Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
9 de enero de 2012, a las 08:38
Sancho entró en el despacho del comisario Herranz Alfageme sin llamar.
—Quedamos en que lo traerían a las ocho de la mañana, no a partir —remarcó— de las ocho de la mañana, comisario. Hay una diferencia importante…
—Igualmente, buenos días. Adelante. Puede usted pasar. Siéntese, por favor.
—No tengo tiempo para estas chorradas, comisario. Solo dígame si ha salido ya del hospital o si tengo que ir a buscarle. Ya hemos perdido unas horas preciosas de interrogatorio.
—Sancho… —introdujo el comisario endureciendo su semblante—, si decidí posponer el interrogatorio no fue solo por el lamentable estado del sospechoso; más bien, por el tuyo. Estabas tan alterado que te hubieras dejado timar por un niño de doce años. Sé que eres especialista en estos menesteres, pero necesitas encontrarte en perfecto estado anímico. Además, no podemos traerlo a comisaría hasta que el médico no dé su visto bueno. No nos saltemos los procedimientos básicos.
—Conozco los putos procedimientos básicos —repuso Sancho bajando el tono.
—Pues no lo parece, porque traes una cara de no haber dormido una mierda, de haber pasado toda la noche despierto visualizando el interrogatorio, de haber preparado preguntas, de haber rumiado ya sus respuestas y de haberlas digerido con unos cuantos tragos de… ¿whisky?
—Jameson, para ser exactos.
Sancho se pasó la mano por el mentón. El tercio superior de su cara le delataba: visible hundimiento del globo ocular, enrojecimiento de la esclerótica, párpado inferior amoratado y ceño fruncido. En ese planisferio, pasaban absolutamente desapercibidos los cinco puntos de sutura que presentaba en el parietal izquierdo.
—He pensado mucho si eres, o no, la persona más indicada para estar al frente de este interrogatorio —continuó diciendo el comisario—. Ya me han hablado de tus habilidades, y también de tus condicionantes: «Nadie escuchando, nadie mirando».
—Eso es, nadie que yo no quiera —precisó.
—Muy bien, pero no hagas que me arrepienta.
El inspector cogió aire y lo retuvo en sus pulmones antes de soltarlo muy despacio para terminar asintiendo con la cabeza; casi imperceptiblemente. El olor meloso que se desprendía de la metabolización alcohólica invadió el despacho de Copito.
—Sancho, haz el favor de irte a tomar un café solo, o dos. Y bebe mucha agua, que estás… deshidratado. Otra cosa más, el detenido llegará en unos veinte minutos, pero no quiero que entres hasta que te hayas calmado y yo te haya visto. Esto no es negociable —enfatizó en la negación.
—De acuerdo, comisario, así lo haré. ¿Sabemos algo del arma?
—La gente de Salcedo está peinando la zona siguiendo las indicaciones que les facilitaste. Ayer interrumpieron la búsqueda cuando ya no había luz, pero llevan con la lupa en la mano desde las siete de esta mañana. La encontrarán, espero —matizó—. He ordenado que le tomen las huellas en cuanto ponga los pies en comisaría y que nuestro enlace con la Interpol se encargue de hacérselas llegar a quien corresponda. Si, como dice el informe, es sospechoso de haber cometido todos estos asesinatos, supongo que encontraremos alguna coincidencia. ¿No crees?
—Yo no depositaría mis esperanzas en ello. Ese proceso durará más de una semana con total seguridad. Nosotros mismos no seremos capaces de cotejar todas las que recogimos en los escenarios de los crímenes y que están pendientes de identificar. Además, como sabe, no hay dos huellas coincidentes que nos permitan coger un atajo. No estaría de más hacerle la prueba de la parafina.
Herranz Alfageme torció el gesto.
—No creo que nos ayude mucho considerando el tiempo que ha pasado desde que hizo los disparos y la cantidad de «y sis» y «peros» que un buen abogado defensor podría sacarle, Sancho.
—Se la pueden pasar por el forro en el juicio, pero lo que no sabemos es si Augusto Ledesma está al corriente de esa circunstancia. Lo mismo se acojona.
—Mira, ayer mismo detuvieron en Zaragoza al autor del apuñalamiento mortal de la calle Nicasio Pérez y, hoy, el juez va a decretar su puesta en libertad con cargos. Eso, a pesar de que tenemos muchas más pruebas en su contra que las que podemos aportar en este caso.
—Estoy al corriente, comisario —dijo con tono adusto para zanjar esa conversación—. Necesitamos retener al sospechoso de alguna forma, y eso solo será posible si encontramos el arma con la que disparó a Ólafur o hallamos el calzado cuya suela se ajusta con la huella encontrada en la puerta de Marta Palacios. O se nos aparece la Virgen —añadió Sancho.
—Está bien, que se la hagan —claudicó—. Otra cosa: los resultados del laboratorio estarán a lo largo de la mañana, pero, a simple vista, descartan que la huella fuese hecha con las botas que llevaba en el momento de la detención.
—Por eso hay que dar con su puta casa.
—A ver qué nos dice su móvil.
—Lo que sea, pero que lo haga pronto —respondió dándose media vuelta.
—Espera, Sancho, ayer nos llegaron novedades sobre el estado de la chica polaca.
El inspector se giró bruscamente.
—Sigue estable, dentro de su estado crítico. Respira artificialmente y parece que los daños cerebrales son irreversibles. Sin embargo…
El comisario cogió aire; Sancho retuvo el suyo.
—Parece que está embarazada. De ocho semanas —precisó.
El inspector frunció el ceño.
—¿Cómo dice? ¡No me joda, hombre!
—Las fechas coinciden.
—Pero… ¿no la habían examinado? El informe de fluidos corporales dio negativo.
—Según dicen, la persona que debía recoger las muestras vaginales no se atrevió dado su estado comatoso. El ser humano es así —sentenció el comisario.
—El jodido ser humano. ¿Y qué va a pasar? ¿Va a continuar con el embarazo?
—La ley polaca no penaliza la interrupción del aborto hasta la duodécima semana en caso de malformación del feto, violación o riesgo para la vida de la madre. En su caso, no se trata de ninguno de tales supuestos.
—¡Hombre, no me joda…!
—¡Sancho! —le interrumpió Herranz Alfageme elevando el tono—. Yo no hago las leyes en Polonia, solo te transmito lo que nos han comunicado a través de la Interpol. No puede probarse que haya sido violada. De hecho, la muchacha no presenta desgarros ni otros signos de resistencia, y tampoco se ha encontrado resto alguno de sustancias en su sangre que indique que pudo haber sido sedada. El feto está en perfecto estado y, a pesar de que la vida de la madre corre serio peligro, nada tiene que ver con el embarazo. Nos han pedido…, no —rectificó de inmediato—, exigido, que no se informe al detenido sobre el estado de la muchacha. Él la dio por muerta y así debe seguir siendo por expreso deseo de la familia. Y nada más puedo decirte al respecto.
Solo un milagro podría hacer que esa chica despertara, así que…
—Los milagros no existen, comisario —afirmó el inspector buscando la salida del despacho.
—Sancho.
El pelirrojo se giró de nuevo.
—No lo conviertas en algo personal. Aunque lo sea —le ordenó su superior.
Mascando la noticia de camino a la máquina de café, Sancho se encontró con Áxel Botello y con Jacinto Garrido.
—Sancho —dijo el agente veterano—, ayer por la tarde nos enteramos de la detención. Enhorabuena.
—Gracias —respondió estrechando la mano izquierda a ambos; tenía vendada la derecha como consecuencia de las fisuras localizadas en el cuarto y quinto metacarpianos.
—Sancho, no te ofendas —terció Áxel—, pero creo que esto va a venirte muy bien —consideró mostrándole un sobre de Espidifén.
—No te voy a decir que no.
—¿Café solo? —preguntó Garrido.
—Sí, gracias. Un minuto, voy a hacer una llamada.
Sancho se retiró unos metros. Buscó el teléfono de Ólafur Olafsson, que había sido intervenido por la tarde de las heridas causadas por el disparo.
Un carraspeo prolongado identificó al comisario islandés.
—Buenos días, inspector.
—Buenos días. ¿Cómo has pasado la noche?
—Sedado.
—Me han comentado que la intervención fue un éxito. Se te nota algo cansado.
—Ya. Todo un éxito, sí.
—¿Te han dicho cuánto tiempo tienes que permanecer en observación?
—Cuarenta y ocho horas, pero te juro por las cenizas de mis antepasados que mañana estoy allí contigo. ¿Cuándo empiezas el interrogatorio?
—En breve, supongo.
—¿Has avisado a Michelson? —quiso saber el islandés.
—Ayer por la tarde. Me dijo que hoy cogía el primer vuelo a Madrid. Erika llega a mediodía.
—La caballería pesada —definió Ólafur sin pretender hacer un chiste.
—Sí.
—¿Has llamado a la inspectora jefe Galo?
—También.
El silencio del islandés era una clara invitación a seguir hablando.
—Llevaba un par de copas encima cuando hablé con ella, pero creo que me vino bien tener esa conversación. Creo —remarcó.
—Ya. Estoy seguro. Te noto tenso, como debe ser. Lo vas a hacer bien, de puta madre —subrayó en español—. Estoy cansado. Llámame más tarde, cuando puedas.
—Lo haré. Descansa.
—Gangi þér vel[64] —le deseó en islandés.
Paseo del Arco de Ladrillo (Valladolid)
Me había preparado para ello.
Orestes estaba en lo cierto: antes o después, tendría que enfrentarme al sistema judicial y vencerlo. Solo debía seguir las normas. Tenía muy recientes sus palabras, las había escuchado la pasada noche durante mi estancia en esa habitación de seguridad del nuevo hospital Río Hortega: «Son ellos quienes tienen que demostrar que eres culpable. No eres culpable si no pueden probarlo. Si no hay pruebas, no eres culpable. Nunca dejes pruebas. Mantén siempre la iniciativa». Me adoctrinó en materia jurídica muchas veces, pero la última que recordaba fue el día en que Sancho estuvo a punto de apresarme tras dar muerte a Martina.
El coche patrulla enfiló la calle Alférez Provisional, por lo que estaría en terreno enemigo en tan solo unos minutos, frente al inspector Sancho, que, a buen seguro, sería el encargado de arrancarme una confesión. Me detuvieron sobre las tres de la tarde del día 8 de enero. Así, conforme a la ley, solo podrían retenerme hasta las tres de la tarde del día 11; setenta y dos horas de las cuales ya habían pasado casi dieciocho, lamentablemente.
Era necesario encontrar el momento oportuno para terminar de hundir al asesino de mi hermano, y no podía precipitarme con el descabello aunque me lo pusiera en bandeja.
Cuando, por fin, entramos en las dependencias policiales, busqué mi propio reflejo en el retrovisor del vehículo policial. Esa, y no otra, era la sonrisa que buscaba.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
El subinspector Peteira se acercó a sus compañeros, reunidos en torno a la máquina de café, con gesto severo.
—Inspector, ya ha llegado. Lo tienen abajo. Le toman muestras y te lo llevan a la sala en unos diez minutos —informó.
—Bien, ahora voy. Por favor, encárgate de organizar al grupo cuando llegue el informe de la compañía de telecomunicaciones. Lo primero que quiero que comprobemos es el posicionamiento del terminal de Augusto en el día y en la franja horaria en la que se cometió el asesinato de Marta Palacios. A ver si suena la flauta. Luego, vamos a averiguar a qué repetidor se conecta en las horas nocturnas. En cuanto acotemos el área de influencia, os quiero a todos en la calle. Primero, las tiendas: supermercados, farmacias, tiendas de informática, repuestos de impresora y esas mierdas.
—Y estancos —añadió Peteira.
—Y estancos. Si no encontramos nada, portal por portal. Hay que dar con la guarida de Augusto Ledesma, y cada minuto cuenta.
Sancho miró el reloj. Las 09:02. Comenzaba la partida.
—Sancho —le dijo Peteira con voz trémula—. Si necesitas algo, lo que sea, cuenta conmigo.
—Lo sé, Álvaro, cuento con todos. Muchas gracias. Voy a ver al comisario antes de entrar. Otra cosa, avisa, por favor, a todos los turnos de calabozos que nadie, y digo nadie, se comunique con el detenido. Cualquier cosa que pida o necesite, que me avisen. Incluso para ir a mear y a la hora que sea.
—Entendido.
—Y… por cierto, ¡que al final se me va a olvidar! Encuentra al Chapa. Detenedlo con algún pretexto, seguro que lleva algo de mierda encima. Habla con las Águilas, ellos le agarrarán cagando leches.
Un gesto de asombro se esculpió en el rostro del subinspector.
—¿Al Chapa?
—Tú tráemelo.
Peteira le despidió con un gesto a medio camino entre la complicidad y el desconcierto. Sancho se alejó bajo las atentas miradas de los presentes.
Áxel Botello rompió el silencio:
—No me gustaría estar en la piel de ese cabrón. Lo va a despellejar vivo.
—No sé —contestó Peteira—. Nadie lo sabe en realidad, porque nadie que yo conozca ha estado presente en un interrogatorio de Sancho, pero es innegable que sus ratios de efectividad se sitúan muy por encima de la media —aseveró dando rienda suelta a su acento gallego—. No obstante, este no va a ser como tantos otros. Jamás tuvimos delante a un tipo tan despreciable y tan listo, jamás —enfatizó.
—Inteligente —corrigió Garrido—. Lista es mi suegra, ese cabrón es inteligente. No sé qué tendrá guardado Sancho, pero el detenido, en este momento, está aquí de visita.
—Algo tendrá —conjeturó Botello.
—Más nos vale, carallo, más nos vale —finiquitó el subinspector.
El comisario Herranz Alfageme solo le deseó suerte. Sancho agradeció su confianza y, aunque no lo verbalizó, apreció sobremanera que no le preguntara por la estrategia que iba a seguir. Había pensado mucho en ello, y lo único que tenía claro era que no podía seguir las técnicas del manual de interrogatorios. La clave era encontrar la puerta de entrada a su lado vulnerable y, una vez dentro, ver cuál era la tecla que tenía que tocar.
Normalmente, dejaba a los sospechosos un par de horas en la sala de modo que pudieran reflexionar y preparar sus coartadas, esas que iluminan el camino a seguir. Sin embargo, Augusto ya había dispuesto del tiempo necesario para ello y, seguramente, su adversario ya habría diseñado una táctica defensiva. El primer paso consistía en averiguar cuál era y destriparla.
Con una mano apoyada en la puerta de aquel cuartucho de ocho metros cuadrados, el inspector inspiró y espiró varias veces tratando de evadirse de lo personal. Los efluvios de los bactericidas utilizados a discreción por el servicio de limpieza le provocaron un fuerte picor en la garganta.
Sancho no sabía qué era más desagradable, si ese olor matutino o el que reinaba a media tarde: una desagradable mezcolanza de sudor añejo y queso curado. Cuando se sintió preparado, agarró el picaporte de bola y se dio unos segundos más hasta que se decidió a girarlo.
—Buenos días.
—Buenos días, inspector —contestó el agente que custodiaba al sospechoso.
—Puede usted dejarnos.
—Estaremos fuera por si necesita algo.
Augusto no se giró. Estaba sentado en una silla de madera baja y de naturaleza premeditadamente incómoda. Tenía la espalda recta y las manos esposadas descansando sobre una mesa de apenas metro y medio de largo. La luz, pálida y cerosa, proporcionaba una atmósfera luctuosa propia de un velatorio.
Sancho esperó a que el agente saliera de la sala para dar tres pasos y sentarse frente al sospechoso.
Sabía que podría extraer alguna lectura del primer contacto visual. Tomó asiento muy despacio en la silla de oficina y, desde el plano superior que le ofrecía la diferencia de altura entre ambas, le examinó detenidamente, como quien estudia la autoría de un Van Gogh antes de comprarlo.
Sancho nunca había visto unos ojos tan negros.
Augusto aceptó el primer envite con la procacidad característica de quien ha pasado por esa situación en cientos de ocasiones, y no era el caso. El lado izquierdo de su cara presentaba diversas magulladuras y heridas, destacando la hinchazón del párpado superior y un feo corte en el pómulo en el que habían tenido que darle varios puntos. El derecho, en cambio, lucía prácticamente indemne; apenas podía advertirse la inflamación del labio y un par de rasguños en la mejilla.
Sancho decidió romper el silencio y, abriendo la carpeta que llevaba consigo, pronunció con voz neutra y tono aplacado:
—«Augusto Ledesma Alonso, antes Gabriel García Mateo. Nacido el 22 de marzo de 1978 en el hospital Clínico de Valladolid. Hijo de Santiago García Morán y Mercedes Mateo Ramírez, ambos fallecidos —leyó sin hacer mención alguna, intencionadamente, a la muerte de la madre natural—. Dado en adopción el 26 de diciembre de 1985 al matrimonio formado por Octavio Ledesma Gallegos y Ángela Alonso del Campo». No figura último domicilio —apuntó levantando la cabeza.
Augusto ofreció la callada por respuesta manteniendo la misma expresión ambigua, claramente ensayada.
—No importa. Estás acusado de tenencia ilícita de armas y de homicidio en grado de tentativa, y eres el presunto autor del homicidio de Marta Palacios Cifuentes, cometido la madrugada del 16 de diciembre de 2012. Se te han leído tus derechos e informado de la posibilidad de solicitar los servicios de un abogado particular o de oficio, el detenido no se manifiesta al respecto.
—¿Qué tal su mano, inspector?
—Dolorida, pero el médico me ha dicho que volveré a tocar el piano —respondió Sancho con seriedad—. En unas semanas, recobrarás esa nueva cara que te has fabricado. Casi todo es cuestión de tiempo, y el tiempo todo lo cura, ¿verdad?
—Muchas cosas son las que el tiempo cura, pero no las que la razón concierta —respondió Augusto—. Plutarco. Se la diría en latín, pero declino la forma en virtud del significado.
—Me la anoto. ¿Tienes algo que declarar sobre los delitos que se te imputan?
—Lo que yo declare o deje de declarar carece de importancia en ausencia de un abogado, inspector. Debería usted saberlo.
Sancho encajó el primer golpe con elegancia.
—Cuando esta charla se convierta en una declaración formal, te informaré para que puedas llamar a tu abogado. De momento, esto no es más que un cambio de impresiones.
—Ha sido usted quien ha empleado el término equivocado.
—¿Qué término?
—Me ha preguntado si tengo algo que declarar —subrayó— sobre los cargos que se me imputan.
Sancho tragó saliva, contrariado.
—Cierto. Corrijo: ¿tienes algo que manifestar sobre los cargos que se te imputan?
—Así es, tengo una pregunta. ¿El delito tipificado como tenencia ilícita de armas implica la tenencia probada del arma o la mera suposición de tenencia?
—La encontraremos. Como te decía antes, es cuestión de tiempo.
—Entendido, muchas gracias. Por tanto, no sería equivocado pensar que la acusación de homicidio en grado de tentativa estaría igualmente supeditada al susodicho hallazgo del arma, ¿no es así? Supongo que está al corriente de que, aunque encuentren rastros de pólvora en mis manos, ningún juez aceptaría esa prueba en un juicio si no se encuentra el arma. Además, siempre podré alegar que son restos de la suya y que, durante la pelea que mantuvimos, me la transmitió a través del contacto de nuestras manos. Ya hay jurisprudencia sobre eso —aseguró antes de coger aire—. Tengo otra pregunta que formularle.
—Adelante, tenemos tiempo —enfatizó Sancho.
—Más o menos, unas cincuenta y tres horas y… cuarenta minutos según el reloj de uno de los agentes que me ha traído hasta aquí.
—Cuarenta y cuatro —precisó el inspector mirando el suyo.
—Gracias. Espero que tengan la decencia de devolverme el mío, además de los cordones y mi cinturón, cuando todo esto termine.
—Depende de cómo te portes.
Augusto asintió muy despacio.
—Entonces, ¿puedo preguntarle otra cosa? —inquirió el detenido.
Sancho hizo un gesto de aprobación con la mano.
—Para ser considerado sospechoso de homicidio, se requieren pruebas o, cuando menos, indicios que relacionen al sujeto con el hecho en cuestión. ¿Tienen ustedes alguna prueba o indicio que me relacione con ese homicidio que menciona?
—Que puedas hacer la pregunta no significa que la conteste. Yo dicto las normas en este recinto; por lo menos, durante las próximas cincuenta y tres horas y cuarenta y cuatro minutos.
—Cuarenta y tres ya, inspector.
Sancho sostuvo su mirada y decidió cambiar el rumbo de la conversación.
—Pensé que ibas a querer disfrutar de este encuentro —introdujo Sancho adoptando una postura más cómoda en la silla—. Pudiste haberme disparado y no lo hiciste, ¿por qué?
El detenido se tomó su tiempo.
—Usted mismo lo ha dicho, para saborear este momento.
—No es cierto.
—No creo que esté en disposición de juzgar si disfruto, o no, de un acontecimiento. El mero hecho de medirme intelectualmente con usted ya me provoca cierta emoción que algunos podrían definir como deleite, sinónimo de disfrute.
—¿Placer podría considerarse sinónimo de deleite?
—Podría, aunque la propia definición de deleite lleva implícito el placer.
—Gracias. Entonces, me ratifico en mi afirmación anterior. No es cierto que estés disfrutando.
—¿No? Explíquese, se lo ruego.
—No. Verás —dijo volviendo a la posición inicial—, solo tienes un camino para poder llegar a sentir placer: la dominación. Únicamente cuando consigues someter a tu contrincante notas algo que tu mente maltrecha interpreta como placer. Y digo interpreta, porque tú no estás preparado para etiquetar emociones. Augusto, este juego acaba de comenzar y no podrás decir que lo has dominado hasta que el juez diga que ha terminado, ¿no crees?
—No, se equivoca, puedo disfrutar del enfrentamiento mientras este se produce. Sobre todo, si es intelectualmente satisfactorio, como es el caso, inspector.
—Siendo así, creo que vamos a disfrutar los dos, porque solo pensar que voy a tenerte a mi disposición durante… cincuenta y tres horas y cuarenta minutos me llena de placer.
Augusto sonrió mostrando un canino roto.
—Vaya —retomó Sancho—, tienes un diente dañado.
A Augusto se le desencajó la mueca de indolencia en el acto.
—No se preocupe. Los dientes se reparan, pero uno tiene que estar vivo para eso.
Sancho advirtió que estaba haciendo referencia a la mutilación del cuerpo de su madre: un ojo y un diente. Tocaba escupir fuego de artillería.
—¿Disfrutaste con aquello?
Augusto cerró los ojos e inspiró con aire reflexivo evocando el momento.
—¡Y de qué forma!
Sancho supo conducir con austera disciplina la cólera que circulaba por sus venas a la velocidad del bombeo del corazón: frenética.
—Necesito hacerte una pregunta: ¿fue mayor el éxtasis al matar a tu propia madre o cuando asesinaste a la mía?
—Vamos, inspector, no sea usted macabro.
—Es simple curiosidad. Además, como bien has dicho, nada de lo que digas aquí sin la presencia de tu abogado podrá ser empleado en tu contra en un juicio. ¡Anímate! ¡Sácalo todo!
—Lamento muchísimo la trágica muerte de su madre. No puedo decirle más al respecto, pero no pierda la esperanza, quizá se lo gane más adelante. Tenemos tiempo —insistió.
Sancho estaba preparado para esa respuesta. Tal y como había previsto, bajó el tono de voz y juntó las manos entrelazando los dedos. Sacó el rifle de francotirador.
—Te comprendo muy bien. He de confesarte que, cuando le abrí un boquete en la cabeza a tu hermanito —dijo señalándose el lugar exacto—, me sentí bien; francamente bien.
El silencio volvió a reinar en aquel cuartucho. Augusto no modificó el semblante, pero pudo apreciarse cierto atisbo de vulnerabilidad en sus ojos.
—Aunque duró poco. La decepción llegó enseguida, en cuanto descubrí que no eras tú el que estaba tirado a mis pies. ¿Cómo te sentiste?
—Supongo que… parecido al momento en el que encontró el cuerpo de Martina; semejante a lo que experimentó cuando su amigo, el psicólogo, dejó de ejercer, y muy similar a lo que recorrió su cuerpo tras enterarse de la muerte de su madre. He oído que, quien lo hizo —recalcó con una sonrisa—, le arrancó un ojo y un diente antes de…, ya sabe. Atroz. Puedo imaginarme cuánto sufrimiento le provoca a alguien que le introduzcan una cucharilla de café en la cuenca ocular y notar cómo le separan el globo del nervio óptico. Desconozco si lo del diente fue antes o después de perder el ojo, pero intuyo que, a su madre, le parecería una caricia. Debió de sentir un gran alivio cuando le dio muerte. ¿No cree, inspector?
—¿Quién, mi madre o tú?
No me esperaba la reacción del inspector. Se mantuvo en su sitio durante todo el tiempo que estuve metiendo el dedo en la llaga. Aquel fue el momento en el que me percaté de que, posiblemente, había infravalorado a mi contrincante; no obstante, lejos de preocuparme por ello, me ilusioné aún más.
Los primeros compases de aquella sinfonía verbal sonaron francamente bien y, a esas alturas, tenía claro que no habían encontrado la Glock —muy probablemente, nunca lo harían— y que la única prueba que poseían contra mí era una inservible huella de calzado. Recuerdo que compré esas botas de Coronel Tapioca a los pocos días de llegar a Trieste por setenta y nueve euros.
Me fastidió tener que quemarlas, aunque las sustitutas, unas Timberland de noventa y cuatro euros, eran mucho más confortables.
Pensando en eso, no me percaté de que el inspector llevaba un rato hablando.
—Disculpe —dije con sinceridad—, he perdido el hilo de la conversación. ¿Podría usted repetir?
—Te preguntaba por el cadáver de Orestes, o Miguel, o Mathias, como coño se llamara. ¿Llegaste a verlo? ¿Pudiste recuperarlo o se está pudriendo en alguna fosa municipal junto a mendigos indocumentados, indigentes y otros delincuentes de su calaña?
—Veo a Orestes todos los días, inspector. Vive aquí dentro —le revelé señalando como pude mi cabeza—. Recuperar su cuerpo carece de importancia, se lo aseguro —mentí—. Él ya es inmortal.
—Ya, la inmortalidad. ¿Es eso lo que buscas? ¿Perpetuarte en el recuerdo de la humanidad como uno de los más voraces asesinos en serie de la historia? ¿Te pone cachondo imaginar a un abuelo contando a su nieto las increíbles aventuras de Augusto Ledesma, el criminal más brillante que ha dado nuestra nación? —pronunció con voz épica—. Eso no va a suceder.
Permanecí callado, aguantando su enfurecida mirada a pesar de que controlaba su tono de voz sin elevarlo demasiado. Pasaron varios minutos hasta que el inspector volvió a tomar la palabra.
—María Fernanda Sánchez, tu gran estreno, en Valladolid; luego, Mercedes Mateo, tu propia madre, a la que siguieron Martina Corvo —pronunció con dificultad—, Jesús Bragado, Mario Almeida y, recientemente, la ya citada Marta Palacios. En Trieste, Danilo Gaspari, Stefania Gaspari, Drago Obucina[65], Chiara Trebbi y Adelpho della Valle. En Belgrado, la doctora Raluca Marichkov. En Grindavik, la familia de Goran Jercic, integrante del grupo de hackers de Orestes: Svetlana Mihailovic, Peter Bernik, Mira Jercic, Milos Jercic, Kristín Pedersen y el propio Goran Jercic, al que achicharraste en su bañera. En el puerto de Hirtshals, a Adam Frodesen. En Castrillo de la Guareña, Dolores Gallegos, otra anciana. —Sancho notó que se le secaba el paladar—. En Praga, un nonagenario, Eleazar Bikel, los agentes Mónika Kovák y Daniel Grigar, y Marek Koller, un vecino de Strancice que tuvo la mala suerte de cruzarse contigo en tu cobarde huida. En Zagreb, a Igor Pranjic. En Bratislava, a una camarera, Zuzana Karham; que estaba embarazada, por si no lo sabías.
Augusto no movió ni un solo músculo de la cara.
—Sigo. En Budapest, a un político de ultraderecha: Gábor Zubai. En Gdansk, a una pareja de lesbianas: Ludka Opieczonek y Halinka Kowalczyk. En Leipzig, a Hanna Lubek y, en Múnich, a Rebecca Günther y a un sacerdote, Rudolf Luttenberger. ¿Me dejo algún nombre?
El inspector teatralizó otro silencio. Tengo que reconocer que me satisfizo enormemente la forma en que leyó los nombres de todos aquellos a los que había hecho partícipes de mi obra. Desconocía por completo las identidades de algunos, pero grabé a todos en mi memoria. Me prometí que, antes del desenlace, les inmortalizaría sin excepción.
—Un total de treinta y dos víctimas, diecisiete mujeres y quince hombres. Una buena cifra, pero muy lejos de otros asesinos en serie.
—Inspector, ¿de verdad cree que va a conseguir algo así? —pregunté.
—¿Acaso sabes lo que pretendo conseguir?
—¿Irritarme?
—No —aseguró con una sonrisa muy natural a la que siguió una carcajada histriónica—. ¡Qué va, hombre!, ¡qué va! Solamente vamos a acusarte del asesinato de Marta Palacios, que es el único del que tenemos pruebas. El resto se perderá entre los expedientes de crímenes sin resolver que llenan los archivadores de todas las comisarías del mundo. ¡Blufff! —articuló acompañando la expresión con el teatral estallido de un globo—. Pero no creas, esto no es algo que me haya sacado de la chistera. Mira este documento, te va a encantar. Está en inglés, pero sé que lo dominas a la perfección. Lo firma Robert J. Michelson, jefe de la Unidad de Búsqueda Internacional de Prófugos de la Interpol. Toda una autoridad, es posible que le conozcas en breve. Está dirigido a todas las OCN de los territorios en los que está presente. ¿Ves? Aquí —señaló con el dedo— se detallan todos y cada uno de los asesinatos que encajan con tu modus operandi y que la Interpol te atribuye hasta el 19 de noviembre de 2012. Ahora bien, lo realmente interesante es el capítulo de conclusiones. ¿Te lo leo yo o prefieres hacerlo tú? —me ofreció.
Me encontraba bloqueado y no pude contestar. Intentaba evitar que se percatara de que me estaba resquebrajando por dentro.
—«Así pues, y en consecuencia con lo detallado anteriormente, se establece la aplicación del protocolo de confidencialidad de Edimburgo en todos los expedientes relacionados con el prófugo 189 —identificado como el ciudadano español Augusto Ledesma Alonso— de forma inmediata, y queda terminantemente prohibido que se filtre información sobre los citados casos a cualquier medio de comunicación. Son responsables de su cumplimiento los titulares de la dirección de cada una de las Oficinas Centrales Nacionales de la Interpol afectadas hasta la fecha y las que puedan añadirse en el futuro».
Cuando levantó la mirada, el inspector advirtió que me estaba clavando las uñas en las palmas de las manos.
—Una mente privilegiada como la tuya ya se habrá dado cuenta de lo que esto supone, pero…, como de repente parece que no quieres conversar conmigo, te lo diré yo. Si un medio de comunicación se encontrara con una noticia de tanto calado, sin duda trataría de contrastarla con fuentes policiales, y todos sabríamos cómo reaccionar en ese preciso instante. «Ah, sí, claro, claro…, el poeta zumbado ese que asegura haber cometido decenas o centenas de asesinatos. Ya nos ha llegado por varias vías. Tú publica, publica…, verás qué risa» —actuó poniendo voz de falsete. Seguidamente, hizo una pausa y se acercó tanto a mí que pude percibir el olor de su resaca—. Adiós a tu inmortalidad. Adiós a tu obra. Adiós. Voy a tomarme un café, nos vemos en un rato —me dijo golpeándome en el hombro—. No vayas a marcharte sin decirme adiós.
Sancho se levantó muy despacio y puso la carpeta bajo el brazo. Tras cerrar la puerta, se dirigió al agente uniformado del exterior.
—Quita la calefacción. Dejemos que sus emociones se enfríen por tiempo indefinido.
Avant Madrid-Valladolid
Erika repasaba sus notas en el oscuro cuaderno de bitácora. Desde que recibió la llamada de Sancho informándola de la detención de Augusto, no había podido dejar de pensar en ello. Sin embargo, no pudo encontrar respuesta para casi ninguna de las preguntas que se había formulado desde entonces. Su cabeza era una jaula de grillos excitados.
Cuando el tren salió del túnel, encontró cierta analogía con su propia vida y, a pesar de que no quería dar la sensación de estar ansiosa, no pudo evitar llamar a Sancho para que le pusiera al corriente de las últimas novedades.
—Sancho —contestó.
—Siento molestarte. ¿Tienes un minuto?
—¡Erika! Me alegro de oírte. Tengo aproximadamente cincuenta minutos hasta que vuelva a entrar en la sala de interrogatorios. ¿Dónde estás?
—En un tren. Llego a Valladolid a las doce y un minuto.
—Cojonudo. Voy a buscarte y te cuento, tengo que dejarte.
—Me gusta ese tono de voz —afirmó Erika—. Hasta ahora.
Erika se incorporó para hacer su tercer recorrido por los vagones. Se fijó en que los denominaban «coches», y se preguntó en qué medio de locomoción estaba viajando. Después, se entretuvo imaginando historias de los anónimos pasajeros. Centró la atención en un hombre que rozaba los cuarenta, casado y en viaje de negocios a juzgar por su atuendo, portátil y maletín. Le sobraban unos cuantos kilos que acumulaba principalmente en territorio abdominal y en la sotabarba. Lucía bien aseado y recién afeitado, pero el color ceniza de su barba delataba claramente que era dura, difícil de domar. Eso la llevó a imaginárselo desnudo, con profuso pelo en el pecho y en la espalda. Cuando al ejecutivo le dio por buscar algo en el interior de su nariz, abortó la ensoñación y se dirigió al servicio.
Delante del espejo, se quitó la chaqueta de lana roja que hacía juego con el color de su pelo y sus botines. Se descubrió la espalda y sacó la crema cicatrizante. Con la yema de los dedos, extendió el ungüento con delicadeza, acariciando los rostros que acababa de tatuarse donde antes solo había piel. Completar la escena de Las tres edades de Klimt significó un paso más en su proceso de autoafirmación personal y, estando aún pendiente interpretar los motivos que la habían llevado a hacerlo, se sintió profundamente reconfortada. Se tomó el litio antes de recorrer de nuevo todo el tren.
Una ráfaga de viento gélido y una cara conocida le dieron la bienvenida en la estación Campo Grande.
—Buenos días, Erika —saludó Sancho antes de inclinarse para darle dos besos—. Me alegro de verte. Tengo el coche ahí fuera. Te pongo al corriente de camino a comisaría y te explico cuál es mi idea.
Pocos minutos después, Erika daba su opinión sobre la estrategia planteada por el inspector.
—Me parece acertada. Si conseguimos convencerle de que es un ser mundano más, habremos derribado uno de los pilares sobre los que se asienta su estructura vital.
—¿Uno? —repitió Sancho mientras conducía esquivando vehículos por el paseo del Arco de Ladrillo.
—Sí. Digamos que el narcisismo es su imagen proyectada al exterior, y es un acierto tratar de apagar esa luz. No obstante, si lo que buscas es que se derrumbe completamente, deberás encontrar la forma de abrir la caja en la que esconde sus miedos.
—Precisamente. Augusto teme ser uno más del montón.
—No. Es decir, sí, pero eso no sucedió hasta que Orestes plantó la semilla. ¿Recuerdas? Mi padre te lo contó cuando volvió a verte en Belgrado.
—Lo recuerdo perfectamente —confirmó él.
—Bien. Esa semilla creció convirtiéndose en una creencia irrefutable y tú eres su principal amenaza; su segador.
—Te sigo.
—No creo que consigas que Augusto se desplome representando la figura del segador. Mejor dicho, solamente representando —recalcó— la figura del segador. Debes recorrer el camino contrario.
—Acabo de perderme completamente en ese camino —reconoció Sancho frotándose la barba.
—Quiero decir que Augusto no era un asesino antes de que Orestes implantara la semilla. Quizá fuera un criminal en potencia, pero se dan muchos casos en los que el sujeto no pasa de ahí; la mayoría, por suerte. Por tanto, si consigues recorrerlo en sentido inverso, desde el segador hasta el labrador, el que plantó la semilla, creo que podremos llegar a entender al verdadero Augusto: Gabriel García Mateo.
—Entendido. ¿Alguna idea sobre cómo conseguirlo?
—Ninguna. ¿Te importa que fume?
—No. ¡Claro, joder! —exclamó golpeando el volante—. Vamos a parar en un estanco, voy a probar esos Moods.
El móvil de Sancho pitó. Era un mensaje de Álvaro Peteira con buenas noticias: «Ya agarramos al Chapa. Te lo envolvemos para regalo y le dejamos en el calabozo».
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
No tenía forma de saber cuánto tiempo llevaba desmenuzando la situación. No veía probable que encontraran el arma dentro del plazo ni que, llegado el caso de que descubrieran mi piso alquilado, encontraran nada que pudiese incriminarme. Ya me había encargado de eso como parte sustancial de mi autoimpuesto protocolo de seguridad. La mochila con las herramientas —absolutamente limpias de cualquier resto orgánico o huella—, junto con mi 357 y lo que quedaba de perico estaban a buen recaudo en la caja de seguridad de la oficina de Correos de Parquesol bajo una identidad inédita hasta el momento. Lo cierto era que, a esas alturas, todavía no había sido capaz de detectar cuál o cuáles eran los propósitos del inspector. Descarté el hecho de que pretendiera conseguir una confesión, consideraba a Ramiro Sancho lo suficientemente inteligente como para no haberse marcado un objetivo tan estúpido y, a la vez, inalcanzable. No dejaba de repetirme que no había razones de peso para preocuparme, y lo único que realmente me inquietaba era que mi obra viera la luz. Orestes había previsto y diseñado la plataforma para darla a conocer, pero todavía tenía que dar con lo más importante: la chispa adecuada. Como diría el maestro Bunbury: «Todo arde si le aplicas la chispa adecuada». Esa que prendiera la mecha e hiciera estallar mis versos haciendo añicos las almas de los mortales.
La chispa adecuada, esa era la clave.
Me dolían las muñecas, tenía mono de nicotina y la temperatura había bajado unos cuantos grados; supuse que lo habían hecho intencionadamente para horadar mi resistencia. Necios. Sin embargo, yo ardía en deseos de que comenzara el segundo asalto. Me sentía como el campeón del mundo de los pesos pesados que se ha dejado abofetear por un púgil cualquiera del peso mosca.
Por asociación de ideas, mi cerebro me regaló el principio de El club de los imposibles con la voz del speaker, que abre la canción: «Esto va a comenzar. ¡Vaya mirada que están cruzándose los púgiles! Suena la campana y comienza el combate». Me arranqué a cantar lo más alto que pude:
Pagamos el peaje
y tenemos todos
los semáforos en verde a la vez.
Aspira fuerte el napalm,
que huele a victoria
en Apocalipsis Now!
Si quieres cometer
un par de errores nuevos,
pregúntale a la banda local.
Enseguida, escuché el sonido de la puerta haciendo las veces de campana en aquel ring.
—Así me gusta, que te entretengas —observó Sancho dicharachero—. ¡No veas cómo estaba la cafetería! ¡Qué cola para pedir! Te iba a traer uno, pero no sé cómo lo tomas y no quería interrumpir tus reflexiones. Lo que sí te he traído es una caja de puritos de esos que fumas tú: Moods. No puedo ofrecerte, está prohibido fumar en todas las dependencias policiales, así que vas a estar… —dijo Sancho mirando su reloj— unas horas más sin fumar. Bueno, amigo, ¿y tú qué? ¿Qué has hecho todo este tiempo? Seguro que le has dado unas cuantas vueltas al asunto de la inmortalidad… de tu obra.
Augusto desvió la mirada al espejo e hizo una mueca de desprecio.
—Aquí tengo una compilación de tus poemas. Debo confesarte algo: siempre me he preguntado dónde guardarías las copias. Dejaste muchos de los mismos escritos en los móviles de tus víctimas, y estoy convencido de que, aunque tengas una mente privilegiada, no se pueden memorizar tantos y tantos versos. ¿Me equivoco?
—Cortado con sacarina en vaso —contestó Augusto.
—Me lo anoto para la siguiente. He pensado que, quizá, los guardas en tu equipo informático y que es posible que, cuando demos con tu casa, la gente del BIT pueda acceder a ellos. Eso sería muy comprometedor, ¿no?
Augusto cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios antes de recitar.
Parte de nada; apartado.
Un todo de parte a parte.
Nacido sin cordón umbilical,
malparido, sin sangre en las venas,
sin sentido.
Abandonado en la tez de la tormenta,
que es a su vez ceniza y placentera placenta.
Partiendo sin rumbo; repartido.
La carta en el descarte.
Neonato sin madre ni matrona,
sin leche materna,
sin sitio en la trona.
Acunado en la vejez
de un somnoliento acertijo,
esperando a ser devorado
como Saturno a su hijo.
Miembro sin grupo, desmembrado.
Ojo por ojo y Marte por Marte.
Así nací y morí
en el mismo instante, a
sí voy y vengo;
y vengo a llevarte.
Así alimentaré
mi arcilla con tu carne,
así renazco de tu propia sangre.
Diente por diente; desdentado.
Arte por arte.
Sancho quería saltar sobre él y despedazarle, arrancarle la vida con sus propias manos, desmembrarle.
Sin embargo, se mantuvo impertérrito en su silla hasta que terminó de recitar el poema que encontraron en la casa de su madre.
Cuando lo hizo, se concedió unos segundos y continuó recitando.
Tres hermanas marcarán tu camino.
Dueñas del aliento de los mortales,
hilanderas voraces del destino.
Cloto, tenaz tejedora de males.
De mueca hueca con su rueca greca.
Fatales serán sus hebras neutrales.
Láquesis, medidora aciaga y clueca.
Longevidad, la dicha o la desdicha.
En sus manos, la vida plena o hueca.
Átropos, implacable y cruel bicha.
De oro forja sus tijeras de muerte.
Finaliza el juego si mueve ficha.
Sobre un lecho he definido tu suerte
e inmune al fatum que ya estaba escrito,
inmortal tu dulce recuerdo inerte.
Que estos versos no sacien mi apetito.
Que este poema no encubra el delito.
El inspector no quiso interrumpirle y puso toda su voluntad para mantener a raya su sistema nervioso. Pestañeó dos veces. La poesía le llevó a revivir la escena en la que, casi en penumbra, distinguió la figura de Martina tumbada en la cama con la almohada sobre la cabeza. Todavía podía oler aquel aroma a tabaco avainillado.
Todo tan pausado, tan inerte.
Sabía muy bien cómo debía reaccionar ante ese nuevo ataque: impermeabilidad y hermetismo.
—¿Sabes más o te has aprendido únicamente esos dos para tratar de desestabilizarme? —preguntó para ganar tiempo y terminar de digerir su ira.
—Los que habéis encontrado no son todos los que son ni son todos los que están —aseguró señalándose la sien derecha con el índice. En el movimiento, Augusto inclinó la cabeza dejando al descubierto unas marcas que llamaron la atención del inspector.
—Puede. Puede que falten algunos, y puede que guardes todos en tu privilegiado cerebro, pero estoy seguro de que no será el único sitio. Eres un tipo obsesivamente organizado y metódico. ¿Sabes por qué?
Augusto se interesó forzando una mueca palaciega.
—Porque si te hubiera volado la cabeza cuando tuve la ocasión, posibilidad que habrás valorado sin duda alguna, tus versos habrían quedado reducidos a pequeños trocitos de masa encefálica esparcidos por el suelo y las paredes de un indigno baño —expuso el inspector mientras jugueteaba con la caja de Moods—. No. Seguro que tienes una copia en algún sitio, y guardo la esperanza de encontrarlos en tu equipo informático. Es una corazonada.
—Suerte, inspector. No obstante, déjeme preguntarle algo: ¿por qué tanto interés en encontrar esos poemas?
Sancho no había ido a pescar en su vida, pero sintió que la pieza con la que ganaría el torneo había mordido el anzuelo en ese preciso instante. Así, como haría un experimentado pescador, no se precipitó antes de empezar a tirar del sedal. Sacó uno de los puritos y se lo puso en los labios.
—Supuse que ya lo habrías adivinado.
Augusto levantó las cejas en forzado gesto de curiosidad.
—Para destruirlos.
En ese momento, lo supe. Localizar y destruir mi obra, ese era su objetivo. En ese preciso instante, sucedió. Advertí el olor. Ese tan particular que desprende el cuerpo cuando el sudor nace de la propia angustia y bebe del miedo. Ese que, dicen, perciben los perros. Ese que algunos humanos también son capaces de oler.
Empecé a sentirme francamente mal.
—Te noto incómodo.
El inspector se frotó su pelirroja barba pausadamente, y sacó un mechero del bolsillo del pantalón. Era uno de esos ignominiosos encendedores que venden en los estancos por cincuenta céntimos. Encendió el cigarro y le dio un par de caladas rápidas haciendo que el humo purificador del tabaco se adueñara de aquella reducida atmósfera. Evidentemente, sabía que estaba tratando de alimentar mi ansiedad.
Y que lo estaba consiguiendo.
—Me salto las normas en ocasiones puntuales, muy puntuales —puntualizó—. Si me preguntan, diré que has sido tú, que estabas muy nervioso y que te he permitido fumar para que te calmaras. Espero que no te importe que lo haga, hacía mucho que no fumaba. Mi padre fumaba mucho, siempre le recordaré con el pitillo en la boca. Posiblemente sea por eso por lo que nunca me he sentido atraído por el tabaco, aunque tengo que reconocer que estos puritos… Pareces cansado. Voy a dejarte solo unos minutos, no tardo.
Apoyó el Moods encendido en el borde de la mesa y, mirando cómo ascendía una delgada e irregular columna aromática, asumí que los acontecimientos no estaban desarrollándose por los cauces previstos.
—Creía que ibas a saltar sobre él cuando recitó los poemas —comentó Erika a Sancho en la sala acristalada.
—Mi trabajo me ha costado no hacerlo, hijo de la grandiosísima puta —dijo apretando los dientes.
—Lo estás llevando muy bien, pero creo que debes aflojar un poco en estas circunstancias.
Sancho se quedó pensativo.
—Es posible —lucubró mientras sacaba el móvil—. Álvaro, ¿tenemos alguna novedad? —preguntó al subinspector.
—Tenemos. Nos llegó la información de la compañía de telecomunicaciones. Hemos localizado el repetidor al que se conecta de noche.
—¿En qué zona?
—Paseo de Isabel la Católica, cubre unas dos mil viviendas. Te dejé un plano en tu mesa. Tengo a todo el grupo en la calle y doce agentes más que Matesanz consiguió del comisario.
—Cojonudo. ¿Comprobasteis si…?
—Sí —se adelantó el gallego—. Nada. Tenía apagado el terminal esa noche, no nos dice nada.
—Era de esperar. Y de los de la científica, ¿sabemos algo?
—Nada. Siguen rastreando la zona.
—¡Joder, no puede ser tan complicado! —valoró airado—. Llámame en el momento en el que sepáis algo, yo sigo trabajándome al perla.
—Así se hará —dijo el gallego antes de colgar.
Sancho inspiró lentamente y entró de nuevo en la sala de interrogatorios.
Augusto prácticamente no participó en la conversación durante las siguientes dos horas, limitándose a repetir una y otra vez que no recordaba nada de la noche en la que se cometió el asesinato de Marta Palacios. Él sabía que todo lo que dijera no tendría validez alguna si, después, no lo certificaba en una declaración formal en presencia de su abogado. Aun así, no quiso proporcionar ninguna información que permitiera a su oponente abrir nuevas líneas de investigación.
—¿Quieres estirar las piernas? ¿Te han llevado al servicio? —preguntó Sancho de improviso sabiendo la respuesta.
Augusto no contestó. Sancho salió y, al cabo de unos segundos, volvió a entrar con dos agentes uniformados.
—El detenido necesita ir al baño.
—Muy bien —dijo el más alto.
—Al de arriba —indicó el inspector—. Quiere dar un paseo.
—Al de arriba, entendido.
En cuanto subí las escaleras, entendí el porqué de la gentileza del inspector. Decenas de miradas me taladraban a mi paso por las dependencias policiales, esposado y escoltado. Traté de mantener la cabeza alta, pero me fue imposible.
Nunca había sufrido una vejación como aquella y, durante el trayecto, que se me hizo interminable, maldije a Orestes por no haberme prevenido sobre ese tipo de prácticas policiales. Cuando terminé de orinar, pedí a los agentes que me quitaran las esposas para poder asearme un poco y despojarme de ese olor que me estaba corroyendo la piel.
Recibí la mofa por respuesta y me imaginé a mí mismo reventando a patadas hasta la extenuación a aquellos gusanos de uniforme.
Les vi despanzurrados, agonizando en su abyecto tránsito hacia la peor y más lacerante de las muertes. El camino de regreso al cuartucho no fue distinto, y me sentí paradójicamente reconfortado cuando volví a verme allí. Fue efímero, pues la párvula sonrisa que lucía en la cara del inspector me decía que nada bueno iba a acontecer.
No me equivocaba.
—Farmacia Egido Hernández. Calle Imperial, 5. ¿Te suena? Crema cicatrizante y analgésicos. Te han reconocido. Aquí —señaló Sancho en un plano—. Supongo que tiene algo que ver con esas heridas del cuello que parecen arañazos. No hace falta ser forense para saber que son anteriores a las otras. De ahí que le mutilaras las falanges distales para eliminar pruebas, ¿eh? Se me ocurre que no querrías pasearte por toda la ciudad con tales marcas, así que creo… —aventuró inclinando la cabeza y gesticulando ladinamente— que podría ser la farmacia más cercana a tu domicilio. He trazado un área de influencia, observa.
Augusto desvió la mirada.
—Perfecto, ese gesto huidizo era la confirmación que esperaba. Conozco bien la zona, y he descartado todas estas viviendas —explicó marcando un área del mapa— por carecer del glamour y el caché que necesitas, pero cuando he pasado el rotulador por esta otra… La plaza del Viejo Coso. No creo que haya un rincón en la ciudad con más solera. Ahora mismo, mi gente está haciendo preguntas por allí. ¿Cuánto tiempo crees que vamos a tardar en dar con tu puerta?
—Le propongo un trato, inspector.
Sancho frunció el ceño.
—Te escucho.
—Yo les ahorro unas horas de preguntas y, a cambio, me permite darme una ducha y cambiarme de ropa en mi casa. Como sabe, debo estar presente si van a registrarla, así que me parece un acuerdo ventajoso para ambos.
Sancho tardó en contestar, pero aceptó por dar el primer paso en aquello que Erika le había propuesto: deshacer el camino, pasar de ser segador a labrador.
—No podrás tener intimidad. Te quitaré las esposas, pero estarás acompañado por dos agentes en todo momento. ¿Queda claro?
—¿Puedo fiarme de su palabra?
—Tú decides.
Augusto chasqueó la lengua e hizo sonar sus nudillos contra el tablero de la mesa antes de contestar.
—Portal ocho, segundo C.
Sancho agarró su teléfono con fingido aire renuente.
—Comisario —dijo el inspector sin quitar la vista del sospechoso, que parecía ausente, como queriendo hacer oídos sordos a la llamada—, tenemos la dirección. Necesitamos cursar una orden de registro urgente.
Plaza del Viejo Coso (Valladolid)
No consiguieron la orden firmada por el juez instructor del caso, Sanz San Antonio, hasta las cinco de la tarde. En esas horas, Sancho mantuvo una larga conversación con la juez Miralles con el objeto de buscar alguna fórmula legal para retener al sospechoso durante más tiempo. Ella fue tajante:
—O encontráis el arma, el calzado que encaja con la huella sacada de la puerta o alguna prueba en el piso que pueda utilizarse para sostener la acusación por la que se le ha detenido, o te aseguro que Sanz San Antonio le pondrá en libertad sin cargos a las tres de la tarde del día 11 de enero. Si eso sucede —añadió Aurora Miralles—, olvídate de volver a detener a Augusto Ledesma Alonso por los mismos hechos.
Rememorando esas palabras, el inspector Sancho, secundado por Matesanz y Peteira, subía las escaleras que llevaban al segundo piso. Tras el detenido, los dos agentes de uniforme, el secretario judicial y el cerrajero cerraban el cortejo. La cara de Augusto todavía reflejaba las hermosas porciones de orgullo que había tenido que tragar hacía solo unos minutos, dado que, siguiendo órdenes explícitas del inspector, la comitiva policial había sido lo menos discreta posible: luces, sirenas, corte de la circulación de la calle San Quirce y, por supuesto, desfile por el vecindario desde donde habían estacionado. El protocolo habitual, pero aderezado con cuatro o cinco cucharaditas de mala baba.
—Una pregunta, agente —dijo el cerrajero, algo timorato.
Patricio Matesanz se giró.
—¿Quién va a pagar esto? Lo digo, más que nada, porque todavía estoy reclamando la factura de la anterior a…
—No se preocupe usted —intervino Sancho—. Ya puede marcharse. Álvaro, súbete la llave maestra.
Cuatro minutos más tarde, el subinspector Peteira portaba el ariete, ayudado, eso sí, por uno de los agentes de uniforme.
—¡Tres!
La madera bramó estrepitosamente ante la atónita mirada de Augusto, que, sin embargo, consiguió contener todo signo que denotara su excitación. El apartamento tenía un pequeño recibidor desde el que se accedía a la cocina, a mano izquierda, a un pasillo de unos cuatro metros de longitud y el salón a la derecha.
—Empezaremos por aquí —ordenó Sancho—. Que se siente en ese confortable sofá. Cuando terminemos, cumpliré con mi parte del trato —le anunció a Augusto—. Lo primero que vamos a intervenir es ese ordenador portátil —señaló el inspector—. Álvaro, quiero que alguien venga a recogerlo de inmediato y que se lo lleven a los del BIT.
—Me dice Salcedo que vienen para acá —informó Patricio Matesanz.
Sancho elevó sus pobladas cejas con la vaga esperanza de obtener alguna buena noticia relacionada con la búsqueda de la pistola, pero recibió la negativa del subinspector con un casi imperceptible movimiento de cabeza.
—Voy a echar un vistazo a la habitación —anunció algo decepcionado—. No le quites el ojo de encima —indicó a Matesanz bajando la voz—, quiero que anotes cada reacción, cada movimiento facial que haga mientras Peteira revuelve el salón.
El veterano oficial asintió. A Matesanz se le notaba tenso, le estaba carcomiendo el hecho de no haber apoyado las tesis del inspector en su día.
Ya en el dormitorio, Sancho encendió la luz y permaneció inmóvil observando bajo el quicio de la puerta. Estaba toda pintada de un violeta claro menos el paño en el que se encontraba anclado el cabecero de una cama de dos por dos. Este, de un añil perturbador, hacía juego con el store que tapaba la ventana y con el edredón. El mobiliario lucía de blanco inmaculado y todavía desprendía el aroma del lijado reciente. Lo conformaban dos mesillas, una cómoda, un espejo de grandes dimensiones y una estantería de acero inoxidable repleta de libros. Podría decirse que no había nada que estuviera fuera de su lugar ni lugar en el que no hubiera nada.
Sancho se ajustó los guantes y empezó por el armario empotrado. Las puertas eran correderas y, cuando deslizó la de la izquierda, le pareció estar viendo el muestrario de una tienda de ropa: toda a estrenar. Estaba claro que Augusto había llegado con lo puesto, pero pensaba quedarse una buena temporada en Valladolid. Inmediatamente, el pelirrojo empujó la otra hoja buscando el zapatero y, efectivamente, allí estaba. Sacó el folio que guardaba en el bolsillo trasero de sus vaqueros con la fotocopia de la suela. Se agachó para comprobarlo, pero, a simple vista, no parecía que allí hubiera un calzado que se correspondiera con la huella; solo dos zapatillas de deporte, Adidas, y otros dos pares de Bikkembergs, nuevas a todas luces. El inspector se pasó la mano por el mentón y pronunció con marcado desánimo:
—¡Hay que joderse!
Revisó a conciencia zapatos y zapatera, cajones y cajonera, pero allí no había nada que no tuviera que haber. No existía cuadro alguno y, tras el espejo, pared. Antes de echar el último vistazo, se fijó en la cama. Era como una gran nube terrenal en el jardín de los sueños, y se imaginó dejándose engullir por aquellos sugerentes cúmulos. Sancho bostezó justo cuando el sonido de la puerta le arrancó de las redes de Morfeo. Había llegado la gente de Salcedo. El inspector salió al encuentro del jefe de la Brigada de la Policía Científica y se lo llevó a la cocina sin mediar palabra.
—Santiago, ¿qué coño pasa con esa pistola?
Salcedo dio un paso atrás para poner algo de distancia con la cara del inspector. El hombre, que acababa de cumplir los cincuenta y cinco, presentaba visibles muestras de agotamiento.
—Oye, Sancho…, no me jodas, que ya nos conocemos desde hace unos cuantos añitos. ¿Qué crees que llevamos haciendo desde las putas 06:30 de la mañana hasta hace un rato? —dijo gritando en voz baja—. Los detectores de metales no registran ninguna medición, y te aseguro que hemos peinado cada centímetro cuadrado de la zona que nos habéis marcado en el plano; dos veces —precisó.
—Necesitamos encontrar la maldita pistola o vamos a tener que soltar al hijo de puta que tienes ahí, sentado tranquilamente en ese sofá —replicó en el mismo tono—. Si lo hacemos, no le volveremos a ver el pelo y te aseguro que seguirá asesinando. ¿Entiendes?
—Que sí, que te entiendo, que no soy idiota, pero hacemos lo que podemos. Tengo a toda mi gente revolviendo la tierra, arrancando matorrales y hasta subidos en los árboles buscando esa arma. Te invito a que mañana vengas con nosotros y nos ilumines.
—Vale, vale, vale… —musitó Sancho mostrando al cielo las palmas—. Disculpa, Santiago, es que estoy desesperado —reconoció tapándose la cara con ambas manos y restregándose la piel como si quisiera sacarle brillo—. Aquí no hay ni rastro del calzado que andábamos buscando, así que nuestra única esperanza en estos momentos es que demos con ella.
—Bueno, mañana será otro día. Lo mismo tenemos suerte.
—Por cierto, ¿qué hacéis aquí?
—Nos ha mandado el comisario para que saquemos huellas del piso. Si, por casualidad, conseguimos alguna de la chavalita esa que se cargó, le tendremos cogido de las pelotas; precisamente, de donde me va a agarrar la Charo cuando llegue a casa. Tres horas aquí no nos las quita ni Dios. ¡En fin! Cuanto antes empecemos, mejor.
—Hablamos mañana, y perdona de nuevo la salida de tono —se disculpó el inspector con sinceridad.
Sancho entró en el salón y, con un sobrado gesto de enojo, dio la orden a la pareja uniformada y cumplió con su parte del acuerdo.
—No os separéis de él —les advirtió a pesar de que previamente había comprobado que no podría escaparse por la minúscula ventana del cuarto de baño.
—Nada —dijo el subinspector Peteira—, pero nada de nada, carallo —precisó abriendo extremadamente sus ojos azules.
—Que es exactamente el doble… —murmuró Sancho para sí.
El salón presentaba un aspecto acorde con el resto de la casa: ordenado. Hasta en el mueble bar la colocación de las botellas tenía un porqué. No había escatimado en los equipos de audio —de la marca Bose— y televisión. Sofás de piel blanca, mesa de centro polifuncional, lámpara de pie multifoco y una estantería con libros. Sancho arrugó la cara. O esos libros eran del dueño o los había trasladado desde algún otro lugar, porque era evidente que no estaban recién comprados. El sistema olfativo del inspector percibió algunas de las muchas partículas volátiles orgánicas que se liberan por la descomposición de la celulosa, la lignina y las fibras de madera, entre otros materiales. Visualmente, algunos ejemplares parecían datar de tiempos pretéritos y quiso examinarlos con más detenimiento. Uno de ellos llamó poderosamente su atención por las letras en cirílico que resaltaban en el lomo. Lo extrajo y comprobó que había sido editado, publicado o quizá impreso —porque el cirílico no estaba entre las lenguas que era capaz de entender Sancho— en el año 1867. De inmediato, decidió que lo más prudente sería incautarlo solo por tener una baza emocional para jugar en alguna fase de aquella partida a la que los minutos se le seguían escapando irremediablemente.
—¡Coño! ¡Qué chula! —escuchó a su espalda.
Era Mateo Marín, de la Científica, que observaba con atención algo que sujetaba en la mano. Sancho se acercó hasta él.
—Mi cuñada hace colección de cajas de música y no hace mucho que me la estuvo enseñando. Te sorprendería la cantidad de gente a la que le chiflan estos artilugios. Los reparan, rebuscan mecanismos para que suenen mejor e, incluso, hay intercambios de tutús o como coño se llamen los vestidos de las bailarinas.
—¿Y por qué esta no suena? —preguntó.
—Hay que darle cuerda, mira.
La canción principal de la banda sonora de El padrino captó la atención de los investigadores durante algunos segundos.
Estaba terminando de secarme cuando llegó a mis oídos. Inconfundible.
Mi subconsciente me hizo dibujar una mueca de descomposición que me delató ante uno de los agentes, el mismo que se había burlado de mí tras pedirle que me quitara las esposas para asearme.
Volví a imaginarme causándole el mayor y más terrible de los suplicios físicos, y le vi aullando de dolor y retorciéndose en el suelo, escalpado, eviscerado. Conseguí calmarme y terminé de vestirme con ropa limpia; de hecho, era nueva. Por un momento, imaginé que me iba de fiesta y comprendí aquello que dicen sobre que no se aprecia lo que se tiene, sino lo que se tuvo. Con toda la flema que pude fingir y de nuevo esposado, nos dirigimos al salón.
Nada más entrar, busqué mi tesoro con la mirada deseando fervientemente encontrarlo colocado en su sitio. Así fue… casi —porque no estaba situado en su lugar exacto—, pero fui liberando mis malos presagios con un prolongado suspiro. Instantes después, colisioné frontalmente con los ojos claros y el gesto rapaz de mi rival.
—¿Qué tal la ducha? Yo también tengo ganas de meterme debajo del agua un buen rato. Nos estábamos preguntando algo en tu ausencia, a ver si puedes sacarnos de dudas.
Mientras hablaba, se aproximó a mi tesoro.
Traté de mantener la compostura, tenía que hacerlo. Aequam memento rebus in arduis servare mentem[66] —escuché decir a mi padre—. Era de vital importancia conseguirlo a pesar de que notaba a la carcoma alimentándose de mi propia necedad por haberla dejado a la vista.
—La cuestión es: ¿qué hace un objeto como este en una casa en la que predominan el vanguardismo, el orden y la alta fidelidad? Colocada al lado de este equipo de sonido que debe de costar más de lo que me queda por pagar de hipoteca. No me cuadra. Admito que la cajita de los cojones también emite sonidos —expuso con tono exageradamente sarcástico—, pero… simplemente no me encaja. ¿Qué me cuentas?
—Es solo un recuerdo sin importancia —expliqué.
—Aquí no hay nada que carezca de importancia —repuso él—, y menos cuando ha sido lo primero por lo que te has preocupado en cuanto has entrado en el salón.
—Es solo un recuerdo —insistí sin esperanza alguna de ser creído.
—Muy bien. También me voy a llevar este recuerdo por si decidimos hablar de él mañana o pasado —indicó al tipo del juzgado—. Anote también este ejemplar y los papeles que están encima de esa mesa.
El «ejemplar» en cuestión era la primera edición de Crimen y castigo, esa que encontré en la casa de Danilo Gaspari, esa que significaba mi renacimiento, mi resurrección. El muy hijo de puta había localizado y me estaba robando mis dos objetos más valiosos; mejor dicho, lo único verdaderamente precioso que poseía. Le aborrecí por ello. La expresión de su rostro era la quintaesencia del triunfalismo, necesitaba procurarle un dolor atroz para compensar una milésima parte de la afrenta, deseé poder rajarle la cara y transformar ese semblante de victoria transitoria en un modelo imperecedero de derrota.
De vuelta a comisaría en el coche patrulla, evalué los riesgos y empecé a arrepentirme de esa décima de segundo en la que decidí desmontar la Glock en vez de vaciarle el cargador en la cabeza.
La pretensión de destrozarle intelectualmente antes de acabar con su vida me podría costar cara.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
El comisario Herranz Alfageme, Sancho y los subinspectores llevaban más de dos horas haciendo análisis de la primera jornada de interrogatorio en las dependencias del Grupo de Homicidios.
Erika, en calidad de colaboradora especialista de la Interpol, observaba sin apenas intervenir.
Había dedicado la tarde a profundizar en la infancia de aquel niño maltratado y posteriormente entregado en adopción: Gabriel García Mateo.
Contaba con la documentación que Matesanz consiguió en su día del Registro Civil y del juzgado que se encargó de la retirada de la custodia y patria potestad a la madre, Mercedes Mateo Ramírez. A partir de la fecha de adopción, el 26 de diciembre de 1985, la pista de Gabriel se perdía. Sin embargo, hubo algo que le llamó la atención: nadie había ido a visitar ninguno de los centros de acogida por los que el niño pasó durante los quince meses que estuvo a cargo de la Gerencia de Servicios Sociales.
Apenas permaneció seis semanas en el primero, pero en el segundo, la Comunidad de Adoratrices del Santísimo Sacramento, pasó más de un año de su vida y, por suerte, todavía seguía en funcionamiento. Ya sabía a qué iba a dedicar parte de la mañana del día siguiente.
—Señores —intervino Copito dando una fuerte palmada—, yo creo que ya está bien por hoy. Mañana nos espera un día muy largo y debemos tener la cabeza despejada. Sancho, creo que deberías ir a casa y meterte en la cama unas cuantas horas. ¿No te parece?
—Es posible —contestó por contestar.
—Incluso probable —remató Peteira, que ya se estaba poniendo su prenda de abrigo—. Este gallego se despide, que no llego a acostar a los gemelos y tenemos trifulca.
—Para trifulca la que le espera a nuestro querido amigo. Supongo que el Chapa ya le habrá relatado al detalle la primera vez que le detuvieron con doce años.
—Eso si no se lo ha cepillado ya…
—No, está bajo vigilancia. Dos turnos, aunque, bien pensado…, lo mismo matábamos dos pájaros de un tiro —lucubró Sancho sin pretender hacer una broma.
—Hasta mañana —se despidió Matesanz con voz quebradiza y sin volverse al tiempo que sonaba el teléfono de la mesa del inspector.
—Sancho —contestó.
—Inspector, aquí hay alguien que pregunta por usted —informó el agente de recepción—. Robert J. Michelson.
—¡La hostia! —musitó golpeándose la frente—. Ahora bajo.
Cuando colgó, se apoyó sobre los codos y se presionó las sienes con las palmas de las manos.
—Se me ha pasado comentarte que hablé con él cuando estabas en el registro del piso —reconoció Erika con cara de circunstancias—. Me dijo que se pasaba por el hospital para ver a Ólafur y que, después, venía a comisaría. Creo que tiene ganas de que le pongas al día.
—Al día, las horas y sin descanso, las lloras —formuló el pelirrojo—. ¿Vienes?
Cuando le faltaban algunos peldaños para pisar la recepción, descubrió a Michelson, de traje y corbata, con el abrigo doblado sobre el brazo y sosteniendo una chocante expresión de niño travieso. Dos peldaños después, entendió el motivo.
Notó que le faltaba el aliento y se afanó en no exteriorizar sus emociones, pero el fulgor de sus ojos terminó por delatarle.
—No te hagas ilusiones, caro, he venido para ver al comisario Olafsson —dijo Gracia Galo dando dos pasos hacia Sancho.
—Claro, inspectora jefe —acertó a decir justo antes de engullirla entre sus brazos.
El abrazo no fue tan breve como le pareció a él ni tan largo como hubiera deseado ella, pero ninguno de los presentes pensó que se trataba de una simple manifestación afectiva entre colegas.
—Me alegro de verte —pronunció él por fin—. Si me dais dos minutos, cojo mis cosas y nos vamos a cenar a algún sitio.
—Sancho, ¿ya sabes lo de Ludka Opieczonek, la chica polaca que sobrevivió? —comentó Michelson.
El inspector asintió despacio mientras exhalaba entre dientes.
—Así están las cosas —remató el de la Interpol—. Aquí te esperamos.
Erika, que se había mantenido en un discreto segundo plano, saludó cariñosamente a los recién llegados. Michelson, aprovechando la coyuntura, se acercó y le susurró:
—Tengo grandes noticias para ti.