Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
11 de enero de 2012, a las 06:25
Acababa de abrir los ojos unos segundos antes de que vinieran a buscarme.
Francisco Javier Sampedro me observaba desde su lado de la celda con la misma expresión que se le había cimentado en la cara cuando, por fin, me creyó. Creo…, no, afirmo que era una cuestión de modulación de la voz. Al volver de la sala de interrogatorios, me recibió con esa amplia sonrisa, delatora de sus locuaces intenciones, di un par de pasos hacia él y le dije con el tono oportuno:
—Me llamo Gabriel García Mateo y mañana saldré libre. Si me diriges la palabra una sola vez, te buscaré, te encontraré y te provocaré tanto sufrimiento que desearás no haber salido de la vagina de la puta de tu madre. Una sola palabra bastará para que tome la decisión. Una sola.
A continuación, me tumbé y me cubrí con aquella manta de forma que no tocara ni un solo centímetro de mi piel. Dormí por tiempo indefinido hasta que mi cerebro recuperó el estado de alerta en cuanto detectó a aquellos insignificantes funcionarios.
No podía saber qué hora era, pero me notaba físicamente descansado y mentalmente carcomido. Detestaba el olor que desprendía mi atuendo: a vil existencia, a cadáver en estado de putrefacción, a tierra húmeda y gusanos.
Dentro, el inspector Sancho ya me aguardaba acompañado por una mujer de extrema delgadez, ojos arteros y rostro anguloso. Ambos parecían haber ensayado un gesto neutral e impreciso. No me inmuté. Me quitaron las esposas y tomé asiento convencido de que estaba ante el último y desesperado movimiento de mi rival.
—Augusto, esta es tu abogada de oficio, Elena Blasco. Vamos a tomarte declaración.
—Buenos días —dijo ella—, mi cometido aquí consiste en recoger en un documento las preguntas que le formule la policía y sus respuestas con vistas a ser utilizadas durante el juicio en caso de existir causa contra usted. Si así fuera, está en su derecho de declinar ser representado por mí, contratar los servicios de otro abogado o solicitar uno de oficio. ¿Ha entendido?
Augusto se palpó las heridas del rostro antes de hacer un leve y efímero gesto afirmativo.
—Comencemos. ¿Es usted Augusto Ledesma Alonso? —me preguntó el inspector con voz átona.
Augusto repitió el ademán.
—Debe contestar sí o no —indicó la abogada.
—Sí.
—¿Tiene licencia de armas?
—Sí.
—¿Es usted poseedor de algún arma corta?
—No.
—¿Reconoce usted haber disparado recientemente algún arma?
—No.
—No hay más preguntas, hemos terminado.
La abogada, estupefacta, arrugó la cara.
—Ahora, vamos a intervenir esa prenda que lleva el detenido —anunció Sancho tirándose de la tela de su propia camisa.
—¿Perdón? —preguntó la abogada.
—Vamos a llevar ese jersey al laboratorio, a ver si es de marca o es una burda copia. Si es posible, antes de que se nos eche la mañana encima —expuso con acritud—. Tome nota, se lo devolveremos lavado y planchado. Que firme la declaración y regrese al calabozo —ordenó el inspector con la mirada cargada de animadversión antes de desaparecer por la puerta.
Tratando de ocultar mi absoluto desconcierto, hice lo que había ordenado el inspector y decliné aceptar la prenda sustitutiva que me ofrecieron. ¡A saber quién o quiénes habían sido sus maniquíes en el pasado! Vestido con mi camiseta interior, extendí los brazos para que volvieran a ponerme las esposas con la esperanza de no volver jamás a esa sala. En un despiste del funcionario, aproveché para mirar la hora en su falsificado reloj Tag Heuer. Las 07:20 de la mañana.
—Esto tiene que estar antes de las 10:00 en Madrid —informó el inspector a Áxel y a Arnau—. Coged el A8 que incautamos a los Monchines y le pisáis hasta la puerta del laboratorio. Preguntad por el doctor Cuevas Crespo.
—¿Esperamos a los resultados o nos volvemos a ver si mejoramos tiempos? —preguntó Áxel.
—Os volvéis, sin arrugar el bólido, a ser posible. Nos llamarán con los resultados, pero, por favor, tomad todas las precauciones pertinentes para que no se rompa la cadena de custodia. No quiero ni pensar que nos da positivo y el leguleyo nos la tira abajo porque no estén bien cumplimentadas las actas. Dejadme revisar de nuevo toda la documentación.
El pelirrojo se retiró unos metros y se apoyó contra la pared con los ojos clavados en los papeles.
—Sancho, ¿tienes un segundo? —apareció Erika tomándole del brazo. Michelson la acompañaba.
El inspector se giró. Tenía la esclerótica tomada por una fina red de venas de un rojo muy vivo.
—Hay algo que no me encaja en la actitud de Augusto —informó ella.
Sancho la invitó a seguir hablando dibujando un interrogante con su silencio.
—No sabría cómo explicarlo, puede que se trate solo de intuición, pero percibo en él una actitud que no corresponde con la situación que está viviendo. Es como si estuviera en paz consigo mismo, y no creo que sea una pose.
—Está convencido de que nos está ganando la partida, y el tiempo juega a su favor —justificó Sancho—. Se ve con un pie en la calle, y cuando ponga los dos, algo me dice que no se va a quedar de brazos cruzados.
Erika se mordió el labio inferior.
—Me gustaría hablar con él en otro ambiente.
—¿Otro ambiente? ¿A qué te refieres?
—Me vale cualquier sitio que no sea esa sala. Necesito generar una atmósfera distinta. No quiero que asocie nuestra conversación con un interrogatorio.
—No tenemos más lugares preparados en esta comisaría.
—Su celda servirá.
Sancho se pasó la mano por la cabeza para terminar rascándose la barbilla enérgicamente.
—En realidad, no tenemos nada que perder —observó el de la Interpol.
—No sé, Erika…, tendría que hablar con el comisario para que te autorizara.
—Deja que yo me encargue de eso. Ayer mantuve una conversación con él y me parece un hombre razonable —intervino Michelson.
Sancho asintió.
—Quiero que Augusto permanezca siempre y en todo momento esposado mientras estés dentro, y que haya dos funcionarios preparados para intervenir al primer movimiento amenazante que haga. Y si mantiene una actitud agresiva, se termina la visita. ¿Entendido? —dijo a Michelson.
—Tienes mi palabra —contestó.
—Una cosa más, Erika, ¿qué crees que pasaría si le suelto en su puta cara que una de sus víctimas vive y que va a ser papá a mediados de agosto?
—No podemos hacer eso —se anticipó Michelson.
—Lo sé muy bien, pero quiero escuchar la opinión de una profesional de la mente criminal.
Erika clavó su mirada en el techo.
—No tengo ni puta idea. Imposible de prever.
—Gracias. Por favor, mantenedme informado en todo momento —pidió mostrando su teléfono móvil—. Ahora, tengo que salir.
Renedo de Esgueva (Valladolid)
Aledaños de los campos de rugby de Pepe Rojo
Todo el personal del Grupo de Homicidios, más los agentes que le había asignado el comisario Herranz Alfageme, se habían unido a la gente de Salcedo. El terreno había sido rastrillado en toda su extensión, a no mucha profundidad, pero lo más parecido a una pistola que habían encontrado fue una raíz muerta en forma de ele.
El comisario Olafsson y el inspector Sancho trataban de fijar el punto exacto en el que fue alcanzado, pero aquel yermo paraje inundado por las primeras luces del amanecer en nada se parecía a las imágenes que ambos tenían registradas en sus cerebros. La inspectora jefe Galo les observaba desde la distancia.
—Podría ser, inspector —observó el islandés—, pero igualmente podría ser allí o allí o…
—¡Mierda puta! —exclamó Sancho en español—. El fiscal ya nos ha confirmado que no puede presentar una acusación sólida sin el arma, y que lo máximo que puede tratar de conseguir es que quede en libertad con cargos a la espera de recibir los resultados de la prueba de la parafina en la ropa. Salcedo sostiene que, si los restos de pólvora han llegado a las mangas, es imposible eliminarlos del tejido. Pero lo peor es que, si esta diera positivo, tampoco me asegura que al juez le sirva para culparle de intento de homicidio.
—Ya, pero la parafina le retrata, es un indicio más y la suma de indicios puede ser tan válida como una prueba. Si se demuestra que mintió en su declaración de esta mañana, tiene que servir para retenerle al menos hasta el juicio —afirmó Ólafur más como deseo que como certeza.
—Desconozco cómo funcionarán las cosas en Islandia, pero aquí me ha dicho Aurora Miralles que va a depender del criterio del juez, y el que instruye el sumario es de la vieja escuela. Si hay peces, se tira al río de cabeza; si no, no gasta ni una lombriz. Independientemente, con lo que tenemos en este momento, Augusto estará en la calle en menos de cinco horas. Sanz San Antonio le ha citado para declarar a las 14:30. A ver si, por lo menos —enfatizó dejando patente su desesperación—, podemos retirarle el pasaporte.
El comisario se aclaró la garganta.
—El pasaporte. Ya. No creo que eso nos ayude demasiado, Sancho —juzgó el comisario Olafsson—. No tenía ninguna documentación falsa en su casa, pero podría guardarla a buen recaudo en cualquier otro maldito lugar.
—¿Lo has pensado ya? —preguntó Ólafur mesándose el bigote.
—¿El qué?
—Lo que vas a hacer si le ponen en la calle.
—Todavía no barajo esa opción —aseguró con la mirada puesta en un horizonte poco esperanzador.
—Perdonad —intervino Gracia Galo captando la atención de los dos policías—. Me estaba preguntando algo… Si fue más o menos en esta zona donde recibiste el disparo y transcurrieron unos diez minutos hasta que te enfrentaste con él, pudo recorrer bastante distancia, ¿no?
Sancho se pasó la mano por el mentón.
—Allora. Yo solo veo dos posibles rutas, porque, si no me equivoco, no transcurrió mucho tiempo desde que se produjo el cruce de disparos hasta que se escucharon las sirenas de la policía. Certo? Por eso, debemos descartar que volviera al aparcamiento o cruzara la carretera. Tampoco creo que se dirigiera hacia ti —lucubró mirando a Sancho—; por tanto, lo razonable es suponer que tomara aquella dirección.
La inspectora imitó el gesto de auxiliar de pista en un aeropuerto para indicar la ruta que llevaba directamente hacia la arboleda.
—Sí. De hecho, allí tuvimos nuestro enfrentamiento, y por eso es la zona en la que más se ha buscado. Han mirado hasta debajo de las raíces —exageró Sancho frotándose la barba y resoplando por la nariz.
—Ese es justo el problema.
—¿Cuál?
—Que estamos buscando en el mismo sitio —afirmó la triestina pateando el terreno varias veces.
—¿Insinúas que escaló por las ramas para colgar la pistola?
La inspectora jefe Galo se encogió de hombros.
—¿Qué árboles son esos? —preguntó ella.
—Ni idea. Yo no distingo un árbol de una castaña, pero aunque lo supiera no sabría decirte la palabra en inglés —confesó Sancho.
—Parecen álamos o chopos. Me cuesta distinguirlos en esta época del año —aportó el comisario Olafsson forzando la vista—, pero recuerdo haber visto algunos olmos tras la primera línea de árboles. A pocos metros de donde te enfrentaste con Augusto —añadió.
—¡Joder, Darwin, no sabía que supieras de árboles! —comentó el pelirrojo.
—No crece ni uno solo en Islandia. Por eso, me gusta pasear por los bosques cuando salgo de la isla. Me gustaba —precisó.
—Bueno, muy bien. ¿Y qué pasa con los olmos?
Gracia Galo y Ramiro Sancho le miraron expectantes.
—Que es una especie que se caracteriza por la formación de oquedades en su tronco conforme va envejeciendo.
—Claro —murmuró la inspectora jefe.
—¿Formación de qué? No he entendido ese término.
—Huecos, Sancho, enormes huecos en el interior de los troncos.
Sancho inclinó la cabeza unos grados a su derecha como si estuviera tratando de dirigir aquella información hacia la zona de su cerebro encargada de procesarla. Sin mediar palabra, sacó el móvil.
—Santiago, trae a toda tu gente a la arboleda cagando leches. Me parece que tenemos algo.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
Olía a musgo y a naftalina.
Hacía unos minutos que habían trasladado a su compañero de calabozo y Erika se disponía a entrar. Notaba el paladar seco. Una luz amarillenta y enfermiza luchaba por ganar espacio a la penumbra que dominaba en la celda. En una esquina, se recortaba la silueta de Augusto sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el desnivel que hacía las veces de camastro. Estaba encorvado ligeramente hacia delante y abrazaba sus piernas; con la cabeza escondida entre las rodillas, se le notaba respirar lenta y profundamente. Ella dio un paso adelante y la puerta de barrotes se cerró tras de sí.
Tragó saliva antes de hablar.
—Hola, Gabriel.
No se movió.
—Gabriel, soy Erika.
—Ya había reconocido tu voz, Violeta, y tu olor —manifestó mostrando la cara.
—¿Te importa que me siente? —preguntó señalando la pared de enfrente.
—Estás en tu casa.
Ella adoptó idéntica postura que el detenido, manteniendo la línea de la mirada a su mismo nivel.
—¿Qué te trae por aquí?
—Tú —respondió.
—Me siento halagado —ironizó con la misma intensidad que la iluminación de la celda—. Hace mucho tiempo que no nos vemos…, desde aquella Nochevieja.
Erika pensó la réplica.
—Yo te vi después. En Belgrado.
Ella se percató del efecto que provocó en su mirada. Sus ojos se oscurecieron.
—En los splavovi del Danubio, el mismo día que…
—Os cargasteis a Orestes —completó haciendo sonar sus nudillos muy despacio, como queriéndose recrear con cada chasquido.
—Sí, el mismo que murió mi padre —apuntó—. Me di cuenta de vuestro juego precisamente por eso.
Augusto frunció el ceño.
—Tu manía —desveló mostrándole las manos y señalándose los nudillos—. Orestes, en cambio, se mordía las uñas. Lo comprobé en las grabaciones de las cámaras de seguridad del hotel Moskva.
—Chica lista…
—Eso mismo dijo él —rememoró.
—Ya sé que os lo contó todo. ¿A qué has venido, Violeta?
—A despedirme. Pase lo que pase hoy, me marcharé lejos de toda esta mierda.
—A veces, la mierda no se puede despegar de las suelas de los zapatos.
—Me iré descalza. Y tú, ¿qué planes tienes?
—Yo me quedo. Ab ultima aeternitas[71] —añadió.
—El latín no era de mis asignaturas preferidas, pero puedo adivinar qué camino has escogido para alcanzar la eternidad: el más corto. ¿Cuándo has tomado la decisión?
Su interlocutor desvió la mirada hacia la izquierda.
—Quizá sea el mejor final para Augusto —opinó ella—, pero Gabriel no se merece acabar así. Tú eres su última esperanza. ¿También le vas a dar la espalda?
—Gabriel tiene que descansar, y solo hay una forma.
—Siempre hay más de una —replicó Erika—. Deberías saberlo.
—Palabra de psicóloga.
—De mi padre, más bien —puntualizó ella.
Augusto asintió.
—No llegué a conocerle, pero reconozco su sello.
—Yo no sé a quién conocí, si a la persona o a la eminencia. Sus decisiones le fueron devorando.
Creo que ya no quedaba nada de él cuando Orestes apretó el gatillo.
—Es curioso…
Erika se mantuvo a la expectativa.
—Orestes se llevó a los dos.
—Y está a punto de llevarse también a Gabriel —precisó ella—. No deberías permitírselo.
—Ya. Un hospital psiquiátrico, ¿verdad? ¿A eso has venido? ¿A rematar la faena del inspector?
—Vivir es la mejor manera de rebelarte.
—La mejor manera de rebelarme contra Orestes es acabar con su creación: matar a Augusto.
—Así de fácil —valoró ella.
—Así de fácil —confirmó.
—¿Y su obra?
—Mi obra —objetó recalcando el pronombre posesivo—. Gabriel era ciego, sordo y mudo, pero veía a través de los ojos de Augusto, oía por medio de la música y hablaba en cada verso. Cuando salga de aquí, solo me quedarán dos cosas por hacer y nada ni nadie podrá impedírmelo —certificó endureciendo el tono.
—Entiendo —pronunció ella dulcificando la voz a propósito—. Puede que los señores de la placa no te lo pongan fácil.
Augusto se encogió de hombros y gesticuló dejando ver sus hoyuelos.
—On ego rem, on ego hominem[72].
Renedo de Esgueva (Valladolid)
Aledaños de los campos de rugby de Pepe Rojo
Alguien gritó y agitó el brazo a unos doscientos metros. A Sancho se le paralizaron las piernas y tardó algunos segundos en lanzarse a la carrera, como si se tratara de un mal sueño en el que uno quiere correr pero no logra dar un paso. Mientras daba amplias zancadas y braceaba con inusitada violencia, pensaba, deseaba, rogaba que eso que agitaba Mateo Marín, de la Policía Científica, fuera el arma de Augusto.
Y lo era en parte.
—¡Joder, qué puta maravilla! —expresó Mateo—. ¡No había visto una cosa así en mi vida!
Sancho se dio unos segundos para recobrar el aliento.
—La corredera —dijo al fin.
—Sí. Esto es la corredera de una Glock 21, pero el material…
—Está hecha de polímeros cerámicos —completó el inspector mientras recobraba el aliento—. Espero que tengan sus putas huellas dactilares. ¿Dónde estaba?
—Ahí —indicó la oquedad en el tronco del olmo que tenía a menos de un metro. El de la Científica seguía obnubilado con el arma.
—¿Y no hay más?
Peteira se unió al grupo.
—¡Carallo! ¡Déjame ver! —pidió el gallego.
—Ponte los guantes —exhortó Mateo Marín.
—Mateo, ¿no has encontrado más partes? —repitió Sancho en un tono que captó toda la atención del espigado policía de la Científica.
—No. No. Perdona, Sancho, ahí no hay nada más. Lo he revisado a conciencia. Está claro que el tipo desmontó el arma antes de esconderla.
—¡Hay que joderse! Álvaro, ¿en cuántas partes se puede despiezar una Glock?
El subinspector cogió aire y empezó a contarse los dedos al tiempo que recitaba:
—Culata, cañón, resorte de cierre, percutor, manguito, resorte de percutor, platito de resorte, muelle del seguro, extractor, perno de presión, muelle del…
—Vale, vale, vale…, a grandes rasgos. No creo que llevara encima el destornillador.
—Entonces, corredera, cañón, armazón y cargador.
—Cojonudo, nos quedan tres. Mateo, que alguno de tu equipo salga cagando leches con la corredera y que le saquen las huellas. Muy bien —prosiguió elevando la voz para dirigirse al resto de los que ya se habían acercado hasta el lugar—, hemos encontrado la corredera del arma y nos la llevamos al laboratorio. Hay que dar con el cañón, el cargador y, sobre todo, el armazón del arma. No pueden estar muy lejos, y no tenemos ni un segundo que perder. ¡Premio para el que encuentre ese armazón, muchachos!
Cuando los policías se dispersaron, Sancho buscó con la mirada a Ólafur Olafsson y a Gracia Galo, que se habían mantenido en un segundo plano. Al primero, le transmitió esperanza; a ella, algo más que agradecimiento.
Pocos minutos más tarde, al inspector le llegaba otra buena noticia vía telefónica: la prueba de la parafina en la ropa había dado positivo. El fiscal Sánchez Serra ya tenía algo para tratar de retener al sospechoso.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
Erika no quería mirar el reloj, pero era consciente de que se le estaba agotando el tiempo y no había hecho ningún avance. Augusto había tomado su decisión y, ciertamente, no sabía cómo aproximarse a un barco que se mantenía a demasiada distancia para poder ser abordado. Sin embargo, detectaba cierto interés en su interlocutor por mantener izadas las velas, como si buscara el momento apropiado para soltar una andanada con sus cañones de proa.
Decidió romper un prolongado silencio lanzando un último garfio.
—¿Pudiste despedirte de tus padres?
Augusto acorazó el semblante y enderezó la espalda haciendo gala del buen estado de su palo mayor.
—Yo sí —se adelantó ella intencionadamente—. Orestes le alcanzó en el pecho y mi padre tardó unos minutos en morir. A pesar de lo duro que es ver morir a un ser querido, al menos tuve la oportunidad de decirle que le quería —apuntó con suma entereza.
—Yo no soy capaz de generar ese sentimiento hacia nadie, ni siquiera hacia mis padres, pero me hubiera gustado desearles buen viaje. De cualquier forma, todavía tienes a tu madre.
Erika frunció el ceño, el buque enemigo estaba virando a estribor.
—Es curioso —continuó Augusto—. Orestes me contó que el psicólogo estaba obsesionado con dar caza a los responsables de la muerte de su mujer, tu madre. Por eso estabais en Belgrado, ¿no? ¿Y qué paso?
—Que tú y tu hermanito nos obligasteis a cambiar de planes —contestó tratando de enderezar el timón.
—Ya. Esa parte me la conozco, pero ahora mismo me vienen muchas incógnitas a la cabeza. —Augusto estaba municionando los cañones—. No la reconocí —expuso en la primera salva de cálculo de distancia—. Yo no soy muy bueno para las caras, y el tiempo pasa factura a vivos y muertos. ¿Encontró el lugar al que pertenecía o…? ¡Espera! Puede incluso que no sepas que está viva.
—No sé de qué me estás hablando.
Apuntó a la línea de flotación.
—Hablo de Magda, de tu madre, si es que realmente se llamaba así.
Erika trató de cerrar las vías que se abrieron en el casco.
—¡¿Qué coño sabes tú de mi madre?!
—Poco, lo que ella me contó.
Achicando agua de la bodega, buscó un tímido contraataque que le devolviera la iniciativa.
—No creo una sola palabra.
—Claro que sí. Tú también sabes detectar cuándo miente el de enfrente. Yo mantuve varios encuentros con Magda en Belgrado sin saber que se trataba de tu madre. Bueno, ni siquiera ella lo sabía, ¿verdad? Fueron fruto de la casualidad o del destino. ¿Quién sabe? ¿Qué importa? Durante el día, todos jugábamos al gato y al ratón, pero reservaba las noches para mí. Una mujer fascinante. Su visión de la vida me embelesó por completo. Magda me contó que había llegado a Belgrado por puro azar, aunque luego me percaté de que algo tuvo que ver su intuición, o puede que sus recuerdos no fueran tan confusos como ella creía. Por tu reacción, entiendo que ya sabes que está viva, pero todavía lo tienes muy reciente.
Tantos años pensando que tu madre había muerto y de repente… ¡Boom! Bombazo.
Hice una pausa para asegurarme de que Erika asimilaba todas y cada una de mis palabras.
—Y, a pesar de todo, aún me queda una duda por despejar: si a tu padre, destacada eminencia —calificó con sorna—, le dio tiempo a descubrirlo o no.
—Nunca lo sabrás —aseguró ella.
—Puede que tenga que preguntárselo a Magda directamente. Sé que viaja mucho, pero puedo esperar a que llegue a su casa de Ámsterdam para coger fuerzas.
—Eres un ser despreciable. Así te pudras en el infierno —le deseó Erika arrinconada en la cubierta de un navío que naufragaba.
—No encuentro mejor compañera para mi último viaje. Al principio, cuando la reconocí junto a tu padre en aquella foto en vuestra pequeña mansión burguesa de Plentzia, pensé que había participado en el engaño; tu padre era muy retorcido. Más tarde, atribuí nuestra relación a los designios de la diosa Fortuna y me alegré por ello. Echo de menos nuestras charlas —expuso con forzado aire melancólico.
—Si sales de aquí, yo misma te ayudaré a reunirte con tu jodido hermano gemelo —explotó ella dando sus últimas estocadas.
—Es la hora —dijo una voz desde fuera—. La visita tiene que terminar ya.
—¡Abra la puerta! —gritó ella mientras veía, amarrada al puente de mando, cómo se hundía el buque por la popa—. Recuerda lo que te he dicho, maldito pirado.
Augusto le guiñó un ojo y se despidió moviendo los dedos de su mano derecha.
—Hasta pronto, Violeta.
Renedo de Esgueva (Valladolid)
Aledaños de los campos de rugby de Pepe Rojo
El teléfono de Sancho vibró en el bolsillo del pantalón cuando estaba encaramado en una rama inspeccionando el interior de un olmo. Era Matesanz.
—Sancho.
—Se lo acaban de llevar —le informó el subinspector.
Sancho miró su reloj, las 13:56.
—¡Su puta madre! ¿Cómo van los de dactiloscopia?
—Mal. No han encontrado nada aplicando polvo de aluminio, grafito ni cinc. Tampoco en el revelado con cianocrilato. Iban a probar con rodamina, a ver si a través de los rayos ultravioleta se detecta algo, pero todo parece indicar que ahí no vamos a encontrar nada.
—Cojonudo —calificó frotándose la barba—. Consígueme el número de teléfono de Rafa Sánchez Serra. Debemos ganar algo de tiempo.
Unas voces a su izquierda le hicieron desviar su atención.
—Tengo que colgar. Llámame cuando lo tengas.
Aceleró el paso en dirección al bullicio. El agente Botello, que se había unido a la búsqueda con su copiloto Arnau nada más regresar de Madrid, salió a su encuentro.
—Está ahí dentro —anunció sin ocultar su euforia señalando un tronco de diámetro considerable—, la he visto perfectamente.
—¿El armazón?
—Sí, estoy seguro —precisó—. Los de la Científica están tratando de engancharlo con no sé qué instrumento. Pinzas articuladas, han dicho.
—Bien, Áxel, bien. Hoy te has ganado el jornal —dijo el pelirrojo golpeando la espalda de Botello con más fuerza de la que el agente hubiera deseado.
—Lo estoy tocando —pareció decir el de la Científica con la linterna entre los dientes tratando de alumbrar dentro del tronco seco mientras maniobraba con las pinzas. ¡Joder! Se me resbala. ¡Espera, espera! Estoy viendo el cargador. Sí, al lado.
—¿No se puede arrancar el puto árbol? —propuso Jacinto Garrido haciendo alarde de su amor por la naturaleza.
El móvil de Sancho volvió a vibrar. Matesanz de nuevo.
—Sancho.
—Anota.
No perdió un segundo en marcar el teléfono del jefe de la Fiscalía Provincial de Valladolid: Rafael Sánchez Serra.
—Buenos días, Rafa, o tardes.
—Tardes. ¿Tienes algo más para mí aparte del positivo en la prueba textil de parafina?
—Acabamos de localizar el armazón y el cargador, pero vamos a necesitar que consigas más tiempo para llevarlos al laboratorio.
—¿Más? —resopló—. ¿Cuánto tiempo necesitas?
—Un par de horas o tres.
—¡Joder, Sancho! Te diría que sí si fuera otro juez, pero Sanz San Antonio lleva la instrucción, y ese no perdona la siesta ni la partida de mus de las seis. Hoy está de guardia la juez Beneitez, y va a coger el teléfono y me va a pasar con el Malahostia cuando vea el marrón que le traemos. Si le solicito un aplazamiento de la vista para terminar con las diligencias del caso, me va a mandar a tomar por donde amargan los pepinos.
—Tienes que conseguirme esas dos horas, Rafa. ¿No me dijiste que solías ir a cazar con él?
—Sí, y la última vez le pegó un cartuchazo a su perra Canela por mordisquearle la pieza. El gordo es capaz de volarme las pelotas la próxima vez que vayamos al coto y decir que ha sido un accidente.
—Yo te compro unas nuevas. Es importante, Rafa, no podemos dejar a este cabrón en la calle —concluyó con tono adusto.
—Haré lo que pueda. Más te vale que me des una coincidencia dactilar de, al menos, doce puntos.
—Gracias, Rafa, te debo una. Mantenme informado.
El inspector se había alejado inconscientemente del olmo durante su conversación telefónica.
—Cazzo! No terminan de agarrarlo —se anticipó la inspectora jefe Galo.
Sancho fijó su mirada en la pesada maquinaria con la que habían estado removiendo la tierra durante las jornadas anteriores.
—El árbol está seco, ¿no? —lanzó al aire.
—Como el ojo de un tuerto —confirmó Botello.
—Es decir, muerto.
—Como Walt Disney —ratificó.
—Traed la excavadora —ordenó.
Juzgado de Instrucción N.º 2
Calle Angustias (Valladolid)
Estaba eufórico, aunque me esforcé al máximo en no dar señales de ello. Tras la conversación con Erika y su postiza preocupación por mi posible suicidio, dediqué unos minutos a reflexionar.
Notaba una voz en mi interior que quería llamarme la atención sobre algo relevante. Era una especie de alarido mudo que no acertaba a entender hasta que logré aislarme de mi propio ruido. Entonces, lo escuché.
Erika me había dado la clave: la chispa adecuada. Por fin, lo tenía. El desenlace se aproximaba.
Me bajaron del coche patrulla con muy malas formas, lo cual era una excelente señal para mí.
Estaban cabreados, lo advertí en cuanto me pusieron los grilletes: apretaban más de lo habitual. El veterano subinspector aprovechaba cada mirada que nos cruzábamos para transmitirme su odio más profundo. Detecté algo personal en aquella animadversión tan sincera. Mientras me conducían esposado por los pasillos de las dependencias de los juzgados, hice un breve análisis del enfrentamiento psicológico que había mantenido primero con el inspector Sancho y luego con Erika. ¿De verdad suponían que iba a terminar claudicando? ¿Realmente creían que firmaría una declaración de culpabilidad? Yo pondría las últimas baldosas amarillas del universo de Augusto Ledesma y, para ello, tenía que estar obligatoriamente en libertad, aunque solo fuera unas horas.
Parada frente a un despacho, reconocí a la abogada de oficio que me habían asignado para la declaración. Mostraba un semblante circunspecto, pero me hizo un gesto de complicidad cuando nos acercamos. A su lado, se encontraba un hombre de unos cincuenta y cinco años en plena batalla contra las canas. Vestía con acierto y elegancia un traje negro de raya diplomática y corte clásico a juego con una corbata color butano. Me examinó de pies a cabeza. Esa era, sin lugar a dudas, la parte contraria. Me satisfizo comprobar que era un hombre con clase y distinción.
—Necesito hablar con mi representado —anunció Elena Blasco.
—Tendrá que ser ahí mismo, porque no vamos a perderle de vista ni un solo instante —contestó Patricio Matesanz.
—Nos sirve —aceptó ella.
Nos sentamos en unos asientos de plástico anclados al suelo y a la pared de aquel repelente pasillo. Evité el contacto visual con aquella escuálida mujer de ojos saltones y marcados rasgos.
—La situación es esta —se arrancó hablando en voz baja—: El fiscal me ha informado de que van a pedir un aplazamiento de la vista. Parece que están pendientes de recibir unos resultados del laboratorio, pero no sé más. Me han enseñado el informe sobre la prueba de la parafina a la que han sometido a tu jersey, y es positivo. Eso nos deja en muy mala posición, ya que afirmas no tener ni haber disparado un arma recientemente en la única declaración jurada que has hecho en comisaría.
—Me he puesto ese jersey varias veces para ir a cazar, es normal que tenga restos de pólvora en las mangas —justifiqué.
—Bien. En realidad, ese informe no me preocupa demasiado. No creo que el juez decrete tu ingreso en prisión acusado de homicidio en grado de tentativa sin arma ni testigos. Con respecto al caso de Marta Palacios, no presentan ningún cargo. Lo que nos debe preocupar es que aporten pruebas que no conocemos. Si el fiscal pide un aplazamiento, y considerando el juez que lo instruye, me temo que tienen algo.
—Creen tenerlo —aseguré y certifiqué mostrando mis hoyuelos—. No obstante, vamos a oponernos tajantemente a ese aplazamiento.
—Rafa Sánchez Serra es un fiscal muy persuasivo cuando quiere, y todo el mundo sabe que caza con el juez Sanz San Antonio.
—¿Cómo ha dicho que se llama el juez?
—Jaime Sanz San Antonio.
No pude contener la sonrisa. Por fin, un golpe de suerte.
Exteriores de la comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
Robert J. Michelson se acercó hasta donde estaba Erika con las manos en los bolsillos, dispuesto a sacarse un discurso que tenía preparado tras asistir al desenlace de su conversación con Augusto desde el puesto de vigilancia de los calabozos.
Apoyada en la verja de color verde botella que rodeaba el perímetro de las dependencias policiales, ella fumaba de forma compulsiva soltando el humo con fuerza, como si quisiera proyectarlo lo más lejos posible de sus labios.
—Erika…
—Ese hijo de puta me ha amenazado con ir a por mi madre, como hizo con Sancho. ¿Cómo puede conocer a mi madre? ¡Joder! Está claro que la conocía —dijo dando una intensa calada al cigarro que sujetaba con el índice y el pulgar.
—No tienes que alarmarte por eso, solo quería dejar constancia de su superioridad intelectual en el enfrentamiento. Lo has hecho bien, pero es un rival complicado y, como bien has detectado, nada tiene que perder. Sabes perfectamente que no va a poder acercarse a un aeropuerto si sale en libertad, y estará bajo vigilancia las veinticuatro horas. Si lo estimas oportuno, pondremos protección a tu madre.
—Creo que ese malnacido ya nos ha demostrado a todos de lo que es capaz. ¡No me digas que no me alarme, joder! Lo que tenemos que hacer es vaciarle un cargador según ponga los pies en la calle y simular un ajuste de cuentas. Problema resuelto.
—Erika, no se puede pretender vencer todas las batallas. Para ganar guerras, hay que saber asumir las derrotas. Los británicos sabemos muy bien qué significa esto que te he dicho.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer? —preguntó con los ojos visiblemente humedecidos.
—No queda otra que esperar a ver cómo transcurren los próximos acontecimientos. He hablado con Sancho hace unos minutos, han encontrado las otras piezas de la Glock. Si encuentran una coincidencia dactilar, va a pasarse unos cuantos añitos en prisión. Debemos ser optimistas.
—Optimistas —repitió ella.
—Sí, optimistas. Además… —alargó la pausa mientras sacaba un sobre doblado del interior de la chaqueta— aquí tienes lo prometido. Con esto, cumplo mi parte del trato y doy por zanjada la deuda con tu padre.
Erika examinó el contenido mientras un escalofrío recorría su espalda. Por fin, lo tenía.
—Gracias —musitó—, pero necesitamos cerrar este frente antes de abrir otro.
Michelson apretó los labios y espiró por la nariz al tiempo que asentía con más esperanza que convencimiento.
—Vamos a comer algo, nos vendrá bien —sugirió el de la Interpol.
El inspector Sancho salió de los dominios de la Policía Científica luciendo una zancada larga y poderosa. Hacía apenas ocho minutos que los de dactiloscopia habían empezado con los preliminares, y Salcedo se había comprometido a decirle algo en los próximos sesenta minutos. Lo siguiente, camino del despacho del comisario Herranz Alfageme, sería hablar con Sánchez Serra.
—Ahora no puedo, te llamo en unos minutos —se le adelantó el fiscal justo antes de llamar a la puerta de Copito.
—Pasa.
—Buenas tardes, comisario.
—Buenas tardes. Ya me han informado, buen trabajo.
—Gracias, pero puede que todo nuestro esfuerzo haya sido en balde. Estoy pendiente de la llamada de Sánchez Serra para ver si ha conseguido un aplazamiento.
—Nos han dado doce horas —le desveló—. En realidad, casi dieciocho. Sanz San Antonio nos ha citado para las diez de mañana.
Sancho cerró con fuerza los puños y apretó los dientes conteniendo el grito de euforia que nacía de su estómago.
—Me ha llamado Matesanz —continuó exponiendo Herranz Alfageme—, estaba intentando contactar contigo, pero no dejabas de comunicar. Según parece, tras consultarlo con Sanz San Antonio, la juez Beneitez ha decretado una ampliación extraordinaria del plazo de detención del sospechoso para poder presentar todas las pruebas que el fiscal se ha comprometido a aportar. Ya sabes, como si hubiera sido una ocurrencia del señor juez.
—Sí, ya sé. Le debo una buena cena a Sánchez Serra. ¿Te ha dicho Matesanz cuándo le traían de vuelta?
—Supongo que no tardará. ¿Qué piensas hacer? —quiso saber Copito.
—Esperar a los resultados de dactiloscopia, no tengo otra opción. Perdona —se excusó mirando la pantalla de su móvil de primera generación—, es Sánchez Serra.
Sancho salió del despacho del comisario.
—Sancho.
—Ya tienes tu aplazamiento —le informó.
—Me lo acaba de decir el comisario. Muchísimas gracias, Rafa.
—Bueno, más bien se lo tienes que agradecer a Aurora Miralles, que ha sido quien ha convencido a Sanz San Antonio.
Sancho visualizó el rostro de la juez.
—Luego le devuelvo la llamada y le doy las gracias.
—Parece que tienes un ángel de la guarda.
—Ni ángeles arriba ni demonios abajo; sudor y trabajo, que decía me padre.
—Sangre es lo que vamos a sudar como no me des lo que necesito, Sancho. Sanz San Antonio ya me ha advertido que lo pone en la calle si no tenemos nada sólido a las diez.
El inspector se tiró de los pelos de su pelirroja barba.
—Gracias de nuevo, Rafa. Te dejo, que me tengo que poner con las diligencias dejando pendiente el asunto de dactiloscopia hasta que me llame Salcedo. No quiero que las prisas me hagan cometer un error.
—Ya sé lo fino que hilas. Tú dámelo bien mascadito, que yo te lo envuelvo para regalo.
Estamos en contacto, Sancho.
Juzgado de Instrucción N.º 2
Calle Angustias (Valladolid)
No había salido como esperaba. Ni siquiera había tenido la oportunidad de dirigirme al maldito juez Sanz San Antonio, compañero de mi padre en tantas jornadas de caza. Doce horas como máximo. Setecientos veinte baldíos minutos de tensa espera.
Me conjuré para contener mi ansiedad y no exteriorizar el revés, pero ese gesto triunfal esculpido en el rostro del estúpido subinspector me hizo mella. Memoricé su apellido: Matesanz, y durante el traslado a comisaría, me aislé pensando en la forma de despellejarle la cara. Le practicaría una incisión a la altura del arco supraciliar hasta las orejas. Con el cepillo de cobre, iría levantando la piel poco a poco, procurando no rasgarla y limpiando el tejido adiposo con la escobilla de fibra de coco. Me entretendría en los pómulos y el maxilar superior para dejar bien visible su lastimosa dentadura, propia de quienes no han sabido cuidarse y llegan a la senectud con las encías debilitadas. Me pregunté si su pellejo aguantaría de una pieza hasta descubrir la mandíbula por completo. Sentí cierto sosiego cuando lo visualicé desollado, con los globos oculares destapados, veraces.
De nuevo en la celda, me golpeó ese repulsivo y corrompido olor a callejón meado. En el preciso instante que me senté, noté su llamada. Orestes quería hablar conmigo. Me opuse, no era su turno.
Insistió apretando el botón del play y, a pesar de mi intento por resistirme, se salió con la suya cuando los primeros acordes de guitarra española de Es hora de hablar y la voz de Enrique Bunbury empezaron a sonar en mi cabeza.
Es hora de hablar
de la quimera de otra vida,
de lo que no supimos expresar.
Del trapecio que ante la nada oscila,
de tragedias y triunfos que duran un segundo.
De alterar el destino y de la fábrica de hielo del olvido.
Es hora de hablar
de las cosas rotas que no puedo arreglar,
de que este humor no tiene que ver contigo.
Que hace tiempo que nada acabar consigo,
que la fama es el opio del triunfador.
Y más vale suerte que talento.
Me basta este momento como una revelación.
Sin querer evitarlo, tomé el relevo y empecé a cantar:
Es hora de hablar
de las voces de los hombres y su engaño,
de la verdad como forma de violencia.
Del dolor y de la inocencia,
del infinito entre tus brazos
y de los límites de mi cuerpo.
Y del regateo de mi ficción…, pura ficción.
Tocaba elevar el tono:
Es hora de hablar
de la culpa y la madre del castigo,
de hacerse viejo entre tus enemigos.
Del lento proceso de derrumbe
y de que nunca hablamos de lo que hay que hablar,
de secuencias de presagios que se cumplen.
Y de que quiero hacer muchas cosas por ti,
las más posibles…
Cogí aire para gritar con todas mis fuerzas:
¡Las más posibles!
¡Las más posibles!
¡Las más posibles!
¡Las más posibles!
No pude contener las lágrimas, y ni las amenazas del funcionario instándome a guardar silencio evitaron que terminara la canción:
Es hora de hablar
de la quimera de otra vida.
Dependencias de la Policía Científica
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
—¿Una parcial? —repitió Sancho visiblemente decepcionado.
—Del pulgar. El sistema nos da un cuarenta y ocho por ciento de probabilidad. No va a ser suficiente —valoró Salcedo.
Sancho estaba inclinado sobre la mesa, apoyado sobre sus puños sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador. La huella trasplantada no era más que una mancha sobre la que resaltaban tres puntos verdes.
—La hemos extraído de uno de los cartuchos. Como te decía, es de un pulgar, impresa al empujar las balas dentro del cargador. Esta, en concreto —le señaló agarrando una bolsa de plástico—. El problema es que la superficie de estampado es muy pequeña y no recoge todo el verticilo. Solo tenemos tres puntos coincidentes, así que ni siquiera podemos reconstruir el dactilograma. No va a ser suficiente, Sancho —repitió con pesadumbre.
—Hay que joderse, Salcedo… ¡Hay que rejoderse! Entonces, ¿ya está? ¿Ya no hay nada que podamos hacer?
—Hemos sometido a todos los procesos a cada uno de los elementos, Sancho. Las otras huellas no son del sospechoso.
—¿Las otras? ¿Es que habéis encontrado alguna más? —preguntó Sancho incorporándose y frotándose los nudillos para aliviar el dolor.
—Dos más. En el cargador. Una es inservible, pero la otra… Espera.
Salcedo presionó varias teclas hasta que otra imagen apareció en pantalla. Sancho se dejó caer en una silla y se acercó a la mesa.
—Han intentado borrarla. ¿Ves que le falta la parte superior izquierda?
Sancho asintió.
—El dibujo de las crestas presenta forma de arco, ¿ves? —señaló con la punta del bolígrafo sin tocar la pantalla—. La presilla interna está intacta, por lo que podemos reconstruir el dactilograma al completo. Nos da un doce por ciento al cotejarla; es decir, que no es del sospechoso con absoluta certeza. Sin embargo, nos ha dado una coincidencia al introducirla en la base de datos de fichados. Es de un tal… Isak Çelika.
Sancho, que se había levantado de nuevo durante la explicación de su compañero, se giró bruscamente.
—¿Cómo has dicho?
—No sé pronunciarlo bien. Isak Çelika pone aquí. Un albanés que fue detenido en el año 1999 por posesión ilícita de armas en el bar Las Maracas, de Benalmádena. Tenía una orden de extradición y le metieron en un avión rumbo a Tirana. No debió de estar mucho en la cárcel, porque la Europol añade unas cuantas detenciones más por tráfico de armas en los años 2001, 2003, 2006 y 2007. Poco importa ya, murió hace unos meses.
Sancho ni siquiera miró la foto del hombrecillo. En su retina, se dibujó la imagen en la que Rudi Gervigan le agarraba por el cuello y le levantaba del suelo como a una marioneta. Ya sabía a través de quién había conseguido Augusto la Glock de polímeros cerámicos, pero aquello no tenía trascendencia alguna en el caso.
—Ya —pronunció el inspector tratando de atar cabos.
—¿Pasa algo? Sancho, ¿qué ocurre? —insistió Salcedo.
—No, nada. Mejor dicho, sí —rectificó mirando su reloj—. Que Augusto Ledesma estará en la calle en unas horas, eso ocurre.
Sancho hizo una rápida valoración de las posibilidades de encontrar algo en el plazo que les quedaba y la garra le devolvió un veredicto muy aproximado aumentando la presión sobre su estómago. Contrariado y notablemente sobrepasado, se dirigió a las dependencias del Grupo de Homicidios. Matesanz estaba revisando, azorado, un montón de papeles sobre su mesa.
—¿Peteira? —preguntó el inspector.
—En el servicio. Tanto café de máquina le ha alterado el vientre —informó Patricio Matesanz—. Yo estoy revisando todo lo que tenemos hasta ahora. Tu amigo de la Interpol nos acaba de traer los informes que faltaban de las comisarías de Múnich, Gdansk y Budapest. Estoy esperando a Botello y a Montes, que son los que mejor se manejan en inglés.
—Recordadme que no vuelva a probar ese brebaje, me vació por dentro —comentó el gallego al entrar.
—Me temo que hoy vas a necesitar cafeína por vena, porque se avecina una de nuestras noches blancas —informó Sancho.
—No hay problema, ya llamé a la parienta.
—Bien, necesito a todo el grupo aquí a las diez de la noche. Vamos a abrir una mesa de debate, a ver qué sale. Tiene que haber algo que no hayamos visto, pero quiero hacerlo cuando nadie pueda molestarnos.
—Garrido y Gómez estaban haciendo unas últimas comprobaciones relacionadas con el asesinato de la calle Nicasio Pérez.
Sancho apretó los dientes y se frotó la barba con aspereza. Dejó que su mirada se perdiera y se topó con la fila de latas de cerveza sin abrir que lucían a modo de trofeos sobre el armario. Se acercó para coger una y miró la fecha que habían grabado con una llave.
—28 de diciembre de 2009. Esta la puso Garrido —dijo pasando el pulgar por la superficie grabada—, ¿os acordáis?
Ambos asintieron.
—El asesinato de la calle Ebro. No había por dónde cogerlo —rememoró—. Fue una de nuestras primeras noches blancas. A Garrido se le ocurrió preguntar en la estación de autobuses y, a partir de ahí, tardamos semanas en agarrarlo en Ceuta.
Mejía no daba crédito.
—Ni yo —apostilló el pelirrojo.
Sancho dejó la lata en su sitio y cogió otra.
—El 29 de noviembre de 2008. El tiroteo de la calle Panaderos. Esta fue una de las primeras.
—Sí. Yo grabé esa fecha, porque pillamos al quinto detenido en Cambre.
—El fallecido era un pieza de cojones —aportó Matesanz.
—Todo parece indicar que esta noche no vamos a grabar ninguna —terció Sancho—. No obstante, esta —mostró una de las que tenían guardadas en una balda inferior— la meto en la fresquera.
Sancho se dirigió a la ventana que daba al exterior, la abrió y colocó la lata en el alféizar.
Una corriente de aire gélido se coló furtiva y ásperamente, como si buscara un enfrentamiento frontal con el sistema de calefacción. El inspector disfrutó unos segundos del contraste de temperatura antes de cerrarla y girarse de nuevo hacia los subinspectores.
—Os quiero a todos aquí a las diez —repitió—. Voy a salir un rato, necesito más dosis de aire frío. Deberíais hacer lo mismo.
—Yo no puedo soltar esta mierda ahora —indicó el veterano subinspector dando unos golpecitos con la palma de la mano en la acumulación de carpetas sobre su escritorio—. Voy a por un café.
—Cortado —pidió Peteira con resignación.
Antes de salir de la comisaría, Sancho buscó el número de la inspectora jefe Galo.
—Pronto —contestó.
—Gracia, ¿dónde andas?
—En el hotel, preparando la maleta. El vuelo sale a las once y veinte de la mañana de Madrid.
—¿Qué sabes de los demás?
—Ólafur se fue a descansar hace un rato, necesita reposar. Michelson y Erika se marcharon a comer juntos y ya no sé más. Esos dos se traen algo entre manos.
—Sí, yo también me he dado cuenta. Ellos sabrán. Te llamaba para vernos un rato. Tengo libre hasta las nueve y media, más o menos.
—¿Libre?
—Sí, he convocado al grupo en comisaría a las diez para escupir juntos lo que tengamos dentro. Lo mismo, entre todos, se nos ocurre levantar alguna piedra bajo la que no hayamos mirado todavía, aunque Augusto estará fuera mañana a estas horas tal y como están las cosas. Tengo que llamar al fiscal para decirle que no tenemos nada, que no hemos sido capaces de encontrar una mierda, que todo el esfuerzo ha sido en balde, que…
—Sancho —le cortó—, te espero en la puerta del hotel en quince minutos.
—Que sean diez.