Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
10 de enero de 2012, a las 06:45
Francisco Javier Sampedro, así se llamaba.
Ese despojo se había quedado dormido hacía apenas un par de horas, calculé. Sostenía que era un ave nocturna, habituado a subsistir de noche y dormir de día. Tentado estuve de arrancarle la vida de mil y una formas distintas. Francisco Javier Sampedro, un deplorable insecto que no había parado de producir palabras desde que me metieron en aquel calabozo inmundo con una manta raída bajo el brazo, mi insaciable mono de tabaco y miles de asuntos sobre los que cavilar. Pero ese insignificante parásito disponía —a modo de superpoder— de la asombrosa facultad de extraer la vida ajena a través de la comunicación.
Superaba con creces los abusos de Marta Palacios en la misma disciplina. Ello me hizo concluir que, de alguna forma inexplicable y del todo injusta, mi presencia atraía a ese tipo de rémoras lenguaraces.
Además, su tono de voz era, por grave y profundo, pernicioso; esencialmente nocivo. Su luctuosa existencia no hizo sino refrendarme en mi profundo aborrecimiento por el género humano en general y por ese semicalvo de pelo rizoso y barrigudo en particular.
Francisco Javier Sampedro, así se llamaba ese hijo de maleantes de tres al cuarto; coruñés de nacimiento y habitante de la calle desde los nueve años; desvirgado en detenciones a los doce; «esquivante», como él se definía, de cuantos reformatorios le salieron al paso hasta que, a los dieciocho, le metieron en la cárcel por vez primera. «Allí me maleé», repitió varias veces el muy sinvergüenza. Ni siquiera fue capaz de dejar de hablar mientras devoraba un vomitivo bocadillo de algún compuesto alimenticio de color rosáceo compuesto por fécula de patata y aditivos varios. Hora tras hora, anécdota tras anécdota a cuál más patética que la anterior, edulcorando toda la narración a base de chascarrillos. Así, y a pesar de mis esfuerzos —amenazas incluidas— por interrumpir su inagotable palique, consiguió relatarme sus famélicas vivencias. La última databa de 1984, cuando, habiendo salido de la cárcel de Villanubla por quinta vez, le pillaron robando unos radiocasetes para sacar unos cuartos e irse «a putas». «Esa fue la única vez que me metieron en el trullo por armar follón». El malparido me repitió hasta seis veces la frase, y lo hubiera hecho otras seiscientas si no hubiera forzado una risa que le hizo asegurarse de que yo había comprendido su torpe juego de palabras. Me dolía mucho más la cabeza que las heridas de mi cara, en pleno proceso de cicatrización. Lo último que recuerdo haber escuchado estaba relacionado con la práctica del surf en la misma playa de Riazor y, de repente, de forma inesperada y prodigiosa, como si se tratara de un ensayado y alevoso truco de magia negra, pasó de las palabras a los ronquidos.
No me regaló ni un solo segundo de paz. Ni uno solo. Ni uno.
No había persona sobre la faz de la tierra que mereciera tanto una muerte violenta como Francisco Javier Sampedro y, a partir de ese momento, me entretuve en buscar la manera de quitarle la vida con mis propias manos sin verme comprometido ni implicado.
Y en esas me encontraba cuando dos funcionarios entraron en el calabozo y me pusieron las esposas de nuevo. Tentado estuve de arrojarme a sus brazos redentores y demostrarles mi sincero y eterno agradecimiento por sacarme de ese infierno verbal. Me contuve. Unos minutos más tarde, ya estaba sentado en la sala de interrogatorios con mi intelecto seriamente esquilmado y una percepción de la realidad francamente distorsionada.
Me estaba quedando dormido en aquella incómoda silla cuando escuché la voz del inspector a mi espalda.
—Café cortado con sacarina en vaso. Y buenos días. Espero que hayas descansado, hoy tenemos un día duro por delante. Yo he dormido a pierna suelta —afirmó haciendo alarde del arte de ser esquivo con la verdad—. ¡Eeepa! ¡Menuda cara traes!
Augusto no lo verbalizó, pero supo agradecerle la dosis de cafeína.
—Te encantará saber que el comisario Olafsson está evolucionando favorablemente. Es posible que hoy mismo le den el alta. Es un tipo duro el islandés —rumió Sancho—. A veces, me recuerda a mi compañero Paco, el Rata. ¿Te he hablado alguna vez de él?
El reo ni siquiera gesticuló temiéndose lo peor.
—No importa. A lo que íbamos, que el comisario es un tipo con las pelotas bien puestas y obstinado, muy obstinado. Lleva pisándote los talones desde que decidiste ir a su isla para vengarte de Goran Jercic. Disparaste a toda su familia delante de sus ojos y, luego, le freíste en la bañera. Se ha tomado tal atrocidad como algo personal y, como te decía, es muy obstinado. Quizá sea una cualidad de los islandeses, porque tiene un compañero, al que llaman la Sombra, que ha descubierto ciertas partículas incrustadas en los libros de la estantería de la casa de los Jercic. No dio con ello hasta ayer: casquillos de ojiva cerámica fabricados para pistolas imposibles de detectar en los escáneres de los aeropuertos; la misma arma con la que mataste a los Gaspari. Podía haber caído en la cuenta, pero en ocasiones tenemos las cosas que buscamos a un palmo de las narices y no damos con ellas. Si fuera un perro, le pisarías el rabo, que diría mi padre. Y nosotros buscando la pistola con equipos de detección mecánicos, siguiendo el procedimiento habitual… —informó meneando la cabeza y chasqueando la lengua—. Vamos a cambiar de método. ¿Qué tal está el café?
—Se puede tomar —dijo por fin.
—Estoy de tan buen humor que voy a permitir que fumes uno de estos —señaló dejando la cajetilla de Moods sobre la mesa y deslizándola para ponerla al alcance del preso.
A Augusto se le encogieron las pupilas.
En cuanto Sancho le dio fuego, pegó tres caladas seguidas, inhaló el humo y lo retuvo tanto como pudo antes de soltarlo. Acto seguido, repitió la operación. Los músculos de la cara se relajaron inmediatamente.
—Gracias, inspector.
Sancho no hacía otra cosa que seguir el plan que habían trazado durante la cena.
—Ya entiendo por qué te deshiciste de la pistola —retomó—. Juego con ventaja porque yo sí puedo ponerme en tu lugar. Empatizar, se llama. Cuando escuchaste las sirenas, dedujiste que iba a ser prácticamente imposible salir de allí. En el mejor de los casos, podrías haberme pegado un tiro y acabar conmigo, pero después no habrías tenido tiempo para deshacerte de la pistola y, ahora, estarías pudriéndote en la cárcel por asesinato. Sin dar a conocer tu obra —enfatizó—. Entonces, decidiste hacer desaparecer tu pistola antes de enfrentarte conmigo. Si te salía bien, podrías incluso escapar, pero si te cogían… Sin arma, como acertadamente dijiste, no se puede probar el delito. Ólafur y yo pensamos que, al menos, dispusiste de diez minutos desde que sonaron los últimos disparos que hiciste hasta que tú y yo nos encontramos. Suficiente para enterrarla, ¿verdad? No se me ocurre mejor forma de esconder algo que no se puede detectar que enterrarlo bajo tierra. De ahí esas marcas en las palmas de tus manos —indicó—. Intuyo que una piedra de buen tamaño.
Augusto no había dejado de fumar a lo largo de la explicación del inspector prestando oídos a todas y cada una de sus palabras sin gesticular un ápice.
—¿Encontraron lo que buscaban en mi portátil? —preguntó con voz aplacada.
Sancho le devolvió la sonrisa.
—Es extraño —dijo con ironía—, pero salió una clave en el escritorio y se activó un temporizador en el preciso instante en que lo arrancaron. Al llegar a cero, el disco duro se borró.
—Una lástima, era un buen equipo —observó Augusto.
—Están intentando recuperarlo, pero algo me dice que no van a poder.
—No, ya no hay nada que recuperar.
—También están tratando de averiguar no sé qué de la nube. Han querido explicármelo, pero…, sinceramente, no termino de entender algunas cosas de la informática.
—Si quiere ahorrarles tiempo, puede decir a sus compañeros que no rastreen mi cuenta de iCloud, porque allí no hay nada.
—Nada en el portátil, nada en el rastreo… de momento. Sin embargo, he ordenado buscar restos biológicos en los objetos intervenidos en tu domicilio. ¡Imagínate que encontramos alguno que coincida con el ADN de alguna de las víctimas! —pronunció ufano con voz de presentador de concurso de televisión—. Todavía estamos a tiempo.
Augusto dio las últimas chupadas al purito, apurándolo hasta la boquilla.
—Amicis aequa ibit hora. «Entre amigos, las horas pasan sin darte cuenta» —tradujo Augusto.
—Sí: cárceles y caminos hacen amigos.
Justo en ese instante le entró una llamada de Santiago Salcedo, jefe de la Brigada de la Policía Científica.
—Voy a tomar el aire un rato, ahora vuelvo. ¡Seguridad! —gritó.
—Sancho —respondió.
—Buenos días. Oye, dime que has visto estornudar al sospechoso encima del libro este…
El inspector no contestó y un espeso silencio se hizo dueño de la conversación.
—Si quieres podemos buscar restos biológicos, pero estamos hablando de un libro muy antiguo que puede haber pasado por cientos de manos. Lo de la caja de música tiene un pase, podemos hallar tejido epitelial, pero en este ejemplar… En serio, Sancho, recoger muestras página por página será una labor de chinos. No te digo que no pudiéramos encontrar algo, pero te aseguro que tardaremos semanas y tengo a toda mi gente removiendo tierra.
—De acuerdo. Nos centramos en la cajita de los cojones, pero haz el favor de mirar hasta debajo del tutú de la bailarina. Necesitamos encontrar algo.
Salcedo resopló aliviado.
—Gracias, Sancho —le dio tiempo a escuchar antes de apretar al botón rojo.
Sobre el mediodía, el inspector volvió a hacer un descanso. Realmente, lo necesitaba. La mañana había transcurrido despacio, como si no quisiera consumirse en minutos y segundos. Su estrategia era mantener despierto a Augusto tratando de acercarse a él de forma sigilosa y sin que se percatara de ello. Así, habían tratado temas triviales como su ocupación profesional, sus años de estudios, su adolescencia… y hasta cambiaron impresiones sobre literatura.
Durante la cena de la noche anterior, Erika había terminado por imponer su criterio: deshacer el camino y, como si de un morphing se tratara, transformar la imagen de Sancho de segador a labrador. Al principio, el inspector se había mostrado reticente, pero el apoyo a la tesis de Erika por parte del de la Interpol y, sobre todo, las observaciones de Gracia Galo le habían persuadido definitivamente: «Si consigues llegar a Gabriel, podrás hacerle ver que él solo ha sido otra víctima más, pero para ello tienes que olvidarte de Augusto».
Se había repetido las tres últimas palabras docenas de veces durante la mañana, pero todavía no había logrado dejar de ver al sociópata asesino que tenía delante. Eran muchas, demasiadas, las vidas que aquel monstruo se había llevado y, aún más, el dolor que había causado. La imagen de su madre era un velo demasiado opaco.
Con el tercer café del día en la mano y debatiendo con Michelson y la inspectora Galo las notas que habían ido recogiendo durante el interrogatorio, vibró el móvil de Sancho.
Calle Huelgas (Valladolid)
Erika se apoyó en un coche para terminar de liar un cigarro mientras repasaba mentalmente la conversación que acababa de mantener con esa mujer. Se negaba a justificar los actos de un ser como Augusto, pero si tuviera que extraer una única conclusión de toda la información que le había facilitado la religiosa, coincidiría con la frase que, un día, escuchó decir a su padre: malos tratos en mentes privilegiadas provocan crueles actitudes silenciadas.
Encendió el cigarro antes de marcar el número de Sancho.
—Sancho.
—Acabo de salir del orfanato. Me he tirado un buen rato hablando con sor Crescencia.
—Sor Crescencia —repitió él con tono apagado.
—Esa mujer supera los setenta años y, en cuanto ha sacado el expediente de Gabriel García Mateo y visto la foto, ha dicho: «Claro, claro…, el de la caja de música. Un niño prodigioso».
—¿Eso ha dicho?
—Sí. Después, ha cerrado los ojos y abierto la boca. Se nota que no reciben muchas visitas, porque hablaba incluso mientras masticaba las pastas que nos hemos tomado con el té. Buenísimas, por cierto.
—¡Hay que joderse, Erika…!
—Voy, voy. Gabriel llegó con las manos parcialmente atrofiadas y todavía tenía las marcas de los alfileres que le clavaba su madre. Los primeros días, no pronunció palabra alguna y apenas podía valerse por sí mismo. Los otros niños le odiaban porque todas las noches, sin excepción, según ha dicho la propia Crescencia, «montaba el Cirio Pascual». Tenía pesadillas, y se podía pasar horas y horas chillando: «Caja de música».
—Interesante. A ver si tenemos suerte y encontramos algo en la cajita de los cojones. Prosigue.
—Ni siquiera ella, que llevaba toda la vida encargándose de los huérfanos de entre seis y diez años, conseguía calmarle. A los diez días, tuvieron que habilitar una habitación para él, porque temían que algunos mayores le hicieran algo serio.
—¿Quitarle los cromos?
—No, no. Por lo que me ha dicho, daban cobijo a pequeños delincuentes de todo tipo. Niños criados en las calles, chiquillos maltratados, drogadictos…, lo mejor de cada casa. Lo cierto es que Gabriel ya no molestaba a los demás, pero seguía teniendo esas horribles pesadillas, así que sor Crescencia empezó a probar métodos para tranquilizarle cuando se despertaba y no tardó en dar con el remedio perfecto. ¿Adivinas?
—Ahora mismo no podría adivinar ni el color de mis ojos —afirmó Sancho con rotundidad.
—Música clásica, le calmaba con música clásica.
—Siempre se ha dicho que la música amansa a las fieras.
—Puede. A partir de ese momento, Gabriel se fue abriendo a sor Crescencia. Según ella, era la primera persona que le tendía la mano, y le recuerda como un niño extremadamente sensible e inteligente. Con siete años, leía mucho mejor que los otros, incluso que los de doce y quince. Le enseñó a poner el tocadiscos, y Gabriel se podía pasar horas y horas en su habitación leyendo cuentos y escuchando música. Pero la cosa no termina ahí —observó Erika—. ¿Sabes lo que es la bogifobia?
—No.
—El término se acuñó por el bogeyman, que viene a ser el equivalente anglosajón de vuestro hombre del saco, pero también incluye el miedo a lo sobrenatural, fantasmas, monstruos y otros seres malvados; es propio de la niñez. Lo que sucede es que, para algunos, supone un trauma mucho más prolongado o perpetuo.
—Entendido.
—El gran problema es que la bogifobia suele estar asociada con la nictofobia, que es el miedo a la oscuridad, y sor Crescencia me ha confirmado que así sucedía en el caso de Gabriel. No se le podía dejar a oscuras bajo ningún concepto, porque empezaba a dar terribles alaridos o se quedaba totalmente inmóvil hasta que volviera la luz. Con el paso de las semanas, Gabriel empezó a soltarse y le relató cómo su querida madre le amenazaba con terribles historias sobre un hombre que se llevaba a los niños que movían la cabeza para dormirse.
—¿Cómo? Me he perdido —reconoció Sancho.
—Es una forma de acunarse que se da en recién nacidos con más frecuencia de lo que se cree.
Menean la cabeza de lado a lado hasta que se quedan dormidos.
—A ver, a ver, a ver…, déjame recapitular, que ando un tanto espeso. Resulta que el pequeño Gabriel, cuando era un bebé, meneaba la cabeza para dormirse. Su madre, buscando corregir «el defecto», le acojonaba vivo con historias del hombre del saco, lo cual le produjo un permanente miedo a la oscuridad. ¿He entendido bien?
—Perfectamente. Con un matiz importante. Tras la adopción, sor Crescencia se encargaba de visitar a Gabriel; por cierto, ella siempre le llamaba así, aunque se hubiera cambiado el nombre. En una de las visitas, le confesó que todavía movía la cabeza para dormir y que, aunque sufría las pesadillas de la caja de música con mucha menos frecuencia, seguía teniendo pánico a la oscuridad. Cree recordar que, por entonces, tendría quince o dieciséis años.
—¿Crees que a día de hoy…?
—Es probable —se anticipó Erika.
—Va a ser fácil comprobarlo. Buen trabajo, Erika.
—Espera, espera, Sancho, ¿qué vas a hacer?
—¿Vienes a comisaría?
—Estoy de camino. Por favor, no hagas nada hasta que yo llegue.
—Te espero.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
Caminaba torpemente de un lado a otro como un animal atrapado intentando dilucidar qué hora sería y procurando no tropezarme, pues los pies bailaban dentro de mis botas sin cordones. Por suerte, los pantalones que llevaba eran ajustados y no me hacía falta el cinturón para ceñirlos a la cintura; sin embargo, ese día me percaté de la absoluta dependencia que tenía de aquel complemento. Concluí que se trataba de algo más que de un mero añadido estético, era consustancial con el buen vestir. No obstante, a pesar de la incomodidad, no eran esas las pertenencias que anhelaba recuperar; precisamente.
No dejaba de preguntarme qué hora sería.
Despojado de mi Hublot y de mi iPhone, había perdido la maldita noción del tiempo. En aquella sala exenta de luz natural, hice un cálculo aproximado y concluí que debían de ser entre las diez de la mañana y las dos de la tarde del 10 de enero. Por tanto, aún me restaba más de un día entero de reclusión; o eso creía. Mis esfuerzos se centraban en combatir la somnolencia, y no podía evitar acordarme del aciago momento en el que Francisco Javier Sampedro vino a este mundo. Me lo imaginaba roncando en la celda, haciendo acopio de horas de sueño para estar despejado durante la noche. Debía encontrar la forma de acabar con su fútil vida, pero empezaba a notar que mis capacidades creativas estaban seriamente desgastadas. No era, ni mucho menos, la primera vez que permanecía tanto tiempo despierto, pero nunca sin la inestimable ayuda de la cocaína.
Tenía decidido lo que iba a hacer cuando saliera victorioso del enfrentamiento: dormir, comer algo diferente a un bocadillo de desechos porcinos en pan revenido y pegarme una fiesta memorable, de esas que no dejan recuerdos.
Y buscar a Francisco Javier Sampedro.
Desmembrarlo.
Todo ese proceso estaba siendo una dura prueba.
Vince te ipsum[67], recordé.
Vince te ipsum, me repetí.
Huyendo a lomos de mi imaginación, logré divisar la puerta del Zero Café, mi paraíso particular, pero el inspector Sancho apareció para devolverme al infierno. No supe descifrar correctamente la sensación que me provocó al verle; desde luego, diría que no fue la misma que cuando entró por primera vez en la sala.
—Viene bien estirar las piernas, ¿verdad?
Vengo de ver a tu amigo Sampedro. ¡Menudo espécimen! Todo el mundo le conoce como el Chapa. Un par de veces al mes, lo tenemos por aquí de visita. Siempre le pillamos con algo de mierda en el bolsillo, pasa un par de noches y de vuelta a la calle —expuso antes de tomar asiento—. Qué, ¿te ha contado alguna de sus aventuras?
—Alguna —respondí—. Creo que le voy a echar de menos cuando salga.
El inspector movió los labios y me hizo un gesto de complicidad.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó inmediatamente antes de que ocurriera.
Mis músculos se agarrotaron y se me interrumpió la respiración. Instintivamente, abrí los ojos todo lo que pude, pero no podía ver nada. Todo era oscuridad. Apreté con fuerza los párpados y me aferré a la silla. Los gritos del inspector provocaron el colapso de mi sistema nervioso.
—¡Otra vez la luz de los cojones! ¡La luz! ¡¡Que alguien arregle la puta luz!! —dijo elevando progresivamente la voz.
Contaba desde el cien hasta atrás, como me enseñó ella. No tardaron en aparecer los temblores en las extremidades.
—No te muevas de la silla —le escuché ordenarme. Luego, sentí que me rozaba al pasar a mi lado murmurando palabras que no pude entender.
—¡La luz! —exclamó de nuevo enfurecido—. ¡No tenemos luz!
A continuación, oí que la puerta se abría y al inspector Sancho gritando a alguien iracundo. Nunca hubiera imaginado que ese hombre fuera capaz de alcanzar tal grado de irritación.
Abroncaba a los funcionarios de los calabozos y golpeaba objetos. Yo seguía con los párpados apretados, inmóvil, descontando segundos; cuarenta y cuatro, cuarenta y tres, cuarenta y dos…
En el segundo veinticuatro, volvió de la misma forma en que se fue. El inspector tardó un par de minutos en entrar de nuevo en la sala.
—¡Su puta madre! Ya ha ocurrido más veces y siguen sin arreglar el cuadro eléctrico. ¡Putos inútiles de mierda! Por eso están aquí abajo esos tipos. ¡Joder, muertos tenían que estar! —sentenció el inspector todavía alterado.
Exploré el paladar con la lengua buscando sin éxito alguna zona húmeda. Inesperadamente, pude abrir los ojos.
—Ben fatto, Sancho —expresó en voz baja la inspectora jefe Galo desde el cuarto acristalado. A su lado, Michelson afirmaba con la cabeza.
—Acaba de dar un paso de gigante —sostuvo el de la Interpol—. Mira cómo está Augusto: rígido, absolutamente paralizado; a pesar de ello, de alguna forma, acaba de conectar con él. Es preciso que elija muy bien sus próximas palabras.
—Lo hará. Está manejando la situación a la perfección —juzgó la triestina.
—Erika, ¿qué opinas? —le preguntó Michelson volviéndose hacia ella, que observaba la escena sin pestañear.
—Que ha llegado el momento de sembrar, pero todavía tiene que abonar el terreno —expuso al fin.
—¿Estás bien, Augusto? No tienes buena cara —dijo Sancho.
No respondió.
—¿Necesitas algo?
—Necesito dormir —balbuceó.
Sancho entrecruzó los dedos al tiempo que ejercitaba los músculos del cuello con movimientos circulares de la cabeza.
—¿Qué harías tú en mi lugar?
Augusto bajó la mirada en señal de sumisión, o puede que por puro agotamiento.
—Necesito descansar —rogó.
El inspector hizo un breve pero intenso análisis de la situación antes de contestar.
—Dos horas. Te voy a dar dos horas para que descanses —le informó dulcificando el tono de voz—. Luego, seguimos.
—Gracias. Muchas gracias, inspector.
Augusto seguía temblando cuando Sancho le agarró del brazo para ayudarle a incorporarse.
—¡Grande, Sancho, grande! —pronunció Erika en italiano tras el espejo con mesurado júbilo.
Exteriores del nuevo hospital Río Hortega (Valladolid)
El cielo estaba despejado y lucía esplendoroso con un azul metálico, vigoroso, renovado. La sensación térmica en manos, pies y mejillas, y el efecto que provoca el aire glacial en su descenso por las fosas nasales le recordaron a su isla en los últimos días de otoño. Tenía el brazo izquierdo en cabestrillo y la gabardina sobre los hombros. Tan solo llevaba unos minutos sentado en el banco, pero ya mostraba una expresión esperanzadora, vigorosa, renovada. Tal efecto era fruto de las cavilaciones a las que se había entregado mientras estaba postrado en aquella cama de hospital. Ni siquiera los mordiscos de la jauría, cada día menos dañinos, harían que Ólafur cambiara el semblante.
Miró al suelo y, a pesar de no llevar las gafas, pudo distinguir algunas piedras de buen tamaño.
Se fijó en una que tenía forma de secador de pelo, o eso interpretó.
—Ólafur. Si estuvieras rodeado de palomas, diría que eres un jubilado a la caza y captura de alguna viuda desprevenida.
El islandés levantó la cabeza y, aunque no consiguió distinguir con nitidez los finos rasgos faciales de Erika, su cerebro ya había puesto cara a esa voz.
—Hola, Erika.
—¿Cómo te encuentras?
—Como Njörd[68] de regreso del Valhalla[69]: liberado. Gracias por venir a buscarme.
—¿Eso de descalzarse en la vía pública en pleno invierno es una tradición islandesa o es que se han pasado con los calmantes ahí arriba?
Ólafur se acarició el bigote con la palma de la mano. Cuando la retiró, apareció una sonrisa que Erika nunca había visto dibujada en el rostro del comisario.
—Los calmantes, no hay duda —aseveró ella—. Tengo el coche que me ha dejado Sancho aparcado ahí. Quería venir él a recogerte, pero le hemos obligado entre todos a dormir un par de horas.
—Ya. Bien hecho. ¿Tenemos novedades? —quiso saber mientras trataba de ajustarse los calcetines del revés.
—Sí, te pongo al día de camino. ¿Has comido?
—Algo, si eso se puede considerar comida.
—Entonces, toma. He supuesto que te podría apetecer mancharte los pulmones.
Ólafur miró a Erika de hito en hito. No recordaba la última vez que alguien le había ofrecido un cigarro.
—Aprendería a amarte como a Skaði[70] si no fueras tan joven y extraordinaria —declaró en islandés, y Erika le pagó el cumplido con una sonrisa demoledora.
Cuando llegaron a comisaría, Ólafur volvió a mudar el semblante. Michelson fue el primero en recibirle.
—No tienes mal aspecto, comisario. Acaban de subir a Augusto a la sala. Sancho estará a punto de entrar. Toma, un regalo de bienvenida.
El islandés sacó las gafas de la funda. Eran del mismo modelo que el último que había perdido durante la persecución entre la niebla.
—Sancho nos indicó dónde comprarlas —apuntó Gracia Galo—. Por cierto, te quedan mejor que las otras —bromeó.
El islandés no supo qué decir, así que se puso las gafas, se las ajustó con el índice y no pronunció palabra alguna. No hacía falta para expresar su gratitud.
Sancho tenía apoyada la frente sobre el frío metal de la puerta de la sala de interrogatorios. La vibración de su móvil le sacó del trance en el que parecía estar sumido.
—Sancho.
—Soy Salcedo. Me acaban de llamar de Madrid. Negativa.
—¡Hay que joderse! ¡Me cago en la madre que me parió!
—Negativo, Sancho, negativo. Ha tenido que lavarse las manos muy bien o disparar con guantes para que no hayamos podido encontrar nada.
—Pudo hacerlo en el hospital. Es culpa mía. Se me olvidó advertir a los funcionarios que no le quitaran las esposas ni para mear. Pero allí no los mantienen esposados.
—No es culpa tuya, Sancho.
—Este hijo de mil putas se las sabe todas…
—Quizá no todas. Tenemos una última oportunidad.
Cuando dejó de hablar con Santiago Salcedo, valoró la conveniencia de proceder con lo que le había sugerido, pero decidió guardarse esa baza por si el camino emocional se torcía. Se repetía una y otra vez las últimas tres palabras de la frase de Gracia Galo: «Olvidarte de Augusto». No había logrado dormir, pero tumbado en aquel sofá de comisaría cuya leyenda nunca había sido contrastada, creía haber encontrado el tortuoso sendero que llegaba hasta Gabriel. Tras unos minutos más, entró de nuevo en la sala de interrogatorios con dos cafés en la mano izquierda y la cajetilla de Moods en la derecha. Notó que necesitaba algo de tiempo de sugestión antes de iniciar el siguiente asalto y mandó a los funcionarios que le dieran quince minutos antes de bajar de nuevo al sospechoso.
No dormía profundamente, pero mi cerebro estaba en reposo, en ese estado de seudoinconsciencia a caballo entre lo onírico y lo mundano. Decidí tumbarme directamente sobre aquella superficie dura y fría antes que usar el hediondo rectángulo de plástico mullido que tenía por colchón. Arrojé la manta lo más lejos que pude y me la imaginé infestada de pequeños seres vivos cobijados en lo que quedaba de tejido.
—¡Hijo de puta, el zanahorio! —escuché decir a lo lejos. La voz provenía de la zona en la que se sentaban los funcionarios asignados a los calabozos.
—Ya me ha dicho Paco Montilla que os habéis comido un broncazo de cojones por el tema de la luz —dijo otra voz más resquebrajada, veterana.
—Ya te digo, tronco —confirmó—. ¿Qué culpa tendremos nosotros de que el cuadro eléctrico falle, tronco? No veas qué voces nos ha dado el cabrón del inspector. En mi puta vida me habían gritado así a la cara, tronco, en mi puta vida —insistió el ofendido con acento vallecano.
—No es la primera vez que le pasa. Parece que a nuestro querido inspector le asusta la oscuridad. No hace mucho, teníamos un psicólogo a disposición del personal y, según dicen, el pelirrojo era cliente habitual. ¡No te digo yo que no siga meándose en los pantalones!
—En su jodida cara me meaba yo —afirmó el madrileño—. Si tanto le asustan las tinieblas, que saque la caja de herramientas y arregle el cuadro eléctrico con sus cojones. Ej que te juro que, si me vuelve a gritar así, yo acabaré en la trena, pero al pelirrojo de loj cojones le meto dos tiros en la puta cabeza —se envalentonó.
—Bueeeno, bueno. Relájate un poco hombre, relááájate —contestó el veterano.
Saltaron a otros temas. Los recortes del Gobierno en educación y sanidad y la congelación del salario de los funcionarios centraron un debate tan estéril como pueril. Desconecté para desmenuzar la escena de la que acababa de ser testigo. El inspector tenía miedo a la oscuridad; paradójico.
No mucho tiempo después, identifiqué a los dos funcionarios delatores cuando me condujeron de nuevo a la sala de interrogatorios. El joven de acento castizo seguía con expresión de agravio.
Cuando llegué a la sala de interrogatorios, el inspector ya estaba sentado.
—Espero que hayas descansado. ¿Te encuentras mejor? —preguntó Sancho.
El semblante del detenido era un no rotundo. La privación de sueño había provocado un aumento en la producción de melanina concentrada en los párpados inferiores. Tal era el contraste que sus iris —desde donde se extendía una fina red roja de capilares— parecían más castaños que negros.
Heridas, contusiones y magulladuras repartidas por su rostro hicieron que el inspector casi sintiera lástima del detenido.
Casi.
Inmediatamente, fijó su mirada en la taza de café y la cajetilla de Moods.
—No mucho, pero me ha venido bien —declaró Augusto.
—Estos calabozos no son un resort, pero ten por seguro que hay cárceles peores. Mucho peores —enfatizó.
—Usted tampoco parece haber dormido mucho.
—Tiempo dormido, tiempo jodido —sentenció Sancho—. ¿Por dónde íbamos?
—¿Ese café es para mí?
Sancho inclinó ligeramente la cabeza hacia la izquierda y entornó los párpados. Transcurridos unos segundos, acercó el vaso de plástico al reo.
Augusto se llevó el café a los labios y, cerrando los ojos como si fuera un maestro cafetero y estuviera probando el tueste de los primeros granos, dio un sorbo prolongado. Después, volvió a desviar los ojos al tabaco.
—Así que no soporta la oscuridad —dijo Augusto con un tono lánguido, mortecino.
Sancho hizo una mueca de asombro.
—¿A qué tiene miedo?
«A que un sociópata hijo de puta asesine a treinta personas y salga impune, a eso tengo miedo», barruntó el inspector.
—A lo que trae la oscuridad. Es más común de lo que parece, pero yo hago las preguntas aquí.
—Claro, inspector. ¿Sabe lo que es un sueño lúcido?
El pelirrojo elevó sus pobladas cejas animando al detenido a seguir hablando. Precisamente eso era lo que Sancho pretendía.
—Es paradójico, porque los sueños lúcidos son consecuencia directa de la falta de descanso. Es una fase semiconsciente en la que el cerebro controla lo que sucede durante el sueño. Para que nos entendamos, el subconsciente pone el escenario y el cerebro controla la acción. Yo he tenido uno hace unos minutos. ¿Le gustaría saber de qué iba?
—Por supuesto —respondió el inspector con absoluta sinceridad.
—El escenario era una sala de un juzgado cualquiera, con un juez con aspecto de juez, abogados con aspecto de abogados y yo. Había treinta y dos personas asistiendo al juicio en calidad de público, esas de las que tanto hemos hablado, y usted. No hace falta que le diga cómo termina el juicio, ¿verdad? El sueño es mío. El caso es que, nada más salir del juzgado, me cruzo con usted y le veo sonriendo, y no paro de preguntarme por qué sonríe. ¿Por qué sonríe, inspector? —le preguntó.
—No sé. Es tu sueño húmedo —erró aposta—. No habrías vuelto a ver la luz del sol si hubiera sido el mío.
—¿Es eso lo que quiere? ¿Verme entre rejas?
—Podría decirse que sí, pero no me estás ayudando mucho.
—Lo sé, es mi obligación. ¿Puedo? —preguntó señalando los Moods.
El inspector consintió con un leve movimiento de la cabeza.
—¿A qué tiene miedo? —insistió antes de prender el purito.
Había llegado el momento de interpretar la historia que había preparado con Erika.
—Te interesa conocerme a fondo, ¿verdad? Yo no tengo nada que esconder. Es algo que arrastro desde la niñez. Al trasladarnos a Valladolid, mis padres decidieron alquilar una casa bastante antigua. No tenían para más —precisó—. El suelo crujía, las cañerías sonaban, las puertas chirriaban… El caso es que, de día, uno no percibe esos sonidos, o se intensifican mucho más de noche.
Augusto radiografiaba cada palabra que salía por su boca.
—Yo era el pequeño —retomó Sancho—, y me había tocado el cuarto que no tenía ventana. Así, cuando se apagaba la luz del pasillo, mi habitación se convertía en una caja hermética y tenebrosa en la que se amplificaban infinidad de ruidos extraños. Al margen, mi hermana me contaba historias de espíritus que habían vivido en esa casa y deambulaban por la noche buscando venganza. Simplemente, no podía cerrar los ojos. Mi madre, enfrentándose a la opinión de mi padre, acabó comprándome una pequeña lámpara de color morado que tenía encendida toda la noche. Hoy en día, todavía no puedo dormir completamente a oscuras.
Augusto elevó la barbilla y soltó el humo muy despacio.
—Inspector, ¿sabe que no se puede tratar de engañar a alguien que vive del engaño?
—¿Y tú de qué tienes miedo? —preguntó con premura obviando el comentario anterior.
—Es muy sencillo de explicar, yo no tengo que inventar ninguna historia. El cerebro asocia la oscuridad a la fase más profunda del sueño; en mi caso, a la misma pesadilla, que se repetía cada noche. Durante esos episodios, revivía escenas muy traumáticas de mi infancia, que seguramente ya conocerá —relató con extrema frialdad—. Es una asociación inconsciente: causa, efecto; oscuridad, pánico. ¿De qué se ríe, inspector? —preguntó seguidamente haciendo nuevamente alusión a su sueño lúcido.
—¿Crees que tengo muchos motivos para reírme?
—Eso es lo que me desconcierta —afirmó dejando escapar el humo azulado del purito de forma controlada.
—¿Sigues teniendo esas pesadillas? —retomó Sancho.
—Rara vez —mintió.
—¿Cuándo desaparecieron?
—Justo en el preciso momento en que está pensando.
—¿Así de sencillo? —cuestionó Sancho frunciendo el ceño—. ¿Así, de golpe y porrazo, se pueden borrar los recuerdos de la infancia? ¿Podría decirse, entonces, que Gabriel murió el mismo día en que también lo hizo Mercedes Mateo?
—Podría decirse.
—Yo creo que no. Tengo mi propia teoría: tus padres adoptivos fueron quienes mataron a Gabriel.
Augusto inclinó ligeramente la cabeza hacia la derecha y sus pupilas se contrajeron fugazmente. El inspector supo leer el interés de su interlocutor en aquellos gestos y apreció, observando la carótida, que su pulso aumentaba el ritmo.
Había tocado la tecla.
—Se equivoca. Mis padres me enseñaron a convivir con Gabriel.
Sancho apoyó la barbilla sobre el puño invitándole a continuar hablando.
—Yo era un muñeco roto, y ellos me arreglaron. Me lo dieron todo —enfatizó con un tono más agresivo de lo habitual—. Me querían tal y como era, con mis imperfecciones, y me enseñaron a corregirlas.
—¿Para ser perfecto? ¿Eso querían tus padres adoptivos?
—No, eso lo decidí yo. Tenía que serlo, porque me sentía y me siento en otro plano que los demás.
—Un plano superior —precisó Sancho.
—Distinto —repuso el detenido—. Es algo difícil de explicar.
—Inténtalo —le retó.
—No tardé en darme cuenta de que era capaz de recibir más información que el resto de personas y procesarla con mucha mayor rapidez que la mayoría. La compañía de las personas me resultaba francamente aburrida, me restaba más que me aportaba, así que prescindí voluntariamente de esa carga. Las preguntas y respuestas están en los libros, al alcance de la mano de todo el mundo, pero la gente prefiere mirar hacia otro lado. Es más fácil. Respirar, alimentarse, reproducirse y morir, a eso se reduce la vida del ser humano: sobrevivir —recalcó. Su respiración se hizo más arrítmica—. Si yo pude coger otro camino fue porque mi padre me mostró dónde comenzaba y me advirtió de los peligros que conllevaba. Me enseñó a avanzar sin mirar atrás, a cargar con mi pesada mochila llena de trágicos recuerdos y experiencias traumáticas. Nunca me animó a intentar deshacerme de ella en la primera cuneta para marchar más deprisa. ¡Nunca! ¡Sé quién soy!
—¿Y quién eres?
—Augusto Ledesma Alonso.
—¿Qué pasó, entonces, con Gabriel García Mateo?
Augusto desvió la mirada hacia el techo.
—Fue asesinado —pronunció Sancho anticipándose a una posible respuesta—. Te puedo decir hasta la fecha —deliberadamente, Sancho hizo una pausa captando de nuevo la atención de Augusto—. El 9 de noviembre de 2008.
Las pupilas de Augusto se contrajeron.
—Sé lo que intenta, inspector. Se le ve venir a kilómetros.
—Te equivocas, Augusto. Esta vez —precisó—, no tienes ni idea de qué te estoy hablando.
—Por supuesto que sí, de la muerte de mis padres.
Sancho se tomó unos segundos enfrentándose a su mirada. Era vital que Augusto pudiera analizar la veracidad de sus palabras.
—Del asesinato de tus padres. Asesinato —enfatizó separando las sílabas.
No movió ni un solo músculo de la cara. Ni siquiera pestañeó, pero el movimiento de su nuez le delató: estaba ávido de más información, y Sancho abrió la caja.
—Vuestra etapa en Berlín terminó cuando Mathias Wethin padre se despeñó con su coche por los acantilados de Cap Blanc. Esta vez sí, accidentalmente. Orestes volvió a casa para arreglar papeles, supongo, y tú iniciaste una etapa en solitario que tu hermano no podía permitir. Solo se trataba de esperar el momento apropiado, y si algo sabía hacer Orestes era esperar. La ocasión se presentó cuando tu relación con Paloma fracasó, pero todavía le quedaba un escollo o, como él mismo afirmó en Belgrado, «un lastre que soltar». Seguidamente, fingió su propio suicidio y se instaló contigo para siempre.
—Orestes no mató a mis padres —pronunció en un tono que sonó más a anhelo que a afirmación.
—¿Sabía Orestes que tus padres habían planificado ir a Redipollos ese fin de semana? Piénsalo.
Augusto desvió la mirada hacia la derecha y Sancho supo leer el gesto: estaba rebuscando entre sus recuerdos. Debía seguir hablando.
—Lo único que tenía que hacer era aflojar los latiguillos de los frenos, la carretera se encargaría del resto. Muertos tus padres y muerto lo que quedaba de Gabriel, Orestes te tenía a su merced para que fueras su herramienta, un instrumento con el que cumplir su macabro plan. Antes, había aprendido de Armando Lopategui todo lo que necesitaba saber para incentivarte y poder controlarte. Orestes se lo contó todo a Erika y a su padre en el restaurante de Belgrado el día que murió —continuó el inspector—. Tu querido hermano quería machacar intelectualmente a su psicólogo antes de acabar con él, lo mismo que tú pretendes hacer conmigo. Encaja las piezas, Augusto, has sido una víctima más de Orestes.
—No te creo —balbuceó.
—Sabes muy bien si la persona que tienes delante miente o dice la verdad. No se puede tratar de engañar a alguien que vive del engaño —parafraseó oportunamente el inspector.
Vibró el móvil de Sancho, tal y como lo habían previsto. Miró la pantalla y se levantó de la silla.
—Tengo que salir un segundo —anunció—. Lo siento, pero es importante.
Cuando entró en la sala insonorizada, Michelson, Gracia Galo, Ólafur y Erika tenían prácticamente pegada la nariz al cristal.
—Lo está masticando —apuntó la triestina.
Lo sabía porque yo se lo había contado. Claro que lo sabía. Orestes se mofó repetidamente del nombre del pueblo: Redipollos. Recuerdo que, ese domingo, había corrido el doble de distancia de lo habitual. Pocos días antes, recibí la invitación de boda de Paloma, y eso provocó que se me abrieran las heridas del desengaño. Estaba valorando la propuesta de Orestes: retomar nuestra convivencia, volver a ser uno solo. Es cierto, no estaba convencido de que fuera lo mejor para mí en aquella etapa. Aquel aciago día, poco antes de comer, la policía llamó para informarme del accidente: «Me temo que ambos han fallecido», concluyó una voz femenina, fría y aséptica como un escalpelo. Cuando colgó, me quedé con el inalámbrico del salón en la mano escuchando cómo el «piii» continuo pasaba a convertirse en un interminable «pi» discontinuo.
Lo sabía porque yo se lo había contado.
Luego, la macabra sucesión mortuoria: tanatorio, funeral religioso y entierro, y todos aquellos extraños lacrimosos que se acercaban a mí estrechándome sus sudorosas y desconocidas manos en señal de duelo, arropándome como si fuera a encontrar el consuelo entre sus fingidos y forzados abrazos, permitiendo que me besaran como si fueran a insuflarme el coraje que me faltaba para afrontar mi reincidente orfandad. Se instaló en casa el sábado siguiente. Es cierto, no me ofreció consuelo. Me recetó el olvido por remedio y seguí el tratamiento sin saltarme una sola de las dosis de recelo, inyectándome odio puro por las venas e inquina para las penas. Me hizo dependiente de su contagioso aliento.
Lo sabía porque yo se lo había contado.
Yo.
El inspector no miente. Maldito seas, Orestes. ¿Así que hiciste alarde de ello? Porque eras tú quien manejaba mis hilos y tenías que contarlo a los cuatro vientos, ¿verdad? «Ninguna victoria sabe mejor que la que se produce frente a los ojos de tu contrincante», decías.
Preso de tu maldita dulzura.
Embelesado por tus agrios mensajes.
Nadando en tu letal veneno.
Un títere.
Otra víctima tuya.
Maldito seas, Orestes, maldito seas.
—Debes entrar de nuevo, este es el momento —observó el de la Interpol.
—Estoy de acuerdo —coincidió el comisario Olafsson.
Sancho buscó a Erika con la mirada.
—Suave —precisó ella.
—Tienes delante a Gabriel García Mateo, el niño. No lo olvides —quiso recordarle Gracia posando su mano en el hombro del pelirrojo.
Augusto había adoptado una postura rígida con la espalda completamente recta y los codos apoyados en la mesa. Nada más sentarse frente a él, le chocó comprobar que tenía la expresión descargada, los ojos cerrados y respiraba sosegadamente.
—Gabriel —pronunció Sancho en tono reposado.
No hubo reacción.
—Gabriel, hay que terminar con esto de una vez. No puedo decir que lamente que te hayas enterado por mí, pero debes creerme cuando te digo que te considero una víctima más de Orestes. Sabemos con certeza que él era el ideólogo y tú el brazo ejecutor, que aprovechó tus grietas anímicas para colarse dentro de ti y utilizarte, y precisamente por eso quiero ofrecerte una salida digna. Un amigo me dijo una vez que el futuro no es más que una prolongada huida del pasado cuando uno no ha podido elegir su presente; esa frase podría resumir tu existencia. Debes dejar de huir y hacer frente a lo que está por llegar.
En ese instante, el detenido abrió los ojos.
—Ya sé por qué sonreía —expuso con voz neutra.
—¿Me has escuchado?
—Le he escuchado perfectamente —contestó haciendo sonar sus nudillos—. Sonreía porque ya conocía el desenlace de antemano. Cuando uno sabe cuál va a ser el final, nada tiene que temer. Y usted lo sabía. Brillante. Me alegro de haberme enfrentado a un rival a mi altura.
—Déjame que te proponga algo. Duerme lo que necesites y, cuando estés descansado, nos cuentas toda tu historia desde aquella noche en la que decidiste ser el verbo en la obra de Orestes. Nos llevará unas cuantas horas, pero cuando terminemos, te habrás liberado de la mochila que tu hermano te hizo cargar. Volverás a ser Gabriel García Mateo y empezarás una nueva vida, tu vida. Si me ayudas a escribir esos últimos versos, te doy mi palabra de que haré todo lo que esté en mi mano para que no ingreses en prisión y te trasladen a un centro de internamiento psiquiátrico, donde podrás disfrutar de algunos privilegios que no tendrás si vas a la cárcel. Podrás llevarte tus libros, escribir e, incluso, escuchar música.
Por un segundo, pareció que su adversario estaba masticando la propuesta.
—Le agradezco el ofrecimiento, sé que es sincero, pero usted ya ha jugado sus cartas y me toca jugar las mías. Yo jamás abandono una partida, ya debería saberlo. No puedo aceptar. Si cuentan con pruebas para formalizar una causa contra mí, háganlo. Si no, me iré por donde vine en menos de veinticuatro horas. Estas han sido mis últimas palabras en esta sala de interrogatorios.
Y cerró de nuevo los ojos.
—Se acabó —sentenció Michelson tras el cristal.
Sancho sabía que, en aquel momento, tenía que hacer o decir algo. Se acababa de romper el hilo de pescar y la pieza volvía a nadar libre en ese inconmensurable mar de aislamiento. Pensando en la forma de volver a atraer hacia sí la mente de su rival, no se le ocurrió otra cosa que pronunciar:
—¡Hay que joderse!