitat natural y trasladarla al lugar en el que, con toda seguridad, habría de extinguirse: el salón. Dio dos sorbos seguidos al café degustando la amargura que le calentaba el paladar. Dos sorbos más le bastaron para incorporarse y dar dos pasos al frente para llegar al mueble en el que tenía una botella de Jameson encerrada. Observó con satisfacción que apenas faltaba un tercio y, asiéndola por el cuello, la liberó de su reclusión en el botellero para hacerla prisionera sobre la mesa.

No habría indulto para ella.

No llegó a terminar la segunda lectura del informe que entregaría a Rafa Sánchez Serra; sí lo hizo con la segunda copa. Miró su reloj de pulsera: las 06:24. Se levantó para acercarse a la ventana. Las vistas desde el octavo piso del Edificio Lisboa, enclavado en la parte más elevada del barrio de Parquesol, invitaban a la desconexión temporal. La niebla se había tragado a Valladolid. Apenas se distinguían las luces del alumbrado público y las de los escasos vehículos que empezaban a circular por sus calles. Se preguntó qué habría sido de su vida si no hubiese tomado la determinación de presentarse a las oposiciones para inspector de policía. Quizá estaría trabajando en algún bufete de abogados a jornada completa y tendría pareja estable e hijos, o puede que se hubiera hecho cargo del negocio familiar en Castrillo de la Guareña. No obstante, ninguno de los escenarios que imaginó le pareció más favorable que ese y, dando un sorbo a la copa, regresó al sofá. Mientras se servía la penúltima copa, recordó la técnica que vio emplear a Gracia Galo el día en que la conoció, en la Questura de Trieste. Sacó un papel en blanco y escribió en medio con mayúsculas el nombre «Augusto Ledesma». Tras unos minutos de cavilación y algunos tragos de whisky irlandés, añadió en la misma tipografía: «Hay que joderse».